martes, 5 de agosto de 2025

Radio muerte

Abro el libro. Entran las chicas muertas, sórdidas, socarronas. Descaradas. Sobre todo descaradas. Y lo digo también de forma literal, porque ya no tienen rostro. Porque sus rostros, horadados por gusanos, son irreconocibles. Con voces de ultratumba, vestidas de venganza, sucias de sexo y muerte, nos increpan: 

Te diremos

qué es un cadáver.

Es una chica

con los zapatos

al revés.

Una chica con híper

movilidad articular.

Han perdido sus voces individuales, sus historias se han desdibujado, fusionándose. Si bien se intuye que detrás de cada uno de los poemas numerados del 1 al 35 subyace la historia particular de un feminicidio, los sucesos lineales e históricos se han desgastado hasta desaparecer. Sólo quedan los fragmentos de sus muertes, similares a sus cuerpos que se nombran por partes: “Tú afirmas que cada chica numerada / invoca su cavidad llena de porquería”. 35 poemas, 35 muertes, 35 cavidades llenas de porquería, 35 fosas.

Nos visitan desde el purgatorio de la palabra. De sus bocas salen a veces voces prestadas, desde Emily Dickinson hasta Joni Mitchell. La presencia de Mitchell es enigmática: esa voz suya que saca punta a la alegría hasta volverla un arma, que no conoce otra plenitud que la de la nostalgia, pareciera habitar un universo aparte del de las chicas muertas de Pafunda, su furor insolente, su rabia que las ata al presente. La referencia a Dickinson, en cambio, vuelve patente la influencia tiene esta poeta en el peculiar paisaje semántico de Pafunda. Al igual que Dickinson, Pafunda apuesta por la parquedad, por lo discontinuo, por lo breve. Emily Dickinson meets Pedro Páramo, pensé al acercarme a sus páginas. 

Para conjurar estas voces, en Las chicas muertas hablan al unísono (2017) Danielle Pafunda afila los recursos sintéticos del inglés hasta hacernos sangrar. Vaya desafío, el de traducir este libro. Pero Cristina Rivera Garza logra trasladar a nuestra lengua esos siniestros juegos del lenguaje, estas canciones de cuna y de cuneta, los cantos podridos de estas chicas sin lengua. 

Danielle Pafunda

Nos hablan en voz bien alta, como si a fuerza de gritos pudieran corregir la interferencia de una línea defectuosa. No usan sus voces para incorporarse. No usan sus voces para curarse. No quieren salir a superficie sino hundirnos con ellas: 

En los márgenes dolorosos

de tu relación fallida

está tu pesadumbre

y tu llave inglesa.

¿Pero sabes qué falta?

Por supuesto que lo sabes.

Nos faltas tú.

Pafunda le da la vuelta a uno de los grandes tropos literarios de los últimos siglos y lo apunta directamente hacia nosotros: la idealización de la mujer muerta como objeto de deseo. Un clásico del Romanticismo (el que tiene erre mayúscula, pero podríamos argumentar que el otro también) que sigue vigente en la literatura, las series y la cultura pop contemporáneas. Nadie lo enunció con tanto cinismo como el caradura de Edgar Allan Poe: “La muerte de una mujer hermosa es, sin lugar a dudas, el tema más poético del mundo”. Este tropo lleva hasta sus últimas, purulentas consecuencias una típica fantasía masculina: la de una mujer hermosa pero inocua, cuya absoluta pasividad no representa ningún tipo de amenaza para el hombre y su siempre endeble masculinidad. La humanidad de la mujer, ese complejo ensamblaje de cumpleaños y cicatrices, horas perdidas y huellas dactilares, ha sido reducida a lo único que realmente la importa al deseante: un cuerpo. Un cadáver, en este caso, pero qué más da. Se ha vuelto un ser a la disposición del deseo ajeno. Controlable por completo. Vuelta poco más que un paisaje abierto para ser recorrido y saqueado. Despojada de toda subjetividad, la mujer se vuelve tropo y topos, se vuelve lugar. Lugar común. La literatura, esa fosa común. 

