Como lo hizo en Flores de Shanghái, Hou Hsiao-hsien vuelve al melodrama clásico con su hipnótica La asesina, una cinta sobre venganzas que también mira con atención a una cultura profundamente patriarcal. Esta reseña se apareció en nuestra edición impresa La Tempestad 110.
En algún momento entre el siglo VIII y IX, durante el auge de la fastuosa dinastía Tang, en lo que hoy es la China continental, el tiempo, antes sólido, se fundió en un flujo dúctil, sometido a las necesidades del imperio. Durante las primeras y las últimas horas de cada día, un ritmo continuo de percusiones ejecutadas desde la casa de gobierno local dictaba el tiempo disponible para los traslados, para orar o para anunciar el toque de queda.
Ocho años después del lanzamiento de El vuelo del globo rojo (2007) y de la pausa más larga en su filmografía desde 1980, Hou Hsiao-hsien presentó en la competencia oficial de Cannes La asesina (2015), un relato de venganza hermético, preciosista y profundamente idiosincrático, puntuado por la amenaza inminente de tambores, espadas o corrientes de viento. Se trata de una reelaboración autoral, a la vez que homenaje artesanal, del género wuxia, impregnado por una recreación meticulosa ya no del pasado sino de una forma integral de representación gráfica del tiempo, el espacio y la belleza. La experiencia propuesta por el taiwanés exige al espectador adecuarse a términos y códigos culturales estrictos, a contrapelo de espectaculares wuxia de exportación como El tigre y el dragón (Ang Lee, 2000) o La casa de los cuchillos (Zhang Yimou, 2009).
Tras el intento de rodar en dieciséis milímetros utilizando cámaras Bolex, Hou filmó La asesina en treinta y cinco milímetros, en escenarios naturales deshabitados del interior de Mongolia, con un guion escrito en una forma arcaica y dialectal de mandarín. El resultado busca reproducir un código de vida extinto, organizado alrededor del honor y la estética como medidas irrevocables de valor. La asesina del título, Nie Yinniang (la actriz habitual de Hou, Shu Qi), es una princesa robada del palacio y devuelta varios años después, entrenada como asesina para completar un largo esquema de venganzas destinado a restaurar, a golpe de espada, el frágil equilibrio de poderes en la Corte Imperial de la provincia de Weibo. El objetivo de su cacería, a la vez su primo y ex amante (Chang Chen), impulsa en Nie –máquina de matar y moralista intuitiva en partes iguales– un dilema sobre el peso de una muerte frente a los motivos que avalan su ejecución.
Con casi setenta años de edad, Hou quizá sea, junto a Tsai Ming-liang, el representante activo más notable de la otrora Nueva Ola taiwanesa, cuya primera generación –la de Hou y el desaparecido Edward Yang– emergió en los ochenta y fue relevada apenas diez años después por el propio Tsai y Ang Lee. El grupo, cohesionado antes por el circuito de festivales que por búsquedas afines, se diluyó tras el auge anglosajón de Lee y el fallecimiento temprano de Yang. A partir de entonces, las vigorosas industrias de Hong Kong y de la propia China rebasaron a Taiwán. Después de un acercamiento insatisfactorio a los esquemas de coproducción europeos (El viaje del globo rojo, una reinterpretación de Lamorisse, situada en París y con Juliette Binoche), Hou decidió recluirse en la China continental, de la que su familia huyó hacia Taiwán, para adaptar un relato del siglo ix, atribuido a Pei Xing, y llevar adelante un proyecto de quince millones de dólares que subvierte su propio universo autoral a la vez que lo encausa a territorios nuevos y, en su mayor parte, gratificantes.
La estética usual de Hou, basada en un movimiento mínimo del encuadre, interludios musicales y una exploración de las relaciones entre luz y color, revela un potencial fascinante para contar esta historia del canon tradicional chino: su narración, de una sintaxis rigurosa, echa mano del lenguaje audiovisual con un ritmo cercano al verso o la notación musical: silencios, tomas abiertas, juegos de luz y planos cuidadosamente cronometrados funcionan como sistema de puntuación. La puesta en escena del fotógrafo habitual de Hou, Ping Bin Lee, es meticulosa en los emplazamientos, la altura de la cámara y la distancia entre el lente y el plano central del cuadro. Sea en un paisaje abierto, una secuencia de combate o una íntima, el ojo del que observa encuentra un entramado delicado y elocuente de composiciones: telas traslúcidas, ventanas, pasillos interminables y bosques intrincados dan a La asesina una sensación de intimidad violada, de ser observadores clandestinos, si bien fascinados, de un mundo frágil, evanescente y sostenido sólo por el equilibrio entre el secreto y el susurro, entre lo que puede o no puede ser dicho.
Aparte de un período inicial conformado por comedias de cierto éxito regional, la obra de Hou Hsiao-hsien sobrevuela las fórmulas clásicas del naturalismo social (Café Lumière, 2004; Adiós, sur, adiós, 1996) o del melodrama (Millennium Mambo, 2001; Tres tiempos, 2005) en variantes de intenso aroma regional. La asesina, su primer acercamiento al cine de época desde Flores de Shanghái (1998), prolonga su relación con el melodrama clásico al tiempo que presenta a los personajes femeninos más complejos de su filmografía y una mirada singular sobre una sociedad profundamente patriarcal. En éste y en otros cruces cifrados entre tradición y ruptura, entre la rendición escrupulosa al cine de género y la mirada de un autor iconoclasta, La asesina encuentra sus aristas más reveladoras. Sólo una contemplación prolongada de su aparente hieratismo compositivo, de su preciosismo académico, permite escuchar el rumor de sus pasiones y la vitalidad de su propuesta.
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