viernes, 30 de septiembre de 2022

Teresa Serrano en el Museo del Chopo

Dibujos, pinturas, esculturas, videos, instalaciones. 86 piezas, procedentes de seis colecciones, conforman Gritos, susurros y guiños, la segunda exposición que un museo mexicano dedica a Teresa Serrano. A partir del 6 de octubre las galerías Central, Helen Escobedo y Arnold Belkin, así como el Centro de Información y Mediateca del Museo Universitario del Chopo, estarán ocupados por el trabajo de la artista nacida en la Ciudad de México en 1936.

“Sin estar ligada directamente con un activismo militante, la producción de Serrano encarna el lema feminista de ‘lo personal es político’, ya que se mueve constantemente entre referentes íntimos y su figuración simbólica como parte de un tejido social”, explica la curadora de la exposición, Karen Cordero Reiman, en el texto de sala. Con una trayectoria creativa y personal desplegada entre Nueva York y la capital mexicana, Gritos, susurros y guiños muestra las búsquedas de la artista a partir de 1988 e incluye seis piezas producidas por el museo universitario, entre ellas el video Mujeres volcanes, un comentario sobre la violencia feminicida.

Teresa Serrano

Teresa Serrano, Espejismo (2019)

La obra de Teresa Serrano es la puesta en imágenes de sus vivencias como mujer. “Su producción entra en diálogo con referentes claves del arte feminista producido desde los años setenta, y a la vez mantiene siempre una voz propia, claramente situada y anclada en la convicción de la experiencia personal, que sirve como antídoto a la retórica”, añade Cordero Reiman. Símbolos, objetos, palabras y gestos atraviesan sus obras, que se organizan en la exposición en cinco núcleos: “La politización de lo personal”, “Lo duro, lo suave y lo sensible”, “Pautas ecofeministas”, “El lenguaje materializado y puesto en juego” y “Giros narrativos”.

Serrano comenzó en los setenta haciendo estudios de sus hijos en carbón. Más de cuatro décadas después ha producido un conjunto de obras que, a través de medios diversos, con registros cada vez más amplios, explora las implicaciones de ser mujer en el mundo contemporáneo. Gritos, susurros y guiños contiene una diversidad de técnicas y formatos, que incluyen instalaciones de luz. La incomunicación, la religión, la migración y el lenguaje son otros temas de su obra proteica, que se despliega en las superficies del Museo del Chopo capitalino.

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Teresa Serrano en el Museo del Chopo

Dibujos, pinturas, esculturas, videos, instalaciones. 86 piezas, procedentes de seis colecciones, conforman Gritos, susurros y guiños, la segunda exposición que un museo mexicano dedica a Teresa Serrano. A partir del 6 de octubre las galerías Central, Helen Escobedo y Arnold Belkin, así como el Centro de Información y Mediateca del Museo Universitario del Chopo, estarán ocupados por el trabajo de la artista nacida en la Ciudad de México en 1936.

“Sin estar ligada directamente con un activismo militante, la producción de Serrano encarna el lema feminista de ‘lo personal es político’, ya que se mueve constantemente entre referentes íntimos y su figuración simbólica como parte de un tejido social”, explica la curadora de la exposición, Karen Cordero Reiman, en el texto de sala. Con una trayectoria creativa y personal desplegada entre Nueva York y la capital mexicana, Gritos, susurros y guiños muestra las búsquedas de la artista a partir de 1988 e incluye seis piezas producidas por el museo universitario, entre ellas el video Mujeres volcanes, un comentario sobre la violencia feminicida.

Teresa Serrano

Teresa Serrano, Espejismo (2019)

La obra de Teresa Serrano es la puesta en imágenes de sus vivencias como mujer. “Su producción entra en diálogo con referentes claves del arte feminista producido desde los años setenta, y a la vez mantiene siempre una voz propia, claramente situada y anclada en la convicción de la experiencia personal, que sirve como antídoto a la retórica”, añade Cordero Reiman. Símbolos, objetos, palabras y gestos atraviesan sus obras, que se organizan en la exposición en cinco núcleos: “La politización de lo personal”, “Lo duro, lo suave y lo sensible”, “Pautas ecofeministas”, “El lenguaje materializado y puesto en juego” y “Giros narrativos”.

Serrano comenzó en los setenta haciendo estudios de sus hijos en carbón. Más de cuatro décadas después ha producido un conjunto de obras que, a través de medios diversos, con registros cada vez más amplios, explora las implicaciones de ser mujer en el mundo contemporáneo. Gritos, susurros y guiños contiene una diversidad de técnicas y formatos, que incluyen instalaciones de luz. La incomunicación, la religión, la migración y el lenguaje son otros temas de su obra proteica, que se despliega en las superficies del Museo del Chopo capitalino.

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jueves, 29 de septiembre de 2022

El mapa de lo compartido 

Que la música sea la línea de comunicación más directa con los espíritus o que ella misma sea un espectro parece una cuestión difícil de deslindar. Las dos alternativas suenan igual de verdaderas, al menos a primera impresión. Ya sea como invocación o como presencia que se invita a la sala, a la música se le da esta función a través de géneros tendientes a la introspección. Así, el encuentro con lo fantasmático se supondría íntimo o individual: el viaje hacia la propia memoria, el recogimiento y la escucha de lo interior

Fantasma do Cerrado, proyecto de Rafael Stan Molina, hace explícito desde su nombre que está en búsqueda de algo parecido. Aunque sumamente variados, los estilos o recursos de los que echa mano están entre los que más se asocian con la escucha contemplativa: ecos, murmullos, espacio negativo, grabaciones de campo, reverberación. Pero, incluso antes de conocer los antecedentes, se desvía en un punto importante: aquí los fantasmas no se sienten personales, en el sentido de que no parecen propiedad privada de una memoria individual.

Mapeamiento de terras a noroeste de S​ã​o Paulo de Piratininga es el nombre del único álbum, hasta la fecha, del proyecto. La cautela descriptiva del título (aunque jamás podría ser frío: hay en él demasiada riqueza de sonoridades) se extiende a la música: Molina se cuida bien de decirnos cómo debemos sentirnos al escuchar sus canciones. El tono general es el de la duermevela, aunque la emergencia constante de contrastes acentuados y el rumbo siempre impredecible le impiden caer en segundo plano. Las composiciones y su voz son cálidas, pero en la profundidad sonora hay algo de imponente, que impide escucharlo como una mera voz interior. Y es que no se trata de un documento personal sino de un recorrido, a medias histórico y ficcionalizado, por las vidas de la gente que ha habitado esas tierras, en puntos recónditos del estado que toma su nombre de la ciudad más poblada de Sudamérica.

Hay un eclecticismo discreto en estas canciones, que puede estar relacionado con la trayectoria de Molina, fértil en colaboraciones (además de lo estrictamente musical, ha sido anfitrión de un espacio de encuentro artístico en su natal S​ã​o Paulo y fundó el sello Municipal K7, que ha dejado huella en la música independiente), así como en su asimilación de la marca que ha dejado la psicodelia en incontables géneros de la música brasileña durante más de cinco décadas. Fantasma do Cerrado puede ser un proyecto en solitario, pero se dibuja como el resultado de un trabajo previo hecho a muchas manos, tanto en los temas que aborda como en su tratamiento.

David Harvey, en las líneas de curioso tono esotérico con que abre el primer capítulo de su Breve historia del neoliberalismo, dice que ese sistema económico pudo implantarse, en parte, gracias a que responde a ciertos rasgos profundos de la época y de las personas que la viven. En este caso, el sentido puramente personal de la libertad, el individualismo, la competencia y otros que bien conocemos. Leídas desde acá, esas líneas causan extrañeza, sobre todo en un libro que es considerado uno de los análisis más desapasionados y puntuales del liberalismo económico. Para que cobren sentido es necesario que las pensemos en relación con la historia de los pueblos anglosajones.

Lo que Harvey no dice en ese primer esbozo es que para el sujeto estadounidense o inglés puede resultar “natural” algo que en otras tierras, menos dadas a la interiorización del darwinismo social, la ética laboral protestante y el evangelio del crecimiento personal, debe imponerse (se ha impuesto) a la fuerza. El individualismo no tiene aquí raíces tan robustas. El “aquí” al que me refiero no es sólo un país, sino una región, más social que geográfica, a la que se ha sometido bajo este aparato neocolonial. Mapeamiento de terras… es una forma de resistencia ante el olvido al que se somete a las personas, regiones e identidades que no se pliegan al desarrollo en los términos dictados por el capital. Manifiestamente fue hecho, en parte, como respuesta a la violencia del régimen bolsonarista. Una respuesta que no se da, en absoluto, en el registro irreflexivo y estridente de ese régimen, sino con armas sutiles. 

