miércoles, 22 de junio de 2016

Un paréntesis

 

 

Como tantas otras muertes anunciadas, la de los medios impresos no termina de certificarse. De acuerdo con los profetas de los diversos fines –ya se sabe: de la historia, del arte, de la filosofía–, el acceso generalizado a las tecnologías electrónicas traerá, como inevitable consecuencia, la desaparición física de los libros, las revistas y los periódicos. Del papel a los bits, se anuncia.

 

En una época donde los economistas tienen como único discurso el control de la inflación –aderezado cada tanto por el mantra «¡Salvemos a los bancos!»– lo que vivimos es una era de semioinflación, descrita por Franco Berardi Bifo como «el momento en el que necesitas más signos, palabras e información para comprar menos significado». El lenguaje, en suma, se ha devaluado. La información circula por todos los medios, en todo momento, sin pausa, pero ¿puede nuestro cerebro asimilarla?

 

Los impresos han estado amenazados con anterioridad a la aparición de Internet: surgieron la radio, el cine, la televisión. Hasta hace unas décadas, sin embargo, se entendía que su función era otra: no sólo la circulación de información sino su escrutinio. Históricamente, las revistas y los periódicos, para no hablar de los libros, han sido un espacio de discernimiento. No sorprende, entonces, que con el declive de los medios tradicionales la salud de la crítica se haya deteriorado. La circulación indiscriminada de signos nos impide asimilarlos, nos impide darles sentido.

 

El impreso posibilita la construcción de secuencias. En los medios electrónicos se impone otra lógica: la simultaneidad, el corte, la discontinuidad. Nuestros sentidos son estimulados desde distintos frentes, lo que dificulta la concentración y, por consiguiente, la elaboración de juicios. En contraste, un impreso abre un paréntesis: imágenes y palabras construyen un discurso, la lectura secuencial produce, de maneras diversas, pensamiento crítico. Esto lo sabía Marshall McLuhan, quien anticipó que la era electrónica desembocaría en visiones míticas de la realidad.

 

Para los nativos digitales se trata de construir una manera dual de estar en el mundo, con un pie en lo virtual y otro en lo real. Esto significa una cosa: reducir la velocidad. Los periódicos y las revistas deben renunciar a seguir los pasos de Internet: su naturaleza, que en cada caso mutará –la mera información ya no requiere pulpa–, es distinta. Los medios impresos son tan necesarios ahora como en el siglo XIX, cuando crearon un foro abierto a las ideas, potencialmente ajeno al dominio del Estado. En ellos los juicios deben razonarse: el espacio es limitado y lo que se imprime permanece. Inmutable, el ejemplar de papel es un momento en el tiempo, un fragmento de memoria común.

 

Una de las tareas del presente es detener la devaluación del lenguaje, el abaratamiento de los signos. Sobre la página impresa, las palabras y las imágenes tienen peso. Son unidades de una secuencia que, seguida con atención, permita al lector tejer el sentido de lo que lo rodea.

 

¿Puede construirse pensamiento en un entorno regido por la velocidad y la discontinuidad? Los signos se han devaluado: las revistas de papel ofrecen la posibilidad de devolverles el significado. Desde el 25 de mayo los editores de La Tempestad han analizado los modos de producción y los alcances de las revistas impresas, partiendo del entendido de que éstas han sido un espacio fundamental para la circulación de ideas, a través del curso “La publicación cultural: de la idea al objeto”. Las mutaciones, las redefiniciones y los retos a los que se enfrentan las publicaciones culturales son un tema que está lejos de agotarse. Este miércoles se llevará a cabo la última sesión de dicho curso con el cual iniciamos una serie (de cursos) enfocados en la edición y la publicación de revistas que tendrá continuidad en los siguientes meses.

 

 



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