No son pocos los méritos de Bellas de noche, el primer largometraje de María José Cuevas, que sigue a Wanda Seux, Olga Breeskin, Rossy Mendoza, la Princesa Yamal y Lyn May cuando sus carreras como vedettes han terminado.
El primero: la paciencia de la directora para armar, durante más de siete años de trabajo y de relación con las protagonistas, un documento visual extenso y profundo, alejado del apremio con el que hoy se construye todo (incluyendo los lazos). A contracorriente, Cuevas explora los recursos tradicionales del documental. Pero el pietaje ilustrativo, los testimonios y las imágenes de archivo no son, aquí, meros pretextos para redondear una tesis de aséptica objetividad. Las imágenes indagan sin mucho pudor, campechanas, y al mismo tiempo con absoluto respeto, lo mismo en fiestas de cumpleaños que en mañanas de actividad doméstica. Las entrevistas procuran los silencios, los desvíos, la cháchara trivial: momentos sutiles que no parecen tener una finalidad narrativa pero que se van bordando por debajo, con delicadeza.
A través del montaje (preciso) de Ximena Cuevas, las imágenes de archivo resultan, más que un apoyo, un comentario sobre la época. Ese México adulto se fue, llevándose sobre los hombros “encueratrices”, “centros nocturnos”, “ficheras”, “horario estelar” y muchos otros términos. Las palabras como vacío: no es labor del documental juzgar a quien las extraña.
Sin embargo, el acierto más grande de Bellas de noche no es sólo formal. En algún momento, estas cinco mujeres decidieron que, sobre todo, querían ser vistas. Rechazaron, de muchas y contundentes maneras, interpretar el papel sumiso e invisible que la sociedad impone a su género. Vivieron de madrugada, bajo las luces de colores, y se vistieron con lentejuelas fáciles de retirar ante los ojos de miles. Así, desnudas, hermosas, valientes, rebeldes, inseguras, solas, las presenta María José Cuevas, con dulzura, buscando el instante que marcó su elección. Si lo encuentra o no es lo de menos, pero queda claro que eso fue: una elección.
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