Abro el libro. Entran las chicas muertas, sórdidas, socarronas. Descaradas. Sobre todo descaradas. Y lo digo también de forma literal, porque ya no tienen rostro. Porque sus rostros, horadados por gusanos, son irreconocibles. Con voces de ultratumba, vestidas de venganza, sucias de sexo y muerte, nos increpan:
Te diremos
qué es un cadáver.
Es una chica
con los zapatos
al revés.
Una chica con híper
movilidad articular.
Han perdido sus voces individuales, sus historias se han desdibujado, fusionándose. Si bien se intuye que detrás de cada uno de los poemas numerados del 1 al 35 subyace la historia particular de un feminicidio, los sucesos lineales e históricos se han desgastado hasta desaparecer. Sólo quedan los fragmentos de sus muertes, similares a sus cuerpos que se nombran por partes: “Tú afirmas que cada chica numerada / invoca su cavidad llena de porquería”. 35 poemas, 35 muertes, 35 cavidades llenas de porquería, 35 fosas.
Nos visitan desde el purgatorio de la palabra. De sus bocas salen a veces voces prestadas, desde Emily Dickinson hasta Joni Mitchell. La presencia de Mitchell es enigmática: esa voz suya que saca punta a la alegría hasta volverla un arma, que no conoce otra plenitud que la de la nostalgia, pareciera habitar un universo aparte del de las chicas muertas de Pafunda, su furor insolente, su rabia que las ata al presente. La referencia a Dickinson, en cambio, vuelve patente la influencia tiene esta poeta en el peculiar paisaje semántico de Pafunda. Al igual que Dickinson, Pafunda apuesta por la parquedad, por lo discontinuo, por lo breve. Emily Dickinson meets Pedro Páramo, pensé al acercarme a sus páginas.
Para conjurar estas voces, en Las chicas muertas hablan al unísono (2017) Danielle Pafunda afila los recursos sintéticos del inglés hasta hacernos sangrar. Vaya desafío, el de traducir este libro. Pero Cristina Rivera Garza logra trasladar a nuestra lengua esos siniestros juegos del lenguaje, estas canciones de cuna y de cuneta, los cantos podridos de estas chicas sin lengua.
Nos hablan en voz bien alta, como si a fuerza de gritos pudieran corregir la interferencia de una línea defectuosa. No usan sus voces para incorporarse. No usan sus voces para curarse. No quieren salir a superficie sino hundirnos con ellas:
En los márgenes dolorosos
de tu relación fallida
está tu pesadumbre
y tu llave inglesa.
¿Pero sabes qué falta?
Por supuesto que lo sabes.
Nos faltas tú.
Pafunda le da la vuelta a uno de los grandes tropos literarios de los últimos siglos y lo apunta directamente hacia nosotros: la idealización de la mujer muerta como objeto de deseo. Un clásico del Romanticismo (el que tiene erre mayúscula, pero podríamos argumentar que el otro también) que sigue vigente en la literatura, las series y la cultura pop contemporáneas. Nadie lo enunció con tanto cinismo como el caradura de Edgar Allan Poe: “La muerte de una mujer hermosa es, sin lugar a dudas, el tema más poético del mundo”. Este tropo lleva hasta sus últimas, purulentas consecuencias una típica fantasía masculina: la de una mujer hermosa pero inocua, cuya absoluta pasividad no representa ningún tipo de amenaza para el hombre y su siempre endeble masculinidad. La humanidad de la mujer, ese complejo ensamblaje de cumpleaños y cicatrices, horas perdidas y huellas dactilares, ha sido reducida a lo único que realmente la importa al deseante: un cuerpo. Un cadáver, en este caso, pero qué más da. Se ha vuelto un ser a la disposición del deseo ajeno. Controlable por completo. Vuelta poco más que un paisaje abierto para ser recorrido y saqueado. Despojada de toda subjetividad, la mujer se vuelve tropo y topos, se vuelve lugar. Lugar común. La literatura, esa fosa común.
En este libro abundan las mujeres muertas, pero el enfoque es otro. Quien mira no es el hombre deseante, que sostiene la pluma o el pincel o el arma. Quien mira es la hueste de mujeres muertas. Asesinadas. Estos poemas dislocan el tropo de la mujer hermosa y muerta porque, al intercambiar el enunciante, hacen lo mismo con el interlocutor. Porque las chicas muertas no hablan al azar, le hablan a alguien. Una segunda persona insiste en sus poemas: ¿A quién le hablan? ¿A otra mujer que se unirá a ellas bajo tierra? ¿A la autora? Casi siempre, me parece, casi siempre le hablan al asesino. En segunda persona. Nos hablan a nosotros, obligándonos a ocupar el sitio ahora incómodo no de un humano arrobado por la nobleza del deseo, sino de un criminal que merece persecución y escarnio. La mujer hermosa, intocada y empalagosamente pura de las narrativas tradicionales recupera aquí la primera persona y hace con ella lo que quiere. Nos coloca al centro de su historia y nos obliga a mirarnos a nosotros mismos desde el reino de la podredumbre. ¿Qué somos? Carne en vela, huesos rotos, violencia que ocurrió o está a punto de ocurrir.

