W.G. Sebald practicó, en el sentido que Michel Foucault dio al término, una arqueología de la modernidad. La memoria –lo mismo personal que histórica– constituye el recurso que permite a su prosa trazar los hilos que conducen al presente. Se trata de reconstruir, a partir de ruinas, de vestigios en el paisaje, los lugares naturales y urbanos arrasados por los proyectos humanos. Sus paseos –físicos y bibliográficos: el conocimiento empírico se teje con las lecturas– son, como los de Peter Handke, una suerte de método. En Vértigo (1990), Los anillos de Saturno (1995) o los fragmentos narrativos sobre Córcega incluidos en Campo Santo (2003) –capítulos de un frustrado libro sobre la isla–, el ánimo contemplativo produce relatos en los que ficción e historia, autobiografía y ensayo, crónica de viaje y apunte reflexivo coexisten sin fisuras. Las caminatas de Sebald, que significativamente lo llevaban a cementerios, eran practicadas en sus narraciones digresivas como caídas en el tiempo. En uno de los ensayos reunidos póstumamente en Campo Santo, escribe que la obra de Peter Weiss “está concebida como una visita a los muertos”; en perspectiva, esa descripción sirve no sólo para entender el objeto de estudio del texto sino, como suele ocurrir, la poética de quien empuña la pluma.
Los anillos de Saturno es una obra de filiación benjaminiana, en el sentido expuesto en “Sobre el concepto de historia”: “El cronista que hace la relación de los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños responde con ello a la verdad de que nada de lo que tuvo lugar alguna vez debe darse perdido para la historia”. Esa desjerarquización de los hechos desemboca en la ruptura de la linealidad: el tiempo se reconfigura en una constelación que le permite abrirse a la discontinuidad y, con ella, a la duración. La de Sebald es una prosa de intervalos, en el sentido temporal y estilístico. En esta “peregrinación inglesa” la colisión de tiempos se traduce en imágenes que componen, para decirlo con una expresión ad hoc, una historia natural de la destrucción, específicamente la de las empresas imperiales y su transfiguración del paisaje. En su lecho de muerte, en el capítulo sexto del libro, la emperatriz china Cixí confiesa que, al mirar hacia el pasado, ve “cómo la historia no se compone más que de desgracias y tribulaciones que se precipitan sobre nosotros, como una ola tras otra se precipita sobre la orilla del mar”. No hay en la vida un instante sin temor, concluye. Un par de capítulos más adelante, el narrador sebaldiano recibe de un agricultor holandés una lección reveladora:
De Jong decía que el capital acumulado de diferentes formas de la economía esclavista en los siglos xviii y xix sigue estando en circulación, produce intereses e intereses de los intereses acumulados, aumenta y se multiplica, sin cesar un solo momento de rendir nuevos frutos. Desde siempre, uno de los medios más eficaces para la legitimación de estos fondos ha sido el patrocinio del arte, la compra y la exposición de obras y, como se puede observar hoy día, el aumento cada vez mayor de los precios que en las grandes subastas continúa ascendiendo de una forma ilimitada, ya casi ridícula […] A veces, seguía De Jong, todas las obras de arte me parecen estar recubiertas de una capa de caramelo o estar hechas completamente de azúcar…
Medular, el pasaje remite a la tesis vii de Walter Benjamin, donde explica que, para el materialista histórico, los bienes culturales “deben su existencia no sólo a la fatiga de los grandes genios que los crearon, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”. Se trata de la irrupción de la Historia en el presente, una reactivación de la historicidad, convertida en sustancia que recubre los objetos e impide su contemplación inocente y, por lo tanto, cómplice. A pesar del temperamento saturnino de Sebald, sus aportes a la narrativa contemporánea podrían cifrarse en una observación de Paul Valéry: “entramos en el futuro retrocediendo”.
Para el anónimo narrador de Austerlitz (2001), el reloj destruye la posibilidad de un tiempo subjetivo, con su aguja que, al moverse cada minuto, semeja “la espada del verdugo”. Jacques Austerlitz, personaje que encarna las consecuencias del debilitamiento de la historicidad, a quien oímos por boca del narrador, estudia la arquitectura de la modernidad industrial, sus monstruosas dimensiones derivadas de la acumulación de capital. En las estaciones de tren, con sus inmensos relojes sincronizados, fue gestada la temporalidad del comercio mundial. Austerlitz, como el hombre que en uno de sus relatos dispara a la torrecilla de un reloj, se niega a seguir la marcha de las manecillas:
Un reloj me ha parecido siempre algo ridículo, algo esencialmente falaz, quizá porque, por un impulso interior que nunca he comprendido, me he opuesto siempre al poder del tiempo, excluyéndome de la llamada actualidad, con la esperanza, como hoy pienso, dijo Austerlitz, de que el tiempo no pasara, no haya pasado, de forma que podría correr tras él, de que todo fuera como antes o, mejor dicho, de que todos los momentos de tiempo coexistieran simultáneamente, o más bien de que nada de lo que la historia cuenta fuera cierto, lo sucedido no hubiera sucedido aún…
Hijo de la Shoá, el protagonista menciona, en distintos momentos de la novela, mientras sigue las huellas de sus padres, víctimas del proyecto de aniquilación de los judíos europeos, la obsesión nacionalsocialista con lo cuantificable, con lo numérico. La relación del personaje con el tiempo es, así, autorreferencial, opuesta al ritmo destructor del proyecto capitalista. La velocidad de lo vivido depende para él de los espacios y sus condiciones, de las perspectivas y los objetos que detonan, súbitamente, epifanías, frecuentes en las estaciones de ferrocarril, donde lo mismo experimenta “la vorágine del tiempo pasado” en los andenes que la reunión de “todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez” en una sala de espera. Desarraigado, melancólico, Austerlitz imagina un tiempo suspendido, transformado en espacios contiguos donde habitan y se comunican los vivos y los muertos.
Hacia el final de Austerlitz –una de las auténticas cumbres de la novelística contemporánea–, en el nuevo edificio de la Biblioteca Nacional de Francia, cuyo monumentalismo aplastante hace del lector un enemigo, el personaje se encuentra con Henri Lemoine, un conocido de la antigua sede. Ambos conversan sobre el colapso en curso: “la progresiva extinción de nuestra capacidad para recordar” ligada a la sobreabundancia de información. Ese desastre, añade Lemoine en referencia a la biblioteca, proviene de la necesidad de acabar con todo aquello que, en el pasado, se mantiene con vida. Austerlitz, como el resto de la obra de Sebald, es una “visita a los muertos”, la negativa a aceptar la liquidación de lo que nos antecede, el engendramiento de un presente expansivo, clausurado, desmemoriado. La tristeza de Jacques Austerlitz debería ser la nuestra: el triunfo de ese proyecto, la consumación de la borradura, certificaría que los datos brindados por la Historia son imprecisos: pese a lo consignado en los recuentos de la Segunda Guerra, pese a la derrota militar, los nazis, en realidad, habrían triunfado.
BIBLIOTECA
Los libros de Sebald abordados son (con su respectivo traductor): Vértigo (Carmen Gómez García), Debate, Barcelona, 2001; Los anillos de Saturno (C. Gómez García y Georg Pichler), Debate, Barcelona, 2000; Austerlitz (Miguel Sáenz), Anagrama, Barcelona, 2002; Campo Santo (M. Sáenz), Anagrama, Barcelona, 2007.
*Este texto forma parte de un ensayo sobre escritores radicales que prepara Nicolás Cabral.
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