En este libro abundan las mujeres muertas, pero el enfoque es otro. Quien mira no es el hombre deseante, que sostiene la pluma o el pincel o el arma. Quien mira es la hueste de mujeres muertas. Asesinadas. Estos poemas dislocan el tropo de la mujer hermosa y muerta porque, al intercambiar el enunciante, hacen lo mismo con el interlocutor. Porque las chicas muertas no hablan al azar, le hablan a alguien. Una segunda persona insiste en sus poemas: ¿A quién le hablan? ¿A otra mujer que se unirá a ellas bajo tierra? ¿A la autora? Casi siempre, me parece, casi siempre le hablan al asesino. En segunda persona. Nos hablan a nosotros, obligándonos a ocupar el sitio ahora incómodo no de un humano arrobado por la nobleza del deseo, sino de un criminal que merece persecución y escarnio. La mujer hermosa, intocada y empalagosamente pura de las narrativas tradicionales recupera aquí la primera persona y hace con ella lo que quiere. Nos coloca al centro de su historia y nos obliga a mirarnos a nosotros mismos desde el reino de la podredumbre. ¿Qué somos? Carne en vela, huesos rotos, violencia que ocurrió o está a punto de ocurrir. 

Danielle Pafunda

La escritora estadounidense Danielle Pafunda. Cortesía de Saturnalia Books

Las muertas de este libro son, incuestionablemente, indóciles. En el segundo capítulo de Los muertos indóciles (2013), Rivera Garza analiza un ensayo de Jean Genet en el que se afirma que una obra de arte verdadera está necesariamente dirigida a los muertos. “Cuenta Genet que en una de sus visitas al taller de Giacometti, el escultor le comentó de su deseo de modelar una estatua sólo para tener el gusto o el privilegio de enterrarla”. Una obra de arte debe de ser para los muertos, nos dice Genet; sólo así, reflexiona Rivera Garza, es posible extraerla de los circuitos de la mercancía. Y añado a este coro variopinto a Derrida, quien afirma que hay que “aprender a vivir aprendiendo no cómo conversar con el fantasma sino cómo hablar con él, con ella, cómo dejarles hablar y cómo regresarles el habla […]: ellos siempre están ahí, los espectros, incluso si no existen, incluso si ya no son, incluso si todavía no han llegado a ser”.

Yo no creo en los fantasmas, pero me queda claro que hablan en conjunto. Desde la comunidad de los olvidados, de los que no tienen rostro. Las muertas de este libro hablan a coro. A coro, específicamente, griego. La referencia es clara. Por si no fuera suficiente la primera persona del plural, tenemos también los títulos. Además de los poemas numerados, hay un coro, varios fragmentos, un himno, una canción de cuna y una fábula. El fragmento (quizá la forma más típica, aunque no intencional, de la literatura clásica), el coro y también los himnos nos obligan a pesar en las tragedias clásicas (pues el origen del coro y de la tragedia misma estriba, si le creemos a Aristóteles, en los ditirambos, himnos escritos en honor a Dionisio). Paul Woodruff denomina al coro “el líder del duelo”, porque suele condolerse con los protagonistas de las tragedias. Y las chicas muertas hacen eso: se conduelen las unas por las otras, realizan los rituales de un luto sin rostro y por momentos, por las grietas de sus voces brutales, florece una fragilidad devastadora, malsana: 

Estamos tan abatidas. 

No nos dejaron nada

más que la compasión que tenemos

las unas por las otras. 

O:

Es el feliz día de la muerte.

Es el día en que

cada cosa muerta

se convierte en niña.

La mayoría de nosotras fuimos niñas

en vida, pero todas

somos niñas muertas.

