miércoles, 29 de marzo de 2023

Huellas de los sueños y elecciones de la memoria

Somos nuestra memoria. Somos también el legado genético y el pasado familiar y cultural. Pero seleccionamos los episodios del pasado que guardamos e interpretamos reiteradamente, aquellos que nos intrigan o en los que nos reconocemos, y no siempre sabemos por qué esos y no otros son los que dejan su impronta en nuestras vidas.

Myriam Moscona ha escrito la novela León de Lidia en episodios autobiográficos, sueños, ensoñaciones y fantasías de la memoria que cobran sentido porque juntos son la exploración de una condición humana, la suya. “En la galería de figuras simbólicas, siempre encontramos un ritmo, una cadencia”, escribe al final de un capítulo. Ella encuentra cadencia y sentido en narraciones breves que van articulándose en su presente de mujer sexagenaria que carga el dolor de la orfandad del padre a los siete años y vuelve a gozar la dulzura de los momentos de íntima comprensión con su madre, muerta también en su juventud; o bien halla el origen de su rebeldía en los desencuentros con su agria abuela Victoria y la ilusión de libertad en el amor adúltero de una tía abuela a quien no llegó a conocer.

La indagación del pasado familiar en viajes a Bulgaria en lugares, documentos y fotografías; las citas en judeoespañol, el idioma que hablaban sus abuelas, a quienes vuelve a referirse en este libro, y la propia necesidad de la autora de recuperar su legado enlazan este libro con Tela de sevoya (2012). No obstante, en tanto esa primera novela –un relato híbrido– comunica el duelo por una lengua que está desapareciendo –y la autora recupera para sí– y describe las circunstancias en que la familia se asentó en México, recordando la diáspora de la comunidad judía de Bulgaria y el exterminio en la vecina Tesalónica, el tono y sentido de este nuevo mosaico de relatos es distinto. No se trata de una continuación, sino de una obra que nace de la genuina necesidad de honrar a sus muertos y comprender cómo se tejen los recuerdos que nos dan identidad.

En su búsqueda literaria Myriam Moscona da con el nombre de una poeta de la región de sus padres, Ekaterina Yosifova, quien lleva el apellido de su línea materna. De uno de los pocos poemas que encuentra en la red captura este verso: “Los días se deshacen como nubes”, que recurrirá en su relato dando sentido al hilado y deshilado de recuerdos en el viaje breve de la vida. La autora carga de intención la coincidencia.  

Myriam Moscona

Una fotografía de un grupo numeroso de hombres con sombrero y portafolios aparece sin ninguna lógica entre las páginas de un diario de la tante Blanche, reprobada por su conducta. Los hombres miran en la misma dirección. Más adelante una amiga le cuenta un episodio en que, con una acción inexplicable, convoca la mirada de los hombres de una oficina frente a la ventana de su hotel; a la narradora esta anécdota le da pie para comprender aquella imagen y su lugar en el cuaderno de la tía.

En otros momentos se pregunta por la adicción de su padre al cigarro, y narra un sueño en que no se explica por qué, además, él usa guantes. Se infiere una culpa. Su hermano le dice que la organización a la que perteneció se llamaba Fatherland. Se entrevista luego con Yoshi, un anciano que fue compañero de su padre en la resistencia, quien le cuenta cómo éste ordenó la muerte de un joven nazi. Así vamos descubriendo su busca del padre, quien a su vez defendió la patria. La autora y protagonista encuentra testimonios, ata cabos, ve señales y valora las coincidencias. La memoria es una creación de la imaginación, pero se funda en lo real, aquello que no puede reducirse a la interpretación: la muerte, la orfandad.

Las amigas y los encuentros fortuitos son mojones que permanecen en la memoria y se convierten en buscapiés. Dos amigas de la madre quedaron en Europa, una fue paciente de Jung. Un anciano a quien conoce en unos baños fue vecino de Freud. El psicoanálisis ronda los sueños, la comunicación con los muertos y el sentido de la memoria, pero nunca toma el centro de estos relatos.

