La La Land es una de las cintas, cada vez más escasas, que reactivan fenómenos hoy desterrados de los grandes complejos cinematográficos; la gente que en plena función recita los diálogos o canturrea las canciones como prueba de que ya ha estado ahí, por ejemplo. Desde los primeros minutos queda claro el motivo del enganche: cómo dejar de sonreír y de llevarse palomitas a la boca mientras decenas de bailarines cantan y pintan de colores una ciudad de sol eterno en la que, sabemos, él (Ryan Gosling) y ella (Emma Stone) se encontrarán tarde o temprano. En la historia del encuentro amoroso entre la encantadora aspirante a actriz y el chico lacónico, apasionado del jazz tradicional, hay demasiada armonía. Un cálculo extremo resalta la belleza imperfecta y el quiebre inocente de sus voces, la sutil torpeza de sus movimientos, a través de una cámara que no ceja en su búsqueda de emplazamientos imposibles, uno más inventivo que el anterior, cortesía del director Damien Chazelle (Guy y Madeline en un banco del parque, 2009; Wiplash: música y obsesión, 2014) y su impresionante sentido del ritmo.
Ella, Mia, trabaja en la cafetería de un gran estudio, donde escucha una y mil veces las anécdotas de la época dorada –las divas del celuloide y los romances de época–, mientras espera su momento como actriz. Él, Sebastian, es un músico enamorado del jazz y sus figuras icónicas; toca el piano en un restaurante aburguesado mientras espera, también, la oportunidad para superarse. La naturalidad con la que los protagonistas se desenvuelven en los escenarios de Los Ángeles, idealizada como “ciudad de los sueños” donde ningún día es un mal día –se trate de la primavera o del invierno–, difícilmente podría ser mayor: orquestador talentoso de actores, Chazelle los induce al tono desenfadado, cuidadosamente planeado, con el que van cayendo en el trance amoroso, complementado por la extraordinaria química entre ambos actores. Por si fuera poco, todo se halla barnizado con un aire vintage que alude al Hollywood de antaño, montado en la estructura del musical clásico, género estadounidense de cepa nacido el mismo día que el cine sonoro y que fue, durante tres décadas, la burbuja ideal para aislarse de los embates del mundo real.
Hace bastante tiempo que no se veía, sin ironía que mediara su representación, tanta luminosidad, tantos atardeceres anaranjados, tantas palmeras en un mismo encuadre. Debe recalcarse la ausencia de ironía: Chazelle se toma muy en serio el tono de La La Land, es decir, respeta los códigos que pacta desde el principio con el espectador. En los cuatro capítulos que estructuran el relato lleva el artificio a niveles tan exuberantes que descolocan: ¿ante qué clase de cinta nos encontramos?, ¿cómo leer su deslumbrante artificialidad? Algunas películas se definen por lo que no llegaron a ser, y éste es el caso. En los minutos finales, el viraje será total: a partir de lo confortable, lo seguro, lo normalizado, Chazelle logra subvertir la historia de amor previsible y, de paso, la concepción de los géneros hollywoodenses como efigies intocables. Como toda película memorable, pone en el centro el cine mismo: lo piensa, lo reta, desactiva sus fórmulas. Así, La La Land no es una cinta atrapada en el pasado, no es en realidad un musical clásico. No es un melodrama sobre la desgraciada juventud, a lo Rebelde sin causa, ni sobre la imposibilidad del amor por motivos trágicos, como Casablanca, aunque los entrañables homenajes que hace a ambas películas no resulten gratuitos. Tampoco es una comedia romántica en la era de Internet.
La La Land no es –de ahí su estatura– el pastiche posmoderno que podría suponerse luego de lo que se ha dicho (que, en los términos planteados por Fredric Jameson en su influyente ensayo sobre el posmodernismo, representaría un “síntoma sofisticado de la liquidación de la historicidad” y supondría “la pérdida de la posibilidad vital de experimentar nuestra historia de un modo activo”). La La Land habla del presente en el presente, por más que algunos de sus modos –y modas– remitan a una época donde podían existir otro tipo de amantes y desenlaces más heroicos, al menos en la pantalla (y justo ahí, en la dimensión cinematográfica, se encuentra el comentario). Mia y Sebastian se debatirán entre la realización de sus sueños profesionales –que hoy tienen como último escalón la conquista de algún mercado, por más que provengan de cierto ideal– y su historia de amor. Una lucha amarga de donde emerge el tema más ferozmente contemporáneo: la imposibilidad de renunciar al egoísmo. Pero ¿habría sobrevivido el amor al abandono de la ambición?
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