Sin embargo, las chicas muertas parecen tener mucho más que ver con el coro vengativo y rabioso de las Erinias que dirige la acción de las Euménides, la tercera parte de la Orestíada de Esquilo. Al igual que estas temidas deidades, las chicas muertas buscan venganza. La rabia las mantiene no vivas, pero menos muertas. “Tienes que expiar tu crimen”, dicen las Euménides, “he de beber en tu cuerpo vivo el rojo y horrible licor; y después de haberte agotado, te arrastraré bajo tierra, para que recibas castigo”. En el mismo tenor hablan las chicas muertas de Pafunda:  

Te vamos a atrapar.

Y en tu domicilio

plantaremos nuestros ganchos

y en tus ojos

engancharemos nuestros picos.

O:

Estamos cosiendo

todos tus caros errores.

Estamos cosiendo

la cara de tu madre.

Te vamos a confeccionar una nueva.

Nos va a llevar tiempo.

La violencia de sus muertes las ha dejado suspendidas, no termina nunca, nunca deja de suceder: “Frente a la casa del lago / alguien se ha ahogado / y se ha vuelto a ahogar”. Lo terrible no ceja. El horror de este libro (pues sin duda puede ser leído como un libro de horror) reside en que estas violencias germinan del discurso ubicuo y en apariencia inofensivo del amor romántico. Danielle Pafunda desenvaina una ironía terrible en este libro, devela el costado purulento de esos discursos que tanta fuerza gravitacional ejercen sobre nuestra cultura. 

Nuestras lenguas se hincharon 

y tu besaste 

nuestros dedos tiesos. 

Todo fue muy enternecedor.

El cuerpo de la víctima no se salva del acoso del deseo ni siquiera en ruta plena putrefacción.

En tanto lo atraviesa la conciencia aguda de las violencias que engendra el amor romántico –“el espectáculo sospechoso de la carne”, como dice su autora–, Las chicas muertas hablan al unísono se puede leer en conversación con Andamos perras, andamos diablas y con El invencible verano de Liliana, que murió y sigue muriendo desde hace 35 años y cuyo asesino sigue libre. Desde Las chicas muertas hablan al unísono nos habla también la voz de Liliana, entre tantas otras, líderes del duelo, líderes de la rabia. Escribir también es aprender a escucharlas a ellas. Traducir y leer es aprender a escuchar esta rabia, a difundirla, a no permitir que caiga en el olvido. La lectura, la escritura y la traducción: tres formas de la escucha, alzadas contra el olvido asesino, contra el olvido que revictimiza a las víctimas, que las mata dos veces. 

Danielle Pafunda, Las chicas muertas hablan al unísono, traducción del inglés de Cristina Rivera Garza, Dharma Books, México, 2025

Este texto fue leído en la presentación del libro en El Colegio Nacional, Ciudad de México, 16 de julio de 2025

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Radio muerte

Abro el libro. Entran las chicas muertas, sórdidas, socarronas. Descaradas. Sobre todo descaradas. Y lo digo también de forma literal, porque ya no tienen rostro. Porque sus rostros, horadados por gusanos, son irreconocibles. Con voces de ultratumba, vestidas de venganza, sucias de sexo y muerte, nos increpan: 

Te diremos

qué es un cadáver.

Es una chica

con los zapatos

al revés.

Una chica con híper

movilidad articular.

Han perdido sus voces individuales, sus historias se han desdibujado, fusionándose. Si bien se intuye que detrás de cada uno de los poemas numerados del 1 al 35 subyace la historia particular de un feminicidio, los sucesos lineales e históricos se han desgastado hasta desaparecer. Sólo quedan los fragmentos de sus muertes, similares a sus cuerpos que se nombran por partes: “Tú afirmas que cada chica numerada / invoca su cavidad llena de porquería”. 35 poemas, 35 muertes, 35 cavidades llenas de porquería, 35 fosas.

Nos visitan desde el purgatorio de la palabra. De sus bocas salen a veces voces prestadas, desde Emily Dickinson hasta Joni Mitchell. La presencia de Mitchell es enigmática: esa voz suya que saca punta a la alegría hasta volverla un arma, que no conoce otra plenitud que la de la nostalgia, pareciera habitar un universo aparte del de las chicas muertas de Pafunda, su furor insolente, su rabia que las ata al presente. La referencia a Dickinson, en cambio, vuelve patente la influencia tiene esta poeta en el peculiar paisaje semántico de Pafunda. Al igual que Dickinson, Pafunda apuesta por la parquedad, por lo discontinuo, por lo breve. Emily Dickinson meets Pedro Páramo, pensé al acercarme a sus páginas. 

