viernes, 28 de junio de 2024

‘El cuaderno perdido’ de Evan Dara

Hasta la fecha la editorial española Pálido Fuego ha publicado tres de las cuatro novelas del estadounidense Evan Dara (sin año de nacimiento conocido) –El cuaderno perdido (1995), La cadena fácil (2008) y Huir (2013)–, además de su única obra de teatro –Biografía provisional de Mose Eakins (2018). Permanent Earthquake (2021), su narración más reciente, será publicada por este sello en un futuro cercano.

Escritor más elusivo que Thomas Pynchon, de quien podríamos considerarlo, en parte, heredero, su experimentación formal es más arriesgada que la del autor de Mason y Dixon: Evan Dara es una especie de Jandek de la literatura. No se conoce ninguna fotografía suya, y lo más probable es que su nombre sea un seudónimo. Tampoco hay certeza sobre su género.

Se sabe, por la reseña de La cadena fácil de Tom LeClair, el crítico que acuñó el término “novela sistema” para definir la narrativa de autores como Don DeLillo o el propio Pynchon, lo siguiente: “el o la autora no revela nada más allá del seudónimo excepto que él o ella vive en París”. Es algo sorprendente en un siglo consagrado al culto de la imagen autoral, donde incluso Pynchon y sus agentes han sabido jugar con su caricatura de recluso. Dara le niega incluso eso a su posible público, y a cambio entrega únicamente literatura, acaso intentando que con su obra se cumpla por fin la “muerte del autor”.

Discontinuidades y superposiciones

El cuaderno perdido (publicada en español en 2015), primera novela de Evan Dara, ganó un concurso de novela, convocado por la editorial Fiction Collective 2, en el que William T. Vollmann fue parte del jurado. Desde su publicación se ha especulado libremente sobre la posibilidad de que Dara sea el novelista Richard Powers, con quien comparte ciertas preocupaciones temáticas, principalmente ligadas a la ecología y el uso de las nuevas tecnologías. No obstante, la prosa de Dara pertenece más bien al ámbito vanguardista, con exigencias estéticas y formales que no son constantes en Powers. La novela, pese al entusiasmo crítico que despertó, no se ha vuelto aún un referente como las obras con las que se le emparienta, principalmente La broma infinita.

El cuaderno perdido es una obra de discontinuidades y superposiciones, de señales interrumpidas. Quizá su imagen central sea un radio portátil (estamos hablando de una novela de los noventa) que está cambiando de frecuencia constantemente, o que incluso es invadido por emisiones piratas (“¿Qué está haciendo él dentro de mis auriculares?…y no pierdas tiempo en pulsar los botones…de Pausa ni de Stop…ni siquiera de Eject…porque yo seguiré aquí…”) que cuentan una multitud imparable de historias.

Preocupada por la elección de Reagan, al notar que el absentismo determinó una elección que podría haber tenido resultados distintos, una mujer emprende una campaña personal de encuestas a vecinos para entender por qué no votaron; es víctima de un arresto ciudadano por parte de uno de sus encuestados. Un hombre prepara un video en el que pretende superponer múltiples imágenes de la misma luciérnaga, para ayudar con un truco publicitario a una tienda local de electrónicos. Un hombre diserta sobre la obra de Harry Partch y se indigna de que no cuente con una entrada en cierta enciclopedia musical. Una mujer rememora al académico entusiasta de la obra de Lewis Mumford del que se enamoró. Un hombre recuerda el día en que sufrió un incidente violento en una gasolinería. Un hombre se pierde en el bosque y se encuentra con otro hombre de aspecto extraño que dice haber encontrado unas setas con la cara de John Cage. Alguien recuerda haber acompañado a Noam Chomsky a una entrevista fallida en un programa de la CBS llamado Face the Nation. Alguien recuerda el juicio a una tabacalera y reproduce la defensa cínica de los abogados de la compañía.

Relatos comunitarios

Lo que amalgama estas historias es que son narradas por personas de una misma comunidad, aunque no se conozcan entre ellas. Evan Dara opone, y El cuaderno perdido no es la única novela en la que lo hace, la singularidad de las vidas privadas al credo neoliberal según el cual todos somos sustituibles o intercambiables. Paradójicamente, busca también que el lector confunda los personajes, que no sepa en dónde termina una historia y comienza otra, insistiendo en un ethos múltiple, comunitario.

Al hablar sobre Rashōmon, uno de ellos comenta lo siguiente: “cuando terminó, por algún motivo, lloré; recuerdo que no quería que la película acabase, que no se resolviera de ninguna forma; yo quería que la película simplemente continuara, que continuara elaborando más versiones de su historia, que continuara produciendo más personajes para que así estos pudieran añadir sus opiniones sobre el relato”.

