viernes, 3 de mayo de 2024

Hacerse a un lado

Leila Guerriero llevaba dos meses escribiendo un artículo sobre Silvia Labayru cuando se dio cuenta de que iba a quedarle corto. No corto en términos de espacio editorial, sino para la historia. Las historias –las buenas– son siempre irreductibles. O mejor: pueden reducirse, a menos que quien las cuenta tenga el anhelo de devorarlo todo. Como Guerriero.

No creo que en Latinoamérica exista, hoy, una periodista con semejante cantidad de herramientas para sumergirse en realidades que, en principio, no le competen. “Soy una enorme bacteria perturbadora en la vida de un montón de gente que había dejado esta historia atrás”, se dice en algún punto de su último libro, La llamada (Anagrama, 2024). No por eso retrocede. Pocas veces, acaso nunca, retrocede. Preguntó a Labayru si podía convertir todo el asunto en un libro, ella estuvo de acuerdo. Una obsesión puede ser una pérdida de tiempo para quien mira y quien se deja mirar si las condiciones no queda claras desde el principio.

Leila Guerriero (Junín, 1967) tiene entre sus cualidades una que debería ser común a los periodistas: la rectificación. Gracias a ello, este libro existe. “A veces te das cuenta rápido, pero puede pasar que sigues y de pronto te dices: Pero esto es inmenso, esto es complejísimo y, sobre todo, con esto soy capaz de sostener mi concentración, le quiero dedicar tiempo”. Pero decir tiempo es decir poco. “No es sólo prender la grabadora. Hay que preguntar, hay que viajar, hay que insistir, hay que pasar hambre, hay que pasar frío. Hay que poner el cuerpo”. Se requiere mucha paciencia para encarar un proyecto de esas dimensiones y hacerlo posible.

Retratar: ver vivir

No hay texto de Guerriero que no permita dilucidar el ajetreo detrás de él: encerrarse días en un archivo, volar, sentarse horas frente a la computadora, ir por un café junto a un entrevistado, volver a casa, leer, no leer, correr, esperar en el lobby de un hotel, salir por pan, volver a escribir, quedarse en el cuarto de un hotel donde el viento revienta las ventanas en un pueblo donde pasan cosas raras, maldormir. En fin, el cuerpo. La llamada fue reporteado y escrito durante la pandemia de covid-19. “Los primeros meses fueron muy difíciles. Cuando estás haciendo el perfil de una persona no quieres sólo hablar con ella o entrevistarla, quieres verla vivir. Durante mucho tiempo no pudimos hacer nada excepto estar sentadas en su departamento, con un montón de problemas, porque las dos teníamos que estar con mascarilla, separadas por dos metros, con las ventanas abiertas, en pleno invierno”. Igual buscó.

“Los primeros meses fueron muy difíciles. Cuando estás haciendo el perfil de una persona no quieres sólo hablar con ella o entrevistarla, quieres verla vivir. Durante mucho tiempo no pudimos hacer nada excepto estar sentadas en su departamento.”

Leila Guerriero ha dicho que un “perfil es una carrera de resistencia”. En el mismo texto escribió que para hacer este trabajo uno tiene que “preguntar como quien no sabe, esperar como quien tiene tiempo y estar allí como quien no está”. Paciencia en el fin del mundo. Una audacia sin la cual ningún texto de la escritora, mucho menos éste, hubiese sido posible. Este libro sería otra cosa sin haber ido a la ESMA, sin haberse encontrado con Silvia, sin conocer a su amiga, a Hugo, a los personajes que habitaban esta historia; sin haber volado a Madrid cuando Labayru voló a Madrid. El empuje de Guerriero la llevó a hacer cosas que otros considerarían irresponsables, como visitar a un hombre de 92 años en plena pandemia. ¿Insensatez? Si gustan, pero había que escribirlo.

“En el trabajo del periodismo me parece raro que alguien se retraiga. Es fundamental no hacerlo. El ejemplo es bueno, era importante ir a ver a esa persona de 92 años, sin importar mucho las circunstancias. Ella se resistió mucho tiempo a que yo fuera. La entiendo. No es agradable que una persona que no pertenece a tu familia vea a un señor con un deterioro físico y mental, digamos. Afortunadamente todo resultó en una situación muy dulce”. A pesar de la resistencia Silvia Labayru no se inmutó, parecía haberse dado cuenta de que la periodista argentina tenía una obstinación que rayaba en lo heroico, y cuando la mirada del otro sobre tu propia historia es así de grande puedes confiarle lo que te ha pasado. Hay que ser valiente para contar nuestra historia, pero se requiere a alguien incansable para contar la historia de otros.

Bajar el volumen

“Me da mucha vergüenza cuando algo comienza con el yo y con la verdad de ese yo. Cuando el yo entra, por ejemplo, en mis perfiles, se trata de uno que está al servicio de que el otro refleje algo de sí mismo”. En este, como en muchos otros de sus textos, Guerriero aparece, pero sólo cuando le lanzan alguna pregunta o hay un cambio inesperado en el punto de vista del perfil. La nombran y, de pronto, la hacen presente. Leila es a veces, también, Leilita.

Igual, como todos, se cansa. Escribir libros casi nunca es, para nadie, lo único que debe hacerse si se quiere escribir libros. “Trabajo muchísimo en otras cosas. Escribiendo artículos, columnas, dando clases. Hay días en los que de sólo pensar que tengo que estar cinco horas atenta, aunque el tema me interesa muchísimo, me pesa. Ya después, cuando estoy ahí, se me pasa. No bostezo en la cara del entrevistado”. Aunque la vida pospandémica trajo algunas oportunidades –talleres, encuentros, entrevistas–, también nos volvió más perezosos. Me cuenta el caso de un periodista que vivía a veinte cuadras de su casa, en Buenos Aires, que en lugar de citarla en un bar o en un café le dijo: “Lo hacemos por Zoom”. Si tu trabajo consiste en conocer a la gente, para escribir sobre ellos se necesita otra cosa.

“A veces me encuentro pensando demasiado sobre mí misma y digo: A quién le va importar esto, esto tiene que llevar a un lugar más universal, hablar de una experiencia humana más grande. Algo que exceda mi cuerpo.”

El tono particular de las columnas de Leila Guerriero, compiladas en Teoría de la gravedad (2019), se debe precisamente a esa distinción. No es que Leila no tenga cuidado al tratar con su propia vida, al contrario: en su estudio puede encontrarse una especie de organización que siempre permite rastrear lo que se está buscando, sus grabaciones, sus notas, las distintas versiones de un texto antes de llegar a la final, constituyen una muestra de ello. Pero el estilo tiene que ser distinto. “Tienes que ser más efectista. En una columna el volumen de lo que dices a veces está muy alto. Tienes que ecualizarlo. Incluso cuando no todas hablen de experiencias personales, como ocurre cuando escribo sobre la política argentina o latinoamericana, tienes que bajarle el volumen al yo, por lo menos para que se entienda que no llevas contigo ninguna verdad divina. A veces me encuentro pensando demasiado sobre mí misma y digo: A quién le va importar esto, esto tiene que llevar a un lugar más universal, hablar de una experiencia humana más grande. Algo que exceda mi cuerpo”.

Cerrar el círculo

Roberto Merino escribió que un “un mal libro sería aquel en el que el yo se queda todo el tiempo y no nos deja tranquilos jamás”. Guerriero ha trabajado durante años en formas de hacerse a un lado. Por eso no tiene malos libros. Y sin embargo sus textos poseen la extraña cualidad de ser inalienables. Escribe como quien nunca deja de preguntar. No se detiene cuando cree que algo está finalizado, “la gente tiene secretos”. Pero sabe cuando una historia le pide cerrar el círculo. “Vas y preguntas y repreguntas pero igualmente terminas en el mismo callejón. La realidad misma a veces te dice: No busques más por acá. Porque algo no te quiere decir, o no hay nada. Eso sí, debes procurar que nada quede como una zona oscura o iluminada con una sola voz. Tu labor es que nada crucial se quede fuera”.

Leila Guerriero ha dicho que escribe como si boxeara, porque la literatura es un poco eso: está llena de movimientos, de fintas, de golpes, de escabullimientos. Es un sistema de manipulación. Reconocerlo es un principio fundamental en todo el arte. No todos pueden accionar dicho sistema con sabiduría –se interpone a veces la moral, a veces la doxa, a veces el deseo, últimamente las tendencias–, pero quienes lo consiguen pueden mirar de frente a lo que sea que estén buscando al escribir. Guerriero, una vez más, lo dice mejor. Lo llama su diablo, dice que no es nada sin él.

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Hacerse a un lado

Leila Guerriero llevaba dos meses escribiendo un artículo sobre Silvia Labayru cuando se dio cuenta de que iba a quedarle corto. No corto en términos de espacio editorial, sino para la historia. Las historias –las buenas– son siempre irreductibles. O mejor: pueden reducirse, a menos que quien las cuenta tenga el anhelo de devorarlo todo. Como Guerriero.

No creo que en Latinoamérica exista, hoy, una periodista con semejante cantidad de herramientas para sumergirse en realidades que, en principio, no le competen. “Soy una enorme bacteria perturbadora en la vida de un montón de gente que había dejado esta historia atrás”, se dice en algún punto de su último libro, La llamada (Anagrama, 2024). No por eso retrocede. Pocas veces, acaso nunca, retrocede. Preguntó a Labayru si podía convertir todo el asunto en un libro, ella estuvo de acuerdo. Una obsesión puede ser una pérdida de tiempo para quien mira y quien se deja mirar si las condiciones no queda claras desde el principio.