¿Es verdad lo que guardamos en la memoria? ¿Dejan huella nuestros sueños? Leer esta novela entrañable nos da algunas respuestas. El “León de Lidia” es el grabado de la primera moneda que circuló en el mundo, acuñada en una nación que dejó de existir hace muchos siglos. En un museo de Estambul hay un ejemplar, un objeto material que evidencia ese reino extinto. Este libro es el objeto cifrado que hace patentes los episodios de una memoria íntima, la de una escritora de origen sefardí que tiene su león y su lidia. Su ilación de sueños y de las anécdotas de sus muertos nos permiten indagar en nuestra condición humana, porque somos memoria.

Myriam Moscona, León de Lidia, Tusquets, México, 2022

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Huellas de los sueños y elecciones de la memoria

Somos nuestra memoria. Somos también el legado genético y el pasado familiar y cultural. Pero seleccionamos los episodios del pasado que guardamos e interpretamos reiteradamente, aquellos que nos intrigan o en los que nos reconocemos, y no siempre sabemos por qué esos y no otros son los que dejan su impronta en nuestras vidas.

Myriam Moscona ha escrito la novela León de Lidia en episodios autobiográficos, sueños, ensoñaciones y fantasías de la memoria que cobran sentido porque juntos son la exploración de una condición humana, la suya. “En la galería de figuras simbólicas, siempre encontramos un ritmo, una cadencia”, escribe al final de un capítulo. Ella encuentra cadencia y sentido en narraciones breves que van articulándose en su presente de mujer sexagenaria que carga el dolor de la orfandad del padre a los siete años y vuelve a gozar la dulzura de los momentos de íntima comprensión con su madre, muerta también en su juventud; o bien halla el origen de su rebeldía en los desencuentros con su agria abuela Victoria y la ilusión de libertad en el amor adúltero de una tía abuela a quien no llegó a conocer.

La indagación del pasado familiar en viajes a Bulgaria en lugares, documentos y fotografías; las citas en judeoespañol, el idioma que hablaban sus abuelas, a quienes vuelve a referirse en este libro, y la propia necesidad de la autora de recuperar su legado enlazan este libro con Tela de sevoya (2012). No obstante, en tanto esa primera novela –un relato híbrido– comunica el duelo por una lengua que está desapareciendo –y la autora recupera para sí– y describe las circunstancias en que la familia se asentó en México, recordando la diáspora de la comunidad judía de Bulgaria y el exterminio en la vecina Tesalónica, el tono y sentido de este nuevo mosaico de relatos es distinto. No se trata de una continuación, sino de una obra que nace de la genuina necesidad de honrar a sus muertos y comprender cómo se tejen los recuerdos que nos dan identidad.

En su búsqueda literaria Myriam Moscona da con el nombre de una poeta de la región de sus padres, Ekaterina Yosifova, quien lleva el apellido de su línea materna. De uno de los pocos poemas que encuentra en la red captura este verso: “Los días se deshacen como nubes”, que recurrirá en su relato dando sentido al hilado y deshilado de recuerdos en el viaje breve de la vida. La autora carga de intención la coincidencia.  

Myriam Moscona

Una fotografía de un grupo numeroso de hombres con sombrero y portafolios aparece sin ninguna lógica entre las páginas de un diario de la tante Blanche, reprobada por su conducta. Los hombres miran en la misma dirección. Más adelante una amiga le cuenta un episodio en que, con una acción inexplicable, convoca la mirada de los hombres de una oficina frente a la ventana de su hotel; a la narradora esta anécdota le da pie para comprender aquella imagen y su lugar en el cuaderno de la tía.

En otros momentos se pregunta por la adicción de su padre al cigarro, y narra un sueño en que no se explica por qué, además, él usa guantes. Se infiere una culpa. Su hermano le dice que la organización a la que perteneció se llamaba Fatherland. Se entrevista luego con Yoshi, un anciano que fue compañero de su padre en la resistencia, quien le cuenta cómo éste ordenó la muerte de un joven nazi. Así vamos descubriendo su busca del padre, quien a su vez defendió la patria. La autora y protagonista encuentra testimonios, ata cabos, ve señales y valora las coincidencias. La memoria es una creación de la imaginación, pero se funda en lo real, aquello que no puede reducirse a la interpretación: la muerte, la orfandad.