Para conjurar estas voces, en Las chicas muertas hablan al unísono (2017) Danielle Pafunda afila los recursos sintéticos del inglés hasta hacernos sangrar. Vaya desafío, el de traducir este libro. Pero Cristina Rivera Garza logra trasladar a nuestra lengua esos siniestros juegos del lenguaje, estas canciones de cuna y de cuneta, los cantos podridos de estas chicas sin lengua. 

Danielle Pafunda

Nos hablan en voz bien alta, como si a fuerza de gritos pudieran corregir la interferencia de una línea defectuosa. No usan sus voces para incorporarse. No usan sus voces para curarse. No quieren salir a superficie sino hundirnos con ellas: 

En los márgenes dolorosos

de tu relación fallida

está tu pesadumbre

y tu llave inglesa.

¿Pero sabes qué falta?

Por supuesto que lo sabes.

Nos faltas tú.

Pafunda le da la vuelta a uno de los grandes tropos literarios de los últimos siglos y lo apunta directamente hacia nosotros: la idealización de la mujer muerta como objeto de deseo. Un clásico del Romanticismo (el que tiene erre mayúscula, pero podríamos argumentar que el otro también) que sigue vigente en la literatura, las series y la cultura pop contemporáneas. Nadie lo enunció con tanto cinismo como el caradura de Edgar Allan Poe: “La muerte de una mujer hermosa es, sin lugar a dudas, el tema más poético del mundo”. Este tropo lleva hasta sus últimas, purulentas consecuencias una típica fantasía masculina: la de una mujer hermosa pero inocua, cuya absoluta pasividad no representa ningún tipo de amenaza para el hombre y su siempre endeble masculinidad. La humanidad de la mujer, ese complejo ensamblaje de cumpleaños y cicatrices, horas perdidas y huellas dactilares, ha sido reducida a lo único que realmente la importa al deseante: un cuerpo. Un cadáver, en este caso, pero qué más da. Se ha vuelto un ser a la disposición del deseo ajeno. Controlable por completo. Vuelta poco más que un paisaje abierto para ser recorrido y saqueado. Despojada de toda subjetividad, la mujer se vuelve tropo y topos, se vuelve lugar. Lugar común. La literatura, esa fosa común. 

En este libro abundan las mujeres muertas, pero el enfoque es otro. Quien mira no es el hombre deseante, que sostiene la pluma o el pincel o el arma. Quien mira es la hueste de mujeres muertas. Asesinadas. Estos poemas dislocan el tropo de la mujer hermosa y muerta porque, al intercambiar el enunciante, hacen lo mismo con el interlocutor. Porque las chicas muertas no hablan al azar, le hablan a alguien. Una segunda persona insiste en sus poemas: ¿A quién le hablan? ¿A otra mujer que se unirá a ellas bajo tierra? ¿A la autora? Casi siempre, me parece, casi siempre le hablan al asesino. En segunda persona. Nos hablan a nosotros, obligándonos a ocupar el sitio ahora incómodo no de un humano arrobado por la nobleza del deseo, sino de un criminal que merece persecución y escarnio. La mujer hermosa, intocada y empalagosamente pura de las narrativas tradicionales recupera aquí la primera persona y hace con ella lo que quiere. Nos coloca al centro de su historia y nos obliga a mirarnos a nosotros mismos desde el reino de la podredumbre. ¿Qué somos? Carne en vela, huesos rotos, violencia que ocurrió o está a punto de ocurrir. 

