martes, 24 de diciembre de 2024

Inviernos personales

Recuerdo que, más que miedo, me provocó risa pensar que podrían visitarme tres espectros durante la Navidad. Había visto la historia de Dickens en una de sus versiones de caricatura, obligado por una tía que –con el aval de mi madre– se aferraba a la idea de que me haría bien. Entonces yo era medio envidioso y rezongón, y al terminar la película supuse que debía sentirme mal. En la mente enlisté otros hechos que podrían echarme en cara mis propios fantasmas del pasado, presente y futuro, en caso de recibir su visita. Sin duda gastar en las maquinitas de la tienda el dinero destinado para las tortillas. Luego estaba no rezar o no tanto como me lo pedían. Y, tal vez, ver mucha tele. Pero ¿en serio me parecía tanto a Scrooge?

Años después, cuando volví a encontrarme con ese personaje, ya sin intermediarios y en su versión original, Canción de Navidad (1843), me percaté de que, antes de ser un relato moral, se trataba de un relato fantástico, en ocasiones de miedo; algo de lo que ni yo ni mi tía pudimos percatarnos en su momento. Y eso me fascinó, hallar un cruce entre una temporada que resulta altamente colorida y emocional y una serie de elementos sobrenaturales típicos del terror.

La historia del cuento navideño tiene raíces antiguas; hubo autores que coquetearon con el género, mas no con su espíritu. Como Hoffmann, que publicó en 1815 “La aventura de la noche de San Silvestre”. Sin embargo, quien terminaría de fundar una tradición literaria y casi inventaría una forma de leer el invierno fue Dickens. La Navidad se convirtió en un rito creador muy suyo. Además de escribir historias navideñas promovió números especiales en revistas, invitó a otros autores a participar y aun intentó reunir en un solo volumen sus cuentos, pero la muerte lo alcanzó primero. A pesar de esto, su entusiasmo fue fundamental para sentar las bases de una búsqueda literaria que, como sucede con temas como el doble, no se agota y parece renovarse, al menos parcialmente, en cada generación de escritores.

Prueba de ello soy yo, que estoy aquí escribiendo de eso.

Vaya, estoy lejos de parecerme a un viejo egoísta decimonónico, pero sí me he encontrado con tres fantasmas que marcaron mi manera de ver la Navidad. Y es que uno se encuentra con ellos inevitablemente. El relato de Charles Dickens del que hablé al principio es ya universal, no me resultaría extraño que las nuevas generaciones lo conozcan a través de historias de Instagram o tiktoks. Quizás el hallazgo de los otros que mencionaré exija un ligero esfuerzo, tampoco demasiado; vamos, son clásicos y, como decía Monterroso, lo bueno de leer clásicos es que son baratos y están en todas partes.

Alejándose del cerco aleccionador y lindando con la especulación científica, Guy de Maupassant te hace sentir en “Cuento de Navidad” (1882) la oralidad a la que convoca, casi de modo inevitable, la temporada decembrina, cuando en la cena se acude a una síntesis del año, se cuenta lo más asombroso o lo más desafortunado. En este texto un doctor, ante la pregunta de un escucha invisible en la narración, empieza a contar un recuerdo de Navidad. “Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena”. En un pueblo sepultado por una nevada, donde ronda el miedo, se espera un suceso extraordinario. De pronto, un herrero que sale por pan una noche se encuentra con un huevo en la nieve, tibio aún. Al llevarlo a casa se lo ofrece de cena a su esposa. Ella, con sospechas, accede y enseguida experimenta espasmos y convulsiones. Pasa días postrada en cama. El doctor le receta calmantes, pero termina por afirmar que la mujer ha perdido el juicio. ¿Por cenar un huevo? La noticia corre y pronto el pueblo concluye: “la mujer del herrero está endemoniada”. Caray. Llega la Navidad y el doctor y el cura llevan a la mujer a la iglesia, donde se desarrolla la última escena. Este cuento ha ido adquiriendo nuevas interpretaciones con el tiempo. En varias antologías se alude a la creencia científica que existía en aquella época sobre la relación entre la histeria y el útero. El huevo abandonado, símbolo de fecundidad, se convierte en vehículo del diablo. La ciencia y la religión buscan una alternativa. ¿Puede leerse en clave de terror, aún?

En un registro distinto, Chéjov publica “Vanka” (1886) en La Gaceta de San Petersburgo, un cuento que se escribió como crítica a la sociedad europea contra el maltrato que los niños sufrían en el siglo XIX –gesto que comparte con Dickens, que también hacía historias en las que se refleja la marginalidad infantil–, y que además podría estar entre los cuentos más tristes de esta tradición (junto a “La niña de los fósforos”, de Hans Christian Andersen). Con maestría, Chéjov narra la historia de un niño de 9 años, cansado de vivir en la casa de un zapatero, donde fue enviado cuando se quedó huérfano, para aprender el oficio. Entonces decide enviarle una carta a su abuelo en Nochebuena, rogándole que lo lleve con él: “Ven, querido abuelo […] Todos me pegan, tengo un hambre horrible, mi tristeza es tan grande que no se puede contar y me paso todo el tiempo llorando”.

El tono de súplica va aumentando a su vez que el niño comienza a tener reminiscencias de los días con el abuelo; se da cuenta de que era el paraíso. Pero al volver a la carta, Dios, cómo sufre el nieto: “Ayer recibí una paliza. El dueño me arrastró por los pelos hasta el patio y me azotó con el tirapiés porque me quedé dormido sin querer mientras acunaba a su hijo”. Al final, Vanka apunta la dirección: “Para el abuelo, que está en la aldea”. Y, siguiendo los consejos del carnicero, sale a dejarla al buzón más cercano. A diferencia del relato de Dickens, que hoy me divierte, esta historia abre un agujero en la boca del estómago. Es un bucle temporal en el que no hay salvación y siempre habrá sufrimiento. Quisiera decirle a Vanka que se vaya de ahí. Quisiera abrazarlo. Pero no hay reivindicación, está atrapado hasta la eternidad en ese acto de nobleza que todos los dioses ignoran. El sentimiento de injusticia me tortura, va detrás de mí, es mi verdadero fantasma, y esa es la mejor descripción gráfica del frío que uno podría sentir en Navidad.

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Inviernos personales

Recuerdo que, más que miedo, me provocó risa pensar que podrían visitarme tres espectros durante la Navidad. Había visto la historia de Dickens en una de sus versiones de caricatura, obligado por una tía que –con el aval de mi madre– se aferraba a la idea de que me haría bien. Entonces yo era medio envidioso y rezongón, y al terminar la película supuse que debía sentirme mal. En la mente enlisté otros hechos que podrían echarme en cara mis propios fantasmas del pasado, presente y futuro, en caso de recibir su visita. Sin duda gastar en las maquinitas de la tienda el dinero destinado para las tortillas. Luego estaba no rezar o no tanto como me lo pedían. Y, tal vez, ver mucha tele. Pero ¿en serio me parecía tanto a Scrooge?

Años después, cuando volví a encontrarme con ese personaje, ya sin intermediarios y en su versión original, Canción de Navidad (1843), me percaté de que, antes de ser un relato moral, se trataba de un relato fantástico, en ocasiones de miedo; algo de lo que ni yo ni mi tía pudimos percatarnos en su momento. Y eso me fascinó, hallar un cruce entre una temporada que resulta altamente colorida y emocional y una serie de elementos sobrenaturales típicos del terror.

La historia del cuento navideño tiene raíces antiguas; hubo autores que coquetearon con el género, mas no con su espíritu. Como Hoffmann, que publicó en 1815 “La aventura de la noche de San Silvestre”. Sin embargo, quien terminaría de fundar una tradición literaria y casi inventaría una forma de leer el invierno fue Dickens. La Navidad se convirtió en un rito creador muy suyo. Además de escribir historias navideñas promovió números especiales en revistas, invitó a otros autores a participar y aun intentó reunir en un solo volumen sus cuentos, pero la muerte lo alcanzó primero. A pesar de esto, su entusiasmo fue fundamental para sentar las bases de una búsqueda literaria que, como sucede con temas como el doble, no se agota y parece renovarse, al menos parcialmente, en cada generación de escritores.

Prueba de ello soy yo, que estoy aquí escribiendo de eso.

Vaya, estoy lejos de parecerme a un viejo egoísta decimonónico, pero sí me he encontrado con tres fantasmas que marcaron mi manera de ver la Navidad. Y es que uno se encuentra con ellos inevitablemente. El relato de Charles Dickens del que hablé al principio es ya universal, no me resultaría extraño que las nuevas generaciones lo conozcan a través de historias de Instagram o tiktoks. Quizás el hallazgo de los otros que mencionaré exija un ligero esfuerzo, tampoco demasiado; vamos, son clásicos y, como decía Monterroso, lo bueno de leer clásicos es que son baratos y están en todas partes.

Alejándose del cerco aleccionador y lindando con la especulación científica, Guy de Maupassant te hace sentir en “Cuento de Navidad” (1882) la oralidad a la que convoca, casi de modo inevitable, la temporada decembrina, cuando en la cena se acude a una síntesis del año, se cuenta lo más asombroso o lo más desafortunado. En este texto un doctor, ante la pregunta de un escucha invisible en la narración, empieza a contar un recuerdo de Navidad. “Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena”. En un pueblo sepultado por una nevada, donde ronda el miedo, se espera un suceso extraordinario. De pronto, un herrero que sale por pan una noche se encuentra con un huevo en la nieve, tibio aún. Al llevarlo a casa se lo ofrece de cena a su esposa. Ella, con sospechas, accede y enseguida experimenta espasmos y convulsiones. Pasa días postrada en cama. El doctor le receta calmantes, pero termina por afirmar que la mujer ha perdido el juicio. ¿Por cenar un huevo? La noticia corre y pronto el pueblo concluye: “la mujer del herrero está endemoniada”. Caray. Llega la Navidad y el doctor y el cura llevan a la mujer a la iglesia, donde se desarrolla la última escena. Este cuento ha ido adquiriendo nuevas interpretaciones con el tiempo. En varias antologías se alude a la creencia científica que existía en aquella época sobre la relación entre la histeria y el útero. El huevo abandonado, símbolo de fecundidad, se convierte en vehículo del diablo. La ciencia y la religión buscan una alternativa. ¿Puede leerse en clave de terror, aún?

