martes, 19 de julio de 2016

¿Ellos y nosotros?

A propósito del curso “Introducción a la crítica cinematográfica” que inicia el próximo jueves 21 de julio en nuestro Espacio de Reflexión Estética y que estará a cargo de Sergio Huidobro, recuperamos este texto del ensayista y crítico de cine, sobre las nuevas miradas del cine árabe, persa y musulmán que apareció en la edición impresa de La Tempestad 108, marzo de 2016.

 

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Para el otoño de 2012, el primer ciclo de movimientos civiles agrupados con el nombre de Primavera Árabe había obtenido ciertas victorias: cuatro países depusieron gobiernos y otros tres iniciaban levantamientos que no podían ser ignorados y otra decena registraba marchas de apoyo en la región. Al mismo tiempo, el Museo de Arte Moderno de Nueva York iniciaba el tercer ciclo de la serie Mapping Subjectivity: Experimentation in Arab Cinema from 1960 to Now, un programa de proyecciones cuya curaduría animaba a leer la obra de cineastas árabes a partir de la transgresión como herramienta discursiva multimodal: de los códigos narrativos tradicionales a la sexualidad femenina y de la relación con Occidente hasta los límites de representación de lo divino.

 

 

Mientras los alzamientos civiles se magnificaban –aunque, de otra forma, también se diluían–, un comentario en redes virtuales sobre la retrospectiva del MoMA cuestionaba la ausencia de filmes iraníes y afganos en el programa. El señalamiento ganó apoyos que aventuraban la tesis de que la negación respondía al discurso tradicionalmente antiestadounidense de ambos países, condenando el apoyo que el museo estaría prestando a esta censura. Pero las razones eran distintas. Aunque agrupadas con regularidad en esa masa homogénea que llamamos Medio Oriente, ni Irán ni Afganistán guardan relación directa con el mundo árabe: el primero es un país predominantemente persa, de raíz indoeuropea; el segundo, un territorio compartido entre pashtunes, tayikos y otros grupos étnicos. Las narrativas mediáticas globales, pero también nuestro conocimiento insuficiente de la crítica de las cinematografías árabes, norteafricana y asiática occidental y menor, niegan, una y otra vez, la vital pluralidad de sus propuestas estéticas.

 

 

Con la relativa excepción de Egipto y Siria –donde para 1928 ya existía una producción discreta pero regular, con unos ochenta cines funcionando sólo en El Cairo–, la formación de industrias y audiencias locales ha sido accidentada, casi siempre en función de la relación con festivales europeos o de la penetración comercial del cine anglosajón.

 

 

En la amplitud del mundo influido por el islam, incluido el no arábigo, ningún cine ha sido más precoz que el iraní en la exploración de poéticas autorales que entablen diálogos con Occidente, sin echar mano de traducciones culturales. La casa es negra (Khaneh siah ast, 1963) de Forugh Farrojzad fue una de las primeras piezas, y se halla entre las más perdurables, que desarrollan lenguajes fílmicos de avanzada en el cine de Medio Oriente. Su autora, más conocida como poeta y referente feminista de la región, elaboró una poética visual asentada en la idea del “horror sublime”, mediante el retrato íntimo de una colonia iraní de leprosos. Al final de esa década, el drama rural y segundo largometraje de Dariush Mehrjui, La vaca (Gaav, 1969), terminó por marcar las directrices del cine iraní para las décadas siguientes. Este cine, enclave inédito entre vanguardia, naturalismo, experimentación narrativa y técnicas documentales, devino en los poderosos ejercicios metanarrativos de Abbas Kiarostami o de la familia Makhmalbaf, antecedentes de los recientes ejercicios de Jafar Panahi. Este último, desde el encarcelamiento, medita sobre las fronteras éticas y cívicas de la identidad autoral.

 

 

No obstante la extensión demográfica del mundo árabe, que apenas roza un tercio de la población musulmana global, éste produjo durante buena parte del siglo XX un cine popular tan vigoroso como el de industrias regionales más consolidadas, Bollywood en India o Nollywood en Nigeria. Como éstas, buscó un diálogo directo con audiencias locales masivas, de espaldas a Occidente. Sobreviviente de este modelo, gracias a su hábil adaptación al circuito de festivales surgido en la posguerra, el egipcio Youssef Chahine encarna, junto a Tewfiq Saleh y Mohamed Lakhdar-Hamina, un modelo de creación y política en el que la identidad creativa y las necesidades geopolíticas se vuelven indistinguibles. Crónica de los años de fuego (Ahdat sanawovach el-djamr, 1975), dirigida por Lakdhar-Hamina y premiada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes, quizá sea el resultado más elocuente; Chahine, nominado cinco veces a la Palma, es su embajador más constante.

 

 

El circuito de presencia tanto del cine generado por comunidades árabes como por las islámicas no escapa, aún hoy, a esta divergencia: los certámenes occidentales, como el Festival de Cine Árabe de San Francisco, o retrospectivas recurrentes como la organizada por el MoMA, mantienen una tensión silente con el discurso comunitario, a veces difícil de penetrar, de festivales como el de El Cairo, Cártago, Damasco o, recientemente, Dubai y Beirut. Ni unos ni otros escapan a la bipolaridad identitaria articulada siempre en binomios: adentro y afuera, ellos y nosotros. Sólo recientemente, la emergencia de formatos digitales ha impulsado posibilidades creativas y ejercicios de lenguaje antes condicionados al diálogo con coproductores y fondos de inversión europeos o la adecuación a discursos exotistas. Esto no es una película (2011), de Panahi, es uno de los trabajos mejor acabados dentro de un modelo de cine diferente al planteado por los embajadores de la inmigración europea como Abderrahmane Sissako, Abdellatif Kechiche o Nadine Labaki: un cine árabe que sea, de una vez por todas, dueño de su propia voz.

 

 



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