Danielle Pafunda

La escritora estadounidense Danielle Pafunda. Cortesía de Saturnalia Books

Las muertas de este libro son, incuestionablemente, indóciles. En el segundo capítulo de Los muertos indóciles (2013), Rivera Garza analiza un ensayo de Jean Genet en el que se afirma que una obra de arte verdadera está necesariamente dirigida a los muertos. “Cuenta Genet que en una de sus visitas al taller de Giacometti, el escultor le comentó de su deseo de modelar una estatua sólo para tener el gusto o el privilegio de enterrarla”. Una obra de arte debe de ser para los muertos, nos dice Genet; sólo así, reflexiona Rivera Garza, es posible extraerla de los circuitos de la mercancía. Y añado a este coro variopinto a Derrida, quien afirma que hay que “aprender a vivir aprendiendo no cómo conversar con el fantasma sino cómo hablar con él, con ella, cómo dejarles hablar y cómo regresarles el habla […]: ellos siempre están ahí, los espectros, incluso si no existen, incluso si ya no son, incluso si todavía no han llegado a ser”.

Yo no creo en los fantasmas, pero me queda claro que hablan en conjunto. Desde la comunidad de los olvidados, de los que no tienen rostro. Las muertas de este libro hablan a coro. A coro, específicamente, griego. La referencia es clara. Por si no fuera suficiente la primera persona del plural, tenemos también los títulos. Además de los poemas numerados, hay un coro, varios fragmentos, un himno, una canción de cuna y una fábula. El fragmento (quizá la forma más típica, aunque no intencional, de la literatura clásica), el coro y también los himnos nos obligan a pesar en las tragedias clásicas (pues el origen del coro y de la tragedia misma estriba, si le creemos a Aristóteles, en los ditirambos, himnos escritos en honor a Dionisio). Paul Woodruff denomina al coro “el líder del duelo”, porque suele condolerse con los protagonistas de las tragedias. Y las chicas muertas hacen eso: se conduelen las unas por las otras, realizan los rituales de un luto sin rostro y por momentos, por las grietas de sus voces brutales, florece una fragilidad devastadora, malsana: 

Estamos tan abatidas. 

No nos dejaron nada

más que la compasión que tenemos

las unas por las otras. 

O:

Es el feliz día de la muerte.

Es el día en que

cada cosa muerta

se convierte en niña.

La mayoría de nosotras fuimos niñas

en vida, pero todas

somos niñas muertas.

Sin embargo, las chicas muertas parecen tener mucho más que ver con el coro vengativo y rabioso de las Erinias que dirige la acción de las Euménides, la tercera parte de la Orestíada de Esquilo. Al igual que estas temidas deidades, las chicas muertas buscan venganza. La rabia las mantiene no vivas, pero menos muertas. “Tienes que expiar tu crimen”, dicen las Euménides, “he de beber en tu cuerpo vivo el rojo y horrible licor; y después de haberte agotado, te arrastraré bajo tierra, para que recibas castigo”. En el mismo tenor hablan las chicas muertas de Pafunda:  

Te vamos a atrapar.

Y en tu domicilio

plantaremos nuestros ganchos

y en tus ojos

engancharemos nuestros picos.

O:

Estamos cosiendo

todos tus caros errores.

Estamos cosiendo

la cara de tu madre.

Te vamos a confeccionar una nueva.

Nos va a llevar tiempo.

La violencia de sus muertes las ha dejado suspendidas, no termina nunca, nunca deja de suceder: “Frente a la casa del lago / alguien se ha ahogado / y se ha vuelto a ahogar”. Lo terrible no ceja. El horror de este libro (pues sin duda puede ser leído como un libro de horror) reside en que estas violencias germinan del discurso ubicuo y en apariencia inofensivo del amor romántico. Danielle Pafunda desenvaina una ironía terrible en este libro, devela el costado purulento de esos discursos que tanta fuerza gravitacional ejercen sobre nuestra cultura. 

Nuestras lenguas se hincharon 

y tu besaste 

nuestros dedos tiesos. 

Todo fue muy enternecedor.

El cuerpo de la víctima no se salva del acoso del deseo ni siquiera en ruta plena putrefacción.

