La última Bienal de Berlín fue curada por el colectivo neoyorquino DIS. A pesar de su conocimiento “profundo” en las estrategias publicitarias del capital informativo, conviene cuestionar la estrategia curatorial. Este texto forma parte de nuestro número actual, La Tempestad 114, septiembre de 2016.
Tal vez no sean tiempos interesantes, pero ciertamente son complejos y multipolares. La idea de que el arte contemporáneo tiene una relevancia política inequívoca parece, en el mejor de los casos, una simplificación pueril. En el peor, una interpretación excesiva, que podría ser impartida por un profesor de secundaria. Es claro: las artes dependen de la gracia financiera de las élites. Son un entorno extremadamente cínico y, posiblemente, el peor lugar para tocar temas políticos. Comprensiblemente no hay muchos eventos en el mundo del arte que arriesguen la vergüenza de reclamar su relevancia política.
La Bienal de Berlín siempre ha sido la excepción a esta regla, con resultados involuntariamente cómicos. Como en 2012, cuando los curadores invitaron a “ocupar” las salas del instituto Kunst-Werke (frente a los visitantes, ocupados con teléfonos inteligentes y cocteles). Como casi toda la prensa se percató, la invitación al colectivo neoyorquino DIS (que también publica una revista digital) para curar la bienal de este año fue una respuesta inteligente a los evidentes problemas del pasado [ver LT 111]. Lauren Boyle, Solomon Chase, Marco Roso y David Toro no sólo tienen un gran sentido de humor (voluntario), sino que también están familiarizados con las estrategias y estéticas de la publicidad. Para decirlo con Adorno: «Dentro de la vida falsa no puede albergarse la vida justa».
El subtítulo que el colectivo eligió para la bienal, “El presente en drag”, está impregnado de este conocimiento. Aunque la crítica al capitalismo digital es su interés cardinal, el arte presentado utilizó su estética supertersa. El leitmotiv visual, sobre todo en las obras de Amalia Ulman, Cécile B. Evans o Alexa Karolinski e Ingo Niermann, es una reflexión sobre lo sublime en las condiciones del mercado contemporáneo: superficies que atraen el ojo como interfases, sólo para decepcionar y emboscar.
Hubo en esta bienal visitas guiadas que explican todo esto como expresiones conscientes de los “nativos digitales”, los nuevos “buenos salvajes”. Y fue divertido escucharlas. Los estudiantes de historia del arte informan a maestros de enseñanza secundaria que visitan Berlín desde la provincia para comprender el Snapchat de sus estudiantes y sus hijos: cada duckface en el Instagram de Ulman se transforma en una crítica multidimensional del capitalismo digital, con alusiones tanto a Caravaggio como a Warhol. Esta bienal representa el momento en que el postInternet entra al currículo escolar. Pero las explicaciones sólo son disculpas puritanas para poder disfrutar de lo trivial. La realidad es más oscura, triste y radical. No hay nada que descifrar. Lo vacío detrás de las superficies infinitas es parte de este arte como mera mercancía en la economía de la atención. Pantallas y un espejo de agua con más pantallas dentro, como en la obra de Cécile B. Evans; pantallas en un cuarto lleno de arena, como en la obra de Josh Kline; pantallas, pantallas y más pantallas, como si se tratara de un módulo en una feria de tecnología de Silicon Valley, como ocurre en la obra de Simon Denny y Linda Kantchev. La tecnología financiera es su propia mercancía. Es la conclusión de una cadena de mercantilización de varias intensidades: el amor, la resistencia y la crítica como mercancías; la mercancía como mercancía y la mercancía como amor.
Julieta Aranda en el filme The Army of Love, de Alexa Karolinski e Ingo Niermann
En cierto sentido, el momento en el que Julieta Aranda aparece en el filme The Army of Love, de Alexa Karolinski e Ingo Niermann, es la apoteosis de todo esto: el bebé de la artista se transforma en una apuesta en la biografía profesional de su madre, filmado en un contexto de propaganda para una revolución política que va más allá del comunismo (se reclama igualdad en el amor). Pero el punto es que no podemos dejar de ver esta propagación de amor universal disciplinado y mercantilizado en la economía cultural, que por otra parte utiliza una estética entre el porno suave y el freak show. Me gusta.
Pero ¿vale la pena esta bienal o es suficiente con seguirla en las redes sociales? De hecho podría ser informativa para quienes no hayan comenzado a “seguir” ya a sus protagonistas. Para los demás, como algunos lectores de La Tempestad, producirá el mismo efecto que las botanas de Whole Foods, que los chicos de dis seguramente comen todo el tiempo: la idea sólo parece buena porque, en cierta forma, tiene algo perverso consumirlas, pero la ironía no puede hacernos olvidar que no son completamente satisfactorias.
Las estrategias del arte postInternet son las mismas que utilizó, hace décadas, el arte pop: dependen justamente del rechazo a toda interpretación o profundidad. El arte postInternet no sólo juega con la superficialidad de las formas sino con la de la información en términos de “contenido”. Aún así, el conocimiento de una “red” oscura que estos artistas presentan continuamente ya es conocido globalmente. Al postInternet le ocurrirá lo mismo que a su antecesor, el net art. Y nada es más patético que el futuro de ayer. Hay un problema: los artistas presentan su afinidad estética con el arte digital de los noventa como si se tratara de nostalgia irónica, cuando en realidad tienen limitaciones de presupuesto o pocas habilidades en programación. La diferencia entre lo que pueden hacer los artistas y lo que pueden hacer las empresas nunca ha sido más grande.
Una crítica irónica o afirmativa del capitalismo digital no puede funcionar, porque no hay relación irónica posible entre dos entidades con un grado de poder tan distinto. Frente a este Leviatán hay que abandonar la crítica o hallar una independencia real (en este caso estética).
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