jueves, 16 de mayo de 2024

Ficción electoral

En un relato publicado en 1955, “Sufragio universal”, el escritor estadounidense de ciencia ficción Isaac Asimov imaginó que las elecciones serían decididas por una sola persona escogida por Multivac, una computadora con la capacidad para determinar las preferencias de todo un país a partir de un individuo. El texto especula con el entonces lejano 2008 y el proceso electoral presidencial que recaería en Norman Muller, cuyo mérito era, por así decirlo, ser suficientemente común. Por supuesto, Muller vive una auténtica pesadilla al enterarse de que es el elegido. Asimov no explica a detalle el funcionamiento de la computadora, pero ahora podemos atribuirle un poder profético, si pensamos en los algoritmos que dominan nuestra vida diaria y la extracción de datos del ciudadano global. Con ese insumo –inexistente a mediados del siglo XX– se podría ensayar una suerte de experimento electoral como el que se describe en el cuento.

En la narrativa literaria y cinematográfica, al menos la preponderante en la gran industria, a menudo la democracia y, en particular, la llamada democracia electoral, no tiene mucho encanto. El poder del pueblo, atendiendo el origen etimológico del término, es visto como una caja de Pandora que es mejor limitar antes de que se salga de control y destruya el mundo moderno. Incluso en las historias fantásticas y de ciencia ficción –una oportunidad para imaginar sociedades distintas– es común encontrar réplicas exactas de monarquías, ubicadas en el espacio o universos alternos en los que la jerarquía se idealiza más allá de los problemas que genera. Por el contrario, cualquier alteración del statu quo es caricaturizado o descrito como una utopía que no vale la pena intentar. En uno de sus libros más famosos, La retórica reaccionaria, el economista Albert O. Hirschman habla del discurso mediático que demoniza cualquier intento de regular el mercado o el capital y abrir el juego democrático a toda la población, pues estas iniciativas podrían hacer mucho daño a pesar de sus buenas intenciones. En su momento fueron atacados el voto universal y el Estado de bienestar, por mencionar los ejemplos más representativos.   

La democracia electoral es, de muchas maneras, una historia que intenta vender una idea de cambio a través de la publicidad y, claro está, del poder mágico del voto. Christian Salmon, periodista y miembro del Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje (CNRS), describió muy bien en su ensayo Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes (2007) la estrategia narrativa de Barack Obama para encender los ánimos del electorado a través de su historia personal. El cuento de superación ya había sido usado antes como estrategia de venta, pero con la administración del primer presidente afroamericano de Estados Unidos se volvió dominante, pues la globalización supuso que el llamado homo economicus sería un emprendedor de sí mismo. Sin embargo, la crisis hipotecaria de la primera década del nuevo siglo –a juicio de muchos especialistas el inicio del largo fin del capitalismo– llevó a un vaciamiento del relato que fue sustituido por un mensaje cada vez más volátil, fragmentario e incendiario.

En 2019 Salmon publicó La era del enfrentamiento. Del storytelling a la ausencia de relato. En esta nueva aproximación se analiza el fenómeno representado por Donald Trump y su ascenso al poder un par de años antes. La gesta vendida por los liberales demócratas desde la época de Bill Clinton se alejó tanto de la realidad de los votantes pauperizados por el libre mercado que estos desecharon el cuento de hadas meritocrático en pos del mundo incoherente y desarticulado de Trump.

Como cualquier narrativa en crisis, la democracia electoral exportada por Estados Unidos se mantiene solamente por una propaganda cada vez más difícil de vender a las nuevas generaciones, que han dejado de creer en la política a través de las elecciones y los partidos. Las encuestas de opinión muestran que un sector cada vez más importante de ciudadanos prefiere regímenes autoritarios que les garanticen una vida digna, en lugar de la democracia liberal en la cual tienen, en apariencia, el poder de elegir, aunque lo que elijan no cambiará el darwinismo social en el que malviven todos los días.

En abril de este año la editorial española Errata Naturae publicó Menuda papeleta. Cómo entretenerse durante un domingo electoral. El libelo, haciendo honor a la mejor tradición del género, es del escritor y cineasta francés François Bégaudeau. A través de la sátira y, sobre todo, gracias al ojo crítico con el que se mira el dogma del voto, nos invita a cuestionar un sistema que se nos vende no sólo como el único posible sino como la forma ideal de hacer política. Bégaudeau desmenuza al votante –el héroe de la jornada electoral– y nos lo presenta en su justa dimensión: un espectador inmóvil, cautivo permanente de la élite que se legitima periódicamente a través de las elecciones. No lo menciona, pero el elector del siglo XXI es un complemento perfecto de la economía de la atención que requiere de una intervención mínima para funcionar, una suerte de ciudadano ideal que delega su capacidad de acción a través de un acto, el voto, mientras la historia es protagonizada por otros, la minoría.

Hay una idea interesante en el libelo del cineasta y militante de izquierda francés: la democracia que funciona sólo en tiempo de elecciones es, justamente, una ficción que simula integrar al votante en una suerte de futuro que nunca llega. La interacción del ciudadano con este tipo de democracia es un relato lleno de estereotipos que antes se identificaban con el eje ideológico izquierda-derecha, pero que ahora se diluye en un discurso ambiguo que, en el peor de los casos, explota la ira de la población olvidada por el progreso del capitalismo tardío. En este caso, siguiendo la argumentación de Bégaudeau, los intentos por recuperar la democracia no electoral –organización sindical, referéndums, comunidades fuera del control gubernamental, defensa de los bienes comunes, entre otros– son desafíos a una ficción que naufraga de diferentes formas. Cruzar esa línea, por supuesto, implica muchos riesgos por el estado global policial que se endurece en muchos países. Sin embargo, en años recientes la necesidad de romper el relato único –y todas sus implicaciones para incidir en el mundo real– es más urgente.

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