Las amigas y los encuentros fortuitos son mojones que permanecen en la memoria y se convierten en buscapiés. Dos amigas de la madre quedaron en Europa, una fue paciente de Jung. Un anciano a quien conoce en unos baños fue vecino de Freud. El psicoanálisis ronda los sueños, la comunicación con los muertos y el sentido de la memoria, pero nunca toma el centro de estos relatos.

¿Es verdad lo que guardamos en la memoria? ¿Dejan huella nuestros sueños? Leer esta novela entrañable nos da algunas respuestas. El “León de Lidia” es el grabado de la primera moneda que circuló en el mundo, acuñada en una nación que dejó de existir hace muchos siglos. En un museo de Estambul hay un ejemplar, un objeto material que evidencia ese reino extinto. Este libro es el objeto cifrado que hace patentes los episodios de una memoria íntima, la de una escritora de origen sefardí que tiene su león y su lidia. Su ilación de sueños y de las anécdotas de sus muertos nos permiten indagar en nuestra condición humana, porque somos memoria.

Myriam Moscona, León de Lidia, Tusquets, México, 2022

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martes, 28 de marzo de 2023

 Vuelve Mexico Design Fair

Una reflexión sobre el momento que viven las disciplinas de diseño, sus influencias y sus posibilidades es la propuesta que cada año pone sobre la mesa Mexico Design Fair (MDF). La tercera edición del encuentro se llevará a cabo del 19 al 21 de mayo en Puerto Escondido, Oaxaca, donde se darán cita profesionales del diseño y coleccionistas en torno a la exposición principal.

A partir del concepto de materialidad, la muestra de este año –que se montará nuevamente en Casa Naila– se plantea examinar y contrastar nuevas propuestas de diseño. “La identidad del diseño mexicano contemporáneo tiene que ver mucho con la materia, con la riqueza cultural: piedra, barro, cerámica, madera, fibras naturales, textiles”, nos dijo hace un par de años el fundador y curador de la feria, Carlos Torre Hütt, respecto al tema que anima la tercera edición.

La muestra incluirá expresiones contemporáneas de trabajo en fibras vegetales con piezas de la marca Rattan, propuestas en metal diseñadas por Lizbeth Lara y Prem Lorenzen del estudio Line Between, madera en las piezas de César Pindter para Mutable y nuevas aproximaciones al uso de superficies Dekton en objetos utilitarios a cargo de Cosentino. También participan Canto, marca encargada de producir los diseños más populares de Oscar Hagerman, y la firma de tapetes Odabashian, que mostrará por primera vez en México el trabajo del artista brasileño Aka Pasqual, así como su nueva colaboración con la venezolana Johanna Boccardo.

El estudio de diseño estadounidense Prime Projects, formado por Jovanna Joseph y Brendan Mahoney, se suma con una nueva colección que destaca el uso de tableros de triplay y laminados de color. Estará presente, además, Casa Gutiérrez Nájera, que se suma con nuevas piezas de Liliana Ovalle, Édgar Orlaineta y Perla Castañón. Además, la colección de cerámicas de la diseñadora emergente Lucila Rodarte y las piezas del artista Pedro Friedeberg plantearán un interesante diálogo intergeneracional.

Instalación pirotécnica diseñada por el despacho de arquitectura S-AR para la segunda edición de Mexico Design Fair (MDF), en 2022. Fotografía: Jaime Navarro

La tercera edición de MDF contará con la participación especial de Mexa, empresa mexicana con sede en Guadalajara que trabajó con el acervo histórico de Clara Porset para reproducir una colección de sillas diseñada a finales de la década de los cincuenta. La Colección Porset introducirá la cuarta pieza de la serie, como novedad. En la cocina de Casa Naila podrá verse una variedad de artesanías, accesorios y joyería a cargo de Albergue Transitorio, iniciativa de las diseñadoras de moda tapatías Julia y Renata que promueve proyectos independientes de diseño.

Para reforzar la importancia de la arquitectura como disciplina de diseño, la exposición principal se complementará con una estructura temporal de sombra en la playa de Casa Naila. La instalación será diseñada por Fernanda Antillón y Mariano Rodea del despacho leonés Casa Blanca Oficina, con textiles elaborados especialmente en la Fábrica de San Pedro de la Fundación Javier Marín, en Uruapan, Michoacán.