Leila Guerriero (Junín, 1967) tiene entre sus cualidades una que debería ser común a los periodistas: la rectificación. Gracias a ello, este libro existe. “A veces te das cuenta rápido, pero puede pasar que sigues y de pronto te dices: Pero esto es inmenso, esto es complejísimo y, sobre todo, con esto soy capaz de sostener mi concentración, le quiero dedicar tiempo”. Pero decir tiempo es decir poco. “No es sólo prender la grabadora. Hay que preguntar, hay que viajar, hay que insistir, hay que pasar hambre, hay que pasar frío. Hay que poner el cuerpo”. Se requiere mucha paciencia para encarar un proyecto de esas dimensiones y hacerlo posible.

Retratar: ver vivir

No hay texto de Guerriero que no permita dilucidar el ajetreo detrás de él: encerrarse días en un archivo, volar, sentarse horas frente a la computadora, ir por un café junto a un entrevistado, volver a casa, leer, no leer, correr, esperar en el lobby de un hotel, salir por pan, volver a escribir, quedarse en el cuarto de un hotel donde el viento revienta las ventanas en un pueblo donde pasan cosas raras, maldormir. En fin, el cuerpo. La llamada fue reporteado y escrito durante la pandemia de covid-19. “Los primeros meses fueron muy difíciles. Cuando estás haciendo el perfil de una persona no quieres sólo hablar con ella o entrevistarla, quieres verla vivir. Durante mucho tiempo no pudimos hacer nada excepto estar sentadas en su departamento, con un montón de problemas, porque las dos teníamos que estar con mascarilla, separadas por dos metros, con las ventanas abiertas, en pleno invierno”. Igual buscó.

“Los primeros meses fueron muy difíciles. Cuando estás haciendo el perfil de una persona no quieres sólo hablar con ella o entrevistarla, quieres verla vivir. Durante mucho tiempo no pudimos hacer nada excepto estar sentadas en su departamento.”

Leila Guerriero ha dicho que un “perfil es una carrera de resistencia”. En el mismo texto escribió que para hacer este trabajo uno tiene que “preguntar como quien no sabe, esperar como quien tiene tiempo y estar allí como quien no está”. Paciencia en el fin del mundo. Una audacia sin la cual ningún texto de la escritora, mucho menos éste, hubiese sido posible. Este libro sería otra cosa sin haber ido a la ESMA, sin haberse encontrado con Silvia, sin conocer a su amiga, a Hugo, a los personajes que habitaban esta historia; sin haber volado a Madrid cuando Labayru voló a Madrid. El empuje de Guerriero la llevó a hacer cosas que otros considerarían irresponsables, como visitar a un hombre de 92 años en plena pandemia. ¿Insensatez? Si gustan, pero había que escribirlo.

“En el trabajo del periodismo me parece raro que alguien se retraiga. Es fundamental no hacerlo. El ejemplo es bueno, era importante ir a ver a esa persona de 92 años, sin importar mucho las circunstancias. Ella se resistió mucho tiempo a que yo fuera. La entiendo. No es agradable que una persona que no pertenece a tu familia vea a un señor con un deterioro físico y mental, digamos. Afortunadamente todo resultó en una situación muy dulce”. A pesar de la resistencia Silvia Labayru no se inmutó, parecía haberse dado cuenta de que la periodista argentina tenía una obstinación que rayaba en lo heroico, y cuando la mirada del otro sobre tu propia historia es así de grande puedes confiarle lo que te ha pasado. Hay que ser valiente para contar nuestra historia, pero se requiere a alguien incansable para contar la historia de otros.

Bajar el volumen

“Me da mucha vergüenza cuando algo comienza con el yo y con la verdad de ese yo. Cuando el yo entra, por ejemplo, en mis perfiles, se trata de uno que está al servicio de que el otro refleje algo de sí mismo”. En este, como en muchos otros de sus textos, Guerriero aparece, pero sólo cuando le lanzan alguna pregunta o hay un cambio inesperado en el punto de vista del perfil. La nombran y, de pronto, la hacen presente. Leila es a veces, también, Leilita.

Igual, como todos, se cansa. Escribir libros casi nunca es, para nadie, lo único que debe hacerse si se quiere escribir libros. “Trabajo muchísimo en otras cosas. Escribiendo artículos, columnas, dando clases. Hay días en los que de sólo pensar que tengo que estar cinco horas atenta, aunque el tema me interesa muchísimo, me pesa. Ya después, cuando estoy ahí, se me pasa. No bostezo en la cara del entrevistado”. Aunque la vida pospandémica trajo algunas oportunidades –talleres, encuentros, entrevistas–, también nos volvió más perezosos. Me cuenta el caso de un periodista que vivía a veinte cuadras de su casa, en Buenos Aires, que en lugar de citarla en un bar o en un café le dijo: “Lo hacemos por Zoom”. Si tu trabajo consiste en conocer a la gente, para escribir sobre ellos se necesita otra cosa.

“A veces me encuentro pensando demasiado sobre mí misma y digo: A quién le va importar esto, esto tiene que llevar a un lugar más universal, hablar de una experiencia humana más grande. Algo que exceda mi cuerpo.”

El tono particular de las columnas de Leila Guerriero, compiladas en Teoría de la gravedad (2019), se debe precisamente a esa distinción. No es que Leila no tenga cuidado al tratar con su propia vida, al contrario: en su estudio puede encontrarse una especie de organización que siempre permite rastrear lo que se está buscando, sus grabaciones, sus notas, las distintas versiones de un texto antes de llegar a la final, constituyen una muestra de ello. Pero el estilo tiene que ser distinto. “Tienes que ser más efectista. En una columna el volumen de lo que dices a veces está muy alto. Tienes que ecualizarlo. Incluso cuando no todas hablen de experiencias personales, como ocurre cuando escribo sobre la política argentina o latinoamericana, tienes que bajarle el volumen al yo, por lo menos para que se entienda que no llevas contigo ninguna verdad divina. A veces me encuentro pensando demasiado sobre mí misma y digo: A quién le va importar esto, esto tiene que llevar a un lugar más universal, hablar de una experiencia humana más grande. Algo que exceda mi cuerpo”.

Cerrar el círculo

Roberto Merino escribió que un “un mal libro sería aquel en el que el yo se queda todo el tiempo y no nos deja tranquilos jamás”. Guerriero ha trabajado durante años en formas de hacerse a un lado. Por eso no tiene malos libros. Y sin embargo sus textos poseen la extraña cualidad de ser inalienables. Escribe como quien nunca deja de preguntar. No se detiene cuando cree que algo está finalizado, “la gente tiene secretos”. Pero sabe cuando una historia le pide cerrar el círculo. “Vas y preguntas y repreguntas pero igualmente terminas en el mismo callejón. La realidad misma a veces te dice: No busques más por acá. Porque algo no te quiere decir, o no hay nada. Eso sí, debes procurar que nada quede como una zona oscura o iluminada con una sola voz. Tu labor es que nada crucial se quede fuera”.

Leila Guerriero ha dicho que escribe como si boxeara, porque la literatura es un poco eso: está llena de movimientos, de fintas, de golpes, de escabullimientos. Es un sistema de manipulación. Reconocerlo es un principio fundamental en todo el arte. No todos pueden accionar dicho sistema con sabiduría –se interpone a veces la moral, a veces la doxa, a veces el deseo, últimamente las tendencias–, pero quienes lo consiguen pueden mirar de frente a lo que sea que estén buscando al escribir. Guerriero, una vez más, lo dice mejor. Lo llama su diablo, dice que no es nada sin él.

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jueves, 2 de mayo de 2024

La banalización de la guerra

El cine de Hollywood tiene una obsesión particular con el colapso del imperio estadounidense. Después de la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética ya no representaba una amenaza, el enemigo favorito fue monopolizado por terroristas internacionales, dictadores de Medio Oriente e, incluso, extraterrestres. La rebelión trumpista en el Capitolio el 6 de enero del 2021 parece marcar una nueva temática para los cineastas: la escisión de Estados Unidos por un peligro incubado dentro de sus fronteras durante largo tiempo e invisible para una sociedad demasiado ensimismada en las promesas de la democracia liberal. Justo el año pasado Dejar el mundo atrás, filme dirigido por Sam Esmail y protagonizado por Julia Roberts y Ethan Hawke, aventuraba el fantasma de la confrontación interna a través de sabotajes y mensajes ambiguos en Nueva York, que lo mismo apuntan a un enemigo externo que a un ataque doméstico.

Guerra civil, la nueva película de Alex Garland, intenta explotar, desde una aparente distopía, la división cada vez más palpable en la sociedad estadounidense. Sin embargo, al margen de algunos rasgos que intentan darle la vuelta al cine de desastres, parecería que sólo tiene el atrevimiento de desacralizar, tímidamente, la institución presidencial. Si en Air Force One –una elegía al papel de Estados Unidos como líder del mundo global– el presidente, interpretado por Harrison Ford, se convierte en un héroe de acción, ahora es un político que tiene que ensayar varias veces el inicio de un discurso cuyo objetivo es convencer a las escasas fuerzas militares y políticas que lo respaldan de que la victoria está próxima. La caracterización del presidente (interpretado por el actor Nick Offerman) evita aludir directamente a Trump, pero el hecho –mencionado en apenas unos segundos al inicio del filme– de un tercer período presidencial indica que la democracia liberal made in USA ha sucumbido al embate de un personaje dispuesto a saltarse las reglas y, por supuesto, dinamitar al país.