En un registro distinto, Chéjov publica “Vanka” (1886) en La Gaceta de San Petersburgo, un cuento que se escribió como crítica a la sociedad europea contra el maltrato que los niños sufrían en el siglo XIX –gesto que comparte con Dickens, que también hacía historias en las que se refleja la marginalidad infantil–, y que además podría estar entre los cuentos más tristes de esta tradición (junto a “La niña de los fósforos”, de Hans Christian Andersen). Con maestría, Chéjov narra la historia de un niño de 9 años, cansado de vivir en la casa de un zapatero, donde fue enviado cuando se quedó huérfano, para aprender el oficio. Entonces decide enviarle una carta a su abuelo en Nochebuena, rogándole que lo lleve con él: “Ven, querido abuelo […] Todos me pegan, tengo un hambre horrible, mi tristeza es tan grande que no se puede contar y me paso todo el tiempo llorando”.

El tono de súplica va aumentando a su vez que el niño comienza a tener reminiscencias de los días con el abuelo; se da cuenta de que era el paraíso. Pero al volver a la carta, Dios, cómo sufre el nieto: “Ayer recibí una paliza. El dueño me arrastró por los pelos hasta el patio y me azotó con el tirapiés porque me quedé dormido sin querer mientras acunaba a su hijo”. Al final, Vanka apunta la dirección: “Para el abuelo, que está en la aldea”. Y, siguiendo los consejos del carnicero, sale a dejarla al buzón más cercano. A diferencia del relato de Dickens, que hoy me divierte, esta historia abre un agujero en la boca del estómago. Es un bucle temporal en el que no hay salvación y siempre habrá sufrimiento. Quisiera decirle a Vanka que se vaya de ahí. Quisiera abrazarlo. Pero no hay reivindicación, está atrapado hasta la eternidad en ese acto de nobleza que todos los dioses ignoran. El sentimiento de injusticia me tortura, va detrás de mí, es mi verdadero fantasma, y esa es la mejor descripción gráfica del frío que uno podría sentir en Navidad.

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viernes, 20 de diciembre de 2024

Mobiliario azul Klein

Fundado en 2015, el estudio Tiptoe surgió con el objetivo de aportar una nueva visión al diseño francés contemporáneo. Su práctica se sostiene, así, en cinco principios: hacer las cosas sencillas, hacer más con menos, utilizar los materiales adecuados, construir para durar y diseñar para desmontar. Tiptoe apuesta por la creación de objetos y mobiliario que se rige por una cuidadosa manufactura y una perspectiva sustentable, aspectos en los que no está ausente un uso gozoso del color, lo que le ha valido a la marca una clientela que incluye a Hermès, Chanel, el Centro Pompidou, el Musée d’Orsay o el Palais de Tokyo.

El enfoque distintivo de la firma parisina los ha llevado a hacer mancuerna con los Yves Klein Archives. Luego de una exitosa primera colaboración en 2023, este año se dio a conocer la colección Tiptoe x Klein Blue, objetos de edición limitada en los que el color patentado por el artista francés cubre las superficies de mobiliario doméstico, bañándolos de intensidad cromática. El azul utilizado, que pudo verse extensamente en la retrospectiva que el MUAC dedicó al creador en 2017, otorga a las piezas una existencia singular.

Azul Klein

Estantes PLI de la colección Tiptoe x Klein Blue (2024)

El famoso azul Klein, la marca de uno de los artistas más singulares del siglo XX, se ha incorporado a patas de mesa, el taburete LOU, la silla SSD, el estante de pared PLI, una mesa de centro y un banco. La profundidad de este color hace que no pasen desapercibidos y dialoguen mejor con espacios de cierta neutralidad, en los que no tengan que competir con demasiados estímulos; de ahí que no se use en grandes superficies. Junto a madera o concreto, los diseños forman composiciones de gran expresividad.

Con certificación B Corp como el resto de la producción del estudio –un reconocimiento a empresas europeas responsables ambientalmente–, Tiptoe x Klein Blue es un refrescante aporte al paisaje de objetos cotidianos, con un toque de inmaterialidad que sólo el azul Klein es capaz de otorgar.

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Mobiliario azul Klein

Fundado en 2015, el estudio Tiptoe surgió con el objetivo de aportar una nueva visión al diseño francés contemporáneo. Su práctica se sostiene, así, en cinco principios: hacer las cosas sencillas, hacer más con menos, utilizar los materiales adecuados, construir para durar y diseñar para desmontar. Tiptoe apuesta por la creación de objetos y mobiliario que se rige por una cuidadosa manufactura y una perspectiva sustentable, aspectos en los que no está ausente un uso gozoso del color, lo que le ha valido a la marca una clientela que incluye a Hermès, Chanel, el Centro Pompidou, el Musée d’Orsay o el Palais de Tokyo.

El enfoque distintivo de la firma parisina los ha llevado a hacer mancuerna con los Yves Klein Archives. Luego de una exitosa primera colaboración en 2023, este año se dio a conocer la colección Tiptoe x Klein Blue, objetos de edición limitada en los que el color patentado por el artista francés cubre las superficies de mobiliario doméstico, bañándolos de intensidad cromática. El azul utilizado, que pudo verse extensamente en la retrospectiva que el MUAC dedicó al creador en 2017, otorga a las piezas una existencia singular.

Azul Klein

Estantes PLI de la colección Tiptoe x Klein Blue (2024)

El famoso azul Klein, la marca de uno de los artistas más singulares del siglo XX, se ha incorporado a patas de mesa, el taburete LOU, la silla SSD, el estante de pared PLI, una mesa de centro y un banco. La profundidad de este color hace que no pasen desapercibidos y dialoguen mejor con espacios de cierta neutralidad, en los que no tengan que competir con demasiados estímulos; de ahí que no se use en grandes superficies. Junto a madera o concreto, los diseños forman composiciones de gran expresividad.

Con certificación B Corp como el resto de la producción del estudio –un reconocimiento a empresas europeas responsables ambientalmente–, Tiptoe x Klein Blue es un refrescante aporte al paisaje de objetos cotidianos, con un toque de inmaterialidad que sólo el azul Klein es capaz de otorgar.

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Samuel Beckett: una reinvención

La transformación de Samuel Beckett de dramaturgo en artista escénico es uno de los desarrollos más fecundos del teatro de vanguardia tardío y representa, aún hoy, un tema desdeñado por los discursos crítico e histórico. La escasez de documentación teatral puede tomarse en cuenta a la hora de entender la negligencia que lleva normalmente a estudiosos y críticos a privilegiar la letra sobre la interpretación, es decir, la aparente estabilidad o consistencia del libreto sobre la realización o el montaje.

La ausencia de la obra de Beckett en las tablas de esta ecuación histórica distorsiona el arco de su evolución creativa, el surgimiento de un artista comprometido con la ejecución de sus dramas, entendida ésta como realización plena. Beckett adoptó el teatro no sólo como un medio por medio del cual una obra preconcebida recibe su exacta expresión, sino como un conjunto de significados relevantes. De la misma manera en que pasó de ser asesor en las producciones de sus piezas a responsabilizarse por completo de su puesta en escena –luego de un aprendizaje de cerca de 15 años–, la práctica teatral le ofreció la oportunidad única de realizar autocolaboraciones a través de las cuales se reescribió a sí mismo, es decir, se reinventó como artista.

En perspectiva, podría parecer evidente proclamar que el Samuel Beckett que escribió Esperando a Godot en 1948 y el Samuel Beckett que la puso en escena en el Teatro Schiller de Berlín en 1978 no son la misma persona, ni mucho menos el mismo artista. Beckett estipuló su propio paradigma teórico para tal dialéctica en un año tan temprano como 1931, cuando publicó su tratado sobre Marcel Proust: “No es únicamente que estemos más cansados a causa del ayer, es que somos otros, no ya los mismos de la desgracia del ayer”. El Samuel Beckett que apareció como director de Esperando a Godot treinta años después de haberla escrito era ese “otro”, y la conjunción de los dos, el ser que escribe de 1948 y el “otro” que dirige de 1978 (o viceversa, el ser que dirige de 1978 y el “otro” que escribe de 1948), es uno de los momentos definitorios del teatro de vanguardia tardío.

Samuel Beckett

Samuel Beckett dirigiendo Fin de partida, Riverside Studio, Londres, 1980. Fotografía: John Minihan

Esa conjunción tuvo lugar unas 16 veces en el escenario y otras seis veces en el estudio de televisión; en cada uno de esos encuentros Beckett aprovechó la oportunidad de jugar a ser a la vez el mismo y otro, es decir, de refinar, si no redefinir, su visión creativa, de continuar descubriendo posibilidades latentes en sus textos y reafirmar una estética fundamentalmente vanguardista expurgando cualquier elemento que considerara ajeno, para asimismo demostrar, una vez más, su compromiso con, y a caso su preocupación por, la forma, la apariencia estética de su trabajo.

Esa conjunción tuvo lugar unas 16 veces en el escenario y otras seis veces en el estudio de televisión; en cada uno de esos encuentros Beckett aprovechó la oportunidad de jugar a ser a la vez el mismo y otro, es decir, de refinar, si no redefinir, su visión creativa.