Este año el espectáculo pirotécnico, que se realiza durante la noche inaugural, incorporará por primera vez los toritos, estructuras portables tradicionales que seguirán un desplazamiento diseñado por el artista canadiense Brendan Fernandes, cuyo trabajo se ubica en la intersección entre la danza y las artes visuales.

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 Vuelve Mexico Design Fair

Una reflexión sobre el momento que viven las disciplinas de diseño, sus influencias y sus posibilidades es la propuesta que cada año pone sobre la mesa Mexico Design Fair (MDF). La tercera edición del encuentro se llevará a cabo del 19 al 21 de mayo en Puerto Escondido, Oaxaca, donde se darán cita profesionales del diseño y coleccionistas en torno a la exposición principal.

A partir del concepto de materialidad, la muestra de este año –que se montará nuevamente en Casa Naila– se plantea examinar y contrastar nuevas propuestas de diseño. “La identidad del diseño mexicano contemporáneo tiene que ver mucho con la materia, con la riqueza cultural: piedra, barro, cerámica, madera, fibras naturales, textiles”, nos dijo hace un par de años el fundador y curador de la feria, Carlos Torre Hütt, respecto al tema que anima la tercera edición.

La muestra incluirá expresiones contemporáneas de trabajo en fibras vegetales con piezas de la marca Rattan, propuestas en metal diseñadas por Lizbeth Lara y Prem Lorenzen del estudio Line Between, madera en las piezas de César Pindter para Mutable y nuevas aproximaciones al uso de superficies Dekton en objetos utilitarios a cargo de Cosentino. También participan Canto, marca encargada de producir los diseños más populares de Oscar Hagerman, y la firma de tapetes Odabashian, que mostrará por primera vez en México el trabajo del artista brasileño Aka Pasqual, así como su nueva colaboración con la venezolana Johanna Boccardo.

El estudio de diseño estadounidense Prime Projects, formado por Jovanna Joseph y Brendan Mahoney, se suma con una nueva colección que destaca el uso de tableros de triplay y laminados de color. Estará presente, además, Casa Gutiérrez Nájera, que se suma con nuevas piezas de Liliana Ovalle, Édgar Orlaineta y Perla Castañón. Además, la colección de cerámicas de la diseñadora emergente Lucila Rodarte y las piezas del artista Pedro Friedeberg plantearán un interesante diálogo intergeneracional.

Instalación pirotécnica diseñada por el despacho de arquitectura S-AR para la segunda edición de Mexico Design Fair (MDF), en 2022. Fotografía: Jaime Navarro

La tercera edición de MDF contará con la participación especial de Mexa, empresa mexicana con sede en Guadalajara que trabajó con el acervo histórico de Clara Porset para reproducir una colección de sillas diseñada a finales de la década de los cincuenta. La Colección Porset introducirá la cuarta pieza de la serie, como novedad. En la cocina de Casa Naila podrá verse una variedad de artesanías, accesorios y joyería a cargo de Albergue Transitorio, iniciativa de las diseñadoras de moda tapatías Julia y Renata que promueve proyectos independientes de diseño.

Para reforzar la importancia de la arquitectura como disciplina de diseño, la exposición principal se complementará con una estructura temporal de sombra en la playa de Casa Naila. La instalación será diseñada por Fernanda Antillón y Mariano Rodea del despacho leonés Casa Blanca Oficina, con textiles elaborados especialmente en la Fábrica de San Pedro de la Fundación Javier Marín, en Uruapan, Michoacán.

Este año el espectáculo pirotécnico, que se realiza durante la noche inaugural, incorporará por primera vez los toritos, estructuras portables tradicionales que seguirán un desplazamiento diseñado por el artista canadiense Brendan Fernandes, cuyo trabajo se ubica en la intersección entre la danza y las artes visuales.

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viernes, 24 de marzo de 2023

Conocer más la isla

Al leer Días de inocencia y oscuridad, que reúne los textos ganadores de la edición 2021 del Premio Cuento Joven UNAM-SECTEI, he pensado en las primeras veces que nos atrevemos a escribir, a publicar. He pensado en eso que cambia cuando uno encuentra su palabra y decide, por los motivos que sean, exponerla a la luz y a la sombra, al aire que traen las tempestades. Algo cambia. Esa decisión, a cierta edad, en cierto momento de nuestra vida, define todo. Ya no hay vuelta atrás. Ya no eres más un cúmulo de ideas sueltas. Ya no hay más anonimato. Ahora estás frente a un campo de posibilidades; muchas veces no se sabe de qué tipo. José Emilio Pacheco dice en un poema:

 

No sé por qué escribimos, querido George.