La apuesta de Alex Garland para retratar la erosión de Estados Unidos tiene el mérito de evitar el lugar común: la familia indefensa que funciona como un gancho para la empatía mientras sobrevive a explosiones y hordas que toman las ciudades en el colapso civilizatorio. En su lugar presenta a un grupo de cuatro periodistas (tres experimentados y una novata) que viajan a la asediada capital del imperio para lograr una última entrevista con el presidente antes de su derrota final. La intención, muy forzada, de despojar a la historia de cualquier contexto político convierte a los periodistas en adictos a la adrenalina que van como borregos al matadero en un descenso a los infiernos del apocalipsis estadounidense, una mezcla de paramilitares locos, soldados que no saben quién es el enemigo y gente que decide aislarse del conflicto con la esperanza de que la tormenta pase y un nuevo statu quo aparezca para integrarlos. Los periodistas que, en la vida real, tienen posiciones políticas o, al menos, una visión un poco más profunda que la del ciudadano común sobre los acontecimientos que relatan, son aquí personajes unidimensionales que, ante la falta de ideas, sólo pueden transmitir algo a través de la insensibilidad y el sufrimiento. Cuando el guion da un respiro a la violencia sólo encontramos los sobados diálogos sobre la maldad de la guerra, evasivos sobre cualquier responsabilidad concreta, como si el enfrentamiento fuera un desastre natural.

Uno de los problemas más evidentes de Guerra civil es la indefinición del punto de vista. En donde algunos críticos ponderan la versatilidad de los registros que se usan hay una suerte de collage que erosiona cualquier lectura y, también, la coherencia del relato. Las secuencias más problemáticas de la película son aquellas en las cuales Alex Garland presenta la violencia más descarnada acompañada con canciones de hip hop, rock y pop convencionales, trasladando la estética del videoclip a una suerte de ironía que nunca funciona y que, peor aún, banaliza una pretendida toma de conciencia. El realismo que intenta vender el filme –apoyado en las fotografías que logran los protagonistas en medio de la refriega y las balas– contrasta con la inverosimilitud del marco general de la historia. Sin ningún contexto y, claro está, sin un recurso poderoso como el simbolismo o la alegoría, el viaje de los cuatro periodistas parece sacado de un videojuego en el cual, después de los retos iniciales, se apuesta todo por el todo en la etapa final. El botín por obtener la mejor fotografía –más allá de los asomos de solidaridad que aparecen salpicados en las poco menos de dos horas del filme– termina por deshumanizar a los personajes, pues se convierten en meros instrumentos al servicio de la pirotecnia visual y sentimental que aparece en pantalla.

“Una vez que empiezas a hacer esas preguntas no puedes parar. Entonces no preguntamos. Grabamos para que otras personas pregunten”, dice Jessie –la periodista interpretada por Kirsten Dunst– ante el conflicto ético que aparece en la mente de la novata –interpretada por Cailee Spaeny. La frase es el auto de fe de una película que juega a ser política sin asomar la cabeza a la política, escudándose en un presente irreflexivo que nos conduce, a todo vapor, a un final en el que todos son culpables, incluso el espectador que saldrá de la sala con la sensación de haber participado en un caótico ejercicio de expiación colectiva, particularmente si vive en Estados Unidos. Cuando no hay preguntas tenemos el peor de los mundos posibles: exhibicionismo e idealización de la violencia en un discurso que promete involucrarnos en un futuro sin ningún tipo de brújula, al que sólo le queda escandalizar. Esta última apuesta es, por desgracia, uno de los divertimentos del cine de nuestros años, en especial el que presenta las pesadillas por venir de la sociedad global.

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La banalización de la guerra

El cine de Hollywood tiene una obsesión particular con el colapso del imperio estadounidense. Después de la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética ya no representaba una amenaza, el enemigo favorito fue monopolizado por terroristas internacionales, dictadores de Medio Oriente e, incluso, extraterrestres. La rebelión trumpista en el Capitolio el 6 de enero del 2021 parece marcar una nueva temática para los cineastas: la escisión de Estados Unidos por un peligro incubado dentro de sus fronteras durante largo tiempo e invisible para una sociedad demasiado ensimismada en las promesas de la democracia liberal. Justo el año pasado Dejar el mundo atrás, filme dirigido por Sam Esmail y protagonizado por Julia Roberts y Ethan Hawke, aventuraba el fantasma de la confrontación interna a través de sabotajes y mensajes ambiguos en Nueva York, que lo mismo apuntan a un enemigo externo que a un ataque doméstico.

Guerra civil, la nueva película de Alex Garland, intenta explotar, desde una aparente distopía, la división cada vez más palpable en la sociedad estadounidense. Sin embargo, al margen de algunos rasgos que intentan darle la vuelta al cine de desastres, parecería que sólo tiene el atrevimiento de desacralizar, tímidamente, la institución presidencial. Si en Air Force One –una elegía al papel de Estados Unidos como líder del mundo global– el presidente, interpretado por Harrison Ford, se convierte en un héroe de acción, ahora es un político que tiene que ensayar varias veces el inicio de un discurso cuyo objetivo es convencer a las escasas fuerzas militares y políticas que lo respaldan de que la victoria está próxima. La caracterización del presidente (interpretado por el actor Nick Offerman) evita aludir directamente a Trump, pero el hecho –mencionado en apenas unos segundos al inicio del filme– de un tercer período presidencial indica que la democracia liberal made in USA ha sucumbido al embate de un personaje dispuesto a saltarse las reglas y, por supuesto, dinamitar al país.

La apuesta de Alex Garland para retratar la erosión de Estados Unidos tiene el mérito de evitar el lugar común: la familia indefensa que funciona como un gancho para la empatía mientras sobrevive a explosiones y hordas que toman las ciudades en el colapso civilizatorio. En su lugar presenta a un grupo de cuatro periodistas (tres experimentados y una novata) que viajan a la asediada capital del imperio para lograr una última entrevista con el presidente antes de su derrota final. La intención, muy forzada, de despojar a la historia de cualquier contexto político convierte a los periodistas en adictos a la adrenalina que van como borregos al matadero en un descenso a los infiernos del apocalipsis estadounidense, una mezcla de paramilitares locos, soldados que no saben quién es el enemigo y gente que decide aislarse del conflicto con la esperanza de que la tormenta pase y un nuevo statu quo aparezca para integrarlos. Los periodistas que, en la vida real, tienen posiciones políticas o, al menos, una visión un poco más profunda que la del ciudadano común sobre los acontecimientos que relatan, son aquí personajes unidimensionales que, ante la falta de ideas, sólo pueden transmitir algo a través de la insensibilidad y el sufrimiento. Cuando el guion da un respiro a la violencia sólo encontramos los sobados diálogos sobre la maldad de la guerra, evasivos sobre cualquier responsabilidad concreta, como si el enfrentamiento fuera un desastre natural.

Uno de los problemas más evidentes de Guerra civil es la indefinición del punto de vista. En donde algunos críticos ponderan la versatilidad de los registros que se usan hay una suerte de collage que erosiona cualquier lectura y, también, la coherencia del relato. Las secuencias más problemáticas de la película son aquellas en las cuales Alex Garland presenta la violencia más descarnada acompañada con canciones de hip hop, rock y pop convencionales, trasladando la estética del videoclip a una suerte de ironía que nunca funciona y que, peor aún, banaliza una pretendida toma de conciencia. El realismo que intenta vender el filme –apoyado en las fotografías que logran los protagonistas en medio de la refriega y las balas– contrasta con la inverosimilitud del marco general de la historia. Sin ningún contexto y, claro está, sin un recurso poderoso como el simbolismo o la alegoría, el viaje de los cuatro periodistas parece sacado de un videojuego en el cual, después de los retos iniciales, se apuesta todo por el todo en la etapa final. El botín por obtener la mejor fotografía –más allá de los asomos de solidaridad que aparecen salpicados en las poco menos de dos horas del filme– termina por deshumanizar a los personajes, pues se convierten en meros instrumentos al servicio de la pirotecnia visual y sentimental que aparece en pantalla.

“Una vez que empiezas a hacer esas preguntas no puedes parar. Entonces no preguntamos. Grabamos para que otras personas pregunten”, dice Jessie –la periodista interpretada por Kirsten Dunst– ante el conflicto ético que aparece en la mente de la novata –interpretada por Cailee Spaeny. La frase es el auto de fe de una película que juega a ser política sin asomar la cabeza a la política, escudándose en un presente irreflexivo que nos conduce, a todo vapor, a un final en el que todos son culpables, incluso el espectador que saldrá de la sala con la sensación de haber participado en un caótico ejercicio de expiación colectiva, particularmente si vive en Estados Unidos. Cuando no hay preguntas tenemos el peor de los mundos posibles: exhibicionismo e idealización de la violencia en un discurso que promete involucrarnos en un futuro sin ningún tipo de brújula, al que sólo le queda escandalizar. Esta última apuesta es, por desgracia, uno de los divertimentos del cine de nuestros años, en especial el que presenta las pesadillas por venir de la sociedad global.

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martes, 30 de abril de 2024

Ascenso y caída: John Galliano

Una noche de enero, bajo el Puente Alejandro III, junto al río Sena, John Galliano resucitó. El desfile de Maison Margiela Artisanal 2024 fue el catalizador. Ahí, en una suerte de tugurio en penumbras, mientras caminaban entaconados decenas de modelos de todas las tallas, pasaron lista el drama, la teatralidad, la técnica precisa y el toque chic de negrura posmoderna que pertenecen sólo a Galliano. Después de 10 años a la cabeza de la casa Margiela, el célebre diseñador por fin estaba de vuelta.

Con el genio fuera de la botella, tomó un segundo aire el recuerdo de aquellos incidentes antisemitas que en 2011 le costaron el puesto en Dior. Un poco antes de que la cancelación estuviera a un clic de distancia, John Galliano (Gibraltar, 1960) desapareció de la moda por decisión propia durante tres años. ¿Qué sucedió? ¿Por qué volvió?

