En la edición 75 de La Tempestad, correspondiente al bimestre noviembre-diciembre de 2010, entrevistamos a estudiosos de diversas disciplinas para obtener balances y valoraciones de la creación artística durante la primera década del siglo XX. En el rubro literario, Nicolás Cabral conversó con Ricardo Piglia, a quien recordamos a unos días de su fallecimiento.
Uno de los narradores en activo más importantes de la lengua –y no sólo de ella–, Ricardo Piglia (Adrogué, 1940) es además un crítico y ensayista de primer orden, que ha impulsado una singularísima poética de la lectura. Profesor de literatura latinoamericana en las universidades de Princeton y Buenos Aires, experto lo mismo en los formalistas rusos que en la novela negra, sus textos sobre Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges o Rodolfo Walsh son referencias ineludibles para el estudio de esos autores. Además de colecciones de relatos como Nombre falso (1975) y Prisión perpetua (1988) y de novelas como Respiración artificial (1980), La ciudad ausente (1992) y Plata quemada (1997), Piglia ha reunido sus intervenciones críticas en los volúmenes Crítica y ficción (1986), La Argentina en pedazos (1993), Formas breves (1999) y El último lector (2005). Su libro más reciente es la novela Blanco nocturno (2010), publicada por Anagrama (sello que ha reeditado y editado la práctica totalidad de sus títulos).
En la conferencia “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)” (2001) usted plantea los posibles contornos de literatura futura –la verdad «como horizonte político y objeto de lucha», el desplazamiento de la enunciación de esa verdad a «una escena única que permite condensar el sentido en una imagen» y la claridad, el enfrentarse a «una oscuridad deliberada, una jerga mundial»– y retoma las “Cinco dificultades para escribir la verdad” de Brecht: el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia para elegir al destinatario y la astucia de saber difundirla. Pasada casi una década, ¿encuentra en el panorama literario actual algo que permita definir una escritura del siglo XXI relacionado con esas nociones?
Creo que sí, en todo caso nos movemos en esa línea. Los escritores estamos interesados en la verdad, justamente porque escribimos ficción. «La ciencia usa la expresión verdadero-falso pero no la tematiza», decía Alfred Tarski. La novela ha sido –desde el Quijote– un modo de tematizar esa tensión. La literatura narra la aspiración a la verdad. No dice nada sobre ella, pero trata de hacerla ver. Trabajo difícil, ligado a la epifanía joyceana, a la ostranenie de los formalistas rusos y al distanciamiento brechtiano. Son los medios los que borran la distinción entre ficción y no-ficción. Muchos filósofos actuales sufren de bovarismo mediático y aseguran que todo es ficción. La literatura resiste esas simplificaciones y trabaja sobre la distinción.
La epifanía, el distanciamiento, el extrañamiento: formas de burlar el semblante, de destruir las apariencias para acercar el texto a la «espesa selva virgen de lo real», para usar una frase de Juan José Saer. Alain Badiou ha visto en esos procedimientos una de las características centrales de las vanguardias, su «pasión de lo real». ¿Encuentra obras actuales que operen de esa manera? Si es así, ¿representan una vanguardia, si tal término es posible en el siglo XXI?
También es cierto que fue Tolstói quien llevó a la perfección esos procedimientos que la vanguardia convirtió en poética explícita. Son técnicas que definen el arte como un modo de conocimiento. Los cuentistas suelen pensar de ese modo la forma breve: la inminencia de una revelación deliberada. Muchos artistas y escritores actuales, como Roberto Jacoby, Nuno Santos o Alexander Kluge, trabajan en esa línea. En ese sentido la vanguardia no es sólo un momento histórico o una red de manifiestos y de grupos, sino un concepto, una posición, diría mejor.
Usted ha caracterizado la novela como el reverso de las ficciones de Estado, de los relatos construidos por el poder para suplantar la memoria individual. Hoy las ficciones del poder parecen ya no necesitar la mediación del Estado: los intereses privados son directamente propietarios de los medios de comunicación, del sistema del espectáculo, etc. ¿Se refleja eso en la novela contemporánea?
Sí, claro. Hay que estar atento a esas tramas. Desde hace años he estado enseñando aquí, en Princeton, pero también en Buenos Aires, un seminario que se llama justamente Las tres vanguardias[1], ligado a ese tema. Me parece que a partir de los años sesenta la cultura de masas es uno de los núcleos de las nuevas poéticas narrativas, básicamente las de Saer, Puig y Walsh. Ellos empiezan –cada uno a su manera– a intervenir y a tomar posición y a construir una obra en tensión y en relación con los mass media. Saer como el antagonista absoluto; Puig como el que establece alianzas y usos; Walsh es el que interviene directamente en los medios y tiende a crear nuevos circuitos, como es el caso del periódico de la CGT o de la agencia Ancla en la época de la dictadura, una cadena clandestina de noticias, una especie de versión artesanal y primitiva del sitio web de información alternativa WikiLeaks que conocemos hoy.
Después de Saer, Puig y Walsh, y más allá de la literatura argentina, ¿encuentra ejemplos contemporáneos de estas posiciones, poéticas de la última década que sigan problematizando esa relación con los medios de comunicación masiva?