Podría pensarse también que cualquier vertiente de música contemplativa, de las que no pocas están representadas en Mapeamiento de terras…, es “naturalmente” más afín al individualismo (evoca memorias o posibilidades que se limitan al ámbito personal). Pero tal vez sólo sea la forma que esos géneros adoptan en el trabajo de músicos anglosajones, con frecuencia los primeros a los que se tiene acceso. Para Molina esa materia sirve de base para ejercer algo parecido a la especulación sobre la memoria compartida, con el fin de imaginar otras formas de habitar el espacio común. Los fantasmas personales son apócrifos, parece decirnos, una forma de eco o cortocircuito interior. Los auténticos existen en los entresijos de lo social, llevan en sí la marca de la historia local y son obras de autoría múltiple. Son testimonio o manifestación de los lazos y lo que les ha sucedido: su desvanecimiento o su reconexión súbita. Mapeamiento de terras… es el caso, sólo en apariencia paradójico, de un álbum pensado para la escucha solitaria, acerca de la importancia de la colectividad. 

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El mapa de lo compartido 

Que la música sea la línea de comunicación más directa con los espíritus o que ella misma sea un espectro parece una cuestión difícil de deslindar. Las dos alternativas suenan igual de verdaderas, al menos a primera impresión. Ya sea como invocación o como presencia que se invita a la sala, a la música se le da esta función a través de géneros tendientes a la introspección. Así, el encuentro con lo fantasmático se supondría íntimo o individual: el viaje hacia la propia memoria, el recogimiento y la escucha de lo interior

Fantasma do Cerrado, proyecto de Rafael Stan Molina, hace explícito desde su nombre que está en búsqueda de algo parecido. Aunque sumamente variados, los estilos o recursos de los que echa mano están entre los que más se asocian con la escucha contemplativa: ecos, murmullos, espacio negativo, grabaciones de campo, reverberación. Pero, incluso antes de conocer los antecedentes, se desvía en un punto importante: aquí los fantasmas no se sienten personales, en el sentido de que no parecen propiedad privada de una memoria individual.

Mapeamiento de terras a noroeste de S​ã​o Paulo de Piratininga es el nombre del único álbum, hasta la fecha, del proyecto. La cautela descriptiva del título (aunque jamás podría ser frío: hay en él demasiada riqueza de sonoridades) se extiende a la música: Molina se cuida bien de decirnos cómo debemos sentirnos al escuchar sus canciones. El tono general es el de la duermevela, aunque la emergencia constante de contrastes acentuados y el rumbo siempre impredecible le impiden caer en segundo plano. Las composiciones y su voz son cálidas, pero en la profundidad sonora hay algo de imponente, que impide escucharlo como una mera voz interior. Y es que no se trata de un documento personal sino de un recorrido, a medias histórico y ficcionalizado, por las vidas de la gente que ha habitado esas tierras, en puntos recónditos del estado que toma su nombre de la ciudad más poblada de Sudamérica.

Hay un eclecticismo discreto en estas canciones, que puede estar relacionado con la trayectoria de Molina, fértil en colaboraciones (además de lo estrictamente musical, ha sido anfitrión de un espacio de encuentro artístico en su natal S​ã​o Paulo y fundó el sello Municipal K7, que ha dejado huella en la música independiente), así como en su asimilación de la marca que ha dejado la psicodelia en incontables géneros de la música brasileña durante más de cinco décadas. Fantasma do Cerrado puede ser un proyecto en solitario, pero se dibuja como el resultado de un trabajo previo hecho a muchas manos, tanto en los temas que aborda como en su tratamiento.

David Harvey, en las líneas de curioso tono esotérico con que abre el primer capítulo de su Breve historia del neoliberalismo, dice que ese sistema económico pudo implantarse, en parte, gracias a que responde a ciertos rasgos profundos de la época y de las personas que la viven. En este caso, el sentido puramente personal de la libertad, el individualismo, la competencia y otros que bien conocemos. Leídas desde acá, esas líneas causan extrañeza, sobre todo en un libro que es considerado uno de los análisis más desapasionados y puntuales del liberalismo económico. Para que cobren sentido es necesario que las pensemos en relación con la historia de los pueblos anglosajones.

Lo que Harvey no dice en ese primer esbozo es que para el sujeto estadounidense o inglés puede resultar “natural” algo que en otras tierras, menos dadas a la interiorización del darwinismo social, la ética laboral protestante y el evangelio del crecimiento personal, debe imponerse (se ha impuesto) a la fuerza. El individualismo no tiene aquí raíces tan robustas. El “aquí” al que me refiero no es sólo un país, sino una región, más social que geográfica, a la que se ha sometido bajo este aparato neocolonial. Mapeamiento de terras… es una forma de resistencia ante el olvido al que se somete a las personas, regiones e identidades que no se pliegan al desarrollo en los términos dictados por el capital. Manifiestamente fue hecho, en parte, como respuesta a la violencia del régimen bolsonarista. Una respuesta que no se da, en absoluto, en el registro irreflexivo y estridente de ese régimen, sino con armas sutiles. 

Podría pensarse también que cualquier vertiente de música contemplativa, de las que no pocas están representadas en Mapeamiento de terras…, es “naturalmente” más afín al individualismo (evoca memorias o posibilidades que se limitan al ámbito personal). Pero tal vez sólo sea la forma que esos géneros adoptan en el trabajo de músicos anglosajones, con frecuencia los primeros a los que se tiene acceso. Para Molina esa materia sirve de base para ejercer algo parecido a la especulación sobre la memoria compartida, con el fin de imaginar otras formas de habitar el espacio común. Los fantasmas personales son apócrifos, parece decirnos, una forma de eco o cortocircuito interior. Los auténticos existen en los entresijos de lo social, llevan en sí la marca de la historia local y son obras de autoría múltiple. Son testimonio o manifestación de los lazos y lo que les ha sucedido: su desvanecimiento o su reconexión súbita. Mapeamiento de terras… es el caso, sólo en apariencia paradójico, de un álbum pensado para la escucha solitaria, acerca de la importancia de la colectividad. 

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miércoles, 28 de septiembre de 2022

‘Sanctorum’: hacia un cine comunitario

Una antigua leyenda mixe, quizá modificada por el curso de las colonizaciones, cuenta la historia del rey Konkëy o Konduy, destinado a sembrar con su bastón el primer árbol de tule como símbolo de la resistencia de su pueblo contra un mal sin nombre anunciado por las profecías: hombres que llegan de lejos hablando en otra lengua, con armas de fuego y armaduras, que abren caminos en la naturaleza a punta de espada. Cinco siglos después el relato del rey guerrero, protector de la comunidad, persiste como cuento a veces infantil y a veces mitológico entre las comunidades del distrito mixe, en la región oaxaqueña de Sierra Norte, donde los invasores de fuego no dejan de acechar y, se dice, el mal va creciendo como parásito al amparo de la naturaleza, sus bosques, su agua y la tierra de sus cañadas.

Los escasos personajes recurrentes en Sanctorum (2019), sexto largometraje (incluyendo cuatro televisivos) del poblano Joshua Gil (1976), no tienen nombre propio, quizá porque encarnan más a presencias que a individuos: una madre (Nereyda Pérez) forzada a dejar a su hijo (Erwin Antonio Pérez) al cuidado de la abuela (Virgen Vázquez) cuando se incrementa el peligro en sus largas jornadas de trabajo, piscando cosechas de marihuana sembradas en lo profundo de los bosques serranos. La presencia del cartel local otorga cierta tranquilidad envenenada a la región, pero una escaramuza breve entre los cobradores de piso y una patrulla que se niega a pagar la cuota de tránsito eleva la tensión. Un día la madre no regresa a casa.

Como en la leyenda del rey Konduy, crece el rumor de violencia entre originarios e invasores. En la única escuela del lugar el maestro relata a sus alumnos las rebeliones magonistas. Una mañana, después de que quince personas amanecen calcinadas y apiladas después de que nosotros, únicos testigos, veamos la masacre a ojo de águila, en un desalmado y brillante plano secuencia, el maestro rural toma las armas. Un mal ancestral se agita entre los ríos, las cuevas y los árboles que cruzan las montañas. El niño, quizá ya huérfano, deambula por el bosque y la niebla llamando a gritos a la madre. Pero en esta batalla distinta a las leyendas no hay ningún rey que defienda a su pueblo. Los seres humanos, diminutos y anónimos frente al océano cósmico, están solos y desnudos frente a la maldad. La oscuridad, finalmente, devora a sus hijos.