Los cuadernos de dirección de Comedia (1964), una obra crucial en el desarrollo de su sensibilidad, contienen 25 esbozos complejos, autónomos y distintos entre sí donde Beckett peinó el texto buscando paralelismos, resonancias y ecos visuales para preparar su puesta en escena. Estos trabajos de Beckett, particularmente los realizados entre 1967 y 1985, cuando dirigió muchas de sus obras mayores, llevaron al editor John Calder a concluir: “No tengo duda de que la posteridad lo considerará no sólo como un gran dramaturgo y novelista, sino también como un director de teatro de la categoría de Piscator, Brecht, Felsenstein”. Beckett, en pocas palabras, se transforma en un teórico mayor del teatro en el proceso de escenificación y reescritura de sus obras.

Después de completar La última cinta de Krapp, Beckett escribió a su editor estadounidense en abril de 1958 para fijar ciertas pautas de la première. Dijo a Barney Rosset: “Odiaría que la hagan pedazos desde el principio y por ello desconfío de su estreno en manos de grupos pequeños que estén fuera de nuestro control antes de que podamos hacerla más o menos bien y establecer al menos un estándar de fidelidad”. Nueve días después, Beckett escribió a Rosset que había viajado a Londres para hacer justo eso con la producción del Royal Court Theatre, “donde espero entender bien la mecánica”.

Fue ese “estándar de fidelidad” y el grado de descuido directo que implicaba “entender bien la mecánica” lo que en buena medida atrajo a Beckett a la posibilidad semipública de dirigir sus propias obras y, más importante aún, lo que le permitió pasar a una nueva fase en su desarrollo creativo, a la que los críticos suelen referirse como “obras tardías”. Pero ese paso a la escena fue dado a regañadientes, con vacilaciones, y llevado a cabo, como tenía que ser, dentro y sobre los escenarios, en tanto Beckett aprendió lo que el teatro en sí tenía para ofrecerle como artista.

Samuel Beckett

Samuel Beckett dirigiendo Esperando a Godot, Riverside Studio, Londres, 1984. Fotografía: John Minihan

Muy pronto vio que su implicación directa en las producciones le ofrecía oportunidades que iban más allá del reconocimiento autoral y la fidelidad textual. Para fines de los cincuenta la materialidad del teatro se convirtió para él en campo de pruebas, un espacio para el descubrimiento creativo, incluso para el autodescubrimiento. La última cinta de Krapp se convirtió en un parteaguas pues cayó en cuenta de que la creación de un texto dramático no era un proceso que pudiera desligarse de la interpretación, y que el montaje de una producción alumbraba rincones antes ocultos, aun para el propio autor.

Durante los 19 años de su carrera como director, de 1967 a 1986, Beckett puso en escena (o videograbó) más de veinte producciones de sus obras en tres lenguas: inglés, francés y alemán. Cada vez que releía un libreto para preparar su escenificación lo encontraba farragoso, enredado, ineficiente para la escena, y comenzaba a “corregir” –la palabra que usaba con mayor frecuencia en el proceso teatral, los continuos desarrollo y refinamiento que su trabajo como director teatral le permitía. Semejante compromiso prolongó el proceso creativo.

Para Beckett la composición, es decir, el acto de creación, no terminaba con la publicación ni, ciertamente, con la primera producción –ni siquiera con la de las obras en las que trabajó muy cercanamente–, era continua, estaba sujeta a un refinamiento constante y aun a la redefinición ocasional.

Para Beckett la composición, es decir, el acto de creación, no terminaba con la publicación ni, ciertamente, con la primera producción –ni siquiera con la de las obras en las que trabajó muy cercanamente–, era continua, estaba sujeta a un refinamiento constante y aun a la redefinición ocasional. Lo que Beckett comenzó a comprender sobre el teatro fue que el texto es interpretación; esto explica su meticulosidad no tanto con el montaje per se sino con las indicaciones escénicas. Al evaluar esas relaciones –entre el texto literario y su interpretación escénica, entre éstos y el dramaturgo– Samuel Beckett, simultáneamente en los papeles de artista que pone en escena una obra y de autor que la revisa, es un ejemplo casi único de autocolaboración en el teatro moderno (y de vanguardia) que podría obligarnos a reevaluar la centralidad de la interpretación en el campo literario del drama.

En las obras de Beckett la interpretación terminó convirtiéndose en el texto principal. Los resultados de ese proceso teatral, esa meticulosa atención a los detalles estéticos de la obra de arte –una característica sobresaliente de las últimas vanguardias–, deben entrar en nuestras ecuaciones críticas e interpretativas si es que no queremos subestimar ni tergiversar la visión creadora de Samuel Beckett y sus contribuciones teóricas al teatro de vanguardia.

Traducción del inglés de Nicolás Cabral. Publicado originalmente en La Tempestad no. 48, mayo-junio de 2006

© 1998 Journal of Modern Literature. Reproducido con la autorización de Indiana University Press

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Samuel Beckett: una reinvención

La transformación de Samuel Beckett de dramaturgo en artista escénico es uno de los desarrollos más fecundos del teatro de vanguardia tardío y representa, aún hoy, un tema desdeñado por los discursos crítico e histórico. La escasez de documentación teatral puede tomarse en cuenta a la hora de entender la negligencia que lleva normalmente a estudiosos y críticos a privilegiar la letra sobre la interpretación, es decir, la aparente estabilidad o consistencia del libreto sobre la realización o el montaje.

La ausencia de la obra de Beckett en las tablas de esta ecuación histórica distorsiona el arco de su evolución creativa, el surgimiento de un artista comprometido con la ejecución de sus dramas, entendida ésta como realización plena. Beckett adoptó el teatro no sólo como un medio por medio del cual una obra preconcebida recibe su exacta expresión, sino como un conjunto de significados relevantes. De la misma manera en que pasó de ser asesor en las producciones de sus piezas a responsabilizarse por completo de su puesta en escena –luego de un aprendizaje de cerca de 15 años–, la práctica teatral le ofreció la oportunidad única de realizar autocolaboraciones a través de las cuales se reescribió a sí mismo, es decir, se reinventó como artista.

En perspectiva, podría parecer evidente proclamar que el Samuel Beckett que escribió Esperando a Godot en 1948 y el Samuel Beckett que la puso en escena en el Teatro Schiller de Berlín en 1978 no son la misma persona, ni mucho menos el mismo artista. Beckett estipuló su propio paradigma teórico para tal dialéctica en un año tan temprano como 1931, cuando publicó su tratado sobre Marcel Proust: “No es únicamente que estemos más cansados a causa del ayer, es que somos otros, no ya los mismos de la desgracia del ayer”. El Samuel Beckett que apareció como director de Esperando a Godot treinta años después de haberla escrito era ese “otro”, y la conjunción de los dos, el ser que escribe de 1948 y el “otro” que dirige de 1978 (o viceversa, el ser que dirige de 1978 y el “otro” que escribe de 1948), es uno de los momentos definitorios del teatro de vanguardia tardío.

Samuel Beckett

Samuel Beckett dirigiendo Fin de partida, Riverside Studio, Londres, 1980. Fotografía: John Minihan

Esa conjunción tuvo lugar unas 16 veces en el escenario y otras seis veces en el estudio de televisión; en cada uno de esos encuentros Beckett aprovechó la oportunidad de jugar a ser a la vez el mismo y otro, es decir, de refinar, si no redefinir, su visión creativa, de continuar descubriendo posibilidades latentes en sus textos y reafirmar una estética fundamentalmente vanguardista expurgando cualquier elemento que considerara ajeno, para asimismo demostrar, una vez más, su compromiso con, y a caso su preocupación por, la forma, la apariencia estética de su trabajo.

Esa conjunción tuvo lugar unas 16 veces en el escenario y otras seis veces en el estudio de televisión; en cada uno de esos encuentros Beckett aprovechó la oportunidad de jugar a ser a la vez el mismo y otro, es decir, de refinar, si no redefinir, su visión creativa.

Los cuadernos de dirección de Comedia (1964), una obra crucial en el desarrollo de su sensibilidad, contienen 25 esbozos complejos, autónomos y distintos entre sí donde Beckett peinó el texto buscando paralelismos, resonancias y ecos visuales para preparar su puesta en escena. Estos trabajos de Beckett, particularmente los realizados entre 1967 y 1985, cuando dirigió muchas de sus obras mayores, llevaron al editor John Calder a concluir: “No tengo duda de que la posteridad lo considerará no sólo como un gran dramaturgo y novelista, sino también como un director de teatro de la categoría de Piscator, Brecht, Felsenstein”. Beckett, en pocas palabras, se transforma en un teórico mayor del teatro en el proceso de escenificación y reescritura de sus obras.

Después de completar La última cinta de Krapp, Beckett escribió a su editor estadounidense en abril de 1958 para fijar ciertas pautas de la première. Dijo a Barney Rosset: “Odiaría que la hagan pedazos desde el principio y por ello desconfío de su estreno en manos de grupos pequeños que estén fuera de nuestro control antes de que podamos hacerla más o menos bien y establecer al menos un estándar de fidelidad”. Nueve días después, Beckett escribió a Rosset que había viajado a Londres para hacer justo eso con la producción del Royal Court Theatre, “donde espero entender bien la mecánica”.

Fue ese “estándar de fidelidad” y el grado de descuido directo que implicaba “entender bien la mecánica” lo que en buena medida atrajo a Beckett a la posibilidad semipública de dirigir sus propias obras y, más importante aún, lo que le permitió pasar a una nueva fase en su desarrollo creativo, a la que los críticos suelen referirse como “obras tardías”. Pero ese paso a la escena fue dado a regañadientes, con vacilaciones, y llevado a cabo, como tenía que ser, dentro y sobre los escenarios, en tanto Beckett aprendió lo que el teatro en sí tenía para ofrecerle como artista.

