lunes, 6 de mayo de 2024

Del exilio de la palabra al exilio de la realidad

Decir “exilio” en la lengua propia es dirigir la nostalgia y la esperanza de retorno a la tierra donde uno ha dejado parte de su espíritu. Cuando se ha perdido el vínculo con la lengua y la palabra ha sido desterrada surge el anhelo de llamarle al mundo por su nombre, de denunciarlo desde el sufrimiento que causa no tener derecho a nombrarlo. Franz Kafka se encontró a sí mismo sin una palabra que le fuera propia; el relato de su condición se eleva al rango de una literatura donde la realidad se encuentra secuestrada.

Desde la Praga del Imperio Austrohúngaro, a principios del siglo XX, un abogado judío que trabajaba en una compañía de seguros se encerró en su soledad para narrarse. A pesar de sentirse ajeno al proyecto imperial germánico, no adoptó el checo en su literatura. Con plena conciencia de la enajenación que esto representaba, decidió escribir en el alemán que formaba parte de la pesada estructura del Imperio en decadencia.

El respeto por el nombre, que constituye un elemento central de su singular escritura, le viene a Franz Kafka de otra lengua que desconoce: el hebreo. Se encuentra con ella, al igual que con el amor, cuando le queda ya poco tiempo de vida; en ambos casos sus deseos quedan truncados: “No me condujo por la vida la mano del cristianismo […] ni pude tampoco aferrar el último borde del abrigo de la plegaria hebrea, que ya se iba, como los sionistas. Yo soy principio y fin”.

La relación de este escritor con la palabra podría describirse como una situación imposible. Vive en un país que habla un idioma que siente ajeno, busca identificarse con una tradición desconocida que intuye y decide escribir con la lengua de la opresión que rechaza. Esta condición, que podría considerarse un exilio radical de la palabra, se plasma en un universo de metáforas donde habita su espíritu desterrado. La soledad proyecta su sombra cobijando a todos los que somos sus lectores. La figura de Kafka es emblemática, su nombre ha dado vida a un adjetivo de uso común: “kafkiano”. Como comenta George Steiner, es el único escritor que ha conseguido que su letra, la K, se convierta en parte de su patrimonio.

La figura de Kafka es emblemática, su nombre ha dado vida a un adjetivo de uso común: “kafkiano”. Como comenta George Steiner, es el único escritor que ha conseguido que su letra, la K, se convierta en parte de su patrimonio.

Para comprender cómo un hombre despierta una mañana y reconoce que no es una criatura de este mundo debemos acompañarlo a la intimidad de su biografía. Franz Kafka fue hijo de un comerciante judío que quería ver a su primogénito convertido en un alto funcionario de la burocracia austrohúngara. El padre representa a la generación de judíos europeos que, motivados por los discursos emancipatorios, se habían alejado del judaísmo tradicional y buscaban integrarse a la promesa de una Europa ilustrada. Dentro de la vida familiar, era un hombre irascible e impositivo. En su Carta al padre el hijo describe la mezcla de amor, temor y resentimiento que le inspiraba: “Adquirías para mí lo enigmático de todos los tiranos, cuyo derecho se basa en su persona y no en el pensamiento”.

La madre provenía de una familia más cercana a los valores tradicionales religiosos. A través de ella el relato judío se presentó en la infancia de Kafka. Su relación materna contrastaba con la del padre. Para Marthe Robert, el vínculo podía extenderse desde una aproximación psicoanalítica, que explicaría también el complejo universo amoroso del escritor. El triángulo que se establecía entre los tres no escapaba a la lucidez del artista, que comenta en la misma Carta: “Es verdad que mi madre fue ilimitadamente buena conmigo, pero todo esto, a mi ver, se relacionaba contigo: una relación nada buena por lo tanto. Mi madre, inconscientemente, desempeña un papel de batidor durante la caza”.

Las fisuras producidas en la identidad judía centroeuropea incidían en una sensibilidad que se veía condenada a la imposibilidad de amar. Su amor por correspondencia da fe del debate interno del hombre que no podía sostenerse ante la concreción de un compromiso matrimonial. Nunca lo consiguió, ni siquiera cuando se lo propuso realmente al conocer a Dora Diamant, una joven descendiente de judíos europeos orientales muy devotos. Ella lo acompañó en su lecho de muerte, que se produjo el 3 de junio de 1924 a causa de la tuberculosis.

El exilio de la palabra, cuando es denunciado por el escritor, adquiere dimensiones políticas. Franz Kafka le exige al poder que le regrese al hombre su derecho a nombrar. A lo largo de sus relatos el silencio se asocia con la impotencia y la desesperanza.