Joshua Gil

Fotograma de Sanctorum (2019), de Joshua Gil

No hay en la memoria del cine hecho en México ninguna tradición sostenida de cine de ficción que se enuncie desde la cosmogonía de los pueblos del sur del país y no desde la mirada centralista, paternal por tradición y antropológica por instinto. Después del desabrido intento filmado con prisa por Serguéi Eisenstein (El desastre en Oaxaca, 1931) quizás el registro más notable sea el trabajo de la cineasta comunitaria e istmeña Teófila Palafox, dispuesta siempre a doblar las líneas rectas de lo que entendemos por neutralidad documental. Solo en el siglo presente las ficciones del sur han llegado a constituir una presencia intermitente pero innegable: La negrada (2018), Carmín tropical (2014), Nudo mixteco (2021) o Finlandia (2021) forman al fin un cosmos suficiente de miradas autorales y diversidad narrativa. Entre las mencionadas, Sanctorum destaca por su sensible y original entendimiento de la transgresión y, a la vez, de las tradiciones vivas.

Sin pertenecer estricta ni culturalmente a la región que retrata, Joshua Gil parece haber concebido Sanctorum como un lienzo comunitario. Aunque cofotografiada y escrita por el propio director usando un magnífico despliegue de efectos digitales, la película nunca pierde la dimensión humana como centro de su tragedia, ni siquiera al expandir su alcance hasta lo cósmico. Ninguna de esas visiones, apabullantes y líricas a la vez, proviene del trillado simbolismo occidental para retratar la maldad como metáfora –por ejemplo, como enésima variación del realismo mágico–, sino de la propia cosmogonía serrana, lo cual hay que decir y aplaudir.

Hablada casi por completo en la variante norteña del mixe alto (ayuujk), la mayoría de las decisiones creativas durante el rodaje de Sanctorum están enfocadas, de una u otra forma, desde la comunidad. Filmar en dos municipios predominantemente mixes como Totontepec Villa de Morelos y Santa María Tlahuitoltepec, con una larga historia de resistencias que van desde la colonización ibérica hasta la persistencia autónoma de los usos y costumbres como forma de gobierno, así como su importante tradición de formación musical hacia las infancias –algo integrado creativamente al sonido mismo de la película– es, quizá, una vía posible para un cine comunitario que, finalmente, encuentre un diálogo estético que cuartee las paredes del centralismo.

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‘Sanctorum’: hacia un cine comunitario

Una antigua leyenda mixe, quizá modificada por el curso de las colonizaciones, cuenta la historia del rey Konkëy o Konduy, destinado a sembrar con su bastón el primer árbol de tule como símbolo de la resistencia de su pueblo contra un mal sin nombre anunciado por las profecías: hombres que llegan de lejos hablando en otra lengua, con armas de fuego y armaduras, que abren caminos en la naturaleza a punta de espada. Cinco siglos después el relato del rey guerrero, protector de la comunidad, persiste como cuento a veces infantil y a veces mitológico entre las comunidades del distrito mixe, en la región oaxaqueña de Sierra Norte, donde los invasores de fuego no dejan de acechar y, se dice, el mal va creciendo como parásito al amparo de la naturaleza, sus bosques, su agua y la tierra de sus cañadas.

Los escasos personajes recurrentes en Sanctorum (2019), sexto largometraje (incluyendo cuatro televisivos) del poblano Joshua Gil (1976), no tienen nombre propio, quizá porque encarnan más a presencias que a individuos: una madre (Nereyda Pérez) forzada a dejar a su hijo (Erwin Antonio Pérez) al cuidado de la abuela (Virgen Vázquez) cuando se incrementa el peligro en sus largas jornadas de trabajo, piscando cosechas de marihuana sembradas en lo profundo de los bosques serranos. La presencia del cartel local otorga cierta tranquilidad envenenada a la región, pero una escaramuza breve entre los cobradores de piso y una patrulla que se niega a pagar la cuota de tránsito eleva la tensión. Un día la madre no regresa a casa.

Como en la leyenda del rey Konduy, crece el rumor de violencia entre originarios e invasores. En la única escuela del lugar el maestro relata a sus alumnos las rebeliones magonistas. Una mañana, después de que quince personas amanecen calcinadas y apiladas después de que nosotros, únicos testigos, veamos la masacre a ojo de águila, en un desalmado y brillante plano secuencia, el maestro rural toma las armas. Un mal ancestral se agita entre los ríos, las cuevas y los árboles que cruzan las montañas. El niño, quizá ya huérfano, deambula por el bosque y la niebla llamando a gritos a la madre. Pero en esta batalla distinta a las leyendas no hay ningún rey que defienda a su pueblo. Los seres humanos, diminutos y anónimos frente al océano cósmico, están solos y desnudos frente a la maldad. La oscuridad, finalmente, devora a sus hijos.

Joshua Gil

Fotograma de Sanctorum (2019), de Joshua Gil

No hay en la memoria del cine hecho en México ninguna tradición sostenida de cine de ficción que se enuncie desde la cosmogonía de los pueblos del sur del país y no desde la mirada centralista, paternal por tradición y antropológica por instinto. Después del desabrido intento filmado con prisa por Serguéi Eisenstein (El desastre en Oaxaca, 1931) quizás el registro más notable sea el trabajo de la cineasta comunitaria e istmeña Teófila Palafox, dispuesta siempre a doblar las líneas rectas de lo que entendemos por neutralidad documental. Solo en el siglo presente las ficciones del sur han llegado a constituir una presencia intermitente pero innegable: La negrada (2018), Carmín tropical (2014), Nudo mixteco (2021) o Finlandia (2021) forman al fin un cosmos suficiente de miradas autorales y diversidad narrativa. Entre las mencionadas, Sanctorum destaca por su sensible y original entendimiento de la transgresión y, a la vez, de las tradiciones vivas.

Sin pertenecer estricta ni culturalmente a la región que retrata, Joshua Gil parece haber concebido Sanctorum como un lienzo comunitario. Aunque cofotografiada y escrita por el propio director usando un magnífico despliegue de efectos digitales, la película nunca pierde la dimensión humana como centro de su tragedia, ni siquiera al expandir su alcance hasta lo cósmico. Ninguna de esas visiones, apabullantes y líricas a la vez, proviene del trillado simbolismo occidental para retratar la maldad como metáfora –por ejemplo, como enésima variación del realismo mágico–, sino de la propia cosmogonía serrana, lo cual hay que decir y aplaudir.

Hablada casi por completo en la variante norteña del mixe alto (ayuujk), la mayoría de las decisiones creativas durante el rodaje de Sanctorum están enfocadas, de una u otra forma, desde la comunidad. Filmar en dos municipios predominantemente mixes como Totontepec Villa de Morelos y Santa María Tlahuitoltepec, con una larga historia de resistencias que van desde la colonización ibérica hasta la persistencia autónoma de los usos y costumbres como forma de gobierno, así como su importante tradición de formación musical hacia las infancias –algo integrado creativamente al sonido mismo de la película– es, quizá, una vía posible para un cine comunitario que, finalmente, encuentre un diálogo estético que cuartee las paredes del centralismo.

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Arte y vida sin fronteras: Ben Vautier

Por primera vez de forma directa, a partir del 1 de octubre el público de la Ciudad de México tendrá la oportunidad de acercarse al trabajo de Ben Vautier, conocido en el mundo del arte simplemente como Ben. La muerte no existe, retrospectiva de seis décadas de producción, ocupará las salas 1, 2 y 3 del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC). Será una muestra sin precedentes en América Latina.

Vinculado a Fluxus, pero con búsquedas que lo acercaron posteriormente al etnismo y la cultura de masas, el trabajo de Ben se despliega en pinturas, esculturas, instalaciones, grabados, dibujos, documentación de acciones y textos. Artista francés nacido en Nápoles en 1935, la desinhibición es uno de los aspectos que se imponen a quien se acerca a sus piezas. La muerte no existe, curada por Ferran Barenblit, se remonta a sus inicios dentro del nuevo realismo y la Escuela de Niza, junto a artistas como Yves Klein y Arman. Las etapas posteriores no hacen más que reafirmar el núcleo de su búsqueda: como en todo artista de vanguardia, la obra de Ben Vautier apunta a la indistinción entre arte y vida.

Ben Vautier

Ben Vautier, Mensaje de las culturas minoritarias y del tercer mundo a la vanguardia de los imperialistas cosmopolitas, 1992. © Ben Vautier

Seguir la trayectoria de Ben es, en un sentido, observar los desarrollos del arte contemporáneo de mediados del siglo XX a la actualidad. Su obra, como la de sus cómplices en Fluxus, prefiguró el arte conceptual al poner el proceso creativo por encima del resultado. Aunque en un inicio pretendió ser un artista sin biografía, pronto entendió que “el arte es siempre ego”, en el sentido de existir, de vivir. En tensión con esa idea, una línea de su trabajo parte del reconocimiento de las culturas del mundo, en contra del eurocentrismo colonialista.