Samuel Beckett

Samuel Beckett dirigiendo Esperando a Godot, Riverside Studio, Londres, 1984. Fotografía: John Minihan

Muy pronto vio que su implicación directa en las producciones le ofrecía oportunidades que iban más allá del reconocimiento autoral y la fidelidad textual. Para fines de los cincuenta la materialidad del teatro se convirtió para él en campo de pruebas, un espacio para el descubrimiento creativo, incluso para el autodescubrimiento. La última cinta de Krapp se convirtió en un parteaguas pues cayó en cuenta de que la creación de un texto dramático no era un proceso que pudiera desligarse de la interpretación, y que el montaje de una producción alumbraba rincones antes ocultos, aun para el propio autor.

Durante los 19 años de su carrera como director, de 1967 a 1986, Beckett puso en escena (o videograbó) más de veinte producciones de sus obras en tres lenguas: inglés, francés y alemán. Cada vez que releía un libreto para preparar su escenificación lo encontraba farragoso, enredado, ineficiente para la escena, y comenzaba a “corregir” –la palabra que usaba con mayor frecuencia en el proceso teatral, los continuos desarrollo y refinamiento que su trabajo como director teatral le permitía. Semejante compromiso prolongó el proceso creativo.

Para Beckett la composición, es decir, el acto de creación, no terminaba con la publicación ni, ciertamente, con la primera producción –ni siquiera con la de las obras en las que trabajó muy cercanamente–, era continua, estaba sujeta a un refinamiento constante y aun a la redefinición ocasional.

Para Beckett la composición, es decir, el acto de creación, no terminaba con la publicación ni, ciertamente, con la primera producción –ni siquiera con la de las obras en las que trabajó muy cercanamente–, era continua, estaba sujeta a un refinamiento constante y aun a la redefinición ocasional. Lo que Beckett comenzó a comprender sobre el teatro fue que el texto es interpretación; esto explica su meticulosidad no tanto con el montaje per se sino con las indicaciones escénicas. Al evaluar esas relaciones –entre el texto literario y su interpretación escénica, entre éstos y el dramaturgo– Samuel Beckett, simultáneamente en los papeles de artista que pone en escena una obra y de autor que la revisa, es un ejemplo casi único de autocolaboración en el teatro moderno (y de vanguardia) que podría obligarnos a reevaluar la centralidad de la interpretación en el campo literario del drama.

En las obras de Beckett la interpretación terminó convirtiéndose en el texto principal. Los resultados de ese proceso teatral, esa meticulosa atención a los detalles estéticos de la obra de arte –una característica sobresaliente de las últimas vanguardias–, deben entrar en nuestras ecuaciones críticas e interpretativas si es que no queremos subestimar ni tergiversar la visión creadora de Samuel Beckett y sus contribuciones teóricas al teatro de vanguardia.

Traducción del inglés de Nicolás Cabral. Publicado originalmente en La Tempestad no. 48, mayo-junio de 2006

© 1998 Journal of Modern Literature. Reproducido con la autorización de Indiana University Press

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jueves, 19 de diciembre de 2024

Historia de un camión palestino

En febrero de 1994 Baruch Goldstein asesinó a 29 feligreses palestinos en Hebrón, Israel. El atacante –un colono religioso nacido en Brooklyn– poco después fue reducido y golpeado hasta la muerte por la multitud. Su tumba, en el parque municipal de Kiryat Arba, se convirtió en un santuario y en un lugar de peregrinación. En su inscripción se lee: “Dio su alma por el pueblo de Israel, por su Torá y por su tierra; manos limpias y corazón puro”. Esta historia es contada por el periodista judío estadounidense Nathan Thrall en su crónica Un día en la vida de Abed Salama. Anatomía de una tragedia en Jerusalén (2023). El libro ganó el Premio Pulitzer 2024 en la categoría de no-ficción.

El asesinato protagonizado por Goldstein no es, en absoluto, el centro sobre el cual gira el libro de Thrall. Sin embargo comparte algo importante con el accidente de un autobús en Palestina, ocurrido el 16 de febrero del 2012, que narra el libro: la opresión cotidiana y sistemática de la población árabe a manos del aparato militar y de control israelí. A partir de octubre del año pasado, cuando miembros de Hamás asesinaron a pobladores judíos de los asentamientos cercanos, la narrativa que intentó legitimar los crímenes de guerra y el genocidio posterior ejecutado por el gobierno de Benjamín Netanyahu se centró solamente en la masacre provocada por los terroristas. El contexto general y, particularmente, la larga historia de segregación de la población palestina fueron abiertamente invisibilizados o subestimados. Una buena parte de la prensa corporativa occidental repite lo de siempre: Israel se defiende –a veces con excesos– de un vecino irracional que sólo busca su aniquilación. Para esta versión maniquea, propagandista e ignorante de los hechos, Israel es un faro de luz de civilidad –la única democracia en Medio Oriente, dicen– en medio del fundamentalismo islámico que amenaza nuestras libertades.

Nathan Thrall escoge –a mi parecer con mucho tino– un hecho que se diluyó en la historia de la limpieza étnica que ha sufrido Gaza durante décadas: el accidente de un autobús rentado por una escuela privada en 2012. La elección es importante porque muestra, por medio de una tragedia personal, el día a día de una población llevada hasta el límite de sus posibilidades de supervivencia. Para los propagandistas afines al gobierno totalitario de Israel y, por desgracia, para el gran público, 2012 –como los años anteriores– fue un año intrascendente en el llamado “conflicto” en Medio Oriente. Sin embargo ese año ocurrió un hecho demoledor para Abed Salama, palestino habitante del pueblo de Anata, lugar –como tantos otros en la región– en perpetuo asedio por las políticas de segregación y violencia que realiza Israel desde hace mucho.

Nathan Thrall, por medio de largas entrevistas a Abed Salama y otros protagonistas, nos cuenta el accidente en el que perdió la vida su hijo Milad Salama, un niño de apenas cinco años de edad. El camión en el que iba de excursión con sus compañeros derrapó en el asfalto y se incendió en una mañana lluviosa. El hecho, por sí mismo trágico, adquiere dimensiones aún peores cuando, a través de la narración, conocemos las vidas no sólo de los familiares de Abed Salama sino de otros involucrados en el rescate y atención del accidente. Thrall parte del evento para ir al pasado de hombres y mujeres cuya cotidianidad es agredida por un vecino que experimenta diversas formas de control, sometimiento y exterminio. El autor cuenta, gracias al testimonio de sus entrevistados, el laberinto en el que se ha convertido Palestina.

Uno de los elementos que siempre están presentes en las vidas de los árabes –incluso aquellos que han podido permanecer en áreas como Cisjordania– es el control del espacio y del movimiento. Por medio de diversas formas de control como puestos militares, aduanas, revisiones aleatorias que provocan cualquier tipo de vejaciones y, lo más importante, el uso de unas credenciales de identificación que autorizan a la persona para trasladarse en el complejo sistema de muros y barreras diseñadas para segmentar a la población. Entre más peligrosa sea la persona –según el ejército israelí– menos capacidad de movimiento tiene. 

El accidente que acaba con la vida del hijo de Abed Salama es la suma de una reacción en cadena, un final que no termina con la muerte del niño sino con el tortuoso proceso de recuperación del cuerpo en una región en la cual alguien puede morir por no poder sortear un puesto de control en una tierra que había pertenecido a sus ancestros. La crónica de Nathan Thrall también da cuenta de las contradicciones de la sociedad árabe y las disputas que se han agudizado en el contexto de la ocupación israelí. El autor no idealiza a las personas que conoce ni a sus historias. Para que la crónica cumpla su propósito se tiene que presentar en carne viva y, por supuesto, estableciendo un marco general para mejor entendimiento del lector occidental acostumbrado a la propaganda que presenta a una nación –Israel– ejerciendo una suerte de defensa heroica frente a un enemigo irracional que sólo busca su exterminio. La realidad, como suele decirse, es más compleja.

Por esta razón la crónica de un accidente en 2012 –que pasó desapercibido para la prensa global– es una oportunidad valiosa para conocer las vidas de aquellos que sólo son noticia cuando su exterminio –acelerado a partir de 2023– es incluso presumido por los mismos soldados de Israel en las redes sociales. Conocer al otro que vive detrás de los muros –como afirmó el escritor israelí Amos Oz en el discurso que escribió cuando ganó el Premio Príncipe de Asturias en 2007– hará, en particular para el lector occidental, tender puentes hacia aquellos que apenas conoce.       

Nathan Thrall

Nathan Thrall, Un día en la vida de Abed Salama. Anatomía de una tragedia en Jerusalén, trad. de Antonio Ungar, Anagrama, Barcelona, 2024

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Historia de un camión palestino

En febrero de 1994 Baruch Goldstein asesinó a 29 feligreses palestinos en Hebrón, Israel. El atacante –un colono religioso nacido en Brooklyn– poco después fue reducido y golpeado hasta la muerte por la multitud. Su tumba, en el parque municipal de Kiryat Arba, se convirtió en un santuario y en un lugar de peregrinación. En su inscripción se lee: “Dio su alma por el pueblo de Israel, por su Torá y por su tierra; manos limpias y corazón puro”. Esta historia es contada por el periodista judío estadounidense Nathan Thrall en su crónica Un día en la vida de Abed Salama. Anatomía de una tragedia en Jerusalén (2023). El libro ganó el Premio Pulitzer 2024 en la categoría de no-ficción.

El asesinato protagonizado por Goldstein no es, en absoluto, el centro sobre el cual gira el libro de Thrall. Sin embargo comparte algo importante con el accidente de un autobús en Palestina, ocurrido el 16 de febrero del 2012, que narra el libro: la opresión cotidiana y sistemática de la población árabe a manos del aparato militar y de control israelí. A partir de octubre del año pasado, cuando miembros de Hamás asesinaron a pobladores judíos de los asentamientos cercanos, la narrativa que intentó legitimar los crímenes de guerra y el genocidio posterior ejecutado por el gobierno de Benjamín Netanyahu se centró solamente en la masacre provocada por los terroristas. El contexto general y, particularmente, la larga historia de segregación de la población palestina fueron abiertamente invisibilizados o subestimados. Una buena parte de la prensa corporativa occidental repite lo de siempre: Israel se defiende –a veces con excesos– de un vecino irracional que sólo busca su aniquilación. Para esta versión maniquea, propagandista e ignorante de los hechos, Israel es un faro de luz de civilidad –la única democracia en Medio Oriente, dicen– en medio del fundamentalismo islámico que amenaza nuestras libertades.

