miércoles, 22 de mayo de 2024

‘Hotel Nirvana’: Leary en Zihuatanejo

¿Usted cómo ve la obra? –me pregunta un espectador a un asiento de distancia, durante el intermedio. Me pregunta también si soy crítico de teatro. Yo interrumpo la redacción de un “Khè?”, que describe el bailecillo del elenco durante ciertas transiciones insípidas, miro a mi interlocutor y digo, sin una pizca de mamonería:

–Sí, sí soy. Pues la veo mal, francamente. Una amiga muy avispada vino al estreno y me confesó que se quedó dormida. Ahora veo por qué. Me interesaría, más bien, conocer su punto de vista como espectador. ¿Va mucho al teatro?

Resulta que este espectador es un aficionado al teatro. Es su hobby y su lugar favorito los fines de semana.

–Yo me doy cuenta de que una obra no me está “funcionando” cuando me pongo a pensar: “¿Habré cerrado bien la puerta?” o “¿Cuánto tiempo ha pasado?”, y ahora me pasó –responde con cierta culpa. Le digo, con la responsabilidad afectiva que a veces se da entre camaradas de butaca, que sus reacciones son naturales y de lo más válidas. Además, de no obligarme a prestar atención para escribir este texto, yo también estaría pensando en mi cerradura–. Es que siento que los personajes no terminan de… –y aquí hace un gesto; entrelaza los dedos con fuerza y sacude las manos para afianzar el puño. Me muestra la firmeza de la que carecen los personajes de Hotel Nirvana.

–Es que todos los personajes son el mismo –le digo. Procedo a contarle de una entrevista que leí dos días atrás. Juan Villoro declara: “Hace unos siete años Luis de Tavira me invitó a escribir para la CNT [Compañía Nacional de Teatro]. Y, entonces, tomé el atrevimiento de hacer una obra con muchos personajes, y eso sólo puedes lograrlo con una compañía de repertorio que te permita contar con un elenco amplio”. El autor determinó escribir trece personajes para insinuar la última cena. Ya a la hora de ensayar, Antonio Castro le señaló, a la manera de Salieri en Amadeus, que su texto tenía too many notes, es decir, que le sobraban personajes. Villoro no puso peros y se convenció de que “la obra se iba a diluir con tantos destinos”. Solo puedo especular, pero guillotinar personajes con tal soltura, a pesar de que su número fue determinado por la necedad de aludir a la Biblia, denota que la obra fue escrita a favor y a partir de la situación deseada y no del carácter.

Hotel Nirvana

Imagen de la puesta de Hotel Nirvana en el Teatro de las Artes del CENART. Cortesía del INBAL

Cuando se omite una presencia de la ecuación irremediablemente el orden de los hechos cambia. Si se omitiera a Guildenstern, ¿sus diálogos pasarían a ser de Rosencrantz? No, si se cuenta con los recursos de la CNT. El recorte solo sucede en el caso de que haya un Guardia 1 y un Guardia 2, a menos que su carácter sea relevante para accionar (esto incluye hablar). Los personajes secundarios en cualquier obra de estructura clásica, independientemente del tono, suelen ser bidimensionales. “Le traigo esta carta”, dice Un Mensajero. Sale. No vuelve a entrar hasta que le toca ser, ahora, Guardia 2. En el caso de Hotel Nirvana no vemos personajes secundarios, sino personajes que han sido disminuidos, no por falta de parlamentos sino de sustancia; se les negó la tridimensionalidad. Con la asistencia del cuerpo y la voz de lxs actores, algunos de ellxs pueden, solamente, fingir que la tienen.

Un poco sobre la trama, para entender mejor: Hotel Nirvana se desarrolla en un hotel en Zihuatanejo en los años sesenta. Tom (escrito a partir de Timothy Leary e interpretado por Miguel Cooper), psicólogo y aparente pionero en la investigación de los psicodélicos, lleva a cabo sesiones grupales de experimentación. La droga ficticia se llama logos y su efecto se consagra en el léxico. En otra entrevista, Juan Villoro dice que esta droga saca a relucir “los excesos de la elocuencia”.

