viernes, 5 de agosto de 2016

La rebelión del Viejo Navío

Compartimos este texto de Amador Fernández-Savater que formó parte de la sección “Territorios” de nuestra edición 112, julio de 2016, La rebelión alegre.

 

 

 

Levantamos un techo y una hoguera para desde allí

internarnos en el hielo y la tormenta, y volver más tarde

a refugiarnos. El hombre ha nacido para luchar contra

el hielo y la nieve, y esa misma lucha es su techo y su fuego.

Jack London

 

Hay una serie de autores que, durante el siglo xx, se opusieron resueltamente, sin perder el ánimo alegre ni la esperanza, a cuatro de los jinetes del Apocalipsis (la tradición se equivoca al hacer el recuento, hay más): imperialismo, estalinismo, fascismo y capitalismo. Esa tradición de pensamiento y acción merece más confianza que ninguna otra: Albert Camus, Walter Benjamin, George Orwell, Hanna Arendt, Cornelius Castoriadis o… G.K. Chesterton. A diferencia de los otros escritores, que combatieron esas máquinas de guerra y dominación total en nombre de distintas formas de democracia radical (sistema de consejos, socialismo libertario, etc.), Chesterton se batió contra la barbarie moderna en nombre de viejas tradiciones (el cristianismo, la familia, una curiosa visión de la Edad Media, etc.). Pero se equivocaría quien juzgase los valores que sostenían su lucha demasiado pronto: exaltaba el cristianismo porque le parecía la única forma de defender el cuerpo y la alegría (alguien dijo que, para él, el cristianismo siempre representó la esperanza en una resurrección de los cuerpos aquí y ahora), utilizaba sistemáticamente la paradoja porque a su juicio revelaba más a las claras que cualquier otra cosa el sentido común, criticaba el capitalismo porque no respetaba la propiedad privada (excepto la de un 5% de la población), afirmaba que la «esencia del hombre es la errancia» pero sus personajes reencuentran siempre, como Ulises, el lugar de partida después de numerosas experiencias de frontera y extravíos.

 

 

En las novelas de Chesterton personajes a todas luces extravagantes y excesivos se persiguen unos a otros; de pronto hacen un alto en medio de las locas carreras y discuten sobre hondísimas cuestiones metafísicas. Y siguen persiguiéndose, batiéndose bajo cielos de colores extremos y pesadillescos, porque «la vida es una lucha y no una conversación». Estos personajes son frecuentemente gigantes fuera de toda medida: en El hombre que fue jueves (1908) Domingo es un coloso que lidera una conspiración de anarquistas que quieren destruir el mundo; Patrick Dalroy, el protagonista irlandés de La taberna errante (1914), mide no sé cuántos miles de pies, y a Flambeau, el profesor Moriarty del Padre Brown, le cuesta horrores disimular su enorme estatura para despistar a Scotland Yard. El goce que suscitan estas fórmulas a quienes se complacen una y otra vez en ellas no asombrará a los amantes de los westerns o de la música de los Ramones: conocemos la trama y el desenlace por anticipado, pero el placer no reside en la sorpresa (que se agota pronto) sino en el reencuentro con los mismos temas, motivos, ritmos e imágenes esenciales: peregrinaje y vagabundeo, probabilidad de la muerte, combate contra el mal, fidelidad a una causa, ímpetu y pujanza de la alegría, etc. La plenitud se complace en la repetición, porque en verdad «la variación de las cosas humanas no les viene nunca de la vida, sino del agotamiento, procede siempre de su aniquilamiento, de la distensión del anhelo o fuerza que las anima. Los movimientos de un hombre cambian en cuanto aparece el menor elemento de fatiga o fracaso: trepa a un autobús cuando está cansado de andar a pie y anda a pie cuando se aburre de ir sentado, pero si su vida y la alegría que lo anima fueran tan titánicas que nunca se fatigase de ir a la ciudad de Islington, hacia allá se dirigiría diariamente, con la misma regularidad con que se dirige hacia la ciudad de Sheernes el Támesis».

 

 

La taberna errante narra las aventuras de dos proscritos que hacen rodar por toda Inglaterra, huyendo de la justicia, el último barril de ron de la isla (y un queso gigantesco para acompañar) después de que un primer ministro británico sumamente “islamizado” haya decretado el cierre de todas las tabernas en nombre del ecumenismo y el entendimiento entre las culturas. Sin duda, como explica Santiago Alba Rico en su magnífico prólogo a la edición de Acuarela Libros, La taberna errante es una metáfora de la lucha entre la cultura de los vínculos –en la taberna se come, se bebe y se conversa con otros– y la destrucción de todas las trazas de tejido social que opera el capitalismo, el orden económico que no permite establecer relaciones duraderas que trasciendan la mera superficialidad y el oportunismo de los lazos instrumentales, interesados. La taberna de Chesterton representa todo lo que hace de nosotros algo más que simples mónadas asustadas, egoístas y calculadoras: el placer de la aventura donde se arriesga la propia conservación, el gusto por la narración que suspende el narcisismo autorreferencial del sujeto y transmite una experiencia de alteridad, el humor que rompe la seriedad con que nos tomamos nuestra identidad, el valor de pelear por una causa más vieja y amplia que nosotros mismos, la alegría de la camaradería y otras formas de la exterioridad, etc. Como resume el propio autor, la taberna errante está habitada por «mil y una bromas, historias, canciones y amistades».