Nathan Thrall escoge –a mi parecer con mucho tino– un hecho que se diluyó en la historia de la limpieza étnica que ha sufrido Gaza durante décadas: el accidente de un autobús rentado por una escuela privada en 2012. La elección es importante porque muestra, por medio de una tragedia personal, el día a día de una población llevada hasta el límite de sus posibilidades de supervivencia. Para los propagandistas afines al gobierno totalitario de Israel y, por desgracia, para el gran público, 2012 –como los años anteriores– fue un año intrascendente en el llamado “conflicto” en Medio Oriente. Sin embargo ese año ocurrió un hecho demoledor para Abed Salama, palestino habitante del pueblo de Anata, lugar –como tantos otros en la región– en perpetuo asedio por las políticas de segregación y violencia que realiza Israel desde hace mucho.

Nathan Thrall, por medio de largas entrevistas a Abed Salama y otros protagonistas, nos cuenta el accidente en el que perdió la vida su hijo Milad Salama, un niño de apenas cinco años de edad. El camión en el que iba de excursión con sus compañeros derrapó en el asfalto y se incendió en una mañana lluviosa. El hecho, por sí mismo trágico, adquiere dimensiones aún peores cuando, a través de la narración, conocemos las vidas no sólo de los familiares de Abed Salama sino de otros involucrados en el rescate y atención del accidente. Thrall parte del evento para ir al pasado de hombres y mujeres cuya cotidianidad es agredida por un vecino que experimenta diversas formas de control, sometimiento y exterminio. El autor cuenta, gracias al testimonio de sus entrevistados, el laberinto en el que se ha convertido Palestina.

Uno de los elementos que siempre están presentes en las vidas de los árabes –incluso aquellos que han podido permanecer en áreas como Cisjordania– es el control del espacio y del movimiento. Por medio de diversas formas de control como puestos militares, aduanas, revisiones aleatorias que provocan cualquier tipo de vejaciones y, lo más importante, el uso de unas credenciales de identificación que autorizan a la persona para trasladarse en el complejo sistema de muros y barreras diseñadas para segmentar a la población. Entre más peligrosa sea la persona –según el ejército israelí– menos capacidad de movimiento tiene. 

El accidente que acaba con la vida del hijo de Abed Salama es la suma de una reacción en cadena, un final que no termina con la muerte del niño sino con el tortuoso proceso de recuperación del cuerpo en una región en la cual alguien puede morir por no poder sortear un puesto de control en una tierra que había pertenecido a sus ancestros. La crónica de Nathan Thrall también da cuenta de las contradicciones de la sociedad árabe y las disputas que se han agudizado en el contexto de la ocupación israelí. El autor no idealiza a las personas que conoce ni a sus historias. Para que la crónica cumpla su propósito se tiene que presentar en carne viva y, por supuesto, estableciendo un marco general para mejor entendimiento del lector occidental acostumbrado a la propaganda que presenta a una nación –Israel– ejerciendo una suerte de defensa heroica frente a un enemigo irracional que sólo busca su exterminio. La realidad, como suele decirse, es más compleja.

Por esta razón la crónica de un accidente en 2012 –que pasó desapercibido para la prensa global– es una oportunidad valiosa para conocer las vidas de aquellos que sólo son noticia cuando su exterminio –acelerado a partir de 2023– es incluso presumido por los mismos soldados de Israel en las redes sociales. Conocer al otro que vive detrás de los muros –como afirmó el escritor israelí Amos Oz en el discurso que escribió cuando ganó el Premio Príncipe de Asturias en 2007– hará, en particular para el lector occidental, tender puentes hacia aquellos que apenas conoce.       

Nathan Thrall

Nathan Thrall, Un día en la vida de Abed Salama. Anatomía de una tragedia en Jerusalén, trad. de Antonio Ungar, Anagrama, Barcelona, 2024

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La edición hecha en casa

Fundada hace catorce años por el traductor argentino Eric Schierloh, Barba de Abejas es un sello “artesanal y hogareño” que inició publicando textos literarios (Henry David Thoreau, William Carlos Williams, Matsuo Bashō, Theodore Enslin, Gertrude Stein) y que con el paso del tiempo se fue expandiendo a la publicación de ensayos sobre cultura editorial (Valeria Mata, Jan Tschichold, Mario Muchnik, Jane Grabhorn, Marie Carré Phelps, Ulises Carrión, Felipe Ehrenberg) y escritos sobre arte (Werner Herzog, Sol LeWitt, Nam June Paik, John Baldessari). Hoy cuenta con más de 120 títulos, en tiradas de cincuenta ejemplares hechos a mano en su taller de City Bell, una pequeña ciudad de La Plata.

Además de editar y traducir, Schierloh fabrica algunas de sus herramientas de publicación, es profesor de secundaria y ha escrito los libros M y La mera tierra (por los que obtuvo el Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes de Argentina en 2018 y 2014, respectivamente), al igual que un destacado Manual de edición artesanal, entre otros. En esta conversación nos comparte su mirada sobre la potencia de la autogestión y el trabajo con las manos, así como los gestos micropolíticos y las estrategias culturales, que formulan en conjunto un desplazamiento, cada vez más crítico y radical, del sistema industrial de publicación. La primera parte, a cargo de Iván García, se realizó en 2016 y se mantenía inédita, mientras que la segunda, ya en colaboración con Vania Rocha, se hizo en 2024.

Barba de Abejas

¿Qué tiene que ver la apicultura con Barba de Abejas?

Mi madre fue apicultora durante algunos años, así que de algún modo ese universo completamente extraño me es familiar. Hay en común la lentitud orgánica del proyecto, el trabajo multidisciplinario solitario y hasta la ecología, ya que tras un tiraje inicial muy pequeño se continúa imprimiendo por demanda.

Tu proyecto es marcadamente personal. No sólo editas, traduces y prologas, también imprimes, diseñas, ilustras, encuadernas y distribuyes. Tu trabajo habla de ti, pero me gustaría que contaras un poco más. 

Desde hace quince años escribo y publico en pequeñas editoriales independientes. Me gusta el ciclismo rural y todo lo relacionado con la carpintería (esto incluso me ha servido a la hora de fabricar algunas máquinas para ayudar en la encuadernación artesanal, como es el caso de una perforadora de papel de seis agujas; es una versión beta a la que ya le estoy pensando una mejora, un modelo más evolucionado, a palanca), la pesca y de tanto en tanto tocar algo de música. Para Barba de Abejas comencé también a dibujar y hacer grabado. Dedico, sobre todo, mucho tiempo a estar en casa con mi familia, a cocinar y a partir la leña para el invierno. Mantengo algunas pocas horas de clase en una escuela secundaria, aunque me temo que pronto dejaré eso también para dedicarme de lleno a la publicación manufacturada.

Los lugares son importantes en tu trabajo y en tu vida, desde los bosques de Maine y Walden hasta Bavio y Villaguay. Vives y editas en City Bell, un lugar casi desconocido. ¿Qué podrías contar de esa ciudad? 

City Bell es una ciudad pequeña en el partido de La Plata, a unos 20 kilómetros de la ciudad del mismo nombre y que es capital de la provincia de Buenos Aires. Vinimos a vivir acá con mis padres y hermanos hace veinticinco años, por lo que llevo la mayor parte de mi vida en este lugar, donde además formé mi propia familia; todos vivimos, estudiamos y trabajamos acá, y en un cuarto muy pequeño de la casa familiar es donde está el taller de la editorial. City Bell ha cambiado bastante en los últimos diez años, aunque sigue siendo tranquilo la mayor parte del tiempo, sobre todo en las afueras.

“Cuando estoy en el campo cercano, en Oliden o Bavio o Gómez, pueblitos que quedan a un par de horas en bicicleta de mi casa y que implican campo abierto y caminos de tierra solitarios, me encuentro con cosas que luego intento retomar en la escritura.”

Con respecto a los lugares, al paisaje digamos, sí: no conozco aún Maine ni Concord, y a Villaguay (el pueblo de mis padres, en la provincia de Entre Ríos, donde pasé muchas largas vacaciones) hace mucho que no voy. Pero cuando estoy en el campo cercano, en Oliden o Bavio o Gómez, pueblitos que quedan a un par de horas en bicicleta de mi casa y que implican campo abierto y caminos de tierra solitarios, me encuentro con cosas que luego intento retomar en la escritura. Si la ciudad se me aparece a veces como una página escrita y hasta sobrescrita, como una especie de palimpsesto, el paisaje abierto y solitario se abre como una hoja en blanco dispuesta a una escritura vital, y eso es estimulante para mí: siento que puedo leer cosas en el paisaje y disfrutar al mismo tiempo de su despojo notorio. Ahí se me ocurren muchas ideas y textos, incluso cuando voy en bicicleta a 20 kilómetros por hora, muerto de sed bajo el sol por un camino rural orlado de altos pastos, alambrados y pájaros de toda clase, escribo. Remar es otro tipo de viaje interesante, y su lentitud me permite leer todavía con más detalle todo lo que me rodea. Aprendo mucho de escritura y edición en el paisaje.

Barba de Abejas

¿Ha funcionado bien el plan de tirar sólo cincuenta ejemplares de cada libro y reimprimir por demanda?

Funciona muy bien, sí. Cierta cantidad se vende en la venta anticipada que hago en redes y el resto lo compran libreros de pequeñas librerías independientes (en firme, pues no hago consignación: eso atenta contra la naturaleza de la producción manufacturada), libreros capaces de imaginarles a los libros que yo hago un lector más concreto que el que yo mismo a veces les imagino. Después van llegando otros pedidos y hay que ir a ferias y entonces los libros se van reimprimiendo de a unos pocos, con impresión hogareña y encuadernación hecha a mano, numerados y únicos, ya sea en rústica, cartoné o encuadernación entelada. No tienen ISBN, porque esa es una herramienta ligada a la distribución del libro industrial que, además, implica registro de propiedad intelectual. No me interesa.

