viernes, 17 de febrero de 2017

XVII Bienal de Fotografía

Sergio Rodríguez Blanco revisa la edición reciente de Bienal de Fotografía del Centro de la Imagen, visibilizada por críticas que evidencian la nostalgia por las imágenes que respondían a ciertas tradiciones estéticas, la exposición revela las sendas contemporáneas de la disciplina. 

 

Craig Owens y Benjamin Buchloh actualizaron hace tres décadas las ideas de Walter Benjamin sobre alegoría y montaje para aplicarlas al arte contemporáneo. La alegoría, en el sentido de Owens, se presenta cuando un texto es duplicado por otro, por ejemplo cuando el Viejo Testamento es leído como prefiguración del Nuevo. El autor alegórico no inventa las imágenes sino que las confisca y las ensambla. Es un pepenador-detective. Esta práctica reaparece actualizada en la edición 17 de la Bienal de Fotografía para reconfigurar, además, la añeja tensión entre fotografía, realidad y medios de comunicación (ya sean unidireccionales o sociales). La pregunta que parece reverberar en las salas del Centro de la Imagen es la siguiente: ¿es posible construir una estética de la experiencia a través de la fotografía y sus derivas?

 

La serie Suicidio público, de Gerardo Landa Riojano (Xalapa, 1977), está conformada por fotografías de estaciones de metro vacías donde son visibles los nombres de las paradas de la Ciudad de México, de Zócalo a Insurgentes, acompañadas por una nota de periódico que narra cómo en ese mismo lugar, pero en algún momento de los últimos dos años, una persona decidió suicidarse. Aunque la escena quedó documentada por las cámaras de vigilancia, las imágenes nos presentan el espacio cotidiano exento de acción, como una escena del crimen sin crimen, mientras que la acción se desarrolla en el texto periodístico. La imaginación permite recrear esas escenas del pasado, pero en esta operación el presente de la imagen automáticamente se transforma en ruina.

 

Gerardo Landa Rojano, de la serie Suicidio público. Ciudad de México, 2014-2016.

 

El video RH Reporte, de Jorge Scobell (Chihuahua, 1983), presenta diez minutos asépticos de manos con guantes blancos, rostros con tapabocas y movimientos parsimoniosos que hacen pensar que nos encontramos en un centro de la nasa o en un hospital del futuro, pero en realidad son imágenes reales tomadas en distintos centros de manufactura ubicados en el centro y el norte de México, muchos de ellos inyectados con capitales provenientes de Corea del Sur. Al propio fotógrafo le tocó estar del lado de los que vigilaban cuando fue supervisor de recursos humanos en uno de estos lugares. La pieza, de tono documental, muestra cómo cada movimiento, cada respiración, cada minuto de actividad quedan registradon en un sistema de vigilancia diseñado para administrar los cuerpos de los trabajadores como si fueran los mismos objetos exentos de afectos que se producen aquí. La documentación de la vigilancia, pero desde lugares que tergiversan y dislocan esta práctica, atraviesa también el proyecto Juntas, de Abigaíl Marmolejo (Ciudad de México, 1992). La serie presenta escenas de la rutina diaria donde la fotógrafa aparece, por ejemplo, durmiendo mientras su madre pasa delante de la cámara con una toalla de baño, arreglándose para ir al trabajo. En la cédula descubrimos que esta misma mujer trabaja como personal de vigilancia en una empresa privada donde a veces tiene turnos de 24 horas. Esta aparente intromisión en la vida privada de una familia nos pone a reflexionar sobre los roles de una sociedad en la que todos vigilamos y somos vigilados.