Ascenso y caída: John Galliano (2023), que llegó a MUBI esta semana, es un acercamiento cuidadoso a la vida del diseñador, que toma como punto de partida los escandalosos comportamientos que lo desnudaron públicamente como racista. El título no miente: hay una clara intención de remarcar el descalabro, la buena noticia es que el tono enardecido de cualquier juicio sumario se convierte aquí en esmero para transitar por los hechos sin disfrutar la sangre, pero además sin exculpar ni victimizar.

A través de una larga entrevista con Galliano, el documental del cineasta escocés Kevin Macdonald (El último rey de Escocia, Un día de septiembre) pone foco en su difícil infancia como hijo de inmigrantes españoles en Inglaterra, su rápida aceptación en el mundo de la alta costura y las consecuencias de su éxito acelerado y esclavizante.

El documental también se vale de entrevistas a familiares, amigos cercanos y ex colaboradores, sin ignorar a las víctimas de sus ataques. La lista de notables que accedieron a contar su versión va de Charlize Theron a Kate Moss y Naomi Campbell, pasando por dueños y directivos de las firmas Givenchy y Dior, donde Galliano trabajó 16 años. La narración que el protagonista hace de su vida es acompañada por fotos personales y algunas imágenes de archivo, que son interrumpidas por secuencias emblemáticas de la legendaria Napoleón (1927), de Abel Gance, una de las cintas favoritas del diseñador y detonante de su universo creativo. La analogía que el director plantea puede leerse como un sugerente cruce entre el genio, la fama y la locura en tiempos de narcisismo extremo. Sin discursos incendiarios: que las imágenes hablen.

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Ascenso y caída: John Galliano

Una noche de enero, bajo el Puente Alejandro III, junto al río Sena, John Galliano resucitó. El desfile de Maison Margiela Artisanal 2024 fue el catalizador. Ahí, en una suerte de tugurio en penumbras, mientras caminaban entaconados decenas de modelos de todas las tallas, pasaron lista el drama, la teatralidad, la técnica precisa y el toque chic de negrura posmoderna que pertenecen sólo a Galliano. Después de 10 años a la cabeza de la casa Margiela, el célebre diseñador por fin estaba de vuelta.

Con el genio fuera de la botella, tomó un segundo aire el recuerdo de aquellos incidentes antisemitas que en 2011 le costaron el puesto en Dior. Un poco antes de que la cancelación estuviera a un clic de distancia, John Galliano (Gibraltar, 1960) desapareció de la moda por decisión propia durante tres años. ¿Qué sucedió? ¿Por qué volvió?

Ascenso y caída: John Galliano (2023), que llegó a MUBI esta semana, es un acercamiento cuidadoso a la vida del diseñador, que toma como punto de partida los escandalosos comportamientos que lo desnudaron públicamente como racista. El título no miente: hay una clara intención de remarcar el descalabro, la buena noticia es que el tono enardecido de cualquier juicio sumario se convierte aquí en esmero para transitar por los hechos sin disfrutar la sangre, pero además sin exculpar ni victimizar.

A través de una larga entrevista con Galliano, el documental del cineasta escocés Kevin Macdonald (El último rey de Escocia, Un día de septiembre) pone foco en su difícil infancia como hijo de inmigrantes españoles en Inglaterra, su rápida aceptación en el mundo de la alta costura y las consecuencias de su éxito acelerado y esclavizante.

El documental también se vale de entrevistas a familiares, amigos cercanos y ex colaboradores, sin ignorar a las víctimas de sus ataques. La lista de notables que accedieron a contar su versión va de Charlize Theron a Kate Moss y Naomi Campbell, pasando por dueños y directivos de las firmas Givenchy y Dior, donde Galliano trabajó 16 años. La narración que el protagonista hace de su vida es acompañada por fotos personales y algunas imágenes de archivo, que son interrumpidas por secuencias emblemáticas de la legendaria Napoleón (1927), de Abel Gance, una de las cintas favoritas del diseñador y detonante de su universo creativo. La analogía que el director plantea puede leerse como un sugerente cruce entre el genio, la fama y la locura en tiempos de narcisismo extremo. Sin discursos incendiarios: que las imágenes hablen.

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Del sur global a las paredes del museo

Desde hace dos décadas, de la mano del desarrollo de las teorías poscolonial y ecológica, se ha buscado redefinir el pensamiento moderno, racional y dicotómico, que separa los órdenes natural y cultural en diversos campos de la ciencia. Abordado desde las prácticas artísticas, este giro ontológico y epistemológico incentiva propuestas que atraviesan la ciencia, la ficción especulativa y las relaciones múltiples entre lo humano y lo no humano. 

Devenir tierra, exhibición individual de la artista suiza Ursula Biemann (Zúrich, 1955), alude a este cambio de paradigma en un momento en que la crisis climática exige más que nunca romper con los binarismos occidentales que alejan lo natural de lo humano. Abierto el 20 de abril en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México, este proyecto retoma el título de un sitio web –comisionado por la curadora colombiana María Belén de Saez Ibarra, del Museo de Arte Nacional de Bogotá– que funciona como monografía digital del trabajo que Biemann ha ejecutado en el transcurso de una década, vinculado directamente a temáticas ecológicas.

En las salas 7 y 8 del MUAC encontramos casi las mismas obras del sitio, ahora espacializadas. Por un lado, Selva jurídica (2014), Mente forestal (2021), Devenir universidad (2019-23) y Territorio cognitivo vocal (2022) documentan el pensamiento y la lucha por el territorio de comunidades indígenas en Ecuador y Colombia. Por otro, Tiempo profundo (2013) muestra las consecuencias ambientales que la extracción petrolera en los bosques boreales de Alberta, Canadá, ocasiona para la vida en Bangladesh, y Océano acústico (2018) es una obra audiovisual de ficción protagonizada por una mujer bióloga, sami, de las comunidades indígenas del norte de Noruega, que a través de hidrófonos da cuenta de los inesperados sonidos animales y acuáticos de las aguas del Atlántico norte. 

En las notas que escribí durante la charla inaugural de la muestra advierto un comentario que el curador en jefe del MUAC, Cuauhtémoc Medina, compartió respecto a Devenir tierra, a la que considera la exposición más ambiciosa de temática ecológica realizada en el recinto. Me pregunto: ¿por qué abrir un programa expositivo vinculado a la ecología de conocimientos del sur global con una artista suiza? 

Ursula Biemann

Captura de Océano acústico (2018), de Ursula Biemann

El texto de entrada nos ofrece una guía mínima para adentrarnos a la obra de Ursula Biemann desde una perspectiva ecológica, invitando al espectador a reflexionar sobre otras posibles formas de habitar el mundo. Resulta rebuscado –o poco digerible– que se diga que el trabajo de la artista “amplía los límites epistemológicos”, ya que a ella la interpela el pensamiento de las comunidades en resistencia del sur global. Situarla en el centro es, otra vez, reforzar la narrativa que privilegia a Occidente en la difusión del conocimiento de la Tierra imbricado en la historia de los territorios del sur. 

En la videoinstalación Selva jurídica (2014) vemos y escuchamos a diversos líderes de la nación shuar de Sarayaku, Ecuador, una de las zonas con mayor biodiversidad del planeta. Narran las violencias vividas por la presión gubernamental y una transnacional que llegó a explotar sus tierras sin negociaciones previas. Los líderes cuentan cómo tuvieron que luchar por sus “territorios vivientes”. Después de una denuncia presentada en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la comunidad logró expulsar a la empresa en 2003. Dispuesta como parte de la estrategia museográfica, la artista despliega en una mesa diversos materiales referenciales de su investigación, donde destaca un video en el que un sabio de 90 años refiere las entidades naturales como agentes vitales y cosmogonías de su pueblo. 

Mente forestal (2021), por su parte, recoge la investigación iniciada en 2018 por Biemann en la que líderes de la comunidad inga, en Colombia, comparten su relación con las plantas medicinales y de poder que los conectan con su territorio. Mientras escuchamos las voces de médicos y lideresas comunitarias, una proyección cenital a ras de piso transmite la sensación de que a través del diálogo se abre un portal a un mundo interconectado con este mundo, en el que fluye la vida generando relaciones simbióticas con la comunidad. En la ficha técnica se enuncia que “el video explora nuevas metodologías que permiten la fusión y conversión de elementos digitales en una cadena de ADN”. Aunque casi al cierre aparece una cadena de ADN que se fragmenta en una imagen con puntos de colores de las bases nitrogenadas que la componen, no es clara la relación entre la sabiduría compartida por los inga y el pensamiento científico planteado por Ursula Biemann. 

Con la intención de reafirmar la red compleja de la vida replicando la idea de portal, una figura blanca pintada sobre el muro gris enuncia que “La pintura de este círculo contiene ADN de la selva amazónica. El ADN es una combinación de un archivo sonoro, una fotografía y una semilla viva del territorio indígena. Mezclada con la capa de pintura, permanecerá siempre inscrita en las paredes de la arqueología del museo”. Este gesto de intención poética resulta banal en una narrativa donde la Tierra es un organismo vivo al que hay que comprender desde una perspectiva somática en red y no sólo racional. En el museo se vuelve un fetiche domesticado por los muros, que se aleja de los vínculos terrestres y vitales a los que pretende aludir. 