Me decías que no sólo vas de pesca, sino que también estás escribiendo un libro sobre ese tema.

La verdad es que la mía es una pesca muy budista, digamos, más una excusa para salir al campo en soledad, al paisaje, y disfrutar de todo el ritual que conlleva la salida de pesca, especialmente las largas horas de nada hacer, meditar y observar mucho, y en ocasiones también tomar notas in situ o dibujar. Cuando ocurre que pesco, la mayoría de las veces lo que hago es devolución y ahí se termina toda la cosa; pesco mucho con señuelo, incluso, como para no matar un pez para ver si mato otro. Hay algo de una consciencia ecológica en eso que está en sintonía con la impresión artesanal por demanda. Mantengo la práctica de la pesca porque la disfruto, pero también porque me liga a la infancia, al tiempo pasado con mi padre, hermanos y algún amigo; eventualmente me proporciona alimento, sobre todo cuando pesco en kayak en el mar abierto, pero trato de que sea lo menos predatorio posible: dos pescadillas o corvinitas están más que bien para un plato hecho en casa.

¿Qué opinas del libro cartonero? Te lo pregunto, de alguna forma, con relación a las reflexiones que arrojó Edgardo Russo hace unos años en Radar, en las que considera al cartonero “una enfermedad”, “un libro mal pegoteado con engrudo” y que descuida una historia del oficio editorial en Argentina, con nombres como José Bianco o Boris Spivacow.

La llamada edición cartonera nació en Argentina en una época de crisis económica, política y social muy fuerte, y fue un fenómeno global notable de una cierta forma de publicar. Veinte años después las condiciones han cambiado mucho: se pueden conseguir mejores impresoras y materiales, y también acceder a talleres de producción editorial mucho más fácil. Yo con Barba de Abejas busqué un punto intermedio, digamos, entre el libro cartonero (donde a veces percibo la ausencia del oficio de encuadernar y hasta la depreciación de algunos materiales) y el libro-objeto o de artista. Yo quería lograr unas publicaciones cuidadas con una calidad superior a los estándares industriales, obra que soporta otra obra, sí, pero que además resultaran accesibles para los lectores y que pudieran seguir manufacturándose para poder mantener vivo el catálogo.

Barba de Abejas

*

Han pasado casi diez años desde que tuvimos aquella conversación. ¿Qué ha permanecido y qué ha cambiado en tu proyecto? ¿Cuáles han sido las lecciones o reveses más cruciales que distingues?

Permanece lo más importante para mí, que es el gesto editorial inicial: las ideas que ponen en movimiento y las formas que hacen posible la publicación artesanal. El espacio de taller, también, que ha ido creciendo para incorporar la producción de diversos formatos y tecnologías de impresión “obsoletas”: tipografía móvil, hot stamping, impresión matricial, impresión térmica. El año que viene será, con suerte, el año en que agregue la mimeografía una vez restaurado el Gestetner 360 que conseguí. Cambió el catálogo, que dejó de ser exclusivamente de “literatura” y se abocó al ensayo sobre publicación (edición, impresión, diseño, tipografía, etc.) y arte.

“Hoy Barba de Abejas es una editorial tipo caja de herramientas. Entre las lecciones aprendidas sigue vigente lo de mantener la escala humana del trabajo, tratando de disfrutar de todas las etapas, porque el trabajo orgánico construye algo muy especial en un contexto de trabajo alienante.”

Hoy Barba de Abejas es, en todo caso, una editorial tipo caja de herramientas. Entre las lecciones aprendidas sigue vigente lo de mantener la escala humana del trabajo, tratando de disfrutar de todas las etapas, porque el trabajo orgánico construye algo muy especial en un contexto de trabajo alienante, empleo especializado y profesionalización. Con el tiempo me di cuenta también de que hay discusiones que a pesar de costarnos tiempo y esfuerzo son cada vez más necesarias, sobre autonomía, permisos, protocolos, competencias, acceso a los bienes culturales, etc.

En varias ocasiones mencionas a Ulises Carrión y su El arte nuevo de hacer libros, al que consideras “el aleph de la edición”. ¿En qué consistiría la impronta que ha dejado en tu trabajo? 

El texto de Ulises, que publiqué en 2018, inauguró en la editorial la bifurcación del catálogo que mencioné antes. Junto con el fanzine Caminar de bisonte, descansar de montaña, de Werner Herzog, se trata de los primeros pequeños formatos que aparecieron en el catálogo. Ulises es central por varias razones, aunque siempre destaco éstas: la diferencia que establece entre autores de textos y autores de libros (y que para mí fue liminal: hizo que en ese mismo año 2010 en que entré en contacto con su texto planificara montar mi propia editorial), la autogestión y democratización que hay en este tipo de producciones editoriales artísticas y también la idea de estrategia cultural asociada a la producción y distribución de la obra. Hay mucho por hacer: tanto Ulises Carrión como Felipe Ehrenberg son todavía poco conocidos en Argentina, y más aún por fuera del ámbito del libro de artista. Me interesa diseminarlos, y por eso los publico y abordo siempre en mis talleres.

Barba de Abejas

A través de varios títulos, como ¿ISBN? No, gracias y otras notas antes de empezar una editorial, Encuadernar en casa, Print or Die!, Cómo robar libros y Cómo prepararse para el colapso del sistema industrial de publicación, por ejemplo, se percibe un camino radical y provocador con miras a una “desobediencia civil” –por decirlo en términos de Thoreau, autor íntimo de Barba de Abejas– en las formas de hacer libros. Has hablado también de una guerrilla glitch contra la vigilancia, el asedio, los mecanismos y modos de producción de la industria editorial. ¿Qué otros despliegues tiene todo esto más allá del campo cultural? ¿Se corresponde de algún modo con un posicionamiento ético-político en la vida del editor en un sentido amplio?

Me gusta la idea de que los textos coyunturales que escribo y traduzco sobre publicación dialoguen con Thoreau. Creo que la idea de desobediencia civil está muy presente en la edición como práctica artística, artesanal, autogestiva. Creo, de hecho, que es a raíz de eso que se dan ahí ciertos debates que son importantes para nuestra cultura de la publicación, cada vez más profesionalizada, espectacularizada y exclusiva. Es evidente que si uno autogestiona en lo editorial eso luego pasa a otros ámbitos de nuestra vida, o al revés. Es decir, la edición como práctica autogestiva en un taller de producción donde las publicaciones se hacen, literalmente, nos permite diseñar y construir una micropolítica. Me interesa que el trabajo editorial tenga esta dimensión, y me interesa que también la tenga la escritura.

En Barba de Abejas resuenan dos frases que parecerían contradictorias: “I would prefer not to” y “Do it yourself”. ¿Qué potencia habilitan en conjunto? 

Más allá de la pura cita melvilliana, creo que en la falta de objeto de esa frase es donde se pueden disputar los sentidos. ¿Podemos elegir lo que no querríamos o estamos fatalmente condenados a aspirar a ciertos recorridos conocidos? Hay una respuesta posible en el decrecimiento, en la posibilidad de ir armando un proyecto pequeño que nos permita autogestionar nuestro sustento (“los modestos beneficios” de los que habla André Schiffrin), editando y publicando y distribuyendo, y ahí mantenernos, conservando ese gesto y esa dinámica, surfeando lo que venga pero con el horizonte más o menos claro. Hay otra arista política que es la de los espacios informales de formación, los talleres que sirven para abrir el juego horizontalmente, ayudando a que otros también hagan publicaciones y se integren más activamente a la comunidad. En cuanto al DIY, ¿qué decir? Para muchos es la única forma de hacerse oír y salir al ruedo, y supongo que para todos, al fin y al cabo, se trata de una fuerza, una potencia política y también una estrategia económica de supervivencia en el marco que nos toca encontrarle sentido a nuestras prácticas.

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La edición hecha en casa

Fundada hace catorce años por el traductor argentino Eric Schierloh, Barba de Abejas es un sello “artesanal y hogareño” que inició publicando textos literarios (Henry David Thoreau, William Carlos Williams, Matsuo Bashō, Theodore Enslin, Gertrude Stein) y que con el paso del tiempo se fue expandiendo a la publicación de ensayos sobre cultura editorial (Valeria Mata, Jan Tschichold, Mario Muchnik, Jane Grabhorn, Marie Carré Phelps, Ulises Carrión, Felipe Ehrenberg) y escritos sobre arte (Werner Herzog, Sol LeWitt, Nam June Paik, John Baldessari). Hoy cuenta con más de 120 títulos, en tiradas de cincuenta ejemplares hechos a mano en su taller de City Bell, una pequeña ciudad de La Plata.

Además de editar y traducir, Schierloh fabrica algunas de sus herramientas de publicación, es profesor de secundaria y ha escrito los libros M y La mera tierra (por los que obtuvo el Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes de Argentina en 2018 y 2014, respectivamente), al igual que un destacado Manual de edición artesanal, entre otros. En esta conversación nos comparte su mirada sobre la potencia de la autogestión y el trabajo con las manos, así como los gestos micropolíticos y las estrategias culturales, que formulan en conjunto un desplazamiento, cada vez más crítico y radical, del sistema industrial de publicación. La primera parte, a cargo de Iván García, se realizó en 2016 y se mantenía inédita, mientras que la segunda, ya en colaboración con Vania Rocha, se hizo en 2024.

Barba de Abejas

¿Qué tiene que ver la apicultura con Barba de Abejas?