 

 

¿Qué hacer cuando se proscribe la sociabilidad, es decir, cuando se proscriben las tabernas, los lugares comunes? El nacionalismo, los fundamentalismos y todo tipo de sectas ofrecen una respuesta: la «territorialización fantasmática», la invención de una fuente trascendente de sentido (Dios, la Tradición, la Historia, la Sangre, el Suelo) que colma las brechas, sutura las heridas, rellena el vacío, confirma el futuro, anula la incertidumbre, suprime las preguntas. Los procesos de desterritorialización capitalista y territorialización fantasmática van de la mano. No hay uno sin el otro, se retroalimentan. Pero las distintas supersticiones sobre la posibilidad de recuperar una supuesta pureza perdida no nos interesan aquí: se trata más bien de interrogar las tentativas emancipadoras para construir «una comunidad de los que no tienen comunidad».

 

 

Patrick Dalroy y Humphrey Pump, los protagonistas de La taberna errante, se fugan de los nichos en los que ya sólo cabe aguantar la tristeza, la soledad y la impotencia para rehacer el lazo social, las amistades, sobre la marcha. En este caso, la dignidad se demuestra andando. Se trata de lo que filósofos como Paolo Virno o Toni Negri llaman «éxodo». Éxodo no significa necesariamente desplazamiento físico: uno puede viajar sin moverse de sitio, como decía Deleuze (y demostró maravillosamente Jack London en El peregrino de las estrellas). Éxodo es más bien iniciativa, fuerza de innovación, capacidad de multiplicar las amistades, de perturbar a los poderosos allá donde a uno no le esperan, de dar la vuelta como a un calcetín a las reglas que nos sojuzgan. Eso hacen Dalroy y Pump: cogen un enorme barril de ron, un queso gigantesco y el letrero de la antigua taberna que regentaba Pump, El Viejo Navío, y emprenden una huida disparatada en la que no cesan nunca de interrumpir la paz de quienes los han desposeído. La ley que decreta el cierre de las tabernas dice que no se podrá servir ni beber alcohol allí donde no haya un letrero en regla que lo indique, y la policía se encarga eficazmente de que no quede ni uno solo. Pero Pump y Dalroy escapan con la enseña de El Viejo Navío y atraviesan el territorio inglés plantándola en los sitios más inesperados: en la puerta de la sala de conferencias donde un orador chiflado convence a todo el mundo de supuestas bondades del islam o en una exposición de arte abstracto donde se encuentra reunido todo el gobierno británico responsable de la prohibición del alcohol. «Allí donde los fugitivos se detienen y abren la espita del barril, enseguida cristaliza una sociedad en miniatura, como una perla alrededor de un grano de arena». En efecto, allí donde aparecen los proscritos, fugaz y felizmente, a la carrera siempre, con su enorme queso de bola y el gigantesco barril de ron, ahí aparece también «el pueblo que falta», que decía Deleuze –y aparece, por cierto, con una sed tremenda.

 

 

El Viejo Navío es una metáfora de rebelión de un pensador que no amaba especialmente la rebelión. Chesterton creía, más bien, que un gran número de instituciones absurdas se habían rebelado contra el sentido común y la vida cotidiana de los hombres y las mujeres. En El hombre que fue jueves hay un célebre combate dialéctico entre un anarquista y un policía secreto que discuten sobre la naturaleza de la poesía. El anarquista defiende que la esencia del hecho poético es el desorden y que el poeta es siempre un sublevado, a lo que Chesterton responde en boca del policía secreto: «¿Qué hay de poético en ser un sublevado? Igual podría decir usted que es poético marearse. Marearse es una sublevación. Tanto estar mareado como rebelarse pueden ser lo saludable en ciertas ocasiones desesperadas, pero que me ahorquen si entiendo por qué son poéticas. La sublevación en abstracto es repugnante. Es un mero vómito». En realidad, nos dice, la poesía, la libertad y la alegría no son experiencias extraordinarias: la vida cotidiana está llena de esos prodigios. La cordura estriba en un exceso de imaginación, así como la gran salud consiste en un exceso de placer. Sólo los fanáticos se aprestan a vaciar las fuentes de la sobreabundancia en nombre de una concepción raquítica del bienestar (el higienismo): con operaciones de cirugía urbana que eliminan la maraña excesiva de callejuelas y establecen la tiranía del ángulo recto, con operaciones de cirugía física que rebajan las formas excesivas de los cuerpos, con operaciones de cirugía mental que secan la imaginación radical del continuo trasiego simbólico, con operaciones de cirugía lingüística que eliminan del vocabulario todas las “redundancias” en las que consiste verdaderamente la libertad de palabra, etc. El “pueblo” que invoca Chesterton contra todos esos reformadores sociales alucinados no es nunca una figura de la homogeneidad, la paz, la calma, la unidad o la completitud: por el contrario, es excéntrico, deforme, exagerado, múltiple, inacabado, salvaje, monstruoso. Y por eso mismo representa la cordura y la gran salud.

