Hoy, en su columna quincenal “Lecciones de Odio”, Franco Félix arremete contra la racionalidad correctilla y los autores faraónicos, pero momificados. Una invitación a orinar el canon inspirada por la lectura de El Padre Muerto, la novela de Donald Barthelme. Autor indispensable para husmear en las fibras del cinismo literario posmoderno, oriundo de Filadelfia, este año Barthelme (1931-1989) celebraría su cumpleaños número 85. La primera edición de El Padre Muerto (Farrar, Straus and Giroux, Nueva York) apareció en 1975.
Hace unos días charlaba con mi amigo Rafael Miranda Bello, colaborador de El Excélsior, sobre El Padre Muerto de Donald Barthelme, a propósito de un ciclo de novelas breves llamado “Mundos en Corto” que está coordinando. Los editores del diario publicaron sólo un fragmento de la conversación porque me extiendo mucho siempre en mis respuestas. Me he quedado con ganas de seguir hablando de este libro que todos deberíamos leer para odiar con elegancia. Vayamos.
Hace unos meses leí El Padre Muerto en un avión. Ahora no recuerdo hacia dónde viajaba o de dónde venía. Es un libro relativamente corto, así que lo devoré en un vuelo doméstico. Saqué mi cámara y lo fotografié para compartirlo en Facebook. Quería decirle a todo el mundo que debía leerlo cuanto antes. Exagero cuando digo todo el mundo. Quiero decir, a mis contactos. Pero no hay Internet en el avión, así que interpelé a mi vecino de asiento. No dije nada, sólo coloqué el libro al centro de su campo visual y cuando volteó a verme, con el ceño fruncido (porque interrumpí una película romántica que veía en su iPad), asentí un par de veces. Era eso, o levantarme por el pasillo a predicar la palabra de Barthelme y correr el riesgo de ser señalado como un terrorista para después ser golpeado por los pasajeros paranoicos. El sujeto de al lado retiró suavemente mi brazo y regresó a la cursilería pedante de dos rubios abrazándose en la playa. Me sentí verdaderamente solo a diez mil metros del suelo.
La escritura de Donald Barthelme es brillante por su capacidad de arrojar signos y lecturas desde la incoherencia y la inverosimilitud. Sus textos ocultan el gran mensaje literario, de la misma manera que lo hacen William Gaddis o Thomas Pynchon, cifrándolo mediante un realismo histérico que deriva en el humor. Los mecanismos de escritura son bastante experimentales y se componen de la materia del absurdo. El Padre Muerto alcanza una sintonía con Final de partida de Samuel Beckett, no sólo en lo formal y la detención del capital incoherente, sino en la complejidad del tema de la paternidad.
La historia es alucinante. Thomas lleva a su padre muerto hacia la tumba en un viaje delirante por varios caminos. El Padre Muerto no está completamente muerto y tampoco es tan paternal, por el contrario, parece un bebé gigante con una pierna ortopédica. Es colosal y debe ser arrastrado por una escolta de veinte hombres que lo jalan con un cable para hacerlo avanzar sobre una plataforma. Además de enorme, es peligroso y descuartiza personas en el trayecto si llega a escaparse. Como en una ocasión en que corre por el bosque y se encuentra con unos artistas, músicos para ser precisos, y los descuartiza con una espada. Al terminar de asesinarlos pasa esto:
«Mi cólera, dijo con orgullo. Envainó entonces la espada, se sacó de la bragueta la verga ajada y meó encima de los artistas muertos, juntos y separados, lo mejor que pudo: cuatro minutos o medio litro. Impresionante, dijo Julie, si no fuesen de cartón. Cariño, dijo Thomas, eres demasiado dura con él. Siento el mayor de los respetos por él y por lo que representa, dijo Julie. Sigamos. Y siguieron».
Los artistas en esta escena son mucho más pequeños. No sólo porque el Padre Muerto es gigante, sino porque son ridiculizados, orinados, mutilados. Esta banda enorme de músicos representa, a mi ver, la falsa afinación de la sociedad, su engranaje, su maquinaria. Con la espada los va a destrozando, primero al del arpa y luego por el del serpentón, y así va, uno a uno, eliminándolos, mientras los demás, sentados, tocando, esperan su turno, como si debieran hacerlo, resignados a la muerte. La sociedad es como una de estas máquinas de música, sigue sonando, aunque se cae a pedazos. Estamos hincados, como esos músicos, confiando plenamente en que la coherencia llegará antes de que nos acuchille la monstruosidad.
Creemos que reina la racionalidad y discriminamos con bastante frecuencia lo absurdo, lo extraño y lo que está roto pero estos pequeños tumores de la civilización también ayudan a comprender el trazo humano. Estoy seguro que si uno está completamente abierto a la abstracción puede entender este libro de Barthelme como un verdadero manual filosófico sobre la actualidad. Al centro de las páginas, hay un “Manual para hijos” que explica los tipos de paternidad que existen en el mundo. Se lee aquí, entre líneas, una constreñida crítica sobre la imposición de la paternidad y las estrategias que tiene el hijo a la mano. Este libro es, sin lugar a dudas, material para el feminismo de nuestros días. Léase “Padre Muerto” como falocentrismo. Sería interesante una lectura feminista sobre este maravilloso libro de Barthelme. Esperemos que alguien se atreva próximamente. Porque ya es hora de cortar los tentáculos de Boom Latinoamericano, saquemos al Padre Muerto y meemos sobre los músicos. Vengan, amigos, orinen conmigo.
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