Mi madre fue apicultora durante algunos años, así que de algún modo ese universo completamente extraño me es familiar. Hay en común la lentitud orgánica del proyecto, el trabajo multidisciplinario solitario y hasta la ecología, ya que tras un tiraje inicial muy pequeño se continúa imprimiendo por demanda.

Tu proyecto es marcadamente personal. No sólo editas, traduces y prologas, también imprimes, diseñas, ilustras, encuadernas y distribuyes. Tu trabajo habla de ti, pero me gustaría que contaras un poco más. 

Desde hace quince años escribo y publico en pequeñas editoriales independientes. Me gusta el ciclismo rural y todo lo relacionado con la carpintería (esto incluso me ha servido a la hora de fabricar algunas máquinas para ayudar en la encuadernación artesanal, como es el caso de una perforadora de papel de seis agujas; es una versión beta a la que ya le estoy pensando una mejora, un modelo más evolucionado, a palanca), la pesca y de tanto en tanto tocar algo de música. Para Barba de Abejas comencé también a dibujar y hacer grabado. Dedico, sobre todo, mucho tiempo a estar en casa con mi familia, a cocinar y a partir la leña para el invierno. Mantengo algunas pocas horas de clase en una escuela secundaria, aunque me temo que pronto dejaré eso también para dedicarme de lleno a la publicación manufacturada.

Los lugares son importantes en tu trabajo y en tu vida, desde los bosques de Maine y Walden hasta Bavio y Villaguay. Vives y editas en City Bell, un lugar casi desconocido. ¿Qué podrías contar de esa ciudad? 

City Bell es una ciudad pequeña en el partido de La Plata, a unos 20 kilómetros de la ciudad del mismo nombre y que es capital de la provincia de Buenos Aires. Vinimos a vivir acá con mis padres y hermanos hace veinticinco años, por lo que llevo la mayor parte de mi vida en este lugar, donde además formé mi propia familia; todos vivimos, estudiamos y trabajamos acá, y en un cuarto muy pequeño de la casa familiar es donde está el taller de la editorial. City Bell ha cambiado bastante en los últimos diez años, aunque sigue siendo tranquilo la mayor parte del tiempo, sobre todo en las afueras.

“Cuando estoy en el campo cercano, en Oliden o Bavio o Gómez, pueblitos que quedan a un par de horas en bicicleta de mi casa y que implican campo abierto y caminos de tierra solitarios, me encuentro con cosas que luego intento retomar en la escritura.”

Con respecto a los lugares, al paisaje digamos, sí: no conozco aún Maine ni Concord, y a Villaguay (el pueblo de mis padres, en la provincia de Entre Ríos, donde pasé muchas largas vacaciones) hace mucho que no voy. Pero cuando estoy en el campo cercano, en Oliden o Bavio o Gómez, pueblitos que quedan a un par de horas en bicicleta de mi casa y que implican campo abierto y caminos de tierra solitarios, me encuentro con cosas que luego intento retomar en la escritura. Si la ciudad se me aparece a veces como una página escrita y hasta sobrescrita, como una especie de palimpsesto, el paisaje abierto y solitario se abre como una hoja en blanco dispuesta a una escritura vital, y eso es estimulante para mí: siento que puedo leer cosas en el paisaje y disfrutar al mismo tiempo de su despojo notorio. Ahí se me ocurren muchas ideas y textos, incluso cuando voy en bicicleta a 20 kilómetros por hora, muerto de sed bajo el sol por un camino rural orlado de altos pastos, alambrados y pájaros de toda clase, escribo. Remar es otro tipo de viaje interesante, y su lentitud me permite leer todavía con más detalle todo lo que me rodea. Aprendo mucho de escritura y edición en el paisaje.

Barba de Abejas

¿Ha funcionado bien el plan de tirar sólo cincuenta ejemplares de cada libro y reimprimir por demanda?

Funciona muy bien, sí. Cierta cantidad se vende en la venta anticipada que hago en redes y el resto lo compran libreros de pequeñas librerías independientes (en firme, pues no hago consignación: eso atenta contra la naturaleza de la producción manufacturada), libreros capaces de imaginarles a los libros que yo hago un lector más concreto que el que yo mismo a veces les imagino. Después van llegando otros pedidos y hay que ir a ferias y entonces los libros se van reimprimiendo de a unos pocos, con impresión hogareña y encuadernación hecha a mano, numerados y únicos, ya sea en rústica, cartoné o encuadernación entelada. No tienen ISBN, porque esa es una herramienta ligada a la distribución del libro industrial que, además, implica registro de propiedad intelectual. No me interesa.

Me decías que no sólo vas de pesca, sino que también estás escribiendo un libro sobre ese tema.

La verdad es que la mía es una pesca muy budista, digamos, más una excusa para salir al campo en soledad, al paisaje, y disfrutar de todo el ritual que conlleva la salida de pesca, especialmente las largas horas de nada hacer, meditar y observar mucho, y en ocasiones también tomar notas in situ o dibujar. Cuando ocurre que pesco, la mayoría de las veces lo que hago es devolución y ahí se termina toda la cosa; pesco mucho con señuelo, incluso, como para no matar un pez para ver si mato otro. Hay algo de una consciencia ecológica en eso que está en sintonía con la impresión artesanal por demanda. Mantengo la práctica de la pesca porque la disfruto, pero también porque me liga a la infancia, al tiempo pasado con mi padre, hermanos y algún amigo; eventualmente me proporciona alimento, sobre todo cuando pesco en kayak en el mar abierto, pero trato de que sea lo menos predatorio posible: dos pescadillas o corvinitas están más que bien para un plato hecho en casa.

¿Qué opinas del libro cartonero? Te lo pregunto, de alguna forma, con relación a las reflexiones que arrojó Edgardo Russo hace unos años en Radar, en las que considera al cartonero “una enfermedad”, “un libro mal pegoteado con engrudo” y que descuida una historia del oficio editorial en Argentina, con nombres como José Bianco o Boris Spivacow.

La llamada edición cartonera nació en Argentina en una época de crisis económica, política y social muy fuerte, y fue un fenómeno global notable de una cierta forma de publicar. Veinte años después las condiciones han cambiado mucho: se pueden conseguir mejores impresoras y materiales, y también acceder a talleres de producción editorial mucho más fácil. Yo con Barba de Abejas busqué un punto intermedio, digamos, entre el libro cartonero (donde a veces percibo la ausencia del oficio de encuadernar y hasta la depreciación de algunos materiales) y el libro-objeto o de artista. Yo quería lograr unas publicaciones cuidadas con una calidad superior a los estándares industriales, obra que soporta otra obra, sí, pero que además resultaran accesibles para los lectores y que pudieran seguir manufacturándose para poder mantener vivo el catálogo.

Barba de Abejas

*

Han pasado casi diez años desde que tuvimos aquella conversación. ¿Qué ha permanecido y qué ha cambiado en tu proyecto? ¿Cuáles han sido las lecciones o reveses más cruciales que distingues?

Permanece lo más importante para mí, que es el gesto editorial inicial: las ideas que ponen en movimiento y las formas que hacen posible la publicación artesanal. El espacio de taller, también, que ha ido creciendo para incorporar la producción de diversos formatos y tecnologías de impresión “obsoletas”: tipografía móvil, hot stamping, impresión matricial, impresión térmica. El año que viene será, con suerte, el año en que agregue la mimeografía una vez restaurado el Gestetner 360 que conseguí. Cambió el catálogo, que dejó de ser exclusivamente de “literatura” y se abocó al ensayo sobre publicación (edición, impresión, diseño, tipografía, etc.) y arte.

“Hoy Barba de Abejas es una editorial tipo caja de herramientas. Entre las lecciones aprendidas sigue vigente lo de mantener la escala humana del trabajo, tratando de disfrutar de todas las etapas, porque el trabajo orgánico construye algo muy especial en un contexto de trabajo alienante.”

Hoy Barba de Abejas es, en todo caso, una editorial tipo caja de herramientas. Entre las lecciones aprendidas sigue vigente lo de mantener la escala humana del trabajo, tratando de disfrutar de todas las etapas, porque el trabajo orgánico construye algo muy especial en un contexto de trabajo alienante, empleo especializado y profesionalización. Con el tiempo me di cuenta también de que hay discusiones que a pesar de costarnos tiempo y esfuerzo son cada vez más necesarias, sobre autonomía, permisos, protocolos, competencias, acceso a los bienes culturales, etc.

En varias ocasiones mencionas a Ulises Carrión y su El arte nuevo de hacer libros, al que consideras “el aleph de la edición”. ¿En qué consistiría la impronta que ha dejado en tu trabajo? 

El texto de Ulises, que publiqué en 2018, inauguró en la editorial la bifurcación del catálogo que mencioné antes. Junto con el fanzine Caminar de bisonte, descansar de montaña, de Werner Herzog, se trata de los primeros pequeños formatos que aparecieron en el catálogo. Ulises es central por varias razones, aunque siempre destaco éstas: la diferencia que establece entre autores de textos y autores de libros (y que para mí fue liminal: hizo que en ese mismo año 2010 en que entré en contacto con su texto planificara montar mi propia editorial), la autogestión y democratización que hay en este tipo de producciones editoriales artísticas y también la idea de estrategia cultural asociada a la producción y distribución de la obra. Hay mucho por hacer: tanto Ulises Carrión como Felipe Ehrenberg son todavía poco conocidos en Argentina, y más aún por fuera del ámbito del libro de artista. Me interesa diseminarlos, y por eso los publico y abordo siempre en mis talleres.

Barba de Abejas

A través de varios títulos, como ¿ISBN? No, gracias y otras notas antes de empezar una editorial, Encuadernar en casa, Print or Die!, Cómo robar libros y Cómo prepararse para el colapso del sistema industrial de publicación, por ejemplo, se percibe un camino radical y provocador con miras a una “desobediencia civil” –por decirlo en términos de Thoreau, autor íntimo de Barba de Abejas– en las formas de hacer libros. Has hablado también de una guerrilla glitch contra la vigilancia, el asedio, los mecanismos y modos de producción de la industria editorial. ¿Qué otros despliegues tiene todo esto más allá del campo cultural? ¿Se corresponde de algún modo con un posicionamiento ético-político en la vida del editor en un sentido amplio?