Y a veces me pregunto por qué más tarde

publicamos lo escrito.

Es decir, lanzamos

una botella al mar, que está repleto

de basura y botellas con mensajes.

Nunca sabremos

a quién ni adónde la arrojarán las mareas.

Lo más probable

es que sucumba en la tempestad y el abismo,

en la arena del fondo que es la muerte.

Y sin embargo

no es tan inútil esta mueca de náufrago.

 

Me concentro en ese último verso. En el gesto de quien se sabe perdido en una isla y a pesar de todo cree que el azar y la incertidumbre son valiosos. ¿Acaso escribir es eso? Mientras leía las historias de esta antología se formaba en mi mente la imagen de los y las autoras, jóvenes de bachillerato, tachando frases en el cuaderno o tecleando frenéticamente, con un énfasis de lucha, sin darse por vencidos hasta dar la coma debida y el punto luminoso. Días de inocencia y oscuridad es el resultado de esa búsqueda individual que comienza en una pregunta, un recuerdo o una sensación, y que atraviesa el filtro más importante: la memoria. Y luego insiste tanto que al final se convierte en escritura. Detrás de estos cuentos encuentro esa fuerza, y también encuentro valores estéticos que me cautivan: el registro de la oralidad, el afán por especular sobre mundos alternos, la reinvención del pasado; en todos ellos la imaginación puesta en el centro. Cuatro de los cinco ganadores publican por primera vez.

cuento joven

“Cuánto tiempo dura una paleta”, de Valentina Torres Ángeles, es una buena muestra de cómo un relato se puede sostener a través de diálogos. En lo que parece ser una charla cotidiana con el señor de la tienda se desarrolla la historia de una pareja, cuyo origen amoroso está marcado por ese espacio de dulces, papas y refrescos y, principalmente, por la persona que atiende. Es imposible no sentirse identificado o al menos nostálgico.

“Absorción interrumpida” y su relato siamés “Atrapado en su interior”, de Omar Jesús Rebollar Gómez, tiene la virtud de contar con un protagonista que se introduce en la cabeza de los lectores, por su extrañeza y singular psicología. Drazín, habitante perverso de una Ciudad de México casi onírica, deambula por las calles llenas de mendigos, preparándose para encontrarse con un espejo en el que habitan sus recuerdos y una voz que juzga sus días. Esta voz lo motiva a desaparecer, a fragmentarse y asumir los deseos más retorcidos.

“Sortilegio: Luna Menguante”, de Eriari Cruz Andrade, se encarga de ilustrar, con un lenguaje preciso y rico, un episodio decimonónico de la emperatriz Carlota en el castillo de Chapultepec. Tomando el rigor histórico como camino, el cuento nos envuelve en una época de vestidos lujosos, joyas, platos de porcelana y grandes banquetes. Las reuniones entre el clero y el imperio desatan un enigma y será éste el que nos dé la oportunidad de tener un retrato colorido y cercano de la emperatriz belga.

“(Nada más que) Flores”, de Héctor Alfonso Gómez Torres, se ciñe de la imaginación más fértil, la que retoma elementos de una mitología y los altera: dos hermanos, Xochipili y Tizoc, son expulsados de su tribu asentada en Xochimilco, por desobedientes. La aventura que viven lejos de sus padres y de la comunidad los llevará a tener que convivir, a reconocerse como familia y a lidiar con ese destino que es compartir la misma sangre. En un desenlace emocionante y trágico, veremos la evolución de este lazo que los lleva a mostrarse tal y como son.

Finalmente llegamos a “Detrás de los cerros”, de Ángel Daniel López Maqueda, que en un tenor similar al de Valentina Torres explora la palabra oral para situarnos en el México de las afueras, donde la crisis de violencia ha creado escenarios desoladores y al mismo tiempo incomprensibles. Esos pueblos, que podrían ser tantos, donde los muros yacen con agujeros hechos por balas y en las calles persisten los ríos de sangre. Allí el protagonista tiene una suerte de revelación que le hace ver la realidad lejos de los días felices de la infancia.