Con un talento excepcional, Kafka consiguió retratar la experiencia de lo imposible en una estética de lo absurdo. Sus relatos recrean esta situación con una naturalidad aterradora. Así puede entenderse el momento en que Gregor Samsa, el personaje de La transformación, describe la incomodidad de su nueva morfología de insecto, que no es más que una caricatura de lo que siempre ha sido. Así puede leerse la diligencia con la que Josef K., en El proceso, se aboca a demostrar su inocencia ante una persecución judicial que prescinde del crimen específico. Con este recurso literario el autor checo presenta el estado de culpabilidad como un mecanismo social de sometimiento que se ha implantado en la conciencia del individuo singular. Los enredos de K., el personaje de El castillo, nos conducen por una lectura exasperante donde se recrea la impotencia del hombre sencillo que exige respuestas a un poder que se presenta como inalcanzable, y que finalmente nunca le responde, sometiéndolo.

El exilio de la palabra, cuando es denunciado por el escritor, adquiere dimensiones políticas. Franz Kafka le exige al poder que le regrese al hombre su derecho a nombrar. A lo largo de sus relatos el silencio se asocia con la impotencia y la desesperanza. En las “Investigaciones de un perro” el personaje, un perro, comenta: “Como para escarnio se nos ha dotado a los perros de un corazón admirable y de pulmones que no se desgastan prematuramente; resistimos a todas las preguntas, aun a las propias, somos verdaderos baluartes del silencio”.

El “perro” del que habla el relato kafkiano no es la mascota ni la figura que inspira ternura en la animalización dirigida a los niños. Los animales de Kafka describen espacios de descalificación; son términos de exclusión, insultos. Así lo reconoce cuando le escribe al padre en forma crítica: “O tu frase constantemente repetida refiriéndote a un dependiente tísico: ‘¡Que reviente, ese perro enfermo!’”. También en el momento de la ejecución de Josef K.: “–¡Como perro! –dijo. Y era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle”. O en la expresión “¡Perro judío!”, que se escuchó a lo largo y ancho del antisemitismo europeo.

Insultos como “perro” o “insecto” se convierten en los personajes de los relatos y comienzan a describir cómo se ve el mundo desde la angustiosa situación de Kafka. Por su boca habla la lengua prohibida de la realidad secuestrada. Es el discurso del exilio radical que se deja escuchar desde todos los confines del olvido. El escritor logra torcer el lenguaje dirigiéndolo contra sí mismo, haciendo de él una grotesca caricatura. El silencio se dignifica al rescatar al hombre de la vergüenza a la que estaba condenado.

En el exilio que se manifiesta en la literatura de Franz Kafka ha desaparecido la tierra natal, se ha perdido la lengua materna. El lector descubre su humanidad desterrada, desnuda y sola. No hay cobijo para el dolor ni consuelo para el sufrimiento.

En el exilio que se manifiesta en la literatura de Franz Kafka ha desaparecido la tierra natal, se ha perdido la lengua materna. El lector descubre su humanidad desterrada, desnuda y sola. No hay cobijo para el dolor ni consuelo para el sufrimiento. Sin embargo, la recreación del absurdo despierta una reflexión que exige explicaciones. La indignación que surge se transforma en una crítica inclemente que ya no permite que las palabras las embrujen. Lo kafkiano se traduce en un mecanismo de reducción al absurdo que termina con la inocencia del lector, sembrando en él la desconfianza en los discursos.

Todos vivimos, una y otra vez, El procesoLa transformación. Desde nuestra realidad concreta, en tierras distintas y lenguajes múltiples, vemos castillos y murallas chinas. La lectura de los relatos de Kafka nos transporta al origen mismo de los mecanismos que nos esclavizan. Ya estando ahí, nos ayuda a rechazarlos. Desde la protección que nos brinda el exilio de la realidad podemos cuestionar la legitimidad de su autoridad sobre nosotros.

La literatura de Kafka nos conduce por un laberinto que termina en el mismo lugar en que comienza. Pero al final de cada experiencia nos sentimos más libres. De vuelta en nosotros mismos, después de pasear a salvo por las tierras del exilio, vamos venciendo el miedo a perdernos. Le lectura de Franz Kafka nos transporta a un hogar donde el espíritu se resiste a ser encadenado al color de la tierra y al sonido de las letras.

Publicado originalmente en la edición impresa de La Tempestad, no. 29, marzo-abril de 2003

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