Ursula Biemann

Captura de Mente forestal (2021), de Ursula Biemann

Al llegar a la sala que culmina el recorrido, el video Territorio cognitivo vocal (2022) muestra entrevistas con ancianxs, mujeres, curanderas y líderes sociales de la comunidad inga, quienes comparten ideas en torno a diferentes formas de aprendizaje. En este documental, a través de su voz, lxs inga transmiten la importancia de una institución que permita compartir conocimiento más allá de las lógicas coloniales extractivistas que han dañado el territorio. La propuesta audiovisual se complementa con las estrategias pedagógicas implementadas en la conformación del proyecto colectivo Devenir universidad, en el que participó la artista suiza de 2018 a 2023. El factor artístico del video es una pista sonora con sonidos grabados por las personas de la comunidad que “genera un campo energético en el espacio de exhibición”.

En Ser bosques el maestro de obras y activista francés Jean-Baptiste Vidalou habla desde las trincheras vegetales sobre la necesidad de resistir en este mundo donde todo es gestión para el capital. Para Vidalou las cartografías de la contemporaneidad dan cuenta de un paisaje devastado que, a su vez, constituye una “biodiversidad de museo”. Siguiendo este concepto, dejo la pregunta abierta: ¿cuáles son el valor simbólico y las implicaciones de traer un “campo energético” del pueblo inga a las paredes del museo?

Una de las dimensiones ulteriores del arte es su capacidad para constituirse como lugar para expandir la imaginación política, para cuestionar cómo habitamos el mundo. Sin entrar en un debate sobre quién puede hablar o no de “comunidades remotas”, como las denomina Ursula Biemann en su semblanza, con la proliferación de artistas trabajando desde los sures, con sus propias epistemologías, ¿no merecerían ellos estar ocupando estos espacios?

Si bien el discurso expositivo insiste en las redes que nos conectan con la vida y la necesidad de preservar los conocimientos ancestrales, al concluir el recorrido me quedé con la sensación de estar en la mirada de la diferencia, “la mirada del otrx”, alejada: esa que observa y se maravilla por “lo desconocido”. Las epistemologías del sur son llevadas al museo para ser validadas, en la urgencia de ser absorbidas por las instituciones e insertarse en el capital global de la cultura.

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Del sur global a las paredes del museo

Desde hace dos décadas, de la mano del desarrollo de las teorías poscolonial y ecológica, se ha buscado redefinir el pensamiento moderno, racional y dicotómico, que separa los órdenes natural y cultural en diversos campos de la ciencia. Abordado desde las prácticas artísticas, este giro ontológico y epistemológico incentiva propuestas que atraviesan la ciencia, la ficción especulativa y las relaciones múltiples entre lo humano y lo no humano. 

Devenir tierra, exhibición individual de la artista suiza Ursula Biemann (Zúrich, 1955), alude a este cambio de paradigma en un momento en que la crisis climática exige más que nunca romper con los binarismos occidentales que alejan lo natural de lo humano. Abierto el 20 de abril en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México, este proyecto retoma el título de un sitio web –comisionado por la curadora colombiana María Belén de Saez Ibarra, del Museo de Arte Nacional de Bogotá– que funciona como monografía digital del trabajo que Biemann ha ejecutado en el transcurso de una década, vinculado directamente a temáticas ecológicas.

En las salas 7 y 8 del MUAC encontramos casi las mismas obras del sitio, ahora espacializadas. Por un lado, Selva jurídica (2014), Mente forestal (2021), Devenir universidad (2019-23) y Territorio cognitivo vocal (2022) documentan el pensamiento y la lucha por el territorio de comunidades indígenas en Ecuador y Colombia. Por otro, Tiempo profundo (2013) muestra las consecuencias ambientales que la extracción petrolera en los bosques boreales de Alberta, Canadá, ocasiona para la vida en Bangladesh, y Océano acústico (2018) es una obra audiovisual de ficción protagonizada por una mujer bióloga, sami, de las comunidades indígenas del norte de Noruega, que a través de hidrófonos da cuenta de los inesperados sonidos animales y acuáticos de las aguas del Atlántico norte. 

En las notas que escribí durante la charla inaugural de la muestra advierto un comentario que el curador en jefe del MUAC, Cuauhtémoc Medina, compartió respecto a Devenir tierra, a la que considera la exposición más ambiciosa de temática ecológica realizada en el recinto. Me pregunto: ¿por qué abrir un programa expositivo vinculado a la ecología de conocimientos del sur global con una artista suiza? 

Ursula Biemann

Captura de Océano acústico (2018), de Ursula Biemann

El texto de entrada nos ofrece una guía mínima para adentrarnos a la obra de Ursula Biemann desde una perspectiva ecológica, invitando al espectador a reflexionar sobre otras posibles formas de habitar el mundo. Resulta rebuscado –o poco digerible– que se diga que el trabajo de la artista “amplía los límites epistemológicos”, ya que a ella la interpela el pensamiento de las comunidades en resistencia del sur global. Situarla en el centro es, otra vez, reforzar la narrativa que privilegia a Occidente en la difusión del conocimiento de la Tierra imbricado en la historia de los territorios del sur. 

En la videoinstalación Selva jurídica (2014) vemos y escuchamos a diversos líderes de la nación shuar de Sarayaku, Ecuador, una de las zonas con mayor biodiversidad del planeta. Narran las violencias vividas por la presión gubernamental y una transnacional que llegó a explotar sus tierras sin negociaciones previas. Los líderes cuentan cómo tuvieron que luchar por sus “territorios vivientes”. Después de una denuncia presentada en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la comunidad logró expulsar a la empresa en 2003. Dispuesta como parte de la estrategia museográfica, la artista despliega en una mesa diversos materiales referenciales de su investigación, donde destaca un video en el que un sabio de 90 años refiere las entidades naturales como agentes vitales y cosmogonías de su pueblo. 

Mente forestal (2021), por su parte, recoge la investigación iniciada en 2018 por Biemann en la que líderes de la comunidad inga, en Colombia, comparten su relación con las plantas medicinales y de poder que los conectan con su territorio. Mientras escuchamos las voces de médicos y lideresas comunitarias, una proyección cenital a ras de piso transmite la sensación de que a través del diálogo se abre un portal a un mundo interconectado con este mundo, en el que fluye la vida generando relaciones simbióticas con la comunidad. En la ficha técnica se enuncia que “el video explora nuevas metodologías que permiten la fusión y conversión de elementos digitales en una cadena de ADN”. Aunque casi al cierre aparece una cadena de ADN que se fragmenta en una imagen con puntos de colores de las bases nitrogenadas que la componen, no es clara la relación entre la sabiduría compartida por los inga y el pensamiento científico planteado por Ursula Biemann. 

Con la intención de reafirmar la red compleja de la vida replicando la idea de portal, una figura blanca pintado sobre el muro gris enuncia que “La pintura de este círculo contiene ADN de la selva amazónica. El ADN es una combinación de un archivo sonoro, una fotografía y una semilla viva del territorio indígena. Mezclada con la capa de pintura, permanecerá siempre inscrita en las paredes de la arqueología del museo”. Este gesto de intención poética resulta banal en una narrativa donde la Tierra es un organismo vivo al que hay que comprender desde una perspectiva somática en red y no sólo racional. En el museo se vuelve un fetiche domesticado por los muros, que se aleja de los vínculos terrestres y vitales a los que pretende aludir. 

Ursula Biemann

Captura de Mente forestal (2021), de Ursula Biemann

Al llegar a la sala que culmina el recorrido, el video Territorio cognitivo vocal (2022) muestra entrevistas con ancianxs, mujeres, curanderas y líderes sociales de la comunidad inga, quienes comparten ideas en torno a diferentes formas de aprendizaje. En este documental, a través de su voz, lxs inga transmiten la importancia de una institución que permita compartir conocimiento más allá de las lógicas coloniales extractivistas que han dañado el territorio. La propuesta audiovisual se complementa con las estrategias pedagógicas implementadas en la conformación del proyecto colectivo Devenir universidad, en el que participó la artista suiza de 2018 a 2023. El factor artístico del video es una pista sonora con sonidos grabados por las personas de la comunidad que “genera un campo energético en el espacio de exhibición”.

En Ser bosques el maestro de obras y activista francés Jean-Baptiste Vidalou habla desde las trincheras vegetales sobre la necesidad de resistir en este mundo donde todo es gestión para el capital. Para Vidalou las cartografías de la contemporaneidad dan cuenta de un paisaje devastado que, a su vez, constituye una “biodiversidad de museo”. Siguiendo este concepto, dejo la pregunta abierta: ¿cuáles son el valor simbólico y las implicaciones de traer un “campo energético” del pueblo inga a las paredes del museo?

Una de las dimensiones ulteriores del arte es su capacidad para constituirse como lugar para expandir la imaginación política, para cuestionar cómo habitamos el mundo. Sin entrar en un debate sobre quién puede hablar o no de “comunidades remotas”, como las denomina Ursula Biemann en su semblanza, con la proliferación de artistas trabajando desde los sures, con sus propias epistemologías, ¿no merecerían ellos estar ocupando estos espacios?

Si bien el discurso expositivo insiste en las redes que nos conectan con la vida y la necesidad de preservar los conocimientos ancestrales, al concluir el recorrido me quedé con la sensación de estar en la mirada de la diferencia, “la mirada del otrx”, alejada: esa que observa y se maravilla por “lo desconocido”. Las epistemologías del sur son llevadas al museo para ser validadas, en la urgencia de ser absorbidas por las instituciones e insertarse en el capital global de la cultura.

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lunes, 29 de abril de 2024

40 años de Estúdio Campana

En noviembre de 2022 falleció prematuramente Fernando Campana, fundador, junto a su hermano Humberto, del despacho de diseño brasileño Estúdio Campana. Tras el necesario período de duelo y reflexión, durante los meses de marzo y abril de este año la galería neoyorquina Friedman Benda presentó On the Road, la quinta exposición de la firma en ese espacio, la primera con Humberto Campana como único diseñador principal, a cuatro décadas del inicio de uno de los recorridos más significativos del diseño latinoamericano contemporáneo.