El grupo está conformado por una ex monja (Mariana Villaseñor), una niña rica (Irene Repeto), una filósofa (Amanda Schmelz), un antropólogo (Fernando Sakanassi), un funcionario de gobierno (Arturo Beristain), un joven veterano (Fernando Bueno), una prostituta que es ex de Tom (Marissa Saavedra) y un cazador cherokee (Armando Comonfort). Se trata de personajes prototípicos, es decir, representantes idóneos de una categoría. Esto puede deducirse de sus tópicos: la monja hace chistes sobre lo lésbico y lo divino, el soldado hace metáforas bélicas, la filósofa despotrica contra el artificio académico y el cherokee se llama Wichita y carga consigo el incómodo tropo del salvaje místico y borracho. En mi opinión este último es el personaje más descuidado de la obra.

Especulo, una vez más, que fue sencillo eliminar a dos personajes así nomás porque sus diálogos son intercambiables (siempre y cuando se adapten al campo semántico de otro personaje). Podría haberse eliminado a otros cuatro sin problema, pues de antitéticos sólo tienen la máscara. Todos estos prototipos y clichés hablan con la lengua de Juan Villoro cosida al interior de su boca. Hay un deseo secreto de soliloquio. Pareciera que el logos es, en realidad, una síntesis química del autor.

Lo más tridimensional de la obra son unos poliedros (de papel maché, madera ligerísima o quizás fomi) que se utilizan para “jugar” durante las sesiones de logos. Cada vez que esto ocurre desciende un ojo gigante de bambú en el centro del escenario. De hecho casi toda la escenografía es de bambú: dos pares de habitaciones de hotel distribuidas a un lado y el otro, con paneles deslizables de metal negro. En cada cuarto hay una cama con cojines beige muy monos, una lámpara colgante y unas cuantas sillas que lucen cómodas. Bien podrían donarle estas habitaciones a un hotel del verdadero Zihuatanejo al finalizar la temporada.

Hotel Nirvana

Imagen de la puesta de Hotel Nirvana en el Teatro de las Artes del CENART. Cortesía del INBAL

Una pista de que estamos viendo un melodrama: la escenografía recrea de manera realista el escenario al que desea transportarnos la obra, para compensar las dinámicas idealistas de la trama. Aún así las luces que se proyectan sobre el ojo gigante no logran animarlo. Después de unos minutos a uno se le olvida su presencia, porque no aporta nada. Su mirada, que anhela ser divina, es una extravagancia. Un cambio de luces bastaría para marcar la diferencia entre la cotidianidad y las sesiones místicas de Tom. También, de preferencia, un cambio más notorio en las dinámicas verbales, pues, aunque se dice con todas sus letras que el logos exalta, libera y tuerce el lenguaje de sus consumidores, en realidad estos juegos están presentes en todo momento, solo que en menor medida. Una justificación podría ser que todo el tiempo están consumiendo logos en dosis pequeñas, además de otras drogas que alguien metió de contrabando.

En 1957 Noam Chomsky publicó su primer libro, Estructuras sintácticas. Allí expone su teoría de la adquisición del lenguaje: sugiere que los humanos tienen una predisposición biológica para aprenderlo, reflejada en una gramática universal. Para explicarlo escribe su ya célebre oración “Las ideas verdes incoloras duermen furiosamente”, que, aunque gramaticalmente correcta, carece de significado semántico. No tiene sentido. La oración tiene un sujeto que se contradice de inmediato, un verbo que no empata con la naturaleza del sujeto y un adverbio que remata un predicado imposible o, al menos, difícil de imaginar.

“No quiero decir nada coherente”, dice uno de los personajes de Villoro en algún momento. “Lo estás logrando”, pienso en seguida, y recuerdo a Chomsky. Con su logos, me parece, el autor realiza variaciones semánticas que no deforman la gramática, empero la emperifollan; juegos fónicos simples como el que acabo de hacer con “empero” y “emperifollan”. Los “excesos de la elocuencia” a sabiendas de la propia. Esta obra tiene muchas ganas de ser pornografía fonética. Sin embargo el éxtasis verbal se diluye ya no por el exceso de personajes sino porque estos se alaban entre sí cada cinco frases; se felicitan o se condenan por su elección de vocabulario.