Quien recorra las salas del MUAC se encontrará con una suerte de manifestación proliferante de la vida del propio Ben Vautier. Además de sus célebres textos, escritos en tinta blanca sobre fondo negro, la retrospectiva contempla ensamblajes, registros de acciones e instalaciones que invitan a la participación del visitante, entre múltiples objetos. Al tratarse de México, algunas obras han sido traducidas no sólo al español sino también al náhuatl, confirmación de las convicciones etnistas del creador francés. La muerte no existe se exhibirá hasta el 2 de abril de 2023.

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Arte y vida sin fronteras: Ben Vautier

Por primera vez de forma directa, a partir del 1 de octubre el público de la Ciudad de México tendrá la oportunidad de acercarse al trabajo de Ben Vautier, conocido en el mundo del arte simplemente como Ben. La muerte no existe, retrospectiva de seis décadas de producción, ocupará las salas 1, 2 y 3 del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC). Será una muestra sin precedentes en América Latina.

Vinculado a Fluxus, pero con búsquedas que lo acercaron posteriormente al etnismo y la cultura de masas, el trabajo de Ben se despliega en pinturas, esculturas, instalaciones, grabados, dibujos, documentación de acciones y textos. Artista francés nacido en Nápoles en 1935, la desinhibición es uno de los aspectos que se imponen a quien se acerca a sus piezas. La muerte no existe, curada por Ferran Barenblit, se remonta a sus inicios dentro del nuevo realismo y la Escuela de Niza, junto a artistas como Yves Klein y Arman. Las etapas posteriores no hacen más que reafirmar el núcleo de su búsqueda: como en todo artista de vanguardia, la obra de Ben Vautier apunta a la indistinción entre arte y vida.

Ben Vautier

Ben Vautier, Mensaje de las culturas minoritarias y del tercer mundo a la vanguardia de los imperialistas cosmopolitas, 1992. © Ben Vautier

Seguir la trayectoria de Ben es, en un sentido, observar los desarrollos del arte contemporáneo de mediados del siglo XX a la actualidad. Su obra, como la de sus cómplices en Fluxus, prefiguró el arte conceptual al poner el proceso creativo por encima del resultado. Aunque en un inicio pretendió ser un artista sin biografía, pronto entendió que “el arte es siempre ego”, en el sentido de existir, de vivir. En tensión con esa idea, una línea de su trabajo parte del reconocimiento de las culturas del mundo, en contra del eurocentrismo colonialista.

Quien recorra las salas del MUAC se encontrará con una suerte de manifestación proliferante de la vida del propio Ben Vautier. Además de sus célebres textos, escritos en tinta blanca sobre fondo negro, la retrospectiva contempla ensamblajes, registros de acciones e instalaciones que invitan a la participación del visitante, entre múltiples objetos. Al tratarse de México, algunas obras han sido traducidas no sólo al español sino también al náhuatl, confirmación de las convicciones etnistas del creador francés. La muerte no existe se exhibirá hasta el 2 de abril de 2023.

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martes, 27 de septiembre de 2022

Somos una bola de animales

Pese a la vaguedad del término, la creatividad es muy fácil de definir: consiste en juntar dos cosas que nunca habían estado unidas. De esta unión nace algo que no habíamos imaginado. Una especie de idea oculta que se nos revela. Esta ecuación creativa se complejiza al añadir ideología, crítica, alma y nuestra peculiar y única comprensión del entorno.

La asombrosa obra de Joaquín Carreño cumple cabalmente con lo anterior. Interpreta las ilustraciones que típicamente encontrábamos en los libros de fábulas infantiles con nuestra cotidianidad chicharronera, mexicanota y divertida. Todos crecimos viendo al marrano que se cocina a sí mismo en el rótulo de las carnitas. Carreño no se queda ahí y nos permite ver al cuino en su día a día. No es casualidad que estas ilustraciones recuerden también a las imágenes de un calendario.

La ilustración infantil es hoy un terreno experimental. Carreño recrea imágenes que vienen de un México extraviado pero no caduco. Su obra propone un nuevo esmalte de nostalgia. El recuerdo brilla distinto. Tenemos al pingüino que compra Kosako, a los Santos Reyes comiendo tacos de tripona, a dos roedores royendo frituras. Es imposible no identificarse con estos animales actuando como mexicanos, porque en el fondo somos cangrejos, ratas, porcinos. Todos estamos de acuerdo en que a la ciudad la habitan bestias, bestias que comen en las esquinas y compran o venden fritangas o sábanas de Minion. Para Carreño somos una bola de animales. El reflejo de esta condición en su obra es muy gozosa y divertida. Su bestiario nos invita a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras calles y a nuestras actividades diarias desde el asombro.

Joaquín Carreño

© Joaquín Carreño

Vida diaria + fabulación + monografía + rótulo + crítica social.   

En su cuenta de Instagram Carreño se define como “creador de universos”. Creador de universos que son a la vez material para la creación de memes y a la vez ideas ocultas que se nos revelan. Concepciones nuevas del arte para un siglo aún joven. Para muestra un ejemplo: el cerdo que apresa a un policía y nos mira rompiendo la cuarta pared pareciera estar diciendo: Ahora somos tres.

El trabajo de Joaquín Carreño está expuesto temporalmente (Código postal) en el Tony Delfino Room, Colima 256, Roma Norte, Ciudad de México. Como si fueras al restorán, pero en cambio subes las escaleras.

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Somos una bola de animales

Pese a la vaguedad del término, la creatividad es muy fácil de definir: consiste en juntar dos cosas que nunca habían estado unidas. De esta unión nace algo que no habíamos imaginado. Una especie de idea oculta que se nos revela. Esta ecuación creativa se complejiza al añadir ideología, crítica, alma y nuestra peculiar y única comprensión del entorno.

La asombrosa obra de Joaquín Carreño cumple cabalmente con lo anterior. Interpreta las ilustraciones que típicamente encontrábamos en los libros de fábulas infantiles con nuestra cotidianidad chicharronera, mexicanota y divertida. Todos crecimos viendo al marrano que se cocina a sí mismo en el rótulo de las carnitas. Carreño no se queda ahí y nos permite ver al cuino en su día a día. No es casualidad que estas ilustraciones recuerden también a las imágenes de un calendario.

La ilustración infantil es hoy un terreno experimental. Carreño recrea imágenes que vienen de un México extraviado pero no caduco. Su obra propone un nuevo esmalte de nostalgia. El recuerdo brilla distinto. Tenemos al pingüino que compra Kosako, a los Santos Reyes comiendo tacos de tripona, a dos roedores royendo frituras. Es imposible no identificarse con estos animales actuando como mexicanos, porque en el fondo somos cangrejos, ratas, porcinos. Todos estamos de acuerdo en que a la ciudad la habitan bestias, bestias que comen en las esquinas y compran o venden fritangas o sábanas de Minion. Para Carreño somos una bola de animales. El reflejo de esta condición en su obra es muy gozosa y divertida. Su bestiario nos invita a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras calles y a nuestras actividades diarias desde el asombro.

Joaquín Carreño

© Joaquín Carreño

Vida diaria + fabulación + monografía + rótulo + crítica social.   

En su cuenta de Instagram Carreño se define como “creador de universos”. Creador de universos que son a la vez material para la creación de memes y a la vez ideas ocultas que se nos revelan. Concepciones nuevas del arte para un siglo aún joven. Para muestra un ejemplo: el cerdo que apresa a un policía y nos mira rompiendo la cuarta pared pareciera estar diciendo: Ahora somos tres.

El trabajo de Joaquín Carreño está expuesto temporalmente (Código postal) en el Tony Delfino Room, Colima 256, Roma Norte, Ciudad de México. Como si fueras al restorán, pero en cambio subes las escaleras.

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Andrea Martínez: abstracción y paisaje

Los paisajes no conservan lo que sucede en su extensión. Un cauce no guarda el agua corriente del río; las piedras no retienen los musgos, no guardan el vuelo de los pájaros que pasan, no acumulan las sombras”, escribe Javier Peñalosa M. en el poemario Los que regresan (2016). Estas palabras pueden acercarnos al universo imaginativo de Andrea Martínez (Campinas, Brasil, 1982), que busca resignificar el paisaje a través de la fotografía.

El arte ofrece la posibilidad de recrear y renombrar la realidad. Aunque puede entenderse como una representación de la vida de la manera más inmediata y fiel, la fotografía se ha desarrollado en la interrogante sobre su condición de arte o ciencia. Es probable que si en 1839, cuando se realizó el primer daguerrotipo, éste se hubiera mostrado en la Academia de las Artes y no en la de Ciencias de París, la discusión, hoy, sería sobre su inserción en los ámbitos científico, social y artístico como soporte con un carácter identitario único.

“Existe un vínculo interesante entre técnica, oficio y pulsión creativa. No hay una cosa fotográfica per se, todo responde a un comentario sobre lo fotográfico”, menciona Martínez. La cantidad de fotografías que producimos hoy es inimaginable: las estadísticas dicen que en 2019 se subieron a Internet 95 millones de fotos cada día, sin contar las que se producen y no se publican. Ante estas cifras vertiginosas, ¿cómo se piensa lo fotográfico desde el arte?