En tanto lo atraviesa la conciencia aguda de las violencias que engendra el amor romántico –“el espectáculo sospechoso de la carne”, como dice su autora–, Las chicas muertas hablan al unísono se puede leer en conversación con Andamos perras, andamos diablas y con El invencible verano de Liliana, que murió y sigue muriendo desde hace 35 años y cuyo asesino sigue libre. Desde Las chicas muertas hablan al unísono nos habla también la voz de Liliana, entre tantas otras, líderes del duelo, líderes de la rabia. Escribir también es aprender a escucharlas a ellas. Traducir y leer es aprender a escuchar esta rabia, a difundirla, a no permitir que caiga en el olvido. La lectura, la escritura y la traducción: tres formas de la escucha, alzadas contra el olvido asesino, contra el olvido que revictimiza a las víctimas, que las mata dos veces. 

Danielle Pafunda, Las chicas muertas hablan al unísono, traducción del inglés de Cristina Rivera Garza, Dharma Books, México, 2025

Este texto fue leído en la presentación del libro en El Colegio Nacional, Ciudad de México, 16 de julio de 2025

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lunes, 4 de agosto de 2025

Los libros ¿provocan revoluciones?

En la pregunta por cómo (o si acaso) los libros influyen en procesos políticos y sociales, el estudio de Roger Chartier Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución francesa (1990) es una parada indispensable. Si bien los movimientos armados del siglo XX representan un ejemplo más patente de cómo lo que empieza en las bibliotecas puede terminar con las más definitivas repercusiones, la Revolución francesa no es sólo un precedente, una primera versión, sino también un caso más literario: parece que no fuera necesario militar en organizaciones políticas como un intelectual orgánico, ni siquiera llamar a las armas directamente en los textos, sino que bastara con ser un gran escritor para provocar la caída de un monarca, que un gran estilo lo podía todo. 

No es una completa exageración, incluso un observador tan agudo y con un olfato privilegiado por lo real como Alexis de Tocqueville afirmaba que la Ilustración y sus escritores le habían dado a la Revolución su propio genio y razón, que bajo su influencia “fueron transportados a la política todos los hábitos de la literatura”. Para historiadores diversos como Keith M. Baker, François Furet o Augustin Cochin el lenguaje por el que optó la Asamblea Nacional en 1789 ya contenía el embrión del Terror, la teoría de la voluntad general de Rousseau ya prefiguraba a Robespierre. Asimismo, el amigo y adversario de Chartier, Robert Darnton, considera que la proliferación de literatura crítica, erótica e irreverente debe ser tomada como una de las principales causas de la nueva cultura política que volvió concebible la ejecución del rey.  

Desde entonces la ilusión de cambiar el mundo a través del arte y el pensamiento sería un elemento constante de la cultura moderna. Lo que en sociedades tradicionales era aceptado como una fatalidad, el orden político, el peso del poder y de la fuerza, fue tomado a partir de la modernidad como una materia dúctil que podía ser transformada no sólo por medio de la acción política directa o por la tecnología y la industria, sino también desde sus márgenes, desde ese conjunto de prácticas no-prácticas, de actividades inútiles que justamente por tener una relación más laxa con la necesidad podían señalar el potencial de la praxis humana. 

Ante el amplio consenso en torno a la importancia de las letras para la Revolución Francesa, la actitud de Chartier, sin embargo, es la de un aguafiestas. A lo largo de su libro se dedica a poner bajo la lupa las distintas hipótesis de otros autores para destrozarlas o por lo menos condicionarlas al punto que en vez de ser una gran explicación restan apenas como una posibilidad más, otro pequeño elemento en el complejo de lo verosímil. Ese desarme resulta un placer para la lectura: como lo demostró el debate Foucault-Chomsky, la elegancia no suele estar del lado de quien propone sino de quien destruye.