Con juegos de palabras, frases hechas y rimas chuscas, Hotel Nirvana es la fusión de la hipótesis de Chomsky con un Cantinflas en su época decadente. Lo primero con relación al texto; lo segundo repartido a michas con la dirección escénica. Para acabarla de amolar la música de las transiciones altera el tono hasta aterrizarnos en una sitcom. Los cambios de escena con guitarrazos groovy nos llevan del departamento de Chandler a la oficina de Rachel. Si lo que vemos en escena es, en efecto, una sitcom, sólo hacen falta las risas grabadas.

Quizá lo anterior es lo más congruente de la puesta, pues ratifica, de mano de la anécdota y la escenografía, que estamos viendo un melodrama. Por supuesto que existen risas del público. Uno va al teatro con ganas de reír y sentir. A veces la desesperación de no sentir nada nos lleva a reír. Esto ocurre sobre todo en el monólogo histrión que se echa Arturo Beristain. No le quito crédito al primer actor. De hecho su participación, la de Amanda Schmelz y la de Mariana Villaseñor nos sacan del vagabundeo mental y nos devuelven al escenario durante sus escenas. Pero los esfuerzos individuales no son suficientes para rescatar una obra.

Hotel Nirvana

Imagen de la puesta de Hotel Nirvana en el Teatro de las Artes del CENART. Cortesía del INBAL

Antonio Castro declara en una entrevista que los personajes son “un grupo de locos delirantes”. Me parece una salida fácil describir como “loco” a cualquier personaje con deseos de alterar su conciencia, además de un gancho fácil para atraer espectadores. Aquí salen a relucir los prejuicios del director con el tema de la alteración de la psique, que, curiosamente, empata y simplifica ciertas características problemáticas del propio Leary.

El psicólogo Herbert Kelman dixit: “A menudo [Leary] solía hablar de cosas de las que no sabía nada, como el existencialismo, y le decía a los estudiantes que la psicología era todo juego. Me parecía arrogante e irresponsable”. Otra cita sobre Leary, en boca de su amigo Albert Hofmann: “Dijo tonterías que me dejaron bastante preocupado. No sobre su salud mental, porque está perfectamente sano, sino acerca de su perspectiva del mundo”. Y es que Leary no fue pionero de las tecnologías disruptivas de la psique, pero se puso esa máscara frente a sus seguidores, víctimas de su célebre carisma.

Hotel Nirvana retrata a Timothy Leary como un profeta que pudo evitar la catástrofe del narcotráfico con la que sabemos que ha lidiado México por décadas. El mismo Juan Villoro lo llama “el gran profeta del ácido lisérgico”. Leary “estaba convencido de que [el LSD] no se trataba de una droga adictiva y que de manera regulada y controlada se podían abrir las puertas de la percepción”, declara Villoro. También insinúa que, a partir de su breve presencia, “México se convirtió en la sede mundial de la expansión de la conciencia”. Me parece peligroso idealizar sucesos y seres polémicos de esta naturaleza.

Zihuatanejo es hoy en día una ciudad en la que la gentrificación y la turistificación van en aumento. Si el sueño de Leary era que México se convirtiera en un paraíso de exploración psicodélica para el curioso Occidente, sin duda se cumplió. La utopía que dibuja Juan Villoro en su retrato de los sesenta contrasta, amarillo chillón, con la distópica colonización actual. Para que el colosal ojo de Dios nos mire hay que pagar un precio en dólares.

Terminé de decir todo esto (como está escrito aquí) y el espectador vecino, quien ya a estas alturas era mi compadre, asintió con cautela. Mi plus one regresó del baño y se sentó entre nosotros a tiempo para que se abriera de nuevo el telón para el segundo acto. Al finalizar la obra me fijé en las manos de mi nuevo amigo: quietas sobre su regazo.

Hotel Nirvana, escrita por Juan Villoro y dirigida por Antonio Castro para la Compañía Nacional de Teatro, se presentó del 4 al 21 de abril en el Teatro de las Artes del CENART, Ciudad de México

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