Andrea Martínez

Andrea Martínez flexiona una foto de la serie Pretexto de sombra (I). © Rodrigo Cervantes Ornelas

Construir el paisaje

Artista visual cuyo medio es la fotografía, resulta complejo establecer una descripción puntual de la obra de Andrea Martínez. Su proceso creativo se mueve en distintas direcciones: por un lado, va hacia la abstracción; por otro, hacia la materialización de ciertas ideas, pasando por diversas reflexiones y soluciones técnicas. En su estudio, ubicado en el Edificio Vizcaya, en la calle Bucareli de la Ciudad de México, la sensación de estímulos múltiples es evidente: sobre su mesa de trabajo y pegadas en la pared encontramos fotografías que corresponden a diversas series que, en primera instancia, dan la sensación de ser distantes y distintas entre ellas. Una vez que escuchamos hablar a su autora nos damos cuenta de que todas están relacionadas de una u otra manera.

“A veces se nos olvida, cuando pensamos en la imagen fotográfica –especialmente en la digital, tan mediada por el aparato–, que mirar es un acto corporal. Con relación al paisaje, es lo mismo: si no hay quién lo mire, no se construye”. La reflexión nos orienta a los temas de interés de Martínez, ejes que han ido evolucionando a lo largo de los años pero que siguen presentes y nos permiten leer muchas de sus series: la abstracción, la luz, la creación de uno o varios paisajes.

“A veces se nos olvida, cuando pensamos en la imagen fotográfica –especialmente en la digital, tan mediada por el aparato–, que mirar es un acto corporal. Con relación al paisaje, es lo mismo: si no hay quién lo mire, no se construye.”  

¿Qué hace a un paisaje ser un paisaje? La pregunta está presente en su obra y sus investigaciones. La serie Notes on Light and Landscape, creada en una residencia en Finlandia, obligó a Andrea Martínez a establecer condiciones de trabajo donde la luz se volviera tan protagónica que tuviera que pensarla como materia, no sólo como herramienta de trabajo. Al quitar todos los referentes visuales más inmediatos de un paisaje aparecieron las preguntas: ¿qué elementos se necesitan para que una imagen fotográfica siga siéndolo?, ¿qué se requiere para que un paisaje se mantenga como paisaje? La abstracción como respuesta.

Andrea Martínez

Andrea Martínez en su espacio de trabajo. © Rodrigo Cervantes Ornelas

Luego de ver sus piezas se tiene la sensación de que, tal vez, el paisaje está dentro de nosotros. Al ver una degradación de colores en el cielo, al caminar por el bosque o, incluso, al leer poesía, lo encontramos. Como si se tratara de un espejo. Una idea presente en series como Zenith/Nadir, proyecto que reúne fotografías donde el juego de sombras y luces da la información justa para entender desde dónde miramos y dialogamos con la realidad. El sol se convierte en una materia que incide en otra materia, en este caso en el cuerpo de las mujeres fotografiadas: “Surgió la necesidad de que hubiera un cuerpo presente, observador y observado. El proyecto no trata tanto sobre la identidad de estas mujeres sino sobre el gesto, como si fueran relojes de sol humanos. Al verlas, me reconozco”, explica Martínez, y entonces la idea del cuerpo como paisaje se despliega.

La sombra y la curva

Andrea Martínez trabaja actualmente en dos proyectos de investigación y creación para el Sistema Nacional de Creadores de Arte, Pretexto de sombra y Meridies. El primero tiene que ver con la manera en que construimos el territorio a partir de la bóveda celeste y los cálculos que se hicieron originalmente, mediante el registro de los eclipses solares, eclipses lunares y el tránsito de Venus. Descomponer la idea del eclipse o reconocerla desde otra lógica la obligó a identificar los componentes del fenómeno para representarlos: un cuerpo recibe luz, otro cuerpo se atraviesa. En el proceso surgió una reflexión sobre la hoja en blanco, lo mismo como principio de quien escribe que como contenedor de luz. Trabajó con mujeres que manipularon una hoja de papel, con un gesto sutil y contundente al mismo tiempo, para posibilitar la experiencia del eclipse.

Meridies, el segundo proyecto, estudia la curvatura de la Tierra y su representación fotográfica. Martínez trabajó con una tira de latón, a la que dobla con delicadeza para representar los meridianos. Las técnicas de la serie establecen sutiles y significativos vínculos visuales e históricos. De nueva cuenta el ejercicio de la abstracción va de la ontología de las representaciones a cuestiones poéticas sobre la construcción de un paisaje visual y emocional.

Andrea Martínez

La artista muestra fotografías de la serie Meridies (I). © Rodrigo Cervantes Ornelas

“A veces se nos olvida, cuando pensamos en la imagen fotográfica –especialmente en la digital, tan mediada por el aparato–, que mirar es un acto corporal. Con relación al paisaje, es lo mismo: si no hay quién lo mire, no se construye.”  

Respecto a sus herramientas de trabajo, Martínez trabaja indistintamente con fotografía digital o análoga, pero hay algo de esta última que disfruta especialmente: la pausa que se crea entre el momento de sacar la imagen y el de poder verla. “Ese alargamiento del tiempo se vuelve significativo, porque cuando tomas la fotografía con una cámara análoga sigues pensando en la imagen, aunque no la has visto”. El medio permite capturar la realidad, eternizarla, pero también realizar pequeños apuntes diarios. ¿Cómo se comportó la luz en el momento en que se tomó la foto? La imagen es tiempo y concepción del tiempo.

El acto fotográfico

Andrea Martínez genera imágenes a partir de una materialidad específica. Si pinta, la pregunta es qué aporta la pintura al trabajo; si usa luz, qué permite crear. Su interés radica en explorar las posibilidades para hacer que la imagen hable de la luz no como representación inmediata sino con cierta distancia. “Me gusta que las cosas se resuelvan desde la toma fotográfica, y no tiene que ver con purismo, sino con que en el acto fotográfico queda la idea”.

Andrea Martínez

Andrea Martínez apunta al fotógrafo. © Rodrigo Cervantes Ornelas

Adentrarnos en el universo de esta artista es entablar una conversación con susurros. Sus piezas guardan capas de información que podemos ir descubriendo conforme nos involucramos en la experiencia de la investigación. Ella sabe que entre menos elementos visuales nos ofrezca como espectadores más nos obligará a mirar con atención, un ejercicio consciente que se vuelve necesario en un mundo lleno de imágenes y referentes visuales.

“Pero los paisajes también conservan lo que sucede en su extensión. También las piedras guardan el fuego y a fuerza de agua o viento se pulen”, escribe Peñalosa. Trabajar con luz o con pigmento es un proceso de traducción visual y experiencial; saber qué se gana o se pierde en el trayecto nos permite seguir hablando de la imagen, en este caso fotográfica, y del paisaje. Las imágenes de Martínez sin duda conservan el paisaje, en toda su abstracción, en toda su extensión.

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Andrea Martínez: abstracción y paisaje

Los paisajes no conservan lo que sucede en su extensión. Un cauce no guarda el agua corriente del río; las piedras no retienen los musgos, no guardan el vuelo de los pájaros que pasan, no acumulan las sombras”, escribe Javier Peñalosa M. en el poemario Los que regresan (2016). Estas palabras pueden acercarnos al universo imaginativo de Andrea Martínez (Campinas, Brasil, 1982), que busca resignificar el paisaje a través de la fotografía.

El arte ofrece la posibilidad de recrear y renombrar la realidad. Aunque puede entenderse como una representación de la vida de la manera más inmediata y fiel, la fotografía se ha desarrollado en la interrogante sobre su condición de arte o ciencia. Es probable que si en 1839, cuando se realizó el primer daguerrotipo, éste se hubiera mostrado en la Academia de las Artes y no en la de Ciencias de París, la discusión, hoy, sería sobre su inserción en los ámbitos científico, social y artístico como soporte con un carácter identitario único.

“Existe un vínculo interesante entre técnica, oficio y pulsión creativa. No hay una cosa fotográfica per se, todo responde a un comentario sobre lo fotográfico”, menciona Martínez. La cantidad de fotografías que producimos hoy es inimaginable: las estadísticas dicen que en 2019 se subieron a Internet 95 millones de fotos cada día, sin contar las que se producen y no se publican. Ante estas cifras vertiginosas, ¿cómo se piensa lo fotográfico desde el arte?