 

 

«Desenredar las lenguas de los hombres y de los ángeles, entremeterse en las ciencias terribles, jugar con pilares y pirámides y lanzar los planetas como pelotas, ésa es la audacia íntima y la diferencia que el alma humana, como si fuera un malabarista, guardará para siempre. Esa es la cosa insanamente frívola que llamamos cordura».

 

 

Así, la rebelión de Dalroy y Pump no es de ningún modo un fruto del nihilismo o la desesperación, sino la defensa de lazos sociales vivos. Una defensa que no despliega en vertical fortalezas y castillos, sino que hace rodar en horizontal las «mil y una bromas, historias, canciones y amistades que habitaban El Viejo Navío». Una rebelión del sentido común. Pero ¿no recomienda el sentido común que lo más sensato es plegarse a las condiciones existentes?, ¿no es la rebelión más bien un fogonazo deslumbrante de lo no sabido, lo desconocido, lo nunca visto? Chesterton opinaba lo contrario: cuanto más sensato es un hombre más cerca está de embarcarse en una revolución. A la revolución francesa, dice, «no la alentó algo muy nuevo y singular, alguna paradoja o extraña idolatría. Cuando la sangre corrió, corrió por verdades incontestables, casi perogrullescas; y cuando las ciudades crujieron desde sus cimientos fue lo más obvio y sabido lo que las hizo crujir». Por eso, cuando una «institución absurda» se revuelve contra esa normalidad donde habitan serenamente todos los milagros y los excesos, Chesterton esgrime, sin dudarlo, «un derecho de resistencia ilimitado» que hoy asustaría a todos los pensadores de buen tono. Así, en un momento determinado de La taberna errante, Dalroy le dice al primer ministro inglés, Lord Ivywood: «mi lord, quisiera decirle una palabra: yo también estudié el catecismo y no tengo nada de radical. Desearía que reflexionase sobre lo que me ha hecho. Me ha robado una casa que era mía del mismo modo que esta es suya. Ha convertido en un vagabundo harapiento a quien fue en otro tiempo un hombre respetado en la Iglesia y el mercado. Y ahora me quiere mandar a una celda o a que me azoten con un látigo. Permita que le pregunte: ¿qué cree que pienso de usted? Por lo que veo es usted un amo malvado, y el pastor nos ha dicho siempre que se podía disparar contra los ladrones». Acto seguido, Dalroy dispara y aloja en la pierna de Lord Ivywood una bala que le dejará renqueante toda la novela. Y vuelta a correr con el barril y el queso a cuestas, cantando por el camino más canciones, narrando más historias, haciendo otros amigos, viviendo más aventuras.

 

 

En La taberna errante las absurdas instituciones que se han rebelado contra el sentido común están encarnadas en Lord Ivywood, abducido por una concepción fanatizada del islam. El personaje es un crisol de las cosas que más fastidiaban a Chesterton: la creencia ilustrada de que se puede decretar la felicidad de la gente y rehacer el mundo a nuestro antojo a golpe de leyes, la voluntad de dominio y poder nietzscheana, el nihilismo que siempre busca el adelgazamiento de las formas humanas, la ruptura de todos los límites que prescribe el buen sentido, etc. Y lo retrata con trazos muy parecidos a los que utilizaba para describir a su eterno rival en mil batallas dialécticas, George Bernard Shaw. La cuestión principal que discutieron fue la afición de éste a la parábola nietzscheana del superhombre; Chesterton abominaba de toda la retórica entusiasta sobre el crecimiento infinito, la expansión ilimitada, el progreso eterno, el desarrollo incontestable, etc. Por eso fue uno de los pocos intelectuales públicos de Inglaterra que se opuso con virulencia a la guerra de los Böers en Sudáfrica y al bloqueo de toda autonomía para Irlanda del Norte. «No veo ninguna utilidad a un imperio sin puestas de sol», reprochaba a los imperialistas.