 

Otros trabajos se centran en la obsesión por recuperar la memoria perdida, como el libro de autor A Particular Windy Day, de Pavka Segura (Ciudad de México, 1971), donde se construye una especie de poesía visual de tono alegórico melancólico que alterna fotografías de ruinas de casas demolidas e imágenes recuperadas de acervos de los años cincuenta. La pieza Toda mirada tiene un punto ciego, de Daniela Bojórquez Vértiz (Ciudad de México, 1980), recupera selfies tomadas por los turistas del Museo de la Academia en Florencia, registrados con la escultura del David de Miguel Ángel al fondo. Los dispositivos para capturar fotos y distribuirlas en las redes sociales han sustituido la experiencia en vivo por la acción de registrar y compartir el registro de la vivencia. La estrategia opuesta, pero con fines similares, vertebra la pieza de la centenaria Isolina Peralta (Villa María, Argentina, 1913), que recupera –con ayuda de su bisnieta Luciana– un archivo de imágenes personales que, al ser reveladas hace décadas, aparecieron con “errores” como destellos, veladuras o dedos que impiden ver al sujeto fotografiado, pero que generan una imagen de lo que se registró como un punto ciego del pasado.

 

Mauricio Palos, QUEENS, NUEVA YORK. 16 DE NOVIEMBRE DE 2014, de la serie La familia Hernández de Guerrero y Queens. Estados Unidos-México, 2014.

 

No faltan en la Bienal las obras que revisan, con mayor o menor profundidad, el contexto de violencia en México. El proyecto Fracturamx, de Bruno Bresani (Recife, Brasil, 1973), critica de forma simbólica –y etérea– la problemática geopolítica de la desaparición forzada a través de la estrategia conceptual de documentar la quema de 25 mil cartuchos para recordar esta misma cifra de desaparecidos en México (aunque en realidad el número de desaparecidos es vectorialmente superior). Otras piezas, en cambio, profundizan en casos concretos y buscan cuestionar la retórica oficialista de malos contra buenos que casi siempre acompaña los discursos sobre el narcotráfico. Por ejemplo, Mauricio Palos (San Luis Potosí, 1981) construye con nombre y apellido un relato fotoperiodístico en blanco y negro de la familia Hernández, conformada por migrantes indocumentados que habitan en el barrio neoyorquino de Queens. Los personajes de esta historia real tienen la particularidad de proceder de San Juan Tecoalcingo, el municipio que se hizo famoso a raíz de la desaparición, en 2014, de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Sin embargo, no es otra obra oportunista y vacía sobre el tema. Con impresiones en papel de periódico, Palos recupera la cotidianidad no noticiosa de una familia desplazada por la violencia, pero además sus imágenes apuntan a una realidad que no es o blanca o negra, como las fotografías, sino que tiene grises: cualquiera, incluso ciertas familias que migraron buscando una mejor vida pero tuvieron que regresar, no están libres de caer también en actividades ilícitas.

 



Gladys Serrano, Mario. Sinaloa, 2015-2016.

 
 

Las críticas concretas, con nombre y apellido, de la política a los espectáculos, se encuentran también en otras piezas de la Bienal. Un  ejemplo es la instalación Mario, de la autora Gladys Serrano (Culiacán 1987), que reflexiona sobre la propia representación de la clase política mexicana, explorando la cuenta de Flickr del gobernador panista de Sinaloa, Mario López Valdés, conocido por prohibir los narcocorridos en su estado. Mientras las fotos extraídas de su red social lo representan trabajando incansable con comunidades y grupos necesitados, ciertas frases tomadas de trabajos periodísticos (de medios como Proceso) denuncian sus supuestos vínculos con el narcotráfico. Estas reflexiones sobre la autorrepresentación en la esfera pública a través de los social media se encuentran también en Coqueteando con el espejo!!!, de Jesús Flores (Torreón, 1978). Su “caralibro” está constituido por la apropiación de un conjunto de imágenes y frases tomadas de la cuenta personal de Facebook de la actriz y cantante costarricense Maribel Guardia que, colocadas en ese formato, revelan no tanto en el deseo que pueden generar sus atributos físicos, sino el deseo de la propia artista por construir un manual de poses que en realidad sólo consiste en la repetición de la misma postura y ángulo una y otra vez, pero en distintos lugares y con diferentes prendas.  

 

En éstas y algunas otras obras de la Bienal, la alegoría, combinada con la ironía, desenmascara, o asume, o critica la ensoñación de la sociedad tardomoderna. Quizás el reto de los trabajos, en este intento por crear una estética de la experiencia, sea determinar si es posible activar un aspecto reflexivo que lleve a construir enunciados críticos sobre nuestro presente.

 

Este texto apareció en La Tempestad 119 (febrero de 2016).



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