Es una tarde de mediados de agosto en el centro de Sarajevo. En un cuarto de hotel, en una carrera contra el calendario, Amat Escalante intenta poner punto final al montaje de su cuarto largometraje, La región salvaje. Menos de dos semanas después la película, un estira y afloja entre la fantasía, el terror y la violencia psicosexual ambientada en Guanajuato, será proyectada en tres selecciones en competencia de Venecia, Toronto y San Sebastián –todos durante septiembre–, en donde está programada y ha sido anunciada como uno de los platos mayores. Pero Escalante, uno de los rostros mexicanos más reconocibles en el circuito global de festivales, se enfrenta aún a un cúmulo de decisiones creativas que deberán quedar zanjadas antes de enviar las copias a los tres certámenes que, por si faltara presión, son los más relevantes del segundo semestre de la industria.
Escalante se encuentra en Bosnia para recibir un homenaje, presentar una retrospectiva de su trabajo y encabezar el programa Talents Sarajevo, que reúne a un batallón de jóvenes profesionales del cine nacidos o radicados en la compleja y vitriólica Europa suroriental. ¿Qué tiene que decirles a ellos un cineasta mexicano de 37 años, con tres largometrajes y medio a cuestas? Si se mira bien, la locación no es gratuita, ni el motivo accidental. La capital balcánica y el cine de Escalante son variaciones obsesivas sobre las mismas recurrencias: la violencia fraterna, el desgarramiento interno, el peso del silencio y los horrores latentes del pasado, siempre presentes en el polvo, las sombras, los reflejos, los vacíos, las miradas.
No obstante su edad –nació después que lo hicieran el vhs o el Nintendo–, hace tiempo que el director de Los bastardos (2008) echó por tierra el estigma de ser un cineasta joven o una promesa, sobre todo a partir de que Heli (2013), su desolado, clínico y estoico acercamiento a la violencia narco-militar del México contemporáneo, le valiera el premio a Mejor Director en Cannes y una distribución inusual en territorios regularmente ajenos al cine mexicano, como el Reino Unido. Quizá por eso el Escalante que encuentro, un mes después del homenaje bosnio, en un desayunador céntrico de la ciudad de México, parece un hombre dotado de intuiciones, inquietudes, búsquedas y temores mayores a los que indicaría su acta de nacimiento.
No ha tomado un respiro durante los últimos nueve meses, que son los que ha ocupado la posproducción de La región salvaje y su agitado lanzamiento en Venecia, en donde se alzó con el León de Plata a Mejor Dirección. Quizá prefiere no pensar en ello, pero es el primer realizador mexicano en reclamar ese título en dos festivales consecutivos. «Así te acostumbras», le digo: «el día que te den la Palma de Oro vas a conocer el estrés». Ríe, pero a medias. Ambos sabemos que la idea no es descabellada. En unos días, la película tendrá su primer encuentro frontal con su público natural, el mexicano, como parte de la competencia del Festival Internacional de Cine de Morelia. Tres años atrás, durante la polvareda levantada por Heli en la opinión pública, un columnista histérico, poseído por cierto ímpetu estalinista, reclamó que se le levantara un acta por “traición a la patria”; cuál será la respuesta a La región salvaje, por parte de ciertos guardianes de las buenas maneras, sigue siendo un misterio.
Al inicio de los procesos creativos de Amat, siempre está el cine de horror, sus leitmotivs, sus tradiciones. Aunque no suele declararlo ante nadie, el detonante argumental para su primer largometraje, Sangre (2005), fue Blood Feast (1963), del esotérico Herschell Gordon Lewis, una rareza de culto subterráneo que es, casi con seguridad, el primer largometraje de ficción donde se muestra un desmembramiento. «Las ideas siempre vienen del cine de terror, a veces del fantástico, a veces del realista. Todas mis películas son, aunque no lo parezcan, aunque uno no lo imagine, películas de horror». En la semilla de su cinta más reciente se intuye La posesión (1981), del recientemente fallecido Anzdrej Żuławski, pero también los sótanos más prosaicos del gore, el sexploitation y la serie B.
La región salvaje da un paso más en esta dirección: además de la familia de cuatro miembros, el protagonista implícito es una bestia tentacular, capaz de provocar orgasmos descomunales en las mujeres que se crucen en su camino. «Quise explorar el proceso mediante el cual una mujer se empodera, se libera, se adueña de una situación. La idea para la película nació de la necesidad de hacer algo íntimo, pero eso mismo podría decir de mis otras películas. El germen siempre está en la intimidad, sea mía o de los personajes, en este caso, de una familia completa. Los detonantes siempre son emocionales: el deseo o el ocultamiento de los deseos; el interior, y no la apariencia, de lo que le sucede a estas personas». ¿Por qué Guanajuato? ¿Hay, en esta historia sobre sexualidad reprimida y disfunción familiar, un llamado a la conciencia de una comunidad orgullosa de su conservadurismo y de sus murallas morales? «Todas mis películas nacen de los lugares en los que he crecido, que resultan ser de Guanajuato. Me interesa observar a la gente ahí, en ese cosmos, entender lo que observo, lo que pasa, lo que siento». Sin embargo, su interés rara vez parece ser sociológico o documental. Guanajuato, en el cine de Escalante, es más un estado de la psique, un trasfondo estético o un detonante anímico, pero nunca un pretexto para denuncias obvias o militancias fáciles.