Aunque la continuidad estética es evidente en las nuevas piezas de Estúdio Campana –celebran la espontaneidad y la intuición como sus trabajos previos–, surgen del deseo de Humberto de reconectar en paralelo con el entorno natural y la espiritualidad, tras la pérdida de Fernando. En lo formal eso ha significado un regreso a los inicios del despacho, cuando se abrieron camino con el uso de materiales inesperados y diseños que incorporan expresiones populares de São Paulo, la ciudad en que se ha desarrollado. Del mobiliario pasaron a los proyectos arquitectónicos, el paisajismo, la moda y la escenografía.

Estúdio Campana

Vista de la muestra On the Road, de Estúdio Campana. Fotografía: Timothy Doyon. Cortesía de Friedman Benda y Estúdio Campana

En la hoja de sala de On the Road se lee que las obras expuestas “reflejan tanto la tensión y la dinámica de la vida urbana como el potencial simbiótico de la humanidad y la naturaleza. Con esta compleja convergencia, Campana resucita y presenta materiales familiares en nuevos contextos”. Esa descripción se ajusta a la silla Jalapão, la consola y el espejo Paisagem, el sillón Branches o el bufet Capim Dourado. La mayor parte de los trabajos son de este año, aunque algunos se remontan a 2017.

La exposición en Friedman Benda es la primera actividad de un año en que Estúdio Campana celebrará los 40 años de su fundación. Los diseños de Humberto, ha declarado, provienen de sueños y conversaciones con Fernando, como si siguiera siendo su cómplice creativo. La cuestión es que el despacho sigue en el camino, como indica el nombre de la muestra. Con piezas en las colecciones del Centro Pompidou (París), el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Museo de Arte Moderno de São Paulo o el Vitra Design Museum (Weil am Rhein), todo indica que la firma brasileña seguirá la ruta de la sorpresa y la invención.

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40 años de Estúdio Campana

En noviembre de 2022 falleció prematuramente Fernando Campana, fundador, junto a su hermano Humberto, del despacho de diseño brasileño Estúdio Campana. Tras el necesario período de duelo y reflexión, durante los meses de marzo y abril de este año la galería neoyorquina Friedman Benda presentó On the Road, la quinta exposición de la firma en ese espacio, la primera con Humberto Campana como único diseñador principal, a cuatro décadas del inicio de uno de los recorridos más significativos del diseño latinoamericano contemporáneo.

Aunque la continuidad estética es evidente en las nuevas piezas de Estúdio Campana –celebran la espontaneidad y la intuición como sus trabajos previos–, surgen del deseo de Humberto de reconectar en paralelo con el entorno natural y la espiritualidad, tras la pérdida de Fernando. En lo formal eso ha significado un regreso a los inicios del despacho, cuando se abrieron camino con el uso de materiales inesperados y diseños que incorporan expresiones populares de São Paulo, la ciudad en que se ha desarrollado. Del mobiliario pasaron a los proyectos arquitectónicos, el paisajismo, la moda y la escenografía.

Estúdio Campana

Vista de la muestra On the Road, de Estúdio Campana. Fotografía: Timothy Doyon. Cortesía de Friedman Benda y Estúdio Campana

En la hoja de sala de On the Road se lee que las obras expuestas “reflejan tanto la tensión y la dinámica de la vida urbana como el potencial simbiótico de la humanidad y la naturaleza. Con esta compleja convergencia, Campana resucita y presenta materiales familiares en nuevos contextos”. Esa descripción se ajusta a la silla Jalapão, la consola y el espejo Paisagem, el sillón Branches o el bufet Capim Dourado. La mayor parte de los trabajos son de este año, aunque algunos se remontan a 2017.

La exposición en Friedman Benda es la primera actividad de un año en que Estúdio Campana celebrará los 40 años de su fundación. Los diseños de Humberto, ha declarado, provienen de sueños y conversaciones con Fernando, como si siguiera siendo su cómplice creativo. La cuestión es que el despacho sigue en el camino, como indica el nombre de la muestra. Con piezas en las colecciones del Centro Pompidou (París), el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Museo de Arte Moderno de São Paulo o el Vitra Design Museum (Weil am Rhein), todo indica que la firma brasileña seguirá la ruta de la sorpresa y la invención.

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El desierto salvaje de la edición independiente

Leí el nuevo libro que conjunta el trabajo de quince editoriales “de pocos recursos”, “pequeñas”, “autogestivas”, “alternativas”, “unipersonales”, “micro” o “independientes” mexicanas –y a sus respectivos autores– dos veces: unos días antes del Día Internacional del Libro y, luego, en el transporte público hace un par de horas. La marca de un texto realmente bueno es ser incluso mejor la segunda vez que se lee, y así fue.

Desierto salvaje puede describirse como una colección de fragmentos. La palabra “antología” es clave aquí: está formada del griego anthos, que significa flor, y legein, escoger, lo que convierte a este libro en una selección de flores. Si bien los saltos entre uno y otro pasaje pueden resultar inesperados, aleatorios, creando un terreno inestable para la lectura, las recompensas hacen sortear los obstáculos. Los editores escogieron pedazos de obras ya publicadas o que verán la luz este año –la mayoría– alrededor del tema de la desgracia, una gama de experiencias, estados de ánimo y estilos. Así nació este libro Frankenstein.

La variedad de técnicas está asegurada por el formato del ejercicio. Que los fragmentos involucren el dolor o las aterradoras crisis ambientales e identitarias los vuelve dolorosamente fascinantes. Cada página transmite la disonancia entre nuestra obsesión por nosotros mismos y la ansiedad (o no) por lo que sucede delante de nuestros ojos. Hay retazos de novela, principalmente, pero también crónica, cuento, diario, teatro y ensayo.

El alcance de esta antología de editoriales independientes, prologada por Nayeli García Sánchez, es amplio: sus autores van de figuras como Knut Hamsun o Michel de Montaigne a escritores contemporáneos como Andrés Cota Hiriart, Elisa Díaz Castelo y Gabriel Wolfson. Organizada en cuatro secciones –“Observación”, “Inminencia”, “Absurdo” y “Soledad”–, Desierto salvaje es tan denso como ameno. En su brillantez, el volumen es una invitación a revisar al catálogo de cada editor convocado.

El pez león y su devastadora relación con el medio que habita. La singularidad de las termitas. La ironía de enfrentarse a los horrores del mundo tras una operación contra la miopía. La lucha contra el binarismo de las relaciones de pareja. Un viaje infinito en transporte público. La consternación por la migración, la irracionalidad o el suplicio de Cuauhtémoc. Así Desierto salvaje.    

Hace algunos años Tillie Olsen relató los silencios culturales o institucionales que inciden en que algunos sectores de la sociedad estén menos representados. Hablaba de escritores, pero sus observaciones pueden extenderse a la edición. De ahí la importancia de reunir a voces de la edición independiente para examinar sus diferencias y conexiones. Parece sencillo, pero para estos sellos el camino es diferente. Está repleto de peligros únicos que hacen que sus victorias sean más dulces.

Desierto salvaje es un volumen coeditado por los sellos Alacraña, Almadía, Antílope, Aquelarre, Canta Mares, Dharma Books, Elefanta, Festina, Grano de Sal, Gris Tormenta, Impronta, La Cifra, Minerva, Palíndroma y Polilla

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El desierto salvaje de la edición independiente

Leí el nuevo libro que conjunta el trabajo de quince editoriales “de pocos recursos”, “pequeñas”, “autogestivas”, “alternativas”, “unipersonales”, “micro” o “independientes” mexicanas –y a sus respectivos autores– dos veces: unos días antes del Día Internacional del Libro y, luego, en el transporte público hace un par de horas. La marca de un texto realmente bueno es ser incluso mejor la segunda vez que se lee, y así fue.

Desierto salvaje puede describirse como una colección de fragmentos. La palabra “antología” es clave aquí: está formada del griego anthos, que significa flor, y legein, escoger, lo que convierte a este libro en una selección de flores. Si bien los saltos entre uno y otro pasaje pueden resultar inesperados, aleatorios, creando un terreno inestable para la lectura, las recompensas hacen sortear los obstáculos. Los editores escogieron pedazos de obras ya publicadas o que verán la luz este año –la mayoría– alrededor del tema de la desgracia, una gama de experiencias, estados de ánimo y estilos. Así nació este libro Frankenstein.

La variedad de técnicas está asegurada por el formato del ejercicio. Que los fragmentos involucren el dolor o las aterradoras crisis ambientales e identitarias los vuelve dolorosamente fascinantes. Cada página transmite la disonancia entre nuestra obsesión por nosotros mismos y la ansiedad (o no) por lo que sucede delante de nuestros ojos. Hay retazos de novela, principalmente, pero también crónica, cuento, diario, teatro y ensayo.

El alcance de esta antología de editoriales independientes, prologada por Nayeli García Sánchez, es amplio: sus autores van de figuras como Knut Hamsun o Michel de Montaigne a escritores contemporáneos como Andrés Cota Hiriart, Elisa Díaz Castelo y Gabriel Wolfson. Organizada en cuatro secciones –“Observación”, “Inminencia”, “Absurdo” y “Soledad”–, Desierto salvaje es tan denso como ameno. En su brillantez, el volumen es una invitación a revisar al catálogo de cada editor convocado.

El pez león y su devastadora relación con el medio que habita. La singularidad de las termitas. La ironía de enfrentarse a los horrores del mundo tras una operación contra la miopía. La lucha contra el binarismo de las relaciones de pareja. Un viaje infinito en transporte público. La consternación por la migración, la irracionalidad o el suplicio de Cuauhtémoc. Así Desierto salvaje.    