La novela establece de manera oblicua sus intenciones formales en historias que abordan temas tan arcanos como la obsesión por las variaciones del Beethoven tardío, las políticas de salud pública, la manera en la que las danzas húngaras que Bartók transcribió fueron mutiladas para poder ser adaptadas a la notación tradicional occidental, la percepción mediática de candidatos presidenciales o las consecuencias nefastas de la publicidad. El cuaderno perdido es tal vez precursora de la manera discontinua en la que las redes sociales aglomeran relatos banales, información histórica, relatos personales, reflexiones estéticas hechas por amateurs o iniciados, quejas políticas y ambientales.

El mecanismo del diálogo

Como ocurre en la mayoría de las novelas de William Gaddis, autor con el que se le ha comparado pero de cuya influencia reniega, el principal motor de las tres primeras novelas de Evan Dara es el diálogo, aunque en cada una lo utiliza de una manera distinta. El cuaderno perdido es un coro caótico, donde la siguiente línea de diálogo puede o no estar respondiendo a la anterior. En esta primera novela prima cierta oralidad desenfrenada, los párrafos son largos y casi todos, aunque estén puntuados por guiones, son principalmente monólogos, como si fuera un programa de entrevistas. Uno piensa en el programa que David Bell, el protagonista de Americana, la primera novela de Don DeLillo, crea para la televisora en la que trabaja y cuyos episodios consisten únicamente en una persona contando su historia a la cámara, sin recurrir a ningún efecto.

Por su parte, en La cadena fácil, Dara usa el diálogo para crear su propia versión de un coro griego. Como El cuaderno perdido, es un relato multitudinario, colectivo, con la gran diferencia de que esta segunda novela tiene un personaje central, Lincoln Selwyn, descendiente de británicos que pasa su infancia y juventud en Holanda hasta que, por accidente, descubre a Allan Bloom y comienza a obsesionarse con la obra de éste y con el Comité sobre Pensamiento Social de la Universidad de Chicago (“leyó a Bloom de cabo a rabo y luego leyó sobre Bloom y Ravelstein y se interesó por la universidad de Chicago. Así de sencillo. Le cautivó la mística. En especial, dijo, el Comité”).

Selwyn se muda a Chicago para estudiar humanidades en la universidad, y su carisma extremo comienza a ganarle amistades y contactos. Posteriormente descubre la poca relación que existe entre el plan de estudios y la vida universitaria, por no hablar del mundo “real”, y tras un invierno arduo emerge como socialité que va escalando poco a poco los estratos sociales de su ciudad adoptiva. Luego desaparece, y gran parte de la novela consiste en personajes que disertan sobre su desaparición o hacen intentos por encontrarlo. Esta es a grandes rasgos la trama de La cadena fácil. La novela incorpora largos pasajes en blanco (originalmente cuarenta páginas, reducidas a once en la edición española de 2019) y secciones de poesía rítmica repetitiva inspirada, según su traductor, por Max Richter y Philip Glass.

La batalla del lenguaje

El último cuarto de El cuaderno perdido es el relato de la batalla entre los habitantes de Isaura (presumiblemente el pueblo –ficticio– de Misuri en el que ocurre el resto de las historias) y la compañía de químicos Ozark, cuyos bajos estándares de seguridad han provocado la liberación de agentes tóxicos con consecuencias terribles para la salud. La empresa busca chantajear ideológicamente a los pobladores de Isaura, insistiendo en que el flujo económico que genera es de vital importancia para la localidad. Gran parte de los habitantes apoyan a la compañía al inicio de las negociaciones, temerosos de que el cierre de la planta dañe económicamente a la comunidad.

Esta preocupación encuentra un eco en la premisa de Huir, tercera novela de Evan Dara, en la que el cierre de la universidad local, como consecuencia de la recesión económica de 2008, es el inicio del declive del municipio de Anderburg, en Vermont. Viñetas constituidas casi exclusivamente por diálogos construyen un relato colectivo que muestra la manera en la que diversos negocios comienzan a decaer o a cerrar, y las consecuencias emocionales en los habitantes. La novela hace ver, también, el silencio cómplice del Estado, que oculta durante meses el eventual cierre de la universidad. Entre los personajes surgen Rick y Carol, una pareja que inicialmente lucha contra la indeterminación económica y termina cayendo en esquemas cercanos a la estafa, ya sea persuadiendo a diversos habitantes de adaptar paneles solares a sus casas y negocios o con la creación de una agencia de empleo.

Evan Dara contrasta el cinismo del lenguaje empresarial con la vida cotidiana de las personas, muestra la imposibilidad de casar las ideologías imperantes con el mundo real. Los empresarios y los funcionarios gubernamentales crean estrategias para engañar a la población y someterla, y algunos de los mejores pasajes de estas novelas consisten en parodias del tipo de argumentos y construcciones ficticias que abogados y científicos a sueldo utilizan para defender los intereses de las empresas. Dara cree aún en la vanguardia como una alternativa que, si bien está objetivamente circunscrita al capitalismo, puede funcionar subjetivamente como una afrenta y un escape.

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