En el futuro la inteligencia artificial será analizada como una de las últimas ficciones de una época volcada a la tecnoutopía y el dogma del progreso. La fascinación por la IA tiene que ver principalmente con dos aspectos: la fe en la innovación y la propaganda que, todos los días, promete llevar al ser humano a nuevos territorios del conocimiento y la ciencia. El discurso alrededor de esto, como lo describe Erik Davis en su libro Tecgnosis. Mito, magia y misticismo en la era de la información (1998), parte de lo aparentemente racional para internarse en el ámbito de lo religioso. La IA es sólo una nueva historia que promete la salvación por medio de la tecnología, aunque pocos conozcan a ciencia cierta su funcionamiento.
La ficción –entendida como un elaborado artificio– alrededor de la IA empieza desde su nombre, pues se asume que es “inteligente” como el ser humano. Esta idea sugiere autonomía y, lo más importante, una noción de “conciencia”. El concepto “artificial”, por otro lado, implica que no tiene vínculos con lo natural. Ambos conceptos son falsos. Como demuestran Kate Crawford y Adela Cortina en los libros Atlas de inteligencia artificial: poder, política y costos planetarios (2021) y ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? El eclipse de la razón comunicativa en una sociedad tecnologizada (2024), respectivamente, la IA necesita un costoso soporte material (electricidad, minerales críticos, entre otros) que es extraído de la naturaleza y no posee autonomía ni conciencia, pues carece de la compleja experiencia de un ser humano. Sin embargo, esta realidad es desplazada por la fantasía de una herramienta poderosa que, si se sabe aprovechar –según sus apóstoles–, nos llevará a una nueva etapa en el progreso civilizatorio.
Esta ficción abreva, por supuesto, en las fantasías tecnológicas de la ciencia ficción o, al menos, de sus primeros supuestos, porque en casi todas las historias que hemos leído o visto los robots, algoritmos y ciborgs se rebelan contra nosotros. El desastre ocurre cuando la herramienta se da cuenta del papel desechable que cumple en la sociedad humana y se rebela, como ocurre con los replicantes imaginados por Philip K. Dick en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, obra emblemática de la ciencia ficción que especula sobre los elementos que nos hacen humanos. La IA no cobrará conciencia, como sucedería si fuera un renovado monstruo que persigue al doctor Frankenstein, pero ya llena de sesgos el ciberespacio gracias a algoritmos que reciclan la basura que se acumula en la red. Por esta razón la herramienta poderosa que nos dicen que debemos explotar es, en realidad, una máquina que vende la idea de un pensamiento propio, en apariencia objetivo, que no admite réplicas, como sucede con Grok, un chatbot con nombre de deidad nórdica que disipa dudas en la red social X, sitio inundado de desinformación y manipulación para los objetivos de la extrema derecha estadounidense.
Todos estos artilugios son máquinas que necesitan ser rectificadas constantemente por un ejército de humanos de verdad, precarizados todos ellos, que etiquetan imágenes sin parar y entrenan los modelos de IA para que la persona al otro lado de la pantalla piense que está ante un fenómeno de generación espontánea. Las historias de estos hombres y mujeres, por supuesto, no aparecen en la propaganda de las corporaciones tecnológicas ni tampoco en los cursos de emprendedores que nos convocan a esa suerte de Arcadia digital antes de que otros se nos adelanten.
Para que funcione, la ficción necesita la absoluta complicidad de quien la lee o la ve. El pacto se mantiene siempre y cuando se conserven las reglas básicas del cuento de hadas que nos emociona y, sobre todo, nos da esperanza. Por eso los fans de la IA miran a otro lado cuando una información indeseada se cuela en el algoritmo de alguna red social y amenaza con romper el encanto. Credo quia absurdum (“Creo porque es absurdo”) es una sentencia de Tertuliano, padre de la Iglesia cristiana que vivió a inicios de nuestra era. Por eso no importa que la mal llamada inteligencia artificial sea controlada y dirigida por un puñado de megacorporaciones cuyo poder es casi imposible de regular en un mundo cada vez menos democrático, sujeto a los dictados del capital, a la manipulación y a los sesgos de la información gestionada por los algoritmos. La IA es una ficción abierta, un ejercicio en el cual uno se proyecta como si se estuviera frente a un espejo: por eso puede ser ética, sustentable, amable, innovadora y, sobre todo, libre. Eso es lo que quiere creer la gente en la normalidad artificial que se vive mientras el colapso social y climático se asoma en el horizonte.
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