Hace algunos años Tillie Olsen relató los silencios culturales o institucionales que inciden en que algunos sectores de la sociedad estén menos representados. Hablaba de escritores, pero sus observaciones pueden extenderse a la edición. De ahí la importancia de reunir a voces de la edición independiente para examinar sus diferencias y conexiones. Parece sencillo, pero para estos sellos el camino es diferente. Está repleto de peligros únicos que hacen que sus victorias sean más dulces.

Desierto salvaje es un volumen coeditado por los sellos Alacraña, Almadía, Antílope, Aquelarre, Canta Mares, Dharma Books, Elefanta, Festina, Grano de Sal, Gris Tormenta, Impronta, La Cifra, Minerva, Palíndroma y Polilla

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viernes, 26 de abril de 2024

Libros y crimen, insisto

He estado repasando algunos libros de memorias de libreros, y por lo mismo me permito meter aquí un recuerdo de infancia, sobre la primera vez que noté que la gente que vendía libros no era de fiar.

De niño, recuerdo, participé en un concurso de dibujo interescolar. Para mi sorpresa, gané. Había dibujado un robot espantoso por el que, sin embargo, me iban a premiar. Mi madre me llevó a la ceremonia que, extrañamente, se celebraría en el edificio de oficinas de una editorial. También para mi sorpresa descubrí que varios niños fueron premiados y, para disgusto de mi madre (aún recuerdo la cara que puso), el premio consistía en sentarnos a todos en una sala para escuchar a un señor decir cualquier cosa sobre nuestros garabatos e intentar vendernos (bueno, a nuestros padres) una enciclopedia que, para entonces, ya era difícil de vender. No recuerdo nada de lo que dijo el agente de ventas pero sí que agarró un tomo de la enciclopedia y lo sostuvo desde una sola hoja, como si fuera un animal al que quería ver sufrir agarrándolo por las orejas. Pero la hoja resistió y no se desprendió: así nos demostraba que la encuadernación era de primera calidad.

Uno se divierte, entre libros y libreros. A menudo, acepto, a costa de otros. Es la sensación que me dio leer varias entradas de corrido del libro de lugares comunes Cosas raras que se oyen en librerías (2012), de Jen Campbell, un libro que lo mismo me parece simpático como un cruel espejo de lo esnob que podemos ser quienes atendemos a la gente que va a las librerías. Lo que parece un trabajo idílico, claro, también puede ser desesperante: la anécdota del cliente que busca un libro azul como de este tamaño; la de quienes preguntan por ocho libros que sí tenemos para, a la mera hora, sólo preguntar si pueden usar el baño; quien busca Crimen y castigo del Dr. Jekyll; quienes sólo van a tomarse selfis…

Lo cierto es que prefiero ese espejo aleccionador a la memoria del librero virtuoso, intachable, que con toda humildad recuerda el papel que tuvo en la formación de una conversación inteligente y pública durante varios años, creando una escuela, una comunidad y demás (algo de eso puede leerse en Memoria de la librería –también de 2012– sobre tres libreros españoles muy acá –Carlos Pascual, Paco Puche y Antonio Rivero– que yo no conocía, pero que al parecer eran geniales y admirables). Es el tipo de libros, cierto, que sólo puede escribirse tras una larga carrera y experiencia, pero creo que hay un tono más indicado para ello.

Tampoco es el tono que usó Shaun Bythell para su Diario de un librero (2018), pero se le acerca. Para empezar se trata de un género distinto (aunque muy cercano) al de la memoria, que siempre puede cojear por engrandecer el recuerdo que uno arrumbó en el sótano. Los diarios, en cambio, son atómicos y parece que en ellos siempre se lee la atribulación discontinua del oficio de vivir. Los diarios nos hacen ver más cascarrabias de lo que en realidad somos. Es como si sólo consignáramos lo que sentimos por la mañana al leer o escuchar las noticias, y no la placidez que ya llega hacia la tarde o la noche de cualquier día.

Me interesa el diario de Bythell –que también está lleno de anécdotas del tipo que compiló Campbell– porque lo estuve leyendo al mismo tiempo que Los falsificadores (2014) de Bradford Morrow, aún bajo el embrujo de los bibliomisterios. A mucha gente, creo, se le ha aparecido la fantasía de abandonarlo todo para regentar una apacible librería. Pero si encima esa librería se encuentra en un apartado pueblo de Escocia, de clima frío y húmedo y en el que abundan pubs, chimeneas y una dieta rica en grasa, ¿no parece ya de ensueño? Es lo que le pasó a Jessica Fox, que dejó su trabajo en la NASA para mudarse a Wigtown (durante un tiempo fue pareja de Bythell, pueden leer sobre su romance acá, en The Guardian); y algo similar le ocurre a los protagonistas de Los falsificadores, quienes dejan Nueva York para huir a un pequeño poblado de Irlanda.

Los falsificadores es el mejor bibliomisterio que he leído hasta ahora: no sólo es entretenido (hablo desde las apacibles aguas de la crítica cultural) sino que abundan en él escenas de librerías apetitosas, ambientes acogedores o con la marca de misterio de los mejores relatos de fantasmas. A uno le gustaría que la vida del librero fuera más así y menos como el diario de Bythell, en el que permanece la tristeza de quien se dedica a este oficio en la era de Amazon.

Como ocurre cuando uno pregunta, en alguna reunión, si alguien ha visto fantasmas alguna vez, descubro que sacar el tema de los bibliomisterios resulta en que te recomienden algunos. El escritor Guillermo Espinosa Estrada, por ejemplo, me sugirió que El miedo a los animales de Enrique Serna tenía algo de eso; la librera Paola Cuevas, por otro lado, me habló de un súper ventas que yo no conocía, El cementerio de los libros olvidados (un ciclo de cuatro novelas) de Carlos Ruiz Zafón. También leí una novela ultraviolenta, Irène (2006), de Pierre Lemaitre, que tiene su componente bibliomisterioso (los crímenes que se cometen en la novela están inspirados en obras de Brett Easton Ellis o James Ellroy). No sé si la recomendaría, pero está dentro del subgénero.

Contra la bonita idea de que el mundo editorial es un ecosistema –que es una metáfora útil pero también algo dócil–, me pregunto si no conviene verlo más bien como la trama de una novela criminal en la que todos (libreros, autores, distribuidores, editores, diseñadores, maquetadores, impresores…) estamos implicados. Pensé en esto leyendo otras memorias de librero, las de Héctor Yánover (Memorias de un librero escritas por él mismo, de 1994, y El regreso del Librero Establecido, de 2003). Son libros casi de picaresca, en ellos hay crímenes y anécdotas de todo tipo, pero sobre todo una disposición a no tomarse el oficio tan en serio. Las recomiendo.

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Libros y crimen, insisto

He estado repasando algunos libros de memorias de libreros, y por lo mismo me permito meter aquí un recuerdo de infancia, sobre la primera vez que noté que la gente que vendía libros no era de fiar.

De niño, recuerdo, participé en un concurso de dibujo interescolar. Para mi sorpresa, gané. Había dibujado un robot espantoso por el que, sin embargo, me iban a premiar. Mi madre me llevó a la ceremonia que, extrañamente, se celebraría en el edificio de oficinas de una editorial. También para mi sorpresa descubrí que varios niños fueron premiados y, para disgusto de mi madre (aún recuerdo la cara que puso), el premio consistía en sentarnos a todos en una sala para escuchar a un señor decir cualquier cosa sobre nuestros garabatos e intentar vendernos (bueno, a nuestros padres) una enciclopedia que, para entonces, ya era difícil de vender. No recuerdo nada de lo que dijo el agente de ventas pero sí que agarró un tomo de la enciclopedia y lo sostuvo desde una sola hoja, como si fuera un animal al que quería ver sufrir agarrándolo por las orejas. Pero la hoja resistió y no se desprendió: así nos demostraba que la encuadernación era de primera calidad.

Uno se divierte, entre libros y libreros. A menudo, acepto, a costa de otros. Es la sensación que me dio leer varias entradas de corrido del libro de lugares comunes Cosas raras que se oyen en librerías (2012), de Jen Campbell, un libro que lo mismo me parece simpático como un cruel espejo de lo esnob que podemos ser quienes atendemos a la gente que va a las librerías. Lo que parece un trabajo idílico, claro, también puede ser desesperante: la anécdota del cliente que busca un libro azul como de este tamaño; la de quienes preguntan por ocho libros que sí tenemos para, a la mera hora, sólo preguntar si pueden usar el baño; quien busca Crimen y castigo del Dr. Jekyll; quienes sólo van a tomarse selfis…

Lo cierto es que prefiero ese espejo aleccionador a la memoria del librero virtuoso, intachable, que con toda humildad recuerda el papel que tuvo en la formación de una conversación inteligente y pública durante varios años, creando una escuela, una comunidad y demás (algo de eso puede leerse en Memoria de la librería –también de 2012– sobre tres libreros españoles muy acá –Carlos Pascual, Paco Puche y Antonio Rivero– que yo no conocía, pero que al parecer eran geniales y admirables). Es el tipo de libros, cierto, que sólo puede escribirse tras una larga carrera y experiencia, pero creo que hay un tono más indicado para ello.

Tampoco es el tono que usó Shaun Bythell para su Diario de un librero (2018), pero se le acerca. Para empezar se trata de un género distinto (aunque muy cercano) al de la memoria, que siempre puede cojear por engrandecer el recuerdo que uno arrumbó en el sótano. Los diarios, en cambio, son atómicos y parece que en ellos siempre se lee la atribulación discontinua del oficio de vivir. Los diarios nos hacen ver más cascarrabias de lo que en realidad somos. Es como si sólo consignáramos lo que sentimos por la mañana al leer o escuchar las noticias, y no la placidez que ya llega hacia la tarde o la noche de cualquier día.

