Segunda parte de “El arte en Internet”, uno de los capítulos de Arte en flujo, el libro del pensador alemán Boris Groys traducido y publicado por Caja Negra. (Lee el primer fragmento.)
Por ejemplo, los textos literarios y las obras de un artista o de un escritor se encuentran en Internet cuando uno googlea el nombre de esa persona. Ahí las vemos junto con otra información: su biografía, otras obras, sus actividades políticas, reseñas críticas, detalles de su vida privada, etc. El texto “ficcional” de un autor se integra a la información sobre él como persona real. A través de Internet, el impulso de la vanguardia que direccionó el arte y la escritura desde comienzos del siglo XX encuentra su realización, su telos.
El arte se presenta en Internet como una realidad específica: un working process o un proceso que es parte de la vida, que tiene lugar en lo real, en el mundo off-line. Esto no significa que el criterio estético no desempeña ningún rol en la presentación de datos en la red. Sin embargo, en este caso no estamos frente al arte sino ante el diseño de información –es decir, frente a la presentación estética de documentación sobre eventos reales de arte y no ante la producción de ficción.
En este punto, la palabra documentación es crucial. Durante las últimas décadas, cada vez más exhibiciones y museos de arte incluyen, junto con las obras, su documentación. Pero esta vecindad es siempre muy problemática. Las obras son, en efecto, arte: inmediatamente se revelan como algo para ser admirado, experimentado emocionalmente, etc. Las obras también son ficcionales: no pueden ser utilizadas como evidencia en un juicio, no garantizan la verdad de lo que representan. Sin embargo, la documentación artística no es ficcional: se refiere a un acontecimiento estético, una exhibición, instalación o proyecto que, asumimos, tuvo lugar realmente. La documentación artística se refiere al arte pero no es arte. Es por eso que la documentación puede reformatearse, reescribirse, extenderse, sintetizarse, etc. La documentación estética puede, entonces, someterse a toda una serie de operaciones que están prohibidas para una obra, ya que cambiarían su forma. Y la forma de la obra está garantizada institucionalmente porque sólo ella garantiza la identidad de esa ficción que es la obra de arte y su reproductibilidad. Por el contrario, la documentación puede cambiarse a voluntad debido a que su identidad y reproductibilidad están garantizadas por la forma de su referente externo y “real” y no por la suya. De todos modos, incluso si el surgimiento de la documentación precede al surgimiento de Internet como medio artístico, fue la aparición de Internet lo que le dio su legítimo lugar a la documentación artística.
Mientras tanto, las instituciones culturales han comenzado a usar Internet como un espacio central para su autorrepresentación. Los museos exhiben sus colecciones en la red. Y, por supuesto, el almacenamiento virtual de imágenes de arte es mucho más compacto y más fácil de mantener que los museos tradicionales. Así, los museos son capaces de exponer partes de sus colecciones, que habitualmente quedan guardadas en sus depósitos. Lo mismo puede decirse de las editoriales que expanden permanentemente sus colecciones electrónicas. Y lo mismo ocurre con los sitios web de los artistas: uno puede encontrar allí la representación más completa de su trabajo. Ese material es, de hecho, lo que los artistas le muestran a alguien interesado en su obra; si uno va al estudio de un artista, él o ella usualmente ubica una computadora sobre la mesa y muestra la documentación de sus actividades, incluyendo no sólo la producción de sus obras sino también su participación en proyectos a largo plazo, instalaciones temporarias, intervenciones urbanas, acciones políticas, etc. Internet permite que el autor o autora hagan su trabajo accesible a casi todo el mundo y crea, al mismo tiempo, un archivo personal de este trabajo.
Así, Internet conduce a la globalización del autor, de la persona del autor. No me refiero aquí al sujeto autoral –ficcional– que supuestamente proyecta sobre la obra sus intenciones y sentidos para que puedan ser hermenéuticamente descifrados y revelados. Este sujeto autoral ya ha sido deconstruido y proclamado muerto varias veces. Me refiero, en cambio, a la persona real, a la que existe en la realidad off-line y a la que se refiere la información de Internet. Este autor o autora utiliza Internet no sólo para escribir novelas o producir obras de arte, sino también para comprar boletos, hacer reservas en restaurantes y realizar otras transacciones. Todas estas actividades tienen lugar en el mismo espacio integrado, y todas ellas son potencialmente accesibles a otros usuarios de Internet.
Esos autores y artistas, de igual manera que los demás –individuos y organizaciones– tratan, por supuesto, de escapar de esta visibilidad total creando sofisticados sistemas de claves y de protección de la información. En la actualidad, la subjetividad se ha vuelto una construcción técnica: el sujeto contemporáneo se define como el dueño de una serie de claves y contraseñas que él o ella conoce y los demás no. El sujeto contemporáneo es, en lo fundamental, alguien que guarda secretos. En cierto modo, es una definición de sujeto muy tradicional: el sujeto siempre se definió como aquel que conoce algo sobre sí mismo que nadie –excepto Dios, quizás– puede conocer, y esto porque los demás están ontológicamente incapacitados para pensamientos ajenos. Sin embargo, hoy en día, debemos lidiar con secretos que no se encuentran ontológicamente sino técnicamente protegidos. Internet es el espacio en el que el sujeto se constituye como transparente y observable en su origen; y también es el espacio en el que luego ese sujeto toma medidas para estar técnicamente protegido, para ocultar el secreto revelado originalmente. Por otra parte, toda protección técnica puede sortearse. Hoy en día, el hermeneuta es un hacker. Internet es el lugar de las guerras cibernéticas en las que el trofeo es el secreto. Conocerlo implica tener bajo control al sujeto que se constituye a partir de ese secreto; las guerras cibernéticas son guerras de subjetivación y desubjetivación.
Sin embargo, estas guerras pueden tener lugar sólo porque Internet es, en un primer momento, un lugar de transparencia y referencialidad. Sin embargo, los así llamados proveedores de contenidos se quejan con frecuencia de que sus producciones artísticas naufragan en el océano de información que circula en Internet y de que, por lo tanto, siguen siendo invisibles. De hecho, Internet funciona como un gran basurero en el que todo desaparece más que emerger: la mayoría de las producciones de Internet (así como las personas) nunca logra alcanzar el nivel de atención pública esperado por sus autores. A fin de cuentas, todos buscan en Internet información sobre sus propios amigos y conocidos. Uno sigue ciertos blogs, ciertas páginas, revistas electrónicas y espacios de información, e ignora todo lo demás. Por lo tanto, la trayectoria típica de un autor contemporáneo no va de lo local a lo global sino de lo global a lo local. Tradicionalmente, la reputación de un autor –ya sea un escritor o un artista– se movía de lo local a lo global. Uno tenía que ser conocido a nivel local para luego poder establecerse a nivel mundial. En la actualidad, se empieza por la autoglobalización. Subir un texto o una obra a Internet significa abordar de modo directo a la audiencia global, evitando cualquier mediación local. Aquí lo personal deviene global y lo global se vuelve personal. Al mismo tiempo, Internet ofrece la oportunidad de cuantificar el éxito global de un autor debido a que es una enorme máquina de homologar tanto a los lectores como a sus lecturas. Cuantifica el éxito según la regla “un clic, una lectura (o una visita)”. Sin embargo, para poder sobrevivir en la cultura contemporánea hay que capturar la atención del público local y off-line para alcanzar así una exposición global y volverse no sólo presente a nivel global, sino también familiar a nivel local.
Aquí surge una pregunta más general: ¿quién es el lector o el espectador de Internet?
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