Publicamos la última de tres entregas de este texto que analiza las dinámicas de producción de la industria de la moda y sus consecuencias económicas y sociales como parte de un sistema de explotación de recursos humanos y ambientales que alcanza una producción mundial de 80 mil millones de piezas de ropa por año y que se ha convertido en «el emblema de un problema laboral planetario». El texto se desprende de nuestro actual tema de portada Ferocidad de la moda. Consecuencias ecológicas y sociales de una industria en expansión [LT, 113].
Apunte sobre estética
Después de repasar algunos ejemplos de las implicaciones ecológicas y laborales de la industria de la moda, podría parecer superficial hablar de su costado meramente estético, pero queremos defender que éste se encuentra fuertemente entrelazado con las problemáticas fuertes de la fast fashion. Si los números hablan de una producción mundial de 80 mil millones de piezas de ropa por año, lo que representa un incremento de un 400% en las últimas dos décadas, semejante proceso de furia capitalista tiene por necesidad una doble consecuencia: el avasallamiento de sus fuerzas materiales de trabajo, sea en su forma de capital constante o de capital variable, y la disminución dramática de la calidad de las prendas, por el abaratamiento de sus materiales, por supuesto, ¡pero también por una simple cuestión matemática! No hay industria que soporte la espiral de producción en la que se internó la moda. El efecto es paradójico y concierne de forma directa al discurso del diseño (hasta el día de hoy, un infame aliado de la industria, a niveles que nos deberían hacer cuestionar radicalmente a la disciplina). Esa espiral deviene inmovilidad: los patrones, las formas y los cortes se hipersimplifican, y lo que se supone que debía satisfacer el hambre de cambio constante entra en un período estático.
Si la investigadora argentina Susana Saulquin ha dicho que las prendas éticas son incompatibles con la producción masiva, podríamos extender su declaración al campo de la estética. Por eso, análisis como el de Elizabeth Cline, autora de Overdressed (2013), pueden llegar a ser desesperantemente estrechos: se limitan a defender un idealizado «poder del consumidor» (en una especie de homeopatía para las enfermedades del capitalismo, como si la industria no hubiera inventado a la figura del consumidor). «Creo que lo más importante», ha dicho, «es que la gente sea estratégica respecto a la moda. Y eso puede significar sentarse a principio del año a trazar un presupuesto para su ropa. Los estadounidenses gastan, en promedio, mil 100 dólares al año en prendas, por lo que podemos apegarnos a eso». Voluntarismo, disfrazado de poder, del consumidor. Compremos estratégicamente, no importa en dónde, pero nunca dejemos de hacerlo. Después reciclemos. Y arañemos porcentajes nimios en las cantidades exorbitantes de producción textil. Así estaremos siempre a la defensiva en la batalla por los recursos naturales, por los salarios y por nuestras visiones estéticas particulares.
Otro dato escalofriante proveniente de The True Cost como epílogo: en los últimos 15 años, 250 mil agricultores de algodón de la India se han suicidado, debido a sus condiciones paupérrimas de trabajo y a las deudas contraídas por comprar semillas genéticamente modificadas. No hay, sin embargo, pérdida para la industria: a pesar de estos daños colaterales, puede crecer el doble en la mitad del tiempo si así se lo propone. Los mercados continúan ampliándose y los desechos pueden maquillarse u olvidarse; finalmente, un pedazo de tela pesa menos que las ruinas de un edificio. Continúa el diálogo, ahora con música de fondo, entre la moda y la muerte.
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