Me interesa el diario de Bythell –que también está lleno de anécdotas del tipo que compiló Campbell– porque lo estuve leyendo al mismo tiempo que Los falsificadores (2014) de Bradford Morrow, aún bajo el embrujo de los bibliomisterios. A mucha gente, creo, se le ha aparecido la fantasía de abandonarlo todo para regentar una apacible librería. Pero si encima esa librería se encuentra en un apartado pueblo de Escocia, de clima frío y húmedo y en el que abundan pubs, chimeneas y una dieta rica en grasa, ¿no parece ya de ensueño? Es lo que le pasó a Jessica Fox, que dejó su trabajo en la NASA para mudarse a Wigtown (durante un tiempo fue pareja de Bythell, pueden leer sobre su romance acá, en The Guardian); y algo similar le ocurre a los protagonistas de Los falsificadores, quienes dejan Nueva York para huir a un pequeño poblado de Irlanda.

Los falsificadores es el mejor bibliomisterio que he leído hasta ahora: no sólo es entretenido (hablo desde las apacibles aguas de la crítica cultural) sino que abundan en él escenas de librerías apetitosas, ambientes acogedores o con la marca de misterio de los mejores relatos de fantasmas. A uno le gustaría que la vida del librero fuera más así y menos como el diario de Bythell, en el que permanece la tristeza de quien se dedica a este oficio en la era de Amazon.

Como ocurre cuando uno pregunta, en alguna reunión, si alguien ha visto fantasmas alguna vez, descubro que sacar el tema de los bibliomisterios resulta en que te recomienden algunos. El escritor Guillermo Espinosa Estrada, por ejemplo, me sugirió que El miedo a los animales de Enrique Serna tenía algo de eso; la librera Paola Cuevas, por otro lado, me habló de un súper ventas que yo no conocía, El cementerio de los libros olvidados (un ciclo de cuatro novelas) de Carlos Ruiz Zafón. También leí una novela ultraviolenta, Irène (2006), de Pierre Lemaitre, que tiene su componente bibliomisterioso (los crímenes que se cometen en la novela están inspirados en obras de Brett Easton Ellis o James Ellroy). No sé si la recomendaría, pero está dentro del subgénero.

Contra la bonita idea de que el mundo editorial es un ecosistema –que es una metáfora útil pero también algo dócil–, me pregunto si no conviene verlo más bien como la trama de una novela criminal en la que todos (libreros, autores, distribuidores, editores, diseñadores, maquetadores, impresores…) estamos implicados. Pensé en esto leyendo otras memorias de librero, las de Héctor Yánover (Memorias de un librero escritas por él mismo, de 1994, y El regreso del Librero Establecido, de 2003). Son libros casi de picaresca, en ellos hay crímenes y anécdotas de todo tipo, pero sobre todo una disposición a no tomarse el oficio tan en serio. Las recomiendo.

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jueves, 25 de abril de 2024

El negocio de torturar poetas

No por haber sido predecible deja de ser intimidante: el día del lanzamiento el álbum acumuló más de 300 millones de escuchas en Spotify. Se trató, claro, de una marca histórica, que antes pertenecía a otro título de la misma artista, por cierto. Y es que todo en ese álbum, el nuevo, fue concebido para resultar enorme, incluyendo el número de pistas, que en la edición extendida son 31, a lo largo de 122 minutos de duración (una obvia artimaña para multiplicar la métrica de reproducciones). Estaba destinado a ser enorme en el aspecto comercial, pero para que sucediera el truco era presentarlo como un documento íntimo: una colección de relatos de no ficción, a veces sardónicos y a veces conmovedores. El álbum entero está hecho con un solo crédito por canción (productor, instrumentista, coautor), además del de la misma estrella. Como una cinta de bedroom pop (pensemos en Daniel Johnston antes de que lo corrompiera la tentación de los cheques con más de dos ceros), sólo que tratándose del álbum más grande de la historia. Ésa era la premisa.

Entre esas 31 canciones se encontraba la que también se convertiría en la más reproducida en un solo día en la historia de Spotify (40 millones de veces, si tomamos la palabra de la empresa). Se anticipa, no podía esperarse otra cosa, que la versión física también sea la que se venda más rápidamente en la historia y que su próxima gira sea la que recaude más utilidades. La amplitud de la lista de marcas, con relación a este álbum, que conjunten las palabras “el/la más de la historia” es, con toda probabilidad, un récord en sí mismo. La forma en que se despliega mediáticamente es un operativo para reducir ya no la crítica, sino cualquier objeción al ridículo. Sus fans han internalizado el protocolo y se suman al operativo siguiendo reglas que ni siquiera necesitan enunciar: ella es intocable. Sólo puede discutirse su obra con cierto rigor (es un eufemismo que apunta apenas un poco abajo del máximo grado de devoción) al interior del grupo que se ha manifestado como incondicional.

Para su público, su lugar es análogo al de cualquiera de las mayores corporaciones: demasiado grande como para tomar en serio la resistencia, pero también investida de una apariencia vulnerable, que pueda blandirse ante el menor riesgo de legitimidad en la crítica: se trata de trozos de la vida privada de una mujer que ha pasado por más de lo que podemos concebir, desde el otro lado de la cerca que la separa de nosotros, dueños de vidas pequeñas y sin sobresaltos. Hay una cantidad incontable de gestos (algunos demasiado aparatosos como para recibir ese sustantivo) destinados a apuntalar esta coartada, empezando por el título y la profusión de detalles intimistas. Hay una instalación (llamarla así es estirar un poco el término), inaugurada en Los Ángeles, para coincidir con el lanzamiento del álbum, que trata de imponer esta lectura romántica de la poeta solitaria, con recursos que son casi ingenuos para el tamaño del negocio involucrado: una especie de biblioteca particular / habitación propia, ocupada en su interior por máquinas de escribir en las que recién se teclearon algunas de las líneas contenidas en estas canciones. La impresión general es la de estar ante los props usados en el trabajo final de un curso cinematográfico de preparatoria. Aunque aquí se trata de una activación patrocinada por Spotify, la plataforma que entregará la métrica para sustentar su título de la artista (de hecho, la persona) más omnipresente.

Ella no necesita siquiera hacer un gesto para echar a andar los operativos que la defienden. A estas alturas, es una maquinaria automatizada. En 2024 quisiera dar la impresión de que ha estado en el centro de la vida mediática desde siempre (y que no hay alguien en el horizonte capaz de rivalizar con ella). Esta proyección de su dominio, acentuada en su impresión de inevitable por la forma en que colecciona arquetipos (su apariencia física, su estatus como pareja de un campeón de la NFL, su incapacidad de ofender a la conciencia moral más conservadora), la arroja del dominio humano, algo que trata de compensarse con su estilo y parafernalia confesionales. Pero no hay planteamiento que aguante, sin desbordarse, la colección de hechos justa o falsamente atribuidos a ella: heroína en la lucha de lxs autores frente a los buitres empresarios (una lucha que le ha llevado a grabar de nuevo su catálogo), su campeonato como la celebridad que arroja más CO₂ a la atmósfera, el hecho de que una de cada 78 escuchas en línea en Estados Unidos, durante 2024, fueron de canciones suyas y su protagonismo en los índices económicos de cualquier geografía que toca sus giras. Esto último la coloca en un lugar parecido al de las corporaciones que tienen su poder asegurado, sólo por el hecho de que las instituciones gubernamentales están obligadas a ser su red de seguridad: “demasiado grandes para caer”.

Todo esto alimenta la percepción de que es la única persona que se acerca a encarnar lo que Timothy Morton llama un hiperobjeto: algo, una entidad, de cuya existencia no podemos dar cuenta en los términos de descripción, causalidad o delimitación que estamos acostumbrados a usar, porque los rebasa, haciendo imposible para nosotros abarcarlo. Una cosa como el clima (o el desastre climático), Internet o el universo. No hay un camino sencillo para hablar de ella, porque no existe consenso acerca de dónde empezar: la historia de su obra y de su fama es un campo minado de sobreentendidos y datos que son intocables: si se les menciona, se corre el riesgo de la obviedad (cualquier persona medianamente enterada los conoce) o de lo intrascendente (cualquier persona no enterada los encontrará estúpidos). La mayoría de las reseñas sobre este álbum nos lanza inmediatamente a una serie de bifurcaciones: antes de terminar el primer párrafo crítico sobre su obra nos tropezamos con hipervínculos que nos llevan a historias que involucran a Kanye, Ticketmaster, la revista Time, la lista de multimillonarios de Forbes o cinco de sus parejas recientes, efímeras o no tanto, pero invariablemente pertenecientes al circuito de la celebridad. Es un acto de prestidigitación que vuelve imposible ver a la cosa misma. 

Acaso su mayor mérito sea haber logrado este acto de equilibrismo durante más años, más ciclos de lanzamientos de álbumes, que cualquier otra persona en el siglo XXI. Pero no es difícil el ejercicio de imaginar a otra en su sitio (puede ocurrir el año que viene, incluso el siguiente verano). Como fenómeno mediático no destaca por excéntrico, sino por su minuciosa voluntad de lograr la normalidad. Su caso, a partes iguales, fascina por sus dimensiones y aburre por el resto de sus rasgos. Su apariencia de hiperobjeto sólo persiste mientras no se le contemple desde todos los ángulos y se constate que, sí, todo este tiempo fue bidimensional.

(No llegué a hablar de su música. Fue intencional. Muy probablemente no se notó la omisión.)

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