Una voz, se ha dicho. Pero ¿qué dice esa voz? Alrededor de Thomas Bernhard (1931-1989) se ha construido una serie de mitos, que anima cierto tipo de lecturas. En ello, conviene aclararlo, colaboró el propio escritor: mientras componía una de las obras más poderosas de la literatura del siglo pasado se daba tiempo para construir una figura pública siempre envuelta en polémicas y escándalos. Miguel Sáenz, a quien debemos las impagables traducciones de los libros del austriaco, ha enlistado en su biografía algunos epítetos representativos: «Artista de la exageración, maestro de la nada, monómano incorregible, patriota, sentimental, intrigante, moralista, aguafiestas, vulnerable, depresivo, desconfiado, cortés, sensible, alegre, romántico, satírico, contradictorio…»
Tal vez ha llegado la hora de volver a la obra de Bernhard con una mirada renovada, en el espíritu de ensayos iluminadores como Kafka. Por una literatura menor (Gilles Deleuze y Félix Guattari, 1975) o Beckett. El infatigable deseo (Alain Badiou, 1995). Menciono estos libros porque han entregado, desde perspectivas singulares, lecturas reacias al lugar común, que tradicionalmente ha situado a ambos escritores entre los maestros de la negatividad. Kafka ha dejado de ser meramente un apesadumbrado pesimista, profeta del horror totalitario, para revelársenos en su manifestación más viva: irónico, humorístico, político. Los textos de Beckett, por su parte, no son ya una mera expresión de desesperanza, absurdo, soledad y degradación, indagan lo que hay de inmortal en el hombre. ¿Qué hacer, entonces, con Bernhard, pesimista impenitente o, como también se lo ha llamado, «anarquista conservador»?
Las claves para una relectura provechosa del escritor austriaco se hallan esbozadas en un ensayo de W.G. Sebald, Cuando la oscuridad pone punto final: «En comparación con el continuo de todas las posibles posiciones políticas, corresponde a las invectivas de Bernhard sin duda, sobre todo, el estatus de una herejía que no puede integrarse en ese espectro, se manifiesta como un arrebato antipolítico y antisocial totalmente invariable y se remonta a las funestas experiencias que tuvo el autor, ya muy pronto, con la resquebrajada institución de la familia y del poder de disposición social en general». ¿Una voz hereje, entonces? Sí, en el entendido de que, como ha investigado Giorgio Agamben, el poder occidental se sostiene en una genealogía teológica. Si en las palabras del pintor Strauch (Helada, 1963) y del príncipe Saurau (Trastorno, 1967) –que, como las de tantos personajes de su autor, se pasean en los límites entre lucidez y locura– es posible percibir ecos de gnosticismo, la totalidad de la obra de Bernhard puede ser leída como una imprecación feroz del consenso político que alumbró al Estado austriaco moderno, en el sentido de su institucionalidad religiosa, es decir, de su naturaleza conciliar.
Debe recordarse que el joven Bernhard creció en un país obligado a la neutralidad perenne, luego de ser derrotado en la Segunda Guerra Mundial. Apenas en 1955 la nación alpina recuperó su soberanía: había sido administrada por los aliados a partir de 1945, luego de los siniestros años en los que fue regida por la Alemania nazi. «La feliz Austria», la conciliada y pacificada Segunda República austriaca, surgió del consenso de las principales fuerzas políticas, que durante décadas acallaron toda voz discordante, produciendo una brutal despolitización en la sociedad. En perspectiva, la Austria de la posguerra puede ser vista como el campo de pruebas en el que se establecieron las bases del actual consenso democrático, impuesto planetariamente a partir del derrumbe de la Unión Soviética. Como sugiere Sebald, la obra de Bernhard es, para usar una frase incluida en Trastorno, «un sistema totalmente carnavalesco», cuyas carcajadas fúnebres serían, si hacemos caso a Mijaíl Bajtín, una respuesta a los códigos represivos de la sociedad burguesa, «ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico» (El origen, 1975).
Bernhard quería ser distinto. Su herejía se mantiene al margen de las coordenadas políticas habituales para postularse como una transgresión del sistema en su totalidad. Su obra narrativa –que incluye, además de los libros ya mencionados, cumbres como Amras (1969), La calera (1970), Corrección (1975), La pentalogía autobiográfica (1975-82), Tala (1984), Maestros antiguos (1985) o Extinción (1986), así como un puñado de soberbios relatos breves– se sostiene en una de las prosas más idiosincrásicas de la literatura moderna, en la que el recurso de la repetición es uno de los rasgos dominantes. No es, en absoluto, casual. No si se piensa en lo escrito por Deleuze en la introducción de Diferencia y repetición (1968): «si la repetición existe, expresa a la vez una singularidad contra lo general, una universalidad contra lo particular, un extraordinario contra lo ordinario, una instantaneidad contra la variación, una eternidad contra la permanencia. En todos los aspectos, la repetición es la transgresión. Pone en cuestión a la ley, denuncia su carácter nominal o general, en provecho de una realidad más profunda y más artística.»
La prosa de Bernhard utiliza la repetición, como tantos han dicho, en un sentido musical, pero esencialmente recurre a ella para progresar formando espirales, imantando las palabras, retrocediendo y avanzando en un mismo movimiento hipnótico, haciendo girar la lengua sobre sí para conferir a los vocablos una fuerza centrípeta que nos hace vislumbrar, en otro lugar, algo más que esa desolada caterva de esnobs, dementes y tullidos: «…pensaba mientras corría que aquella ciudad por la que corría, por espantosa que la encuentre siempre, que la haya encontrado siempre, es para mí, sin embargo, la mejor de las ciudades, esa Viena odiada, siempre odiada por mí, era otra vez de repente para mí querida, mi querida Viena, y que aquellas gentes que siempre he odiado y que odio y que siempre odiaré son, sin embargo, las mejores gentes, que las odio, pero son conmovedoras, que maldigo a esas gentes y, sin embargo, tengo que quererlas y que odio a esa Viena y, sin embargo, tengo que quererla, y pensaba, mientras corría ya por el centro de la ciudad, que esa ciudad es, sin embargo, mi ciudad y siempre será mi ciudad y que esas gentes son mis gentes y siempre serán mis gentes» (Tala).
«Si queremos alcanzar nuestra meta / debemos ir siempre en la dirección opuesta», escribe Bernhard en Minetti (1975), pieza teatral. Lo que tenemos hoy, en un mundo envilecido al máximo, embrutecido espectacularmente, es un sospechoso consenso, un hegemónico espíritu conciliar. La belleza arrasadora de la obra bernhardiana no proviene exclusivamente de su absoluta maestría formal, alberga además, a pesar de que su autor se empeñara en negarlo, una verdad: el auténtico escándalo no es insultar a la patria, maldecir a la Iglesia, denunciar al Estado, el auténtico escándalo es la mentira oculta tras el consenso. La modesta proposición de Bernhard consiste entonces en ir, como heresiarcas risueños, en la dirección opuesta.
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