Tal vez ustedes estén más al tanto que yo, pero no veo grandes modificaciones. No creo que Walsh o Saer sean la prehistoria, ni tampoco creo que la literatura se modifique por décadas. Por lo que conozco en Estados Unidos y en la Argentina, lo que predomina es la línea Puig, es decir, una versión benévola de las posibilidades narrativas de las nuevas tecnologías. Muchos escritores están experimentando con la escritura casi automática de los blogs y los intercambios telegráficos del Twitter. La llamada autoficción, una escritura personalizada y directa, sin secretos, podría ser el caso, pero la verdad es que eso ya lo hacía Céline y también lo hacía Lucio Mansilla. No digo que no haya modificaciones, digo que es difícil percibirlas más allá de los cambios en el acceso a la información que circula por la web. Lo más interesante es la posibilidad que tienen los escritores de difundir sus textos sin la mediación de los editores. Los escritos están en la web, la cuestión es si encuentran interesados. La literatura se define por el tipo de lector que construye y no me parece que ese lector se identifique con las tentativas un poco desesperadas de llamar la atención a los desprevenidos que navegan sin rumbo fijo por Internet. Por lo que sé, los blogs están desapareciendo, sustituidos por las vidas virtuales y las fotos de familia de Facebook. Por lo visto la técnica va más rápido que las teorías que tratan de utilizarla. Habrá que esperar, pero ese verbo está en desuso.
La figura del lector está presente en todos sus libros, pero uno de sus títulos más recientes, El último lector, propone una serie de casos concretos, personajes (ficcionales y reales) que plantean maneras de leer, es decir, de encarar la realidad. En un hipotético apéndice, ¿añadiría alguna nueva categoría?
Estoy trabajando sobre escenas de lectura en el cine. Por ejemplo el cowboy que lee un libro en Johnny Guitar de Nicholas Ray. Usa anteojos… y habitualmente en el cine clásico si un personaje aparecía con anteojos estaba condenado. Los anteojos y la lectura de libros eran la marca de una perturbación. En la tradición populista y antiintelectual de la cultura de masas norteamericana (y no sólo de la norteamericana) era casi una diferencia racial. La contraparte es la muchacha que, en medio de la fiesta, sentada en una escalera, lee Los sonámbulos de Broch en La noche de Antonioni. A menudo aparecen escritores como protagonistas en el cine (por ejemplo en Días sin huella de Billy Wilder o en Hammett de Wenders) pero nunca se los ve leyendo. La contraparte es El espejo de Tarkovski, donde se leen poemas del padre del cineasta. Para no hablar de Godard, que es el gran cineasta de la lectura.
En “Novela y utopía”, entrevista de 1985 recogida en Crítica y ficción, usted habló de la moda de ser escéptico, de desconfiar de la historia. En el ambiente de entonces se respiraba, para usar la terminología de Lyotard, la desconfianza en los «grandes relatos». Hoy se percibe, en el campo de la teoría, un incipiente renacimiento del impulso utópico. ¿Qué aporta la literatura a la imaginación del futuro, a la verdadera política (al margen de su simulacro democrático-mediático)?
Me parece que últimamente han aparecido lo que podríamos llamar utopías defensivas. ¿Cómo podemos escapar al control? Una estrategia de huída imposible porque no hay lugar de llegada. Hace poco hicimos una antología en Buenos Aires y le pedimos a veinte narradores de distintas generaciones que escribieran un relato situado en el futuro, en el Tercer Centenario de la independencia, o sea en 2110. Los textos, más que apocalípticos, son ficciones defensivas, definidas por la soledad y la fuga. Algo de eso encontramos también la literatura norteamericana, por ejemplo en William Gibson o en Don DeLillo. Son utopías que tienden a la invisibilidad, intentan, digamos, producir un sujeto invisible y “fuera de control”.
En el campo teórico, hemos transitado de la modernidad (el impulso utópico, la mirada desde el futuro) a la contemporaneidad (la consideración del presente, lo que acaso se relaciona con las utopías defensivas que ha mencionado). ¿Qué sería entonces una literatura contemporánea?, ¿qué la pone en sintonía con nuestro tiempo (además de su posición respecto a los mass media)?
Esta sociedad no hubiera inventado la literatura si no la hubiera encontrado hecha. Es una práctica demasiado lenta y arcaica. A veces digo, un poco de broma, que leemos a la misma velocidad que en los tiempos de Aristóteles. Siempre tenemos que descifrar primero un signo y luego otro y luego otro. Cuando se dice que una imagen vale más que mil palabras sólo se quiere decir que una imagen se comprende instantáneamente, mientras que un texto de mil palabras exige una pausa para ser comprendido. De hecho, nuestra experiencia de la temporalidad la tenemos a través del lenguaje y de la narración. Se puede acelerar la circulación de los textos pero no el tiempo que nos lleva descifrarlos. El único lugar donde se puede experimentar cierta velocidad –o cierto vértigo– con relación al lenguaje es en la poesía. En ese sentido la poesía es lo contemporáneo mismo. Siempre está en el presente.
[1] El seminario fue convertido en libro y publicado por Eterna Cadencia en 2016. [N. del E.]
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