Quizá, después de todo y como él afirma, su cine está poblado por bestias y demonios encubiertos: los torturadores adolescentes de Heli, los tratantes de blancas en el cortometraje Esclava (2014), los glaciales sicarios mexicanos que dan título a Los bastardos, todos guardan, al fin y al cabo, un horror más hondo que el de la creatura de La región salvaje. El México profundo, para Escalante, es un territorio poblado por monstruos: «Pienso, por ejemplo, en los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Sabemos todo con tanto detalle, con tanta precisión, y al mismo tiempo, todo eso sigue escondido en la oscuridad, quizá para siempre. Lo mismo pasa con las mujeres muertas en el Estado de México, en Juárez, en Guanajuato. Los muertos sencillamente aparecen, salen del suelo, de la tierra. En una película de horror vemos aparecer un muerto y sabemos que hay un monstruo, aunque no lo veamos. ¿Quién es el monstruo de nuestros muertos? El sistema, lo que no funciona». Como ninguna otra película anterior en su filmografía, La región salvaje es literaria; como escribiera Robert Bresson en sus Notas, nace en la cabeza, muere en el papel y resucita en la pantalla. Escalante no tiene reparo en admitir que su talón de Aquiles han sido siempre las estructuras ajustadas: «después de escribir mi primer cortometraje, Amarrados [2002], una profesora me recomendó leer la Poética de Aristóteles para pulir el final, los arcos, las escenas. La verdad es que, aunque lo compré, no le hice caso», recuerda entre risas. «Para esta película me senté a escribir el guion con Gibrán Portela, lo que me ayudó mucho. Su ayuda es palpable. La película tiene un final que para mí es muy satisfactorio, es distinto al de Heli, en la cual busqué un final un tanto abierto, un final sin final porque la vida así es, anticlimática: te puedes morir un día en el que no pasó nada excepto eso, que te mueres». En la elección de Portela, uno de los guionistas con valor al alza en el cine mexicano reciente –suyos son, también, en coautoría, los libretos de La jaula de oro (2013) o Güeros (2014)–, se intuye un acierto: su hábil tradición dramatúrgica, su talento sólido para desarrollar personajes y arcos narrativos, parecen la opción más sensata para domar la desbordada fantasía de violencia erótica e intimidades expuestas que propone La región salvaje.
Las rutinas de trabajo de Escalante también tuvieron que ajustarse a las exigencias de su visión. Por primera vez el cineasta enfrentó a su elenco a un calendario de ensayos y lecturas previas del guion. Por otro lado, el trabajo de cámara y efectos visuales involucró al estudio danés Ghost VFX y al cinefotógrafo Manuel Alberto Claro, conocido por sus trabajos recientes para Lars von Trier. El trabajo en el set, que en Heli permitía grabar entre veinte y cuarenta y seis tomas por cada plano, obligó a Escalante a reducir, planificar y medir como nunca antes, pero también a ensanchar su universo autoral hacia una nueva escala, abierta a posibilidades radicalmente distintas, sobre todo en la posproducción. «Aún así, extraño el cine», admite. «Hice mi primera película en 16 mm, la segunda en 35 y las dos más recientes en digital. Para el cine ya no existe la diferencia entre el filme y el video digital, que era, por ejemplo, la bandera estética del movimiento Dogma: una apariencia cruda, casera, que era por definición opuesta a la imagen concebida para cine. Hoy esa diferencia compete sólo al cineasta, y yo lo extraño: me gusta el grano, la parte técnica, mandar a revelar».
Tanto Amat como su hermano Martín –músico y compositor de la banda sonora– aprendieron a relacionarse con los procesos creativos antes de entenderlos o ponerles nombre. Su padre, el pintor guanajuatense Oscar Escalante Betancourt, pintaba en la cocina o el comedor mientras sus hijos desayunaban o cenaban a unos pasos de distancia, con el olor de pigmentos y alimentos mezclándose en la intimidad hogareña. «Él estaba ahí, pintando en silencio. De vez en cuando, alguien lo cuestionaba: ¿Por qué se ve así? ¿Por qué pintaste eso? Y él nunca tenía respuestas racionales o satisfactorias. Yo tampoco las tengo para mis películas, pero si ves sus pinturas, cómo utiliza los cuerpos, la violencia, los paisajes, puedes ver algo de lo que hago yo».
A pesar de ello, Escalante no parece interesado en hacerse presente como autor en su obra. «Me interesa desaparecer, que el público se relacione con los personajes y con los temas, no con el director». Quizá por ello su nombre nunca está al inicio de la película, sino en los créditos finales: «Me gusta pensar que es posible llegar a lo que hizo Buñuel en su última etapa, o Manoel de Oliveira, o lo que siempre hizo Bresson, desaparecer». Lo sepa o no, su búsqueda es la misma que le costó la vida a Flaubert: la disolución del autor en toda su obra, su presencia tácita, perpetua. ¿El autor como Dios en su creación? No exactamente: si acaso, como un monstruo sin nombre encerrado en una cabaña, en el centro de un bosque que resume y resguarda nuestros miedos.
Esta entrevista se publicó originalmente en nuestra edición impresa La Tempestad 115.
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