La escritora estadounidense Danielle Pafunda. Cortesía de Saturnalia Books
Las muertas de este libro son, incuestionablemente, indóciles. En el segundo capítulo de Los muertos indóciles (2013), Rivera Garza analiza un ensayo de Jean Genet en el que se afirma que una obra de arte verdadera está necesariamente dirigida a los muertos. “Cuenta Genet que en una de sus visitas al taller de Giacometti, el escultor le comentó de su deseo de modelar una estatua sólo para tener el gusto o el privilegio de enterrarla”. Una obra de arte debe de ser para los muertos, nos dice Genet; sólo así, reflexiona Rivera Garza, es posible extraerla de los circuitos de la mercancía. Y añado a este coro variopinto a Derrida, quien afirma que hay que “aprender a vivir aprendiendo no cómo conversar con el fantasma sino cómo hablar con él, con ella, cómo dejarles hablar y cómo regresarles el habla […]: ellos siempre están ahí, los espectros, incluso si no existen, incluso si ya no son, incluso si todavía no han llegado a ser”.
Yo no creo en los fantasmas, pero me queda claro que hablan en conjunto. Desde la comunidad de los olvidados, de los que no tienen rostro. Las muertas de este libro hablan a coro. A coro, específicamente, griego. La referencia es clara. Por si no fuera suficiente la primera persona del plural, tenemos también los títulos. Además de los poemas numerados, hay un coro, varios fragmentos, un himno, una canción de cuna y una fábula. El fragmento (quizá la forma más típica, aunque no intencional, de la literatura clásica), el coro y también los himnos nos obligan a pesar en las tragedias clásicas (pues el origen del coro y de la tragedia misma estriba, si le creemos a Aristóteles, en los ditirambos, himnos escritos en honor a Dionisio). Paul Woodruff denomina al coro “el líder del duelo”, porque suele condolerse con los protagonistas de las tragedias. Y las chicas muertas hacen eso: se conduelen las unas por las otras, realizan los rituales de un luto sin rostro y por momentos, por las grietas de sus voces brutales, florece una fragilidad devastadora, malsana:
Estamos tan abatidas.
No nos dejaron nada
más que la compasión que tenemos
las unas por las otras.
O:
Es el feliz día de la muerte.
Es el día en que
cada cosa muerta
se convierte en niña.
La mayoría de nosotras fuimos niñas
en vida, pero todas
somos niñas muertas.
Sin embargo, las chicas muertas parecen tener mucho más que ver con el coro vengativo y rabioso de las Erinias que dirige la acción de las Euménides, la tercera parte de la Orestíada de Esquilo. Al igual que estas temidas deidades, las chicas muertas buscan venganza. La rabia las mantiene no vivas, pero menos muertas. “Tienes que expiar tu crimen”, dicen las Euménides, “he de beber en tu cuerpo vivo el rojo y horrible licor; y después de haberte agotado, te arrastraré bajo tierra, para que recibas castigo”. En el mismo tenor hablan las chicas muertas de Pafunda:
Te vamos a atrapar.
Y en tu domicilio
plantaremos nuestros ganchos
y en tus ojos
engancharemos nuestros picos.
O:
Estamos cosiendo
todos tus caros errores.
Estamos cosiendo
la cara de tu madre.
Te vamos a confeccionar una nueva.
Nos va a llevar tiempo.
La violencia de sus muertes las ha dejado suspendidas, no termina nunca, nunca deja de suceder: “Frente a la casa del lago / alguien se ha ahogado / y se ha vuelto a ahogar”. Lo terrible no ceja. El horror de este libro (pues sin duda puede ser leído como un libro de horror) reside en que estas violencias germinan del discurso ubicuo y en apariencia inofensivo del amor romántico. Danielle Pafunda desenvaina una ironía terrible en este libro, devela el costado purulento de esos discursos que tanta fuerza gravitacional ejercen sobre nuestra cultura.
Nuestras lenguas se hincharon
y tu besaste
nuestros dedos tiesos.
Todo fue muy enternecedor.
El cuerpo de la víctima no se salva del acoso del deseo ni siquiera en ruta plena putrefacción.
En tanto lo atraviesa la conciencia aguda de las violencias que engendra el amor romántico –“el espectáculo sospechoso de la carne”, como dice su autora–, Las chicas muertas hablan al unísono se puede leer en conversación con Andamos perras, andamos diablas y con El invencible verano de Liliana, que murió y sigue muriendo desde hace 35 años y cuyo asesino sigue libre. Desde Las chicas muertas hablan al unísono nos habla también la voz de Liliana, entre tantas otras, líderes del duelo, líderes de la rabia. Escribir también es aprender a escucharlas a ellas. Traducir y leer es aprender a escuchar esta rabia, a difundirla, a no permitir que caiga en el olvido. La lectura, la escritura y la traducción: tres formas de la escucha, alzadas contra el olvido asesino, contra el olvido que revictimiza a las víctimas, que las mata dos veces.
Danielle Pafunda, Las chicas muertas hablan al unísono, traducción del inglés de Cristina Rivera Garza, Dharma Books, México, 2025
Este texto fue leído en la presentación del libro en El Colegio Nacional, Ciudad de México, 16 de julio de 2025
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