Andrea Martínez

Andrea Martínez flexiona una foto de la serie Pretexto de sombra (I). © Rodrigo Cervantes Ornelas

Construir el paisaje

Artista visual cuyo medio es la fotografía, resulta complejo establecer una descripción puntual de la obra de Andrea Martínez. Su proceso creativo se mueve en distintas direcciones: por un lado, va hacia la abstracción; por otro, hacia la materialización de ciertas ideas, pasando por diversas reflexiones y soluciones técnicas. En su estudio, ubicado en el Edificio Vizcaya, en la calle Bucareli de la Ciudad de México, la sensación de estímulos múltiples es evidente: sobre su mesa de trabajo y pegadas en la pared encontramos fotografías que corresponden a diversas series que, en primera instancia, dan la sensación de ser distantes y distintas entre ellas. Una vez que escuchamos hablar a su autora nos damos cuenta de que todas están relacionadas de una u otra manera.

“A veces se nos olvida, cuando pensamos en la imagen fotográfica –especialmente en la digital, tan mediada por el aparato–, que mirar es un acto corporal. Con relación al paisaje, es lo mismo: si no hay quién lo mire, no se construye”. La reflexión nos orienta a los temas de interés de Martínez, ejes que han ido evolucionando a lo largo de los años pero que siguen presentes y nos permiten leer muchas de sus series: la abstracción, la luz, la creación de uno o varios paisajes.

“A veces se nos olvida, cuando pensamos en la imagen fotográfica –especialmente en la digital, tan mediada por el aparato–, que mirar es un acto corporal. Con relación al paisaje, es lo mismo: si no hay quién lo mire, no se construye.”  

¿Qué hace a un paisaje ser un paisaje? La pregunta está presente en su obra y sus investigaciones. La serie Notes on Light and Landscape, creada en una residencia en Finlandia, obligó a Andrea Martínez a establecer condiciones de trabajo donde la luz se volviera tan protagónica que tuviera que pensarla como materia, no sólo como herramienta de trabajo. Al quitar todos los referentes visuales más inmediatos de un paisaje aparecieron las preguntas: ¿qué elementos se necesitan para que una imagen fotográfica siga siéndolo?, ¿qué se requiere para que un paisaje se mantenga como paisaje? La abstracción como respuesta.

Andrea Martínez

Andrea Martínez en su espacio de trabajo. © Rodrigo Cervantes Ornelas

Luego de ver sus piezas se tiene la sensación de que, tal vez, el paisaje está dentro de nosotros. Al ver una degradación de colores en el cielo, al caminar por el bosque o, incluso, al leer poesía, lo encontramos. Como si se tratara de un espejo. Una idea presente en series como Zenith/Nadir, proyecto que reúne fotografías donde el juego de sombras y luces da la información justa para entender desde dónde miramos y dialogamos con la realidad. El sol se convierte en una materia que incide en otra materia, en este caso en el cuerpo de las mujeres fotografiadas: “Surgió la necesidad de que hubiera un cuerpo presente, observador y observado. El proyecto no trata tanto sobre la identidad de estas mujeres sino sobre el gesto, como si fueran relojes de sol humanos. Al verlas, me reconozco”, explica Martínez, y entonces la idea del cuerpo como paisaje se despliega.

La sombra y la curva

Andrea Martínez trabaja actualmente en dos proyectos de investigación y creación para el Sistema Nacional de Creadores de Arte, Pretexto de sombra y Meridies. El primero tiene que ver con la manera en que construimos el territorio a partir de la bóveda celeste y los cálculos que se hicieron originalmente, mediante el registro de los eclipses solares, eclipses lunares y el tránsito de Venus. Descomponer la idea del eclipse o reconocerla desde otra lógica la obligó a identificar los componentes del fenómeno para representarlos: un cuerpo recibe luz, otro cuerpo se atraviesa. En el proceso surgió una reflexión sobre la hoja en blanco, lo mismo como principio de quien escribe que como contenedor de luz. Trabajó con mujeres que manipularon una hoja de papel, con un gesto sutil y contundente al mismo tiempo, para posibilitar la experiencia del eclipse.

Meridies, el segundo proyecto, estudia la curvatura de la Tierra y su representación fotográfica. Martínez trabajó con una tira de latón, a la que dobla con delicadeza para representar los meridianos. Las técnicas de la serie establecen sutiles y significativos vínculos visuales e históricos. De nueva cuenta el ejercicio de la abstracción va de la ontología de las representaciones a cuestiones poéticas sobre la construcción de un paisaje visual y emocional.

Andrea Martínez

La artista muestra fotografías de la serie Meridies (I). © Rodrigo Cervantes Ornelas

“A veces se nos olvida, cuando pensamos en la imagen fotográfica –especialmente en la digital, tan mediada por el aparato–, que mirar es un acto corporal. Con relación al paisaje, es lo mismo: si no hay quién lo mire, no se construye.”  

Respecto a sus herramientas de trabajo, Martínez trabaja indistintamente con fotografía digital o análoga, pero hay algo de esta última que disfruta especialmente: la pausa que se crea entre el momento de sacar la imagen y el de poder verla. “Ese alargamiento del tiempo se vuelve significativo, porque cuando tomas la fotografía con una cámara análoga sigues pensando en la imagen, aunque no la has visto”. El medio permite capturar la realidad, eternizarla, pero también realizar pequeños apuntes diarios. ¿Cómo se comportó la luz en el momento en que se tomó la foto? La imagen es tiempo y concepción del tiempo.

El acto fotográfico

Andrea Martínez genera imágenes a partir de una materialidad específica. Si pinta, la pregunta es qué aporta la pintura al trabajo; si usa luz, qué permite crear. Su interés radica en explorar las posibilidades para hacer que la imagen hable de la luz no como representación inmediata sino con cierta distancia. “Me gusta que las cosas se resuelvan desde la toma fotográfica, y no tiene que ver con purismo, sino con que en el acto fotográfico queda la idea”.

Andrea Martínez

Andrea Martínez apunta al fotógrafo. © Rodrigo Cervantes Ornelas

Adentrarnos en el universo de esta artista es entablar una conversación con susurros. Sus piezas guardan capas de información que podemos ir descubriendo conforme nos involucramos en la experiencia de la investigación. Ella sabe que entre menos elementos visuales nos ofrezca como espectadores más nos obligará a mirar con atención, un ejercicio consciente que se vuelve necesario en un mundo lleno de imágenes y referentes visuales.

“Pero los paisajes también conservan lo que sucede en su extensión. También las piedras guardan el fuego y a fuerza de agua o viento se pulen”, escribe Peñalosa. Trabajar con luz o con pigmento es un proceso de traducción visual y experiencial; saber qué se gana o se pierde en el trayecto nos permite seguir hablando de la imagen, en este caso fotográfica, y del paisaje. Las imágenes de Martínez sin duda conservan el paisaje, en toda su abstracción, en toda su extensión.

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jueves, 22 de septiembre de 2022

Notas sobre ‘El secreto’

La recuperación orgánica de un libro debe ser uno de los fenómenos literarios más extraños que existen. Con “recuperación orgánica” me refiero a un tipo de rescate o revitalización que no fue planeado editorialmente, sino que ocurrió por otros medios. A treinta años de su publicación, El secreto (1992), la novela de Donna Tartt, parece estar ganando nuevos adeptos gracias, en gran parte, al surgimiento (ca. 2019) de la aesthetic llamada dark academia.

El culto contemporáneo al debut de Tartt (que no debe confundirse con el éxito inicial de la novela) no se extiende, sin embargo, a sus otras dos novelas. Juego de niños (2002), la segunda, consiguió que las ventas se mantuvieran, pero la recepción crítica fue más tibia; El jilguero (2013) continuó con este patrón. A pesar de que esta última obtuvo el Pulitzer, su reputación contemporánea no es necesariamente buena (algo que, de hecho, tienen en común las novelas ganadoras de ese premio), y la adaptación cinematográfica fue destruida por la crítica en su momento.

En la academia oscura

Los entusiastas de la dark academia han encontrado en El secreto el urtext de sus búsquedas estéticas: campus universitarios con arquitectura gótica como escenario; el estilo preppy, derivado de las prendas que los alumnos de Oxbridge usaban en los cuarenta; el estudio de los autores clásicos griegos. Esta moda tuvo auge durante la pandemia debido a que los jóvenes universitarios, forzados a tomar sus cursos en línea, comenzaron a idealizar los entornos y la experiencia académica humanista. Otros referentes de esta estética son las películas La sociedad de los poetas muertos (1989) y Kill Your Darlings (2013), así como la serie How to Get Away with Murder (2014-20). Todos tienen en común con la novela de Tartt la atmósfera oscura y melancólica, además de los entornos universitarios. Como El secreto, la trama de Kill Your Darlings y How to Get Away with Murder se desarrolla alrededor de un homicidio.

