«¿Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo?», se preguntaba Charly García en el tema “El show de los muertos” (1974), de su agrupación Sui Generis. Reproduciría la frase en el cuadernillo de Demasiado ego, el álbum que reunió dieciocho temas de su mítico concierto de 1999 en Puerto Madero, Buenos Aires, al que asistieron, según las cifras oficiales, 150 mil personas o, de acuerdo con su ego, 300 mil. Un récord absoluto para la época, en cualquier caso. Si bien las dimensiones del concierto le otorgaban un carácter histórico, similar al de las Bandas Eternas, el concierto de Spinetta en el estadio José Amalfitani celebrado diez años después, el resultado no podía ser más distinto. Primero, por el teatro cruel que García llevaba construyendo por lo menos durante una década alrededor de su propia obra y figura (tan sólo en ese concierto anunció que arrojaría muñecos desde un helicóptero, simulando los tristemente célebres “vuelos de la muerte” de la dictadura argentina; el acto, ante las críticas de las Madres de Plaza de Mayo, terminaría por cancelarse, no sin invitar a las propias madres al escenario mientras interpretaba el tema “Kill My Mother”). Y, segundo, porque Demasiado ego terminaría por ser más que el registro nostálgico de un concierto: las interminables capas de efectos de sonido y grabaciones previas que García agregaría en la posproducción volverían prácticamente anecdótica la presencia del público, salvo en dos o tres ocasiones puntuales. El sonido de la masa se diluía hasta el punto en el que el cantante prescindía por completo de él: el último corte, un cover de “It’s Only Love” de The Beatles, termina con una narración de la fábula del flautista de Hamelin, un sampleo de su tema “Estaba en llamas cuando me acosté” y los breves aplausos de dos o tres personas. Estéticamente, el tratamiento de estudio se asemeja a los collages tenebristas que García comenzó a ensayar a partir de La hija de la lágrima (1994) y, por lo tanto, Demasiado ego incluso podría considerarse un álbum de estudio. Como si la maquinaria Say No More –su frase fetiche a partir de los noventa– deglutiera el rugido de la audiencia y la usara como materia prima de una nueva epifanía.
Es de sobra conocido que esa etapa está marcada por su fuerte adicción a las drogas, por lo que se ha vuelto un lugar común considerar sus discos, a partir de Filosofía barata y zapatos de goma (1990), como un espejo simple del decaimiento de su salud y su lucidez mental. Eso implicaría un enorme arco temporal de 27 años que se extendería hasta hoy, y que superaría un primer período de dieciocho años desde el lanzamiento de Vida (1972), su primer disco publicado con Sui Generis –etapa de verdadero estado de gracia, que incluye álbumes como Clics modernos (1983) o Parte de la religión (1987), además de sus trabajos con Serú Girán y La Máquina de Hacer Pájaros. Pero semejante separación es maniquea y, por lo tanto, artificial. Primero, porque sus álbumes “oscuros”, aunque irregulares, incluyen varios picos compositivos de su carrera; basta con escuchar “Fax U”, “Cuchillos”, “Lo que ves es lo que hay” o “Asesíname” (temas que no tienen, evidentemente, la claridad de sus producciones de los ochenta, pero ¿por qué habrían de tenerla?, ¿por qué alguien podría exigir que sus discos fueran siempre iguales?). Y, segundo, porque en el caos de álbumes como Say No More (1996) o El aguante (1998) se vislumbran no sólo nuevas virtudes musicales de García, sino el espíritu de una época. Son profundamente políticos, por llevar a un extremo no sólo al personaje (el del rockero, siempre bordeando con su caricatura) sino al sonido que lo sustenta. Say No More también deglute la música de la primera etapa de García: la mezcla, la remeda, la superpone, la destruye. «Las dos frases que más recuerdo de esa época son: “Mirá cómo hago mierda este tema” y “Dame un canal más y arreglo todo”», decía Guido Nisenson, su ingeniero de sonido de entonces, explicitando el proceso doble de destrucción por saturación y viceversa. Ante la cantidad de artistas que, en la madurez de sus carreras, parecen iniciar un proceso de autoparodia por las seguridades que les garantiza, García construye, a la inversa, con sus propios elementos, con sus leitmotivs, una operación kamikaze. Volver a sí obsesivamente hasta desfigurarse. Hacer de esa desfiguración un espejo. Rock and roll yo, demasiado ego.
Desde ahí se puede volver a preguntar: «¿Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo?» porque, en verdad, ya no es la misma pregunta y el yo, el que aspira a ser siempre, ya está transformado por sus muertes. Otra puntualización: la pregunta reproducida en el cuadernillo de Demasiado ego estaba acompañada de una fotografía de un Charly crucificado. Esa crucifixión, anunciando el final del siglo, sólo tomaría pleno sentido dieciocho años después, con la publicación del primer sencillo de Random (2017): “La máquina de ser feliz”. Se sabe que el cantante Palito Ortega, viejo exponente del rock and roll argentino más inocuo, además de ferviente católico, fue clave en la rehabilitación de García, por lo que se temía que su regreso estuviera bañado de aguas religiosas. Sobre todo cuando se descubría que esa máquina, como se dice en la canción, sólo la tienen Charly y el Papa Francisco. Y que tiene la forma del pez ichtus, que los primeros cristianos usaban como símbolo secreto. El tema, para mayor inri, es una balada en apariencia inofensiva que, aunque tiene guiños Say No More (sobre todo por esa introducción que mezcla sampleos de voces cinematográficas con pianos chopinianos), se decanta por una ligereza que no se le escuchaba tal vez desde “Chipi chipi”, su hit, a pedido expreso de Columbia Records, de 1994. La publicación del resto del álbum terminaría por desmentir tal temor (temas como “Amigos de Dios” se burlan, precisamente, de los predicadores), pero es interesante retener la idea de un García resucitado tras sufrir una pasión (que parece autoinfligida, pero que en el fondo podemos entender como social; la pasión del suicidado por la sociedad, como diría Artaud), porque implica la existencia de un mensaje. ¿Y qué mensaje otorga Random? ¿Cómo es la obra de alguien a quien ya se daba por retirado, sobre todo después de la problemática publicación de Kill Gil (2010); del que sólo se hacían miradas retrospectivas y cuya nueva música, por tanto, aparece casi como un milagro? ¿Y cómo se relaciona con las etapas antes propuestas? ¿Qué ha sido de la maquinaria Say No More? Felizmente, Charly García continúa su proceso de transformación. No se ha serenado, no se ha higienizado, tan sólo es una criatura nueva. La amalgama de funk, rock, folk y pop que popularizara en los ochenta, y que entraría en un túnel caótico durante las siguientes dos décadas, aparece bajo un nuevo rostro –revitalizado pero con las heridas expuestas– y entrega dos o tres nuevos clásicos a su ya larga lista: “Rivalidad”, “Lluvia” o “Primavera”, donde canta la frase clave para redondear este recorrido: «Siempre estaré pronto a renacer». Y say no more.
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