«Estuve en Manhattan doce años, y ése es el período más largo que he vivido en un lugar; ahí todos pensaban que era el centro del arte. No me gustan los centros, me gustan los márgenes, y por eso me fui a Cuernavaca. Estuve ahí en 1975, y pensé que había sido un centro intelectual de izquierda en Latinoamérica. Tal potencial me hizo pensar que algo podría suceder ahí, así es que en 1987 nos mudamos a Cuernavaca, pero para entonces ya todo había terminado, como pasa en todos lados. Pienso que la vida está llena de cambios erróneos» (Jimmie Durham durante la presentación del libro Entre el mueble y el inmueble (entre una roca y un lugar sólido) de la editorial Alias, 28 de mayo de 2007, Ciudad de México).
Tal vez hacia el año 1991 peregriné a la inauguración de una exposición en la galería del Jardín Borda, en Cuernavaca, del caricaturista Helio Flores, quien era uno de mis ídolos de juventud. Allá conocí a un artista del que francamente no sabía nada y que se convirtió en uno de mis ídolos de madurez. En aquella Ciudad de la Eterna Primavera en la que la teología de la liberación había florecido, y donde Iván Illich fraguó su discurso de desescolarización libertaria, no me parece –hoy día– nada raro haber encontrado a un cheroqui que apilaba objetos combinados con huesos, tubos de PVC, chinerías plásticas y piececillas de madera que tallaba y pintaba como si fueran tótems paganos, de los que colgaban letreritos cuyas leyendas escritas y enmendadas a mano hacían bromas tautológicas: «A veces me hago ver peor de lo que pienso que estoy para ver si el Dr. Próspero me corregirá». Su nombre es Jimmie Durham.
En aquella época, como casi siempre, había en México un montón de artistas nacidos en otras latitudes que habían decidido avecindarse aquí, y que ocasionalmente convivían en juergas y proyectos de colaboración. A Durham (Washington, Arkansas, 1940) nunca lo vi en ese contexto, aunque alguna vez coincidimos con su amigo Cisco Jiménez o con el escritor Joe Springer, quien tradujo un cuento suyo y lo publicó en la revista semanal de un periódico. En él habla de un artista cavernícola violentamente atacado por la crítica porque se atrevía a pintar sobre un pedazo de piel restirado sobre un revolucionario bastidor, y no en un muro rocoso como marcaba el canon. Lo que Durham ha escrito desde siempre está plagado del humor que en su narrativa fricticia, muchas veces basada en hechos y datos reales, frota la fantasía delirante que nos obliga a llamarle literatura, no historia. Poesía también.
©Jimme Durham, “Tha Almost Fit” (1993). Cortesía del artista y de Kurimanzutto. © Nick Ash
Decían que había estudiado arte en Ginebra, que había sido representante de los pueblos indios de Norteamérica en las Naciones Unidas, y que decepcionado de la política había decidido exiliarse en donde fuera, con su compañera Maria Thereza Alves, artista y activista de la protección del medioambiente desde su natal Brasil. En México Alves ha realizado proyectos interdisciplinarios en comunidades como Amatlán o Chalco. Luego vivieron en la tierra de Rómulo y Remo, en un barrio de tallistas de lápidas marmóreas, junto a un panteón; también en Schöneberg, en las inmediaciones de Brandeburgo y en los rumbos del Pizzofalcone. En esos años en la ciudad en donde sucede la monumental Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, Durham desarrolló un lenguaje absolutamente subjetivo acerca de la necesidad de preguntarse no ¿quién soy? sino ¿qué soy?, en forma de obras como una efigie de la Malinche, varios autorretratos, pantaletas de Pocahontas, esculturas que atribuyó a un artista ficticio –y no– llamado José Bedia y otras mutaciones artesanales recubiertas de cuentas de vidrio, espejitos, cráneos de animales y, claro, piedras: herramientas leales que lo han acompañado desde el Paleolítico hasta el Antropoceno. Hizo también un performance con Maria Thereza en Monterrey, en el que transitaban por las calles con los rostros cubiertos por bozales, afirmando nada, al menos no verbalmente.
Volví a ver a Jimmie en 1994 cuando ya no vivía en Cuernavaca. Habíamos sido convocados a realizar obras de sitio específico en el jardín de Brabandere en Tielt, Flandes, junto con otros artistas residentes en México y en el país huésped. Desde entonces hemos coincidido en varios lugares, para trabajar, para convivir y para encontrar Levallois, pedernales y guijarros que unen culturas y pueblos que jamás se imaginaron ser parientes. Una de esas veces, trepados en la pirámide de Cuicuilco, conversamos acerca del hallazgo de un precioso ejemplar de plástico, especulando sobre su procedencia, su época, su genealogía, apelando a la falta de objetividad de la prueba del Carbono-14, idealizando vínculos posibles entre aquellos talladores de rocas que siguen habitando el pueblo de La Candelaria, en Coyoacán; los mismos que labraron la espeluznante Coatlicue, la Piedra del Sol, tantísimos Xipetótecs, Huehuetéotls y Tláloques, con, ¿por qué no?, los oscos de la Campania, tierra de búfalas pródigas y albóndigas espléndidas que Jimmie adora.
Este texto apareció originalmente en La Tempestad 115, octubre de 2016
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