El MUAC de la Ciudad de México presenta, desde el 28 de mayo y hasta el 27 de noviembre, Arqueología: Biología de Anish Kapoor, una exposición que obliga a cuestionar el tono adoptado por la crítica y la reacción del público ante eventos semejantes. Este texto fue publicado en La Tempestad 112.
Los dos Kapoor
Como César Millán (el encantador de perros, originario de Sinaloa), Anish Kapoor es sinónimo de superación. La suya es una historia de éxito: aburrido de las matemáticas, el joven estudiante de ingeniería abandona la escuela y emigra de Bombay a Londres, persiguiendo el sueño de convertirse en artista. El primer Kapoor, el intuitivo, es el mejor Kapoor: con A Thousand Names, un grupo de esculturas geométricas en pequeño formato cubiertas con pigmentos (expuestos por primera vez en la Hayward Gallery en 1978) que recuerdan al festival hinduista de Joli, logró, al mismo tiempo, formular una pregunta y su respuesta, un entendido entre dos versiones distintas de una misma realidad: misticismo y lógica, tradición y modernidad, arte y ciencia, India y Reino Unido.
El otro Kapoor, el diseñador de arte que recuerda a nuestro escultor estatal (Sebastián), es el peor. A las enigmáticas esculturas de juventud siguieron las instalaciones escultóricas en piedra, que derivaron en las famosas piezas de aluminio que distorsionan la percepción espacial del espectador mediante ilusiones ópticas. A partir de aquí, a mediados de los noventa, la ambición dimensional del artista indio-británico no ha conocido límites. A la manera de las obras de Zaha Hadid y Olafur Eliasson, el arte de Kapoor llega hasta donde el software y la ingeniería lo permiten, y siempre estará ahí donde un alcalde requiera una atracción artística en la plaza pública.
Nuevos asistentes, ¿nuevos públicos?
El MUAC trajo a Kapoor para vender. Las enamoradas declaraciones de Graciela de la Torre, directora del museo, a Excélsior son alarmantes: Kapoor privilegia a México al traer su obra; Kapoor es amable como nadie; Kapoor quiso una publicación muy universitaria para que fuera accesible al público, dijo: «ya hay muchos libros sobre mi obra, quiero que sea un libro como el que ustedes hacen». También explicó los motivos del artista para mostrar su obra en el museo de la Universidad: «la idea de una educación secular, democráticamente accesible, visitantes jóvenes e inquisitivos». Totalmente teatral
Es una exposición costosísima, pero dinero llama a dinero. Con Arqueología: Biología, el MUAC va a captar nuevos asistentes, pero no nuevos públicos. Para unos, el uso de la marca Kapoor resulta irritante, pero otros se irritaron con la muestra de Hito Steyerl hace dos años. Ambas picazones tienen sentido, y sobre todo nos hablan de la fricción entre las demarcaciones culturales en la Ciudad de México. Eventos como éste, y el de Yayoi Kusama en el Tamayo –o el de Hermann Nitsch en el Jumex– despiertan lo hipocresía de la comunidad artística local: súbitamente a todos tienen una opinión y se muestran preocupados de que el arte pierda su virginidad al vincularse con el espectáculo. Curiosamente nadie habla de las piezas; la crítica es pequeña, esnob y tiene un tufo clasista: «Ya se llenó el museo de gente tomándose selfies». Colegas: cuando el barco se hunde las cubetadas de agua se echan hacia afuera.
El propio Kapoor, defendiendo su trabajo, se mete la pata. Ha declarado a la prensa, entre otras cosas, que la belleza es igual a los derechos humanos: «Todo es en apariencia real, pero inventado»; «hay una diferencia entre un paseo en la rueda de la fortuna y el arte»; «no todo se trata de libras y peniques»; «como artista no tengo nada que me muera por decir».
Pecar
La inmaculada presencia de Kapoor en México no es definitoria de nada. Las exposiciones de museos contribuyen poco a la formación cultural del individuo (el museo es la autoridad, y nadie se siente cómodo con ella). Sin embargo, su resonancia plural sí es de consideración: la campaña publicitaria de la exposición es indecente. El problema no es que Kapoor haya venido a la fiesta por un rato, sino por qué nos importan tanto las decisiones de una gran institución cultural, pero no las propuestas de las pequeñas comunidades artísticas.
Tenemos un problema social antes que artístico o estético: si me gusta Twombly y lo veo en el Jumex, me tomaron el pelo (porque el corporativo de los jugos colecciona Twomblys); si me gusta Harun Farocki está muy bien, pero que lo vea en el MUAC, ¿es congruente con mi ideología? ¿Qué pasaría si viera el Saturno de Goya en Kurimanzutto? ¿Cuál es la experiencia que importa? ¿Está el MUAC mostrando simpatía por el modelo corporativo del museo contemporáneo? ¿Cuauhtémoc Medina está contento con la exposición de Kapoor? ¿Cuál es el proyecto político del MUAC? ¿Es el mercado el que está regulando nuestras experiencias estéticas? ¿En qué va a gastar el MUAC el dinero generado por las entradas de Arqueología: Biología?
Me asusta, pero me gusta
El trabajo de Kapoor es seductor, es descarado, apela a nuestra percepción espacial y corporal, hace reír. ¿Y si mejor vamos al Universum? ¿Me reiría igual en la casa de los espejos de la Feria de Chapultepec? Probablemente no, «porque el museo no es un lugar para reír, el arte no es para reír». Aceptémoslo de una vez: llanamente, Kapoor es un fraude. Incluso el texto de Catherine Lampert, la manager del artista, incluido en el catálogo publicado por el MUAC, es aberrante, está escrito con improvisaciones pseudofilosóficas llenas de cursilería.
El infame Adrian Searle, crítico de arte de The Guardian, definió inigualablemente, para la posteridad, el trabajo de Anish Kapoor: “Estúpido, pero inolvidable”.
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