Tercera entrega de la charla iniciada el 14 de junio entre Pablo Helguera, pedagogo del arte, y Óscar Benassini, coeditor de La Tempestad, sobre el limbo, a propósito del seminario sobre el tema, organizado por Alumnos47, que imparte, actualmente, Helguera.
Óscar Benassini: Hablemos de limbos sociales, ese espacio de indefinición que es la ausencia de un proyecto político a futuro. ¿Qué piensas de eso? ¿Es posible que estemos «atorados» en un eterno presente? ¿Es posible, todavía, pensar en salir de este limbo a través la educación?
Pablo Helguera: Definitivamente: la ausencia de un plan conduce a la inercia. Los limbos políticos, sociales, económicos y culturales que vivimos se producen primordialmente porque nosotros, como individuos, si bien estamos conscientes de la situación que vivimos, no tenemos la entereza, determinación, o la esperanza de poder dar ciertos pasos para romper con los obstáculos que nos retienen en ese espacio angustioso y vicioso, como las circunstancias kafkianas que nos mantienen permanentemente en una caminata para llegar al castillo o en el laberinto legal del proceso. La educación nos otorga la conciencia crítica para entender mejor el lugar en el que nos encontramos y hacer algo al respecto. No quiero decir que la educación en sí sea la solución de nuestros problemas: es un proceso necesario para entender nuestros problemas y encontrar soluciones.
OB: ¿Qué otros tipos de limbos has podido identificar en nuestra sociedad?
PH: En el curso que estoy presentando hablaremos de la liminalidad, un concepto generado por el antropólogo Arnold Van Gennep que posteriormente fue desarrollado por otros teóricos y antropólogos. La liminalidad alude, por ponerlo de forma muy burda, a un espacio intermedio de ambigüedad entre dos tiempos, por lo general vinculados a un ritual. Me interesa apuntar a estos espacios intermedios en varias de las actividades que conforman nuestra vida diaria, desde nuestra relación con el sexo y el género hasta la forma misma en que pensamos acerca del arte y el no-arte.
OB: ¿Has llegado a pensar que la crítica de arte está extraviada en algún limbo?
PH: Quisiera aclarar algo. No identifico al limbo necesariamente como un ala del purgatorio, como lo hace la tradición cristiana. Creo que hay dos tipos de limbos: los productivos y los improductivos. El hacer arte es un proceso mediante el cual uno se adentra constantemente en limbos productivos. Hay un verso de San Juan de la Cruz que resume esto perfectamente: «Entréme donde no supe: y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo». Es decir que el proceso de hacer es generativo, en el que sin saber muy bien cómo hemos roto ciertos patrones que hasta el momento no eran del todo visibles, y logramos producir un espacio de ambigüedad que a la vez nos conduce a nuevas formas de pensar y de sentir. De ahí que las obras más significativas son aquellas que rompen esquemas, que se adentran en tierras incógnitas. La buena crítica de arte –o la buena historia del arte– nos ayuda a dilucidar el proceso mediante el cual esto ocurre. La crítica del arte retrógrada, en contraste, nos arrastra a un limbo improductivo, donde sólo se repiten, articulan o defienden valores familiares o tradicionales ante algo que es nuevo, sin hacer el esfuerzo por entender el contexto que originó una obra en particular. Es imposible para alguien, por ejemplo, entender al arte conceptual si emplea valores estéticos del siglo pasado –es como si tratáramos de entender un idioma usando un diccionario de otro idioma. Esto nos conduce al limbo del entendimiento. Pero claro, este sólo es un ejemplo: hay muchas maneras de hacer mala crítica, e infinitas maneras de caer en el limbo de la mediocridad.
Aquí pueden leer las entregas uno y dos.
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