Dos de sus críticas más fundamentales consisten en cambiar la causa por el efecto. Quizá no fue que la literatura subversiva provocara una nueva mentalidad política sino al revés, que las alteraciones en la cultura –debidas a factores como la crisis de la fe católica y la desacralización de los símbolos reales– permitieron una recepción y una demanda de esa literatura radical, que de otra manera habría caído en oídos sordos. Del mismo modo, tal vez la Revolución no haya sido una criatura de la Ilustración pero sí a la inversa: los revolucionarios, en su búsqueda de orígenes y justificaciones, realizaron una operación historiográfica que sólo en retrospectiva conformó lo que ahora conocemos como las Luces.

Chartier combate la perspectiva mecanicista en que los lectores recibirían de manera pasiva los mensajes que los escritores cifran en sus obras, como si fuera un traspaso sin pérdidas ni fricciones. Pero hay un espacio y un riesgo entre los textos y sus efectos. Rousseau, nos recuerda, era admirado por las clases populares y los jacobinos, pero también por pequeños burgueses conservadores, por aristócratas que visitaban su tumba en peregrinaje, e incluso por nobles exiliados que no deberían tener, se supondría, ninguna simpatía por uno de los padres de la Revolución. Cada lector tenía su propio Rousseau y es complicado delimitar o prever los significados que se pueden extraer de sus obras.

De cualquier modo, al final Chartier parece admitir que muchas de esas distintas hipótesis tienen una parte de verdad, que la conformación de la opinión pública, de la comunidad de lectores y la expansión de la prensa y la lectura, los clubes políticos privados y los salones artísticos, la pérdida de la religiosidad, la desacralización de los símbolos reales, el ideal de la razón personal kantiana, etc., que todo eso forma un cúmulo que explica cómo pudo ser posible un evento tan radical. Solamente que Chartier no quiere entenderlo en una dinámica simple de causas y efectos, prefiere pensar la Revolución y la Ilustración como epifenómenos de un verdadero evento, de una profunda transformación, que fue el paso de una sociedad tradicional a una sociedad secular abierta al futuro, es decir, como epifenómenos de la modernidad.

Incluso si resulta demasiado simple argumentar que la literatura fue la causa principal de la Revolución Francesa, ya el hecho de que fuera una parte constitutiva de su dinámica es un rasgo insólito y digno de asombro. Pero cabe preguntar entonces, en el caso de que sea cierto que la modernidad ya no es nuestro marco, que hemos entrado a otra fase de la historia, si hemos abandonado también en consecuencia esa creencia fundamental, que nuestras sociedades son moldeables y que la inteligencia y la imaginación tienen un rol que jugar en su diseño, o si nos parece ya más cercana aquella antigua y brutal sabiduría que reza: “los fuertes hacen lo que pueden, y los débiles sufren lo que deben”. 

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Los libros ¿provocan revoluciones?

En la pregunta por cómo (o si acaso) los libros influyen en procesos políticos y sociales, el estudio de Roger Chartier Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución francesa (1990) es una parada indispensable. Si bien los movimientos armados del siglo XX representan un ejemplo más patente de cómo lo que empieza en las bibliotecas puede terminar con las más definitivas repercusiones, la Revolución francesa no es sólo un precedente, una primera versión, sino también un caso más literario: parece que no fuera necesario militar en organizaciones políticas como un intelectual orgánico, ni siquiera llamar a las armas directamente en los textos, sino que bastara con ser un gran escritor para provocar la caída de un monarca, que un gran estilo lo podía todo. 

No es una completa exageración, incluso un observador tan agudo y con un olfato privilegiado por lo real como Alexis de Tocqueville afirmaba que la Ilustración y sus escritores le habían dado a la Revolución su propio genio y razón, que bajo su influencia “fueron transportados a la política todos los hábitos de la literatura”. Para historiadores diversos como Keith M. Baker, François Furet o Augustin Cochin el lenguaje por el que optó la Asamblea Nacional en 1789 ya contenía el embrión del Terror, la teoría de la voluntad general de Rousseau ya prefiguraba a Robespierre. Asimismo, el amigo y adversario de Chartier, Robert Darnton, considera que la proliferación de literatura crítica, erótica e irreverente debe ser tomada como una de las principales causas de la nueva cultura política que volvió concebible la ejecución del rey.  

