miércoles, 19 de junio de 2024

Pasado continuo: el cine de Jocelyne Saab y Heiny Srour

Aunque el escritor vietnamita Viet Thanh Nguyen no peleó nunca en ninguna batalla, sus señas de identidad lo asocian, de inmediato y en cualquier entorno, con la guerra o el colonialismo como ADN. Suya es una cita reciente que, popularizada por su pulcritud y dramatismo –“Las guerras se libran siempre dos veces, primero en el campo de batalla, después en la memoria”–, tiene la cualidad aforística de aquella consigna marxista sobre la historia que sucede como tragedia y luego como farsa. Con el largo y cruel devenir del mundo árabe durante el siglo XX pasa algo similar: la historia sucede primero como tragedia y, después, como registro audiovisual susceptible de ser manipulado.

Quizá la principal distancia entre ambas frases sea que en el siglo de Marx el texto escrito era el único dispositivo para (re)producir la memoria histórica; Nguyen escribe desde un presente en el que las guerras suceden primero como exterminio puesto en cámara –con encuadre, plano, sonido, montaje– y después como reproducción técnica: de forma benjaminiana las imágenes de las guerras libanesas, palestinas, yemeníes, saharauis, iraquíes o afganas evocan menos un pasado remoto que un presente continuo, horror que no cesa, Guernica en movimiento.

En el presente eterno de la imagen cinematográfica las guerras o los exterminios del siglo pasado que sucedieron frente a las cámaras han, entonces, sucedido tres veces: en el campo de batalla, en la memoria y, finalmente, en la pantalla ad infinitum. Esta dualidad entre pasado y presente de la imagen documental es una condición aun insuficientemente explorada pese a los notables esfuerzos de Tzvetan Todorov o Marc Ferro por desenmarañarla. Llegamos, si acaso, a intuir que Walter Benjamin apenas calculó la hondura de un pozo que no hemos terminado de bajar.

Jocelyne Saab

Fotograma de Beirut, mi ciudad (1982), de Jocelyne Saab

La historia fílmica de Oriente Medio es uno de los casos históricamente más desafiantes para quien busque desatar ese nudo gordiano. Tan solo las tres cinematografías que colindan geográfica y, por ende, históricamente con la israelí desde 1948, las de Líbano, Jordania y Palestina, plantean preguntas urgentes sobre el rol que puede jugar la imagen cinematográfica en las luchas de liberación nacional, en la formación de identidades colectivas o la preservación de registros –lingüísticos, arquitectónicos, comunitarios– destruidos por las guerras. Es conocida la frase de Jean-Luc Godard sobre la gran similitud entre empuñar un arma y una cámara de cine, en tanto ambas imposibilitan la neutralidad de quienes están a ambos lados del cañón o de la lente –en inglés comparten incluso el verbo: to shoot–; quien se sumerge en la historia de las cinematografías árabes encontrará ahí la praxis más cruda de ese postulado.

Jocelyne Saab (Beirut, 1948 – París, 2019) y Heiny Srour (Beirut, 1945) pertenecen a una generación de cineastas libanesas y árabes nacidas en la posguerra europea, en el momento preciso en que sus longevos ocupantes (protectorados británicos, ocupación otomana, colonias francesas) se fragmentaron e iniciaron la retirada, al tiempo que el establecimiento del Estado israelí alteró para siempre la dinámica geopolítica, social y étnica de la región. La madurez de ambas cineastas –biográfica pero ante todo política y artística– llegó tras la Guerra de los Seis Días de 1967, los conflictos petroleros de los años setenta (cuando Srour filmó la indispensable La hora de la liberación ha llegado, 1974) y, sobre todo, con la escalada que desembocó en la guerra libanesa de 1982, año en que Saab completó su magna Trilogía de Beirut (1976-1982) y Srour comenzó la producción de Leila y los lobos (1984).

En un notable texto sobre la Trilogía de Beirut, Karina Solórzano describe la conmovedora habilidad de Jocelyne Saab para moldear una suerte de poética de la emergencia: “el cine de Saab es una síntesis entre lo que obedece a una acción inmediata –como la recopilación de distintos testimonios– y una planeación en el montaje […] la ‘forma que piensa’, como la llamó Jean Luc Godard y que, siguiendo la tradición francesa, es como el cine de Chris Marker un modelo profundamente poético y político”. En efecto, la tradición de Marker late en las decisiones formales de Saab, que es también el linaje de Agnès Varda (Salut les Cubains!, 1963) o Chantal Akerman (Del Este, 1993; Lá-Bas, 2006), quienes después todo incurrían en cierto turismo militante mientras Saab y Srour enuncian desde un nosotras que les pertenece por nacimiento y destino. De esta manera, la decisión de Saab de utilizar el francés (la lengua del ocupante colonial en el Líbano anterior a las guerras mundiales) como puente de comunicación con la audiencia es sutil y significativa: la cineasta nos habla en francés, mientras el mundo que retrata lo hace en árabe, una dualidad tensa en el Beirut que alguna vez fue llamado el París de Oriente Medio.

Fotograma de Lelia y los lobos (1984), de Heiny Srour

“Saludaré otra vez / a mi madre / que vive en el espejo / y se parece a mi vejez”, escribió la iraní Forugh Farrokhzad, realizadora también de la seminal La casa es negra (1963), en una estrofa del poema farsi “Saludaré otra vez al sol”, que presta título a la retrospectiva programada en el 14º Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM). Esa imagen exacta –la mujer en el espejo, la madre, la presencia constante del pasado personal y colectivo– aparece al inicio y final de Leila y los lobos (1984), el primer largometraje dirigido por Heiny Srour tras la guerra libanesa, la invasión israelí y la destrucción de la ciudad evocada por Saab en su trilogía.

En Leila y los lobos las imágenes-símbolo, lo onírico y lo documental forman un mismo tejido cuyo patrón son las comunidades de mujeres libanesas como columna que sostiene a una sociedad resquebrajada, ocupada y cercenada. La protagonista, Leila (Nabila Zeitouni), fotógrafa feminista y sobreviviente de la Beirut invadida, revive su experiencia como mujer libanesa desde el exilio en Londres, donde, cabe mencionar, encuentra otras formas patriarcales, como el mercado del arte. En sus recuerdos la resiliencia toma siempre la forma de grupos de mujeres que (se) construyen en círculo frente a un Líbano arrasado por la guerra en el que los hombres parecen no existir. Ellas son administradoras, combatientes, reclutas, cocineras, amigas, viudas, clandestinas, amas de casa, militantes.

La ficción de raíz documental que plantea Leila y los lobos se corresponde como díptico de espejos con el invaluable documental La hora de la liberación ha llegado (Saat el Tahrir Dakkat, 1974), crónica de la resistencia contra la ocupación en el Omán de inicios de los setenta, cuando la península arábiga hervía por los conflictos derivados del control sobre el petróleo. En la cinta de Srour, filmada en 16mm y estrenada en Cannes –siendo la primera película libanesa y la primera cineasta árabe en el festival francés–, las mujeres combatientes ocupan el centro de la pantalla y la vanguardia ideológica del movimiento retratado.

El cine de Jocelyne Saab y el de Heiny Srour comparten decisiones de lenguaje profundamente éticas, por ejemplo que el valor testimonial de la voz en primera persona de las directoras nunca estorba ni anula el verdadero centro discursivo del relato: la voz de quienes testifican su experiencia, en su mayoría mujeres. En el entramado de voces hay una horizontalidad sutil que no pretende dar voz a nadie, sino tejer un coro en donde cada persona que nos habla desde la pantalla adquiere de inmediato dignidad y peso individual.

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