La dark academia ha sido acusada de reaccionaria o conservadora debido a su fascinación por autores principalmente masculinos y canónicos, así como por objetos y experiencias relacionados con las élites económicas de Inglaterra. Como consecuencia han surgido variantes como la brown academia, que sigue algunos de sus parámetros pero con la integración de personas afrodescendientes y latinoamericanas. Las obras que la tendencia de la dark academia ha adoptado como sus textos principales también han sido acusadas de clasismo y de representar a personajes exclusivamente blancos.

Sería fácil, como prueban algunxs críticxs literarixs de TikTok y Twitter, asumir que la novela de Donna Tartt representa élites académicas, con sus prejuicios y privilegios, porque la autora siente una identificación plena con ellas. No obstante, el personaje-narrador de la novela, Richard Papen, funciona como un filtro crítico. Como su creadora, Papen procede de una familia de clase media baja, y su interés por el estudio del griego procede más de sus inclinaciones estéticas que del intento de reafirmar su posición. Al personaje le resulta exótico el lujo desmedido de los compañeros, como cuestionables sus excesos. Sin embargo Papen, como Pip en Grandes esperanzas, cae fascinado por la nueva clase a la que accede, aunque el dinero siga siendo para él una preocupación mayor.

Más allá de lo literario

Los motivos de la recuperación del libro de Tartt son literarios sólo parcialmente. Si se ha escogido a El secreto como representante de la dark academia es porque la atraviesa un sentido de la moda afín a los entusiastas de esta tendencia. Si se busca el término en Google o YouTube, gran parte de los resultados tienen que ver con prendas de vestir. El éxito mediático de Tartt tiene que ver en buena medida con que ha sabido presentarse como un icono de la moda, en trajes sastre con toques masculinos y ropa de invierno predominantemente negra. En la temporada otoño-invierno de 2015, la diseñadora Kate Sylvester presentó la colección Tartt, inspirada en la novelista.

A lo largo de su carrera Donna Tartt ha practicado una variante de la imagen pública de Thomas Pynchon –reclusión, excentricidad, novelas cada diez años, pocas fotografías– con el añadido de la moda y la fotogenia. La recuperación de El secreto implica una nueva manera de consumir aquello que críticos como Jérôme Meizoz, Dominique Maingueneau y Ruth Amossy llaman “imagen de autor”. A grandes rasgos, este concepto se refiere a la suma y la concreción de los discursos que se generan y circulan alrededor de un nombre autoral: opiniones de la crítica, fotografías, entrevistas y la propia obra, entre otros. La imagen de autor condiciona la recepción y la lectura de la obra, y puede ser utilizada para impulsar las ventas.

No obstante sus méritos, El secreto es sintomática del conservadurismo formal en el que ha caído la novela mainstream en los últimos años. Donna Tartt nunca ha ocultado que sus principales influencias son canónicas (su autor favorito es Dickens), y la estética que cultiva, como autora y personaje público, es un tanto conservadora (o retro). El virtuosismo narrativo de la autora (necesario para desarrollar una trama como la de El secreto, que consigue tensión narrativa y misterio pese a revelar desde el inicio la identidad de la víctima) está más del lado de lo que Virginia Woolf llamó “el campamento eduardiano” (“Mr. Wells, Mr. Bennet y Mr Galsworthy”) que del “campamento georgiano” (“Mr. Forster, Mr. Lawrence, Mr. Strachey, Mr. Joyce” y Mrs. Woolf misma); es decir, sus herramientas son tan conservadoras que preceden al modernismo inglés.

El autor como mercancía

Donna Tartt (Greenwood, Mississipi, 1963) comenzó su carrera literaria en un momento en el que las editoriales estadounidenses experimentaban con la saturación mediática como estrategia de ventas (quizá el mejor ejemplo sea la campaña “casi presidencial” que Little, Brown and Company realizó para vender La broma infinita). El exceso también se manifestaba en los adelantos: la editorial, Knopf, pagó supuestamente 450 mil dólares por los derechos de un libro que originalmente llevaba el título The God of Illusions.

La irrupción de Tartt en el ámbito literario, hace treinta años, fue un evento mediático y cultural en el que se manifestaron algunas tendencias que con los años se volvieron la norma, por ejemplo la manera en la que la comunidad lectora consume tanto las obras como los autores. Si bien la imagen autoral había funcionado en el pasado como mediadora entre la obra y el público, en los ochenta y los noventa las editoriales buscaron alejarse de la “mística autoral” para enfocarse principalmente en los méritos de la obra. Al invertir en la proyección mediática de la imagen de Tartt la editorial apostaba por igual a la venta de la novela y de la autora. La esperanza era que el público, más que acercarse a una obra literaria por sus valores estéticos, la consumiera como un producto cultural relacionado a una celebridad.

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Notas sobre ‘El secreto’

La recuperación orgánica de un libro debe ser uno de los fenómenos literarios más extraños que existen. Con “recuperación orgánica” me refiero a un tipo de rescate o revitalización que no fue planeado editorialmente, sino que ocurrió por otros medios. A treinta años de su publicación, El secreto (1992), la novela de Donna Tartt, parece estar ganando nuevos adeptos gracias, en gran parte, al surgimiento (ca. 2019) de la aesthetic llamada dark academia.

El culto contemporáneo al debut de Tartt (que no debe confundirse con el éxito inicial de la novela) no se extiende, sin embargo, a sus otras dos novelas. Juego de niños (2002), la segunda, consiguió que las ventas se mantuvieran, pero la recepción crítica fue más tibia; El jilguero (2013) continuó con este patrón. A pesar de que esta última obtuvo el Pulitzer, su reputación contemporánea no es necesariamente buena (algo que, de hecho, tienen en común las novelas ganadoras de ese premio), y la adaptación cinematográfica fue destruida por la crítica en su momento.

En la academia oscura

Los entusiastas de la dark academia han encontrado en El secreto el urtext de sus búsquedas estéticas: campus universitarios con arquitectura gótica como escenario; el estilo preppy, derivado de las prendas que los alumnos de Oxbridge usaban en los cuarenta; el estudio de los autores clásicos griegos. Esta moda tuvo auge durante la pandemia debido a que los jóvenes universitarios, forzados a tomar sus cursos en línea, comenzaron a idealizar los entornos y la experiencia académica humanista. Otros referentes de esta estética son las películas La sociedad de los poetas muertos (1989) y Kill Your Darlings (2013), así como la serie How to Get Away with Murder (2014-20). Todos tienen en común con la novela de Tartt la atmósfera oscura y melancólica, además de los entornos universitarios. Como El secreto, la trama de Kill Your Darlings y How to Get Away with Murder se desarrolla alrededor de un homicidio.

La dark academia ha sido acusada de reaccionaria o conservadora debido a su fascinación por autores principalmente masculinos y canónicos, así como por objetos y experiencias relacionados con las élites económicas de Inglaterra. Como consecuencia han surgido variantes como la brown academia, que sigue algunos de sus parámetros pero con la integración de personas afrodescendientes y latinoamericanas. Las obras que la tendencia de la dark academia ha adoptado como sus textos principales también han sido acusadas de clasismo y de representar a personajes exclusivamente blancos.

Sería fácil, como prueban algunxs críticxs literarixs de TikTok y Twitter, asumir que la novela de Donna Tartt representa élites académicas, con sus prejuicios y privilegios, porque la autora siente una identificación plena con ellas. No obstante, el personaje-narrador de la novela, Richard Papen, funciona como un filtro crítico. Como su creadora, Papen procede de una familia de clase media baja, y su interés por el estudio del griego procede más de sus inclinaciones estéticas que del intento de reafirmar su posición. Al personaje le resulta exótico el lujo desmedido de los compañeros, como cuestionables sus excesos. Sin embargo Papen, como Pip en Grandes esperanzas, cae fascinado por la nueva clase a la que accede, aunque el dinero siga siendo para él una preocupación mayor.

Más allá de lo literario

Los motivos de la recuperación del libro de Tartt son literarios sólo parcialmente. Si se ha escogido a El secreto como representante de la dark academia es porque la atraviesa un sentido de la moda afín a los entusiastas de esta tendencia. Si se busca el término en Google o YouTube, gran parte de los resultados tienen que ver con prendas de vestir. El éxito mediático de Tartt tiene que ver en buena medida con que ha sabido presentarse como un icono de la moda, en trajes sastre con toques masculinos y ropa de invierno predominantemente negra. En la temporada otoño-invierno de 2015, la diseñadora Kate Sylvester presentó la colección Tartt, inspirada en la novelista.

A lo largo de su carrera Donna Tartt ha practicado una variante de la imagen pública de Thomas Pynchon –reclusión, excentricidad, novelas cada diez años, pocas fotografías– con el añadido de la moda y la fotogenia. La recuperación de El secreto implica una nueva manera de consumir aquello que críticos como Jérôme Meizoz, Dominique Maingueneau y Ruth Amossy llaman “imagen de autor”. A grandes rasgos, este concepto se refiere a la suma y la concreción de los discursos que se generan y circulan alrededor de un nombre autoral: opiniones de la crítica, fotografías, entrevistas y la propia obra, entre otros. La imagen de autor condiciona la recepción y la lectura de la obra, y puede ser utilizada para impulsar las ventas.