Desde entonces la ilusión de cambiar el mundo a través del arte y el pensamiento sería un elemento constante de la cultura moderna. Lo que en sociedades tradicionales era aceptado como una fatalidad, el orden político, el peso del poder y de la fuerza, fue tomado a partir de la modernidad como una materia dúctil que podía ser transformada no sólo por medio de la acción política directa o por la tecnología y la industria, sino también desde sus márgenes, desde ese conjunto de prácticas no-prácticas, de actividades inútiles que justamente por tener una relación más laxa con la necesidad podían señalar el potencial de la praxis humana. 

Ante el amplio consenso en torno a la importancia de las letras para la Revolución Francesa, la actitud de Chartier, sin embargo, es la de un aguafiestas. A lo largo de su libro se dedica a poner bajo la lupa las distintas hipótesis de otros autores para destrozarlas o por lo menos condicionarlas al punto que en vez de ser una gran explicación restan apenas como una posibilidad más, otro pequeño elemento en el complejo de lo verosímil. Ese desarme resulta un placer para la lectura: como lo demostró el debate Foucault-Chomsky, la elegancia no suele estar del lado de quien propone sino de quien destruye.

Dos de sus críticas más fundamentales consisten en cambiar la causa por el efecto. Quizá no fue que la literatura subversiva provocara una nueva mentalidad política sino al revés, que las alteraciones en la cultura –debidas a factores como la crisis de la fe católica y la desacralización de los símbolos reales– permitieron una recepción y una demanda de esa literatura radical, que de otra manera habría caído en oídos sordos. Del mismo modo, tal vez la Revolución no haya sido una criatura de la Ilustración pero sí a la inversa: los revolucionarios, en su búsqueda de orígenes y justificaciones, realizaron una operación historiográfica que sólo en retrospectiva conformó lo que ahora conocemos como las Luces.

Chartier combate la perspectiva mecanicista en que los lectores recibirían de manera pasiva los mensajes que los escritores cifran en sus obras, como si fuera un traspaso sin pérdidas ni fricciones. Pero hay un espacio y un riesgo entre los textos y sus efectos. Rousseau, nos recuerda, era admirado por las clases populares y los jacobinos, pero también por pequeños burgueses conservadores, por aristócratas que visitaban su tumba en peregrinaje, e incluso por nobles exiliados que no deberían tener, se supondría, ninguna simpatía por uno de los padres de la Revolución. Cada lector tenía su propio Rousseau y es complicado delimitar o prever los significados que se pueden extraer de sus obras.

De cualquier modo, al final Chartier parece admitir que muchas de esas distintas hipótesis tienen una parte de verdad, que la conformación de la opinión pública, de la comunidad de lectores y la expansión de la prensa y la lectura, los clubes políticos privados y los salones artísticos, la pérdida de la religiosidad, la desacralización de los símbolos reales, el ideal de la razón personal kantiana, etc., que todo eso forma un cúmulo que explica cómo pudo ser posible un evento tan radical. Solamente que Chartier no quiere entenderlo en una dinámica simple de causas y efectos, prefiere pensar la Revolución y la Ilustración como epifenómenos de un verdadero evento, de una profunda transformación, que fue el paso de una sociedad tradicional a una sociedad secular abierta al futuro, es decir, como epifenómenos de la modernidad.

Incluso si resulta demasiado simple argumentar que la literatura fue la causa principal de la Revolución Francesa, ya el hecho de que fuera una parte constitutiva de su dinámica es un rasgo insólito y digno de asombro. Pero cabe preguntar entonces, en el caso de que sea cierto que la modernidad ya no es nuestro marco, que hemos entrado a otra fase de la historia, si hemos abandonado también en consecuencia esa creencia fundamental, que nuestras sociedades son moldeables y que la inteligencia y la imaginación tienen un rol que jugar en su diseño, o si nos parece ya más cercana aquella antigua y brutal sabiduría que reza: “los fuertes hacen lo que pueden, y los débiles sufren lo que deben”. 

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