 

 

Contra todos los absolutos, Chesterton prefería, defendía y practicaba la felicidad terrenal. Como le dice Dalroy a Pump en uno de esos diálogos que mantienen de vez en cuando, mientras toman un respiro entre carrera y carrera: «¿Sabes, amigo Pump, que empiezo a temer que la gente de hoy no tiene ni idea sobre la vida? Esperan de la naturaleza cosas que ella no prometió jamás y se empeñan en destruir lo que realmente les ofrece. En todas esas capillas ateas de Ivywood no hacen más que hablar de Paz, Paz Perfecta, Paz Absoluta, Alegría Universal, unión de las almas, pero no parecen más felices que los demás […]. No sé si Dios creó al hombre para una felicidad Absolutamente Absoluta, pero sí que quiso que pasáramos buenos ratos y yo tengo la intención de pasarlo bien». En el fondo, lo que Chesterton siempre reprochó a sus enemigos, fuesen escépticos o anarquistas, predicadores religiosos o imperialistas, fue que sacrificaran lo concreto a ideales abstractos que son, en verdad, una pura nada.

 

 

Como han dicho algunos comentaristas del libro, La taberna errante es un alegato contra la tiranía y la imbecilidad, un canto a la alegría y el gozo de la existencia. Creo que sobre todo es una afirmación entusiasta y exaltada de la amistad, una de las cosas que Chesterton más valoraba en el mundo (la otra, quizás, era el buen humor). En Lo que está mal en el mundo (1910) habla más concretamente de la amistad o, más bien, de esa modalidad suya que es la camaradería, destacando tres aspectos. 1) «[L]a camaradería posee una filosofía amplia, como el firmamento común, subrayando que todos nos encontramos bajo las mismas condiciones cósmicas». He aquí uno de los motivos recurrentes en sus libros: la afirmación de «esas cosas tan gozosas y terribles que los seres humanos tenemos en común», bienes simples y universales como la carne, el sueño o la cerveza, hechos terribles como tener que morir algún día, inclinaciones tan asombrosas como la alegría o la risa. Ningún hombre, dice Chesterton, debe ser superior a las cosas que son comunes a los hombres, y precisamente eso le recrimina a todos los Lord Ivywood de sus novelas, cuya aspiración a la «sobrehumanidad» les conduce siempre al mayor de los patetismos. 2) «[La camaradería] reconoce tal vínculo como esencial porque es simplemente la humanidad vista desde ese preciso aspecto desde el cual todos los hombres son iguales». No puede existir amistad o camaradería entre amo y esclavo, reo y verdugo, dominador o dominado. Y 3) «La camaradería contiene la insistencia sobre lo corporal y su ineludible satisfacción. Nunca nadie ha empezado siquiera a comprender la camaradería si no la acepta acompañada de un cierto alborotado materialismo, una cierta cordial premura en el comer, el beber, el fumar». Ése es el contenido que podemos encontrar en el fondo del barril que los proscritos llevan de aquí para allá.

 

 

Para Chesterton la amistad no es algo que pertenezca al ámbito privado, sino el contenido vital de toda democracia, que no consiste en el gobierno de la mayoría, ni en el gobierno de todos, sino en el gobierno de cualquiera: «la democracia descansa en el hábito de dar por sentado que entre un extraño y uno mismo existen cosas inevitablemente comunes». El éxodo es precisamente una modalidad de acción política que no considera al “enemigo” como el punto de referencia principal, agujereando así el esquema clásico de Carl Schmitt sobre la distinción amigo-enemigo como operación que define la acción política. No pretende tomar el poder, no pretende construir un nuevo Estado, sino seguir haciendo rodar el barril y el queso, haciendo nuevos amigos, defendiendo siempre la fuga y las aventuras de las incursiones belicosas de los Ivywoods de turno. Fe o confianza, amistad y fidelidad son los valores sustantivos de los proscritos de Chesterton, así como de esa nueva modalidad de acción política que se designa como “éxodo”. El vínculo entre esos tres valores es relatado por Alain Badiou: «Sin la fe no se tiene nada. Si no se tiene confianza, no se tiene nada tampoco. Porque si lo que se encuentra es desconfianza no se puede tener una relación positiva con el otro, será siempre recelosa. Entonces, el primer punto es la confianza, la confianza en el hecho de que es posible pensar otro mundo, la confianza en el proyecto común. Luego, la fidelidad, porque es necesario estar juntos, ser fieles a esa confianza. No se trata de tenerla de vez en cuando y por azar, hay que continuarla. El único imperativo es continuar, no dejarse desalentar, no renunciar, mantener la confianza, porque de inmediato esa confianza va a encontrarse obstáculos terribles, fracasos, imposibilidades. Y desde el interior de la fidelidad se crea la comunidad amistosa de los que son fieles. La amistad es la consecuencia de una fidelidad común». Me apostaría un vaso de ron y un poco de queso en la taberna errante a que Chesterton estaría incondicionalmente de acuerdo.

 

 



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