Esta tarde, en nuestro Espacio de Reflexión Estética, inicia el curso “Para entender la crítica literaria”, que será impartido por Roberto Cruz Arzabal. Aprovechamos la ocasión para volver a esta reseña (publicada en nuestra edición 91) de El acontecimiento de la literatura (2012) de Terry Eagleton, título que se encuentra en la bibliografía consultada por Cruz Arzabal para el curso.
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Como ocurre en Cómo leer un poema (2007), el título El acontecimiento de la literatura (2012) podría confundirnos sobre sus intenciones, especialmente al presentar la categoría de acontecimiento, hoy asociada fundamentalmente a la obra de Alain Badiou. Para el filósofo francés se trata de la reconstrucción conceptual de un evento local e histórico, definido con relación –pero no casualmente– a un «paralaje acontecimental» (la clase obrera, por ejemplo). En este sentido, es distinto a un hecho, que no necesita de una visión retrospectiva para ser reconocido. La única ocasión en que Terry Eagleton menciona a Badiou en su nuevo libro, sin embargo, es para colocar su concepto en la tradición secularizada de la doctrina de la palabra creadora, sugiriendo que guarda un parecido con la magia, el sacramento, la fantasía decimonónica o el anhelo de Kenneth Burke por «un acto puramente creador, original y gratuito, que no contemple nada más allá de sí mismo», cosa que dista de la idea de la literatura de Eagleton, una actividad con pies firmes en la realidad.
El crítico británico se distancia de Badiou con una de sus estrategias típicas: rastrea analíticamente las tradiciones en las que se enmarcan conceptos que utilizamos con frecuencia (así vincula posiciones radicales de la posmodernidad con la filosofía voluntarias medieval de Ockham o Duns Escoto). Quizá debamos leer el título como una provocación conservadora. Pero entendamos aquí «conservador» como aquel que retoma y reinserta momentos de la tradición (oculta o no) para juzgar el presente, una figura similar a la del coleccionista en Benjamin, que, por ejemplo, vio en Karl Kraus a un recolector de citas que manifiesta «no el poder de preservar sino el de purificar, el de arrancar de su contexto, de destruir». (Eagleton ahonda en esa figura en Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, de 1981). La pregunta sartreana «¿Qué es la literatura?» señala con mayor claridad las intenciones de este libro.
Comúnmente la cuestión se ha enmarcado en el debate entre nominalistas y realistas. Aunque la afinidad con los realistas y el escepticismo ante los nominalistas son claros, Eagleton no comete la torpeza de identificar la pregunta por la literatura con una cuestión ontológica («¿cuál es la esencia de la literatura?»). Aún así, se opone a un panorama teórico en el que los nominalistas (comúnmente liberales humanistas) han ganado terreno. Es decir, los teóricos que, como Stanley Fish, no son capaces de ver una diferencia específica entre el lenguaje ordinario y el literario (Eagleton mete en este saco también al Rancière de La palabra muda, quizás apresuradamente). Opta entonces por reconocer, sencillamente, que «la literatura» sigue funcionando como categoría y que una persona común es capaz de reconocer rasgos entre las obras literarias sin tener que recurrir a la metafísica trascendental (en ese punto acude a la noción «aires de familia» del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas). Posteriormente propone y explica escolásticamente una taxonomía provisional de estos parecidos de familia, a saber: lo ficcional, lo moral, lo lingüístico, lo no pragmático y lo normativo, que forman una compleja serie de redes que se superponen y entrecruzan. No son rasgos necesarios para la literatura y puede ocurrir que algún otro tipo de acto de la palabra (como un chiste) posea alguno de ellos. Tampoco son definiciones precisas, lo cual no significa que se esté dando pie a la indeterminación. Tal vez algunos vean en esta actitud una especie de agua tibia, pero Eagleton vuelve a probarse como crítico cauteloso y prudente.
Los momentos más deleitables de este libro se encuentran en su escolástica, es decir, en la catalogación de las posiciones a favor y en contra de un problema, de la que se desprenden las mejores y se evidencian las peores. Al abordar lo ficcional, Eagleton enumera sin piedad algunos de los disparates que se han escrito al respecto. Así, Gregory Currie recalca que una interferencia es razonable cuando cuenta con un alto grado de razonabilidad, y Margaret MacDonald nos anuncia presurosa que las novelas de Jane Austen existen. La actitud se repite cuando busca apoyar sus argumentos. El más importante en este libro es que la literatura y la crítica literaria son estrategias para responder a nuestras preguntas (al escribir, los autores plantean y superan un problema). También en este aspecto Eagleton continúa en la estela de Aristóteles, quien señaló que sólo formulamos preguntas que apuntan a sus respuestas. Una tradición que el inglés ve también en el Jameson de La cárcel del lenguaje, en Althusser y Foucault –quienes señalan que las preguntas aceptables determinan respuestas plausibles–, así como en Nietzsche y Marx. Al ver a la literatura como una praxis aristotélica, una actividad que no depende de factores externos, como podrían ser un dudoso reconocimiento o las regalías obtenidas por publicar un título, Eagleton insiste en su auténtico valor moral: la autodeterminación (socavando otros aspectos como la capacidad imaginativa que, suponen los liberales, es la habilidad que da pie a la empatía, olvidando graciosamente que también se necesita imaginación para ser cruel).
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