No obstante sus méritos, El secreto es sintomática del conservadurismo formal en el que ha caído la novela mainstream en los últimos años. Donna Tartt nunca ha ocultado que sus principales influencias son canónicas (su autor favorito es Dickens), y la estética que cultiva, como autora y personaje público, es un tanto conservadora (o retro). El virtuosismo narrativo de la autora (necesario para desarrollar una trama como la de El secreto, que consigue tensión narrativa y misterio pese a revelar desde el inicio la identidad de la víctima) está más del lado de lo que Virginia Woolf llamó “el campamento eduardiano” (“Mr. Wells, Mr. Bennet y Mr Galsworthy”) que del “campamento georgiano” (“Mr. Forster, Mr. Lawrence, Mr. Strachey, Mr. Joyce” y Mrs. Woolf misma); es decir, sus herramientas son tan conservadoras que preceden al modernismo inglés.

El autor como mercancía

Donna Tartt (Greenwood, Mississipi, 1963) comenzó su carrera literaria en un momento en el que las editoriales estadounidenses experimentaban con la saturación mediática como estrategia de ventas (quizá el mejor ejemplo sea la campaña “casi presidencial” que Little, Brown and Company realizó para vender La broma infinita). El exceso también se manifestaba en los adelantos: la editorial, Knopf, pagó supuestamente 450 mil dólares por los derechos de un libro que originalmente llevaba el título The God of Illusions.

La irrupción de Tartt en el ámbito literario, hace treinta años, fue un evento mediático y cultural en el que se manifestaron algunas tendencias que con los años se volvieron la norma, por ejemplo la manera en la que la comunidad lectora consume tanto las obras como los autores. Si bien la imagen autoral había funcionado en el pasado como mediadora entre la obra y el público, en los ochenta y los noventa las editoriales buscaron alejarse de la “mística autoral” para enfocarse principalmente en los méritos de la obra. Al invertir en la proyección mediática de la imagen de Tartt la editorial apostaba por igual a la venta de la novela y de la autora. La esperanza era que el público, más que acercarse a una obra literaria por sus valores estéticos, la consumiera como un producto cultural relacionado a una celebridad.

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miércoles, 21 de septiembre de 2022

Teresa Cienfuegos y las Cobras contraataca

Fuera de los lugares comunes, que se fatigan apuntalando la muerte del rock de guitarras (cualquier cosa que eso signifique), lo cierto es que la música más inmediata y visceral de la Ciudad de México no atraviesa por su mejor momento: la concentración en los puntos geográficos de antaño, el cierre de foros y la pauperización de la producción se combinan con un desinterés aparentemente generalizado. A todo ello se suman las losas pipilianas de la pandemia: cada uno remó como su ansiedad y sus finanzas le dieron a entender.

Pese a no tener el timing a su favor, Teresa Cienfuegos y las Cobras ha sacado a flote uno de los sonidos más pertinentes de la cada vez más insondable capital mexicana. Su primera producción, el EP Duras vacaciones (2019), con su garage a toda máquina, sin concesiones, se encontró con una pandemia que limitó sus posibilidades por casi dos años. A esto hay que sumar que la banda está integrada como una selección nacional, donde la potencia de su alineación contrasta con la disponibilidad de sus partes, debido a la agenda de sus proyectos principales. 

Entre Lautréamont y Makandal

Con el viento en contra, Pietro, comandante principal, navega e ilumina a discreción. La nueva placa de Teresa Cienfuegos y las Cobras suena distinta: no sólo cuenta con nuevas fichas humanas para el juego, sino que sus referentes (literarios, musicales, vitales) se engarzan de forma reposada en un plato vibrante que nos lleva de la liberación haitiana a la Torre Latinoamericana, de la música latina a los demonios internos de escritores uruguayos. Platicamos con el guitarrista y vocalista en un bullicioso Centro Histórico, previo al lanzamiento de su segundo trabajo.

En contraste con la grabación anterior, en este disco “tenía ganas de hacer una especie de librito-concepto-narración, con piezas que, aunque no fueran literales, tuvieran esa vocación narrativa, de un personaje que ahí anda como espíritu o presencia. Siempre estuve pensando en por lo menos dos, de forma permanente, Lautréamont y Makandal, el libertador haitiano”, explica Pietro. 

“Me gustó la posibilidad de encarnar personajes, de apropiarme de figuras literarias, semihistóricas o legendarias. Siempre me han gustado los cuentos. El título del disco es en sí mismo un mensaje, y en esa rola metí unos diálogos con Arturo de Córdova y María Félix, al final sale mi voz diciendo algo como ‘Ok, esta es tu última noche en la Tierra’”, apunta el ex integrante de la legendaria banda Los Negretes. La libertad y la posibilidad son el aire de los ocho cortes que componen Última noche en la tierra, Lautréamont, editado de forma independiente.

Teresa Cienfuegos y Las Cobras

De izquierda a derecha: Dushan Ezeta, Pietro, Yaya González, Israel Ramírez y Carlos Bergen. Fotografía: Mauricio Guerrero

Un caos más definido

Con un sonido que incorpora nuevos instrumentos y añade otro cariz, el segundo disco de Teresa Cienfuegos y las Cobras suena a la vez lisérgico y tropical, pero también aterrizado y clarificado. Pietro concuerda en lo general, y cuenta cómo fue engranando las piezas. En Última noche en la tierra, Lautréamont conviven, de forma tal vez intuitiva, dislocada e inconsciente, los vericuetos plantados por Spacemen 3, Television, Los Espíritus o The Modern Lovers, pero también las figuras pálidas y apócrifas de la música latinoamericana

“La primera propuesta que le tiré a Damián Pérez [integrante de Nos Llamamos y Jessy Bulbo que grabó, mezcló y tocó percusiones en el disco] fue que lo hiciéramos a partir de los bongós. Me fasciné con ellos, me armé unos chidos. En la última etapa prepandémica, en la que estábamos tocando bastante, jalé a tocar a Damián y le rolé los bongós; le dije que me gustaría hacer un disco que no partiera de la batería o el bajo, aunque al final el bajo está muy presente. La canción ‘Tercera cumbia mundial’ se quiso hacer desde el bongó, por ejemplo”, cuenta el músico.

“Con Damián hicimos una mancuerna muy chida”, abunda Pietro. “Él es muy craneal; no es que yo no piense mucho las cosas, pero me gusta llevarme más por la narrativa. Yo no le decía ‘Vamos a tocar re menor y luego un disminuido’, sino algo como ‘Aquí me imagino a un perro mordiendo, está chupando sangre y hay un vampiro. A él le costaba trabajo interpretar lo que yo le decía, y yo me esforzaba para entender lo que él necesitaba musicalmente, para así conseguir una armonía”.

La banda desarticulada

Tratándose de una banda desarticulada, con integrantes que han ido rotando, resulta digno de atención el sonido de sus dos producciones independientes. Teresa Cienfuegos y las Cobras suena hoy madura, evolucionada y definida, pero sin perder el filo, el salvajismo y la potencia, lo mismo en el estudio que en el escenario. Pietro lo explica: “El grupo empezó como algo en donde todo el mundo sumaba y nadie se fijaba si estabas tocando algo que no entendías, eso no importaba. Ahora decidí dirigir el sentido, no para controlar sino para explorar una orientación artística. Por ejemplo, en ‘Torre Latinoamericana’ a Catalina Rojo [integrante de Malinche y los Perros], la bajista, le dije: ‘Acuérdate bien cabrón del bajo de Top Gun, me gustaría que lo toques. Es un bajo bien fino’. ‘Torre Latinoamericana’ fue la primera canción que supe que sería parte del disco”. 

Teresa Cienfuegos y Las Cobras

Fotografía: Mauricio Guerrero

“Tocar con cinco güeyes y que todo suene definido es un desmadre. Con mis bandas pasadas intenté eso, esta vez quería hacer algo en sentido contrario. Con Los Negretes se componía así: traigo una canción pero cada uno hace lo que quiera. Esta vez fue como tratar de hacer que narrativamente funcionara todo el tiempo”, apunta Pietro. 

Concebido también como una suerte de homenaje a la charla y el intercambio constante de anécdotas y conversaciones, a la permanencia y a los momentos que detonan historias, Última noche en la tierra, Lautréamont se presenta como un disco vital para la Ciudad de México. Al mismo tiempo, es un diálogo vivo, que puede establecer conexiones fuera de sus linderos más evidentes. Como toda historia de resistencias en un Distrito Federal que se niega a ser CDMX, ahí está este sonido, este grupo y este disco.

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