Me gusta la idea de que los textos coyunturales que escribo y traduzco sobre publicación dialoguen con Thoreau. Creo que la idea de desobediencia civil está muy presente en la edición como práctica artística, artesanal, autogestiva. Creo, de hecho, que es a raíz de eso que se dan ahí ciertos debates que son importantes para nuestra cultura de la publicación, cada vez más profesionalizada, espectacularizada y exclusiva. Es evidente que si uno autogestiona en lo editorial eso luego pasa a otros ámbitos de nuestra vida, o al revés. Es decir, la edición como práctica autogestiva en un taller de producción donde las publicaciones se hacen, literalmente, nos permite diseñar y construir una micropolítica. Me interesa que el trabajo editorial tenga esta dimensión, y me interesa que también la tenga la escritura.

En Barba de Abejas resuenan dos frases que parecerían contradictorias: “I would prefer not to” y “Do it yourself”. ¿Qué potencia habilitan en conjunto? 

Más allá de la pura cita melvilliana, creo que en la falta de objeto de esa frase es donde se pueden disputar los sentidos. ¿Podemos elegir lo que no querríamos o estamos fatalmente condenados a aspirar a ciertos recorridos conocidos? Hay una respuesta posible en el decrecimiento, en la posibilidad de ir armando un proyecto pequeño que nos permita autogestionar nuestro sustento (“los modestos beneficios” de los que habla André Schiffrin), editando y publicando y distribuyendo, y ahí mantenernos, conservando ese gesto y esa dinámica, surfeando lo que venga pero con el horizonte más o menos claro. Hay otra arista política que es la de los espacios informales de formación, los talleres que sirven para abrir el juego horizontalmente, ayudando a que otros también hagan publicaciones y se integren más activamente a la comunidad. En cuanto al DIY, ¿qué decir? Para muchos es la única forma de hacerse oír y salir al ruedo, y supongo que para todos, al fin y al cabo, se trata de una fuerza, una potencia política y también una estrategia económica de supervivencia en el marco que nos toca encontrarle sentido a nuestras prácticas.

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miércoles, 18 de diciembre de 2024

Constelación al sur del viento

Hasta hace no demasiado, cuando la cultura impresa jugaba un papel central en la interpretación de la realidad, orientarse a través de la crítica para hacerse una idea de la complejidad del otro –entendido como territorio, tradición o idiosincrasia, por decir algo– solía ser una herramienta tan precisa como valiosa para tratar de comprender quiénes somos y en dónde estamos; sobre todo tratándose de una arena continental compleja unida por una lengua mestiza. Entre los intelectuales abocados a dicha tarea, tan ingrata como fecunda, pocos como Beatriz Sarlo fueron tan profundos, honestos, propositivos y sólidos en sus alcances y derivas: fue una imaginación lúcida y armada hasta los dientes que no sólo amplió los campos de conocimiento que tocó, sino que alimentó desde diversos puntos de vista la tradición prácticamente extinta del intelectual latinoamericano, un eclecticismo feroz que en su caso estuvo sostenido no sólo por el oficio de su prosa sino por un andamiaje teórico impecable.

Su caso, uno de los instantes más conspicuos del ensayo en nuestra lengua a partir de la segunda mitad del siglo XX y aún en lo que va del XXI, cumple con el gesto de haber operado de manera atmosférica, a la manera de un viento benefactor que todo lo envuelve: los filos de su crítica se mantuvieron intactos no sólo por la vigencia de sus análisis y sus temas de estudio, siempre con una claridad expositiva envidiable, sino por su relación sin miedo con el equívoco frente a un presente vertiginoso y su sorprendente capacidad de trabajo (que aún está por reportarnos una suculenta sorpresa en febrero del próximo año): Beatriz Sarlo fue una presencia real para la arena pública debido a su rigor académico y destreza narrativa –de la que da cuenta un libro tan singular como Viajes. De la Amazonia a las Malvinas–, pero también por su perspectiva sociológica e histórica, haciendo de la literatura, la política y la crítica cultural sus bestias de tiro, explorando las diversas tensiones entre sí con una precisión conceptual y una mirada crítica del presente a partir del análisis tan implacable como original del pasado, tal cual se expresa en La pasión y la excepción, uno de sus ensayos más sofisticados de imaginación crítica y el segundo libro suyo que recuerdo haber leído (el primero fue Siete ensayos sobre Walter Benjamin hace apenas 20 años– mientras cubría un precario interinato para la clase de “Metodología de la crítica” en Letras Inglesas de la UNAM).

Honesta, severa y categórica, Sarlo supo encarnar las facultades que reconocía en el ensayo: “el ensayista no dice lo que ya sabe, sino que hace (muestra) lo que va sabiendo; sobre todo, indica lo que todavía no sabe. En el ensayo se dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del arquero zen, el ensayo es el trayecto más que dar en un blanco. Pero, a diferencia de la flecha, el movimiento discurre en varias direcciones, exploratorio, muchas veces incierto”. Creo que en dicha incertidumbre radican dos de sus características principales, valiosísimas debido a su escasez en el medio: la de poder decir, sin ambages, yo de eso no sé, y más aún, sacrilegio entre sacrilegios, escribir me equivoqué; actos ambos de honestidad intelectual en un gremio difícil como el de los escritores (y aún infame, como el de los académicos), que han hecho de afectos como el resentimiento uno de sus combustibles predilectos.

Otro rasgo de su personalidad, por el que siempre tuve absoluta debilidad, fue cierta actitud monacal en relación a la suntuosidades del mundo social, algo que no sólo tenía que ver con su estilo para vestir, como testimonia el océano de fotos en su papel de figura pública, sino, sobre todo, en una cuestión que encuentro directamente profiláctica: el decoro como una cuestión de estilo, gesto practicado con denuedo por el intelectual de viejo cuño rioplatense y totalmente distinto a la cultura virreinal de señoritos tan propia de lugares como México, Perú y Colombia, y que apuntala un rasgo sintomático y efectivo: esa desfachatez de construir un mismo horizonte discursivo. Esa extraña e imperiosa necesidad de aspirar a vivir en democracia.

Dicho rasgo resulta especialmente valioso, sobre todo, cuando se intenta construir un canon (o al menos, posibilitarlo); algo que nunca entendió la crítica literaria en México, siempre tan clasista y bien peinada. Al respecto, inquiere Sarlo en una entrevista: “muchas veces se reprocha a mis libros o artículos el gesto autoritario del que pretende establecer un canon, pero un canon no se establece por gestos autoritarios, como nadie se convierte en líder porque una mañana se miró al espejo, se peinó y se dijo ‘soy líder’. Un canon, como cualquier otra forma de organización simbólica, se establece cuando se tiene la suerte de encontrar los vínculos entre los autores que se está estudiando”.

Imbatible Medusa al momento de petrificar insolentes Perseos, podría editarse una no tan breve antología sobre la gente a la que supo poner en su lugar sin aspavientos (y que el hermoso español argentino emplaza bajo el nivelador concepto de “ubicar” desubicados).

Crítica de las que ya no quedan –y de la que ella supo ser un eslabón macizo como lo cuenta en su “Retrato a mano alzada”, sobre Ángel Rama–, hablando de su compendio de ensayos sobre Roland Barthes supo llegar, una vez más, al hueso: “[Barthes] te hace entender que la crítica literaria no tiene un modelo académico, sino que tiene un modelo intelectual y público de escritura, que es el que uno no ha abandonado nunca […] La relación con la escritura tiene que ser siempre una relación de extremo deseo, nunca administrativa”. Y esa es otra de las claves por las cuales sus libros se experimentan como algo vivo e insurrecto. Universitaria porque tal fue su ambiente natural, Beatriz Sarlo encarnó la figura del intelectual público que no se arredró frente a ninguna batalla ni oponente: muchos son los rasgos firmes y hasta odiosos de su temperamento, pero algo en lo que nadie puede disentir es que se trató de una mujer absolutamente valiente, en ristre frente a otro reconocimiento que no fuera el del oficio y el talento.

Con actitud sanamente profiláctica frente al albañal adictivo de las redes sociales, es notable el alud en Twitter (ahora X) respecto al género de la llamada necroselfie a cargo de lectores, alumnos, oportunistas y toda clase, entrañable y no, de fauna digital que salió a referir sus anécdotas personales, inventadas o bien contadas, junto con el intercambio de correos con la occisa y otras enfermedades de transmisión textual, lo que demuestra no sólo su carácter de lugar de encuentro, sino el cariño y admiración que despierta un intelectual por el que se experimenta un sentimiento profundo de identificación personal; emoción ambigua entre la proyección, el reconocimiento y la franca infatuación: hay algo del ethos colectivo que anima a reconocerse en Sarlo porque se la admira y se la respeta. Y eso es mucho más de lo que puede decirse casi de cualquier otro escritor en el planeta.

No es casual en lo absoluto que Sarlo tuviera que ver con tantísimas personas, escenas y circunstancias tan diversas, manteniendo una curiosidad a lo largo del tiempo y una agudeza frente a las preguntas más triviales, como se lee en una entrevista donde se le pregunta algo tan aparentemente banal como piedra, papel o tijera: “son las circunstancias las que definen los instrumentos. En una manifestación masiva, revolear una piedra no es un sacrilegio contra la paz social. Cortar, con un tijeretazo, la lectura de un discurso político insustancial o reiterativo, sintetizarlo críticamente, es ejercer el derecho al juicio de calidad. El papel, de todas maneras, resulta casi siempre más saludable y, a veces, intelectualmente más productivo”.

Gracias por tanto, doña Beatriz: nombre que fulgura desde anoche como una estrella más entre las gramáticas viento.

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