lunes, 4 de agosto de 2025

Los libros ¿provocan revoluciones?

En la pregunta por cómo (o si acaso) los libros influyen en procesos políticos y sociales, el estudio de Roger Chartier Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución francesa (1990) es una parada indispensable. Si bien los movimientos armados del siglo XX representan un ejemplo más patente de cómo lo que empieza en las bibliotecas puede terminar con las más definitivas repercusiones, la Revolución francesa no es sólo un precedente, una primera versión, sino también un caso más literario: parece que no fuera necesario militar en organizaciones políticas como un intelectual orgánico, ni siquiera llamar a las armas directamente en los textos, sino que bastara con ser un gran escritor para provocar la caída de un monarca, que un gran estilo lo podía todo. 

No es una completa exageración, incluso un observador tan agudo y con un olfato privilegiado por lo real como Alexis de Tocqueville afirmaba que la Ilustración y sus escritores le habían dado a la Revolución su propio genio y razón, que bajo su influencia “fueron transportados a la política todos los hábitos de la literatura”. Para historiadores diversos como Keith M. Baker, François Furet o Augustin Cochin el lenguaje por el que optó la Asamblea Nacional en 1789 ya contenía el embrión del Terror, la teoría de la voluntad general de Rousseau ya prefiguraba a Robespierre. Asimismo, el amigo y adversario de Chartier, Robert Darnton, considera que la proliferación de literatura crítica, erótica e irreverente debe ser tomada como una de las principales causas de la nueva cultura política que volvió concebible la ejecución del rey.  

Desde entonces la ilusión de cambiar el mundo a través del arte y el pensamiento sería un elemento constante de la cultura moderna. Lo que en sociedades tradicionales era aceptado como una fatalidad, el orden político, el peso del poder y de la fuerza, fue tomado a partir de la modernidad como una materia dúctil que podía ser transformada no sólo por medio de la acción política directa o por la tecnología y la industria, sino también desde sus márgenes, desde ese conjunto de prácticas no-prácticas, de actividades inútiles que justamente por tener una relación más laxa con la necesidad podían señalar el potencial de la praxis humana. 

Ante el amplio consenso en torno a la importancia de las letras para la Revolución Francesa, la actitud de Chartier, sin embargo, es la de un aguafiestas. A lo largo de su libro se dedica a poner bajo la lupa las distintas hipótesis de otros autores para destrozarlas o por lo menos condicionarlas al punto que en vez de ser una gran explicación restan apenas como una posibilidad más, otro pequeño elemento en el complejo de lo verosímil. Ese desarme resulta un placer para la lectura: como lo demostró el debate Foucault-Chomsky, la elegancia no suele estar del lado de quien propone sino de quien destruye.

Dos de sus críticas más fundamentales consisten en cambiar la causa por el efecto. Quizá no fue que la literatura subversiva provocara una nueva mentalidad política sino al revés, que las alteraciones en la cultura –debidas a factores como la crisis de la fe católica y la desacralización de los símbolos reales– permitieron una recepción y una demanda de esa literatura radical, que de otra manera habría caído en oídos sordos. Del mismo modo, tal vez la Revolución no haya sido una criatura de la Ilustración pero sí a la inversa: los revolucionarios, en su búsqueda de orígenes y justificaciones, realizaron una operación historiográfica que sólo en retrospectiva conformó lo que ahora conocemos como las Luces.

Chartier combate la perspectiva mecanicista en que los lectores recibirían de manera pasiva los mensajes que los escritores cifran en sus obras, como si fuera un traspaso sin pérdidas ni fricciones. Pero hay un espacio y un riesgo entre los textos y sus efectos. Rousseau, nos recuerda, era admirado por las clases populares y los jacobinos, pero también por pequeños burgueses conservadores, por aristócratas que visitaban su tumba en peregrinaje, e incluso por nobles exiliados que no deberían tener, se supondría, ninguna simpatía por uno de los padres de la Revolución. Cada lector tenía su propio Rousseau y es complicado delimitar o prever los significados que se pueden extraer de sus obras.

De cualquier modo, al final Chartier parece admitir que muchas de esas distintas hipótesis tienen una parte de verdad, que la conformación de la opinión pública, de la comunidad de lectores y la expansión de la prensa y la lectura, los clubes políticos privados y los salones artísticos, la pérdida de la religiosidad, la desacralización de los símbolos reales, el ideal de la razón personal kantiana, etc., que todo eso forma un cúmulo que explica cómo pudo ser posible un evento tan radical. Solamente que Chartier no quiere entenderlo en una dinámica simple de causas y efectos, prefiere pensar la Revolución y la Ilustración como epifenómenos de un verdadero evento, de una profunda transformación, que fue el paso de una sociedad tradicional a una sociedad secular abierta al futuro, es decir, como epifenómenos de la modernidad.

Incluso si resulta demasiado simple argumentar que la literatura fue la causa principal de la Revolución Francesa, ya el hecho de que fuera una parte constitutiva de su dinámica es un rasgo insólito y digno de asombro. Pero cabe preguntar entonces, en el caso de que sea cierto que la modernidad ya no es nuestro marco, que hemos entrado a otra fase de la historia, si hemos abandonado también en consecuencia esa creencia fundamental, que nuestras sociedades son moldeables y que la inteligencia y la imaginación tienen un rol que jugar en su diseño, o si nos parece ya más cercana aquella antigua y brutal sabiduría que reza: “los fuertes hacen lo que pueden, y los débiles sufren lo que deben”. 

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