Una mención aparte merece el ilustrador Santiago Solís, que impregna a cada texto una lectura lúdica y dinámica que dialoga con los personajes y las tramas. Este libro, como buen hijo de la pandemia, ha ido encontrando lectores a su ritmo. Adentrarse en sus páginas me hace entender que –retomando el poema de Pacheco– escribimos no para dejar de ser náufragos, sino para conocer más la isla. Lanzado el mensaje, ahora toca observar la marea, adivinar el sentido del viento, sobre todo no alejarse demasiado de la orilla, y esperar.

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Conocer más la isla

Al leer Días de inocencia y oscuridad, que reúne los textos ganadores de la edición 2021 del Premio Cuento Joven UNAM-SECTEI, he pensado en las primeras veces que nos atrevemos a escribir, a publicar. He pensado en eso que cambia cuando uno encuentra su palabra y decide, por los motivos que sean, exponerla a la luz y a la sombra, al aire que traen las tempestades. Algo cambia. Esa decisión, a cierta edad, en cierto momento de nuestra vida, define todo. Ya no hay vuelta atrás. Ya no eres más un cúmulo de ideas sueltas. Ya no hay más anonimato. Ahora estás frente a un campo de posibilidades; muchas veces no se sabe de qué tipo. José Emilio Pacheco dice en un poema:

 

No sé por qué escribimos, querido George.

Y a veces me pregunto por qué más tarde

publicamos lo escrito.

Es decir, lanzamos

una botella al mar, que está repleto

de basura y botellas con mensajes.

Nunca sabremos

a quién ni adónde la arrojarán las mareas.

Lo más probable

es que sucumba en la tempestad y el abismo,

en la arena del fondo que es la muerte.

Y sin embargo

no es tan inútil esta mueca de náufrago.

 

Me concentro en ese último verso. En el gesto de quien se sabe perdido en una isla y a pesar de todo cree que el azar y la incertidumbre son valiosos. ¿Acaso escribir es eso? Mientras leía las historias de esta antología se formaba en mi mente la imagen de los y las autoras, jóvenes de bachillerato, tachando frases en el cuaderno o tecleando frenéticamente, con un énfasis de lucha, sin darse por vencidos hasta dar la coma debida y el punto luminoso. Días de inocencia y oscuridad es el resultado de esa búsqueda individual que comienza en una pregunta, un recuerdo o una sensación, y que atraviesa el filtro más importante: la memoria. Y luego insiste tanto que al final se convierte en escritura. Detrás de estos cuentos encuentro esa fuerza, y también encuentro valores estéticos que me cautivan: el registro de la oralidad, el afán por especular sobre mundos alternos, la reinvención del pasado; en todos ellos la imaginación puesta en el centro. Cuatro de los cinco ganadores publican por primera vez.

cuento joven

“Cuánto tiempo dura una paleta”, de Valentina Torres Ángeles, es una buena muestra de cómo un relato se puede sostener a través de diálogos. En lo que parece ser una charla cotidiana con el señor de la tienda se desarrolla la historia de una pareja, cuyo origen amoroso está marcado por ese espacio de dulces, papas y refrescos y, principalmente, por la persona que atiende. Es imposible no sentirse identificado o al menos nostálgico.

“Absorción interrumpida” y su relato siamés “Atrapado en su interior”, de Omar Jesús Rebollar Gómez, tiene la virtud de contar con un protagonista que se introduce en la cabeza de los lectores, por su extrañeza y singular psicología. Drazín, habitante perverso de una Ciudad de México casi onírica, deambula por las calles llenas de mendigos, preparándose para encontrarse con un espejo en el que habitan sus recuerdos y una voz que juzga sus días. Esta voz lo motiva a desaparecer, a fragmentarse y asumir los deseos más retorcidos.

“Sortilegio: Luna Menguante”, de Eriari Cruz Andrade, se encarga de ilustrar, con un lenguaje preciso y rico, un episodio decimonónico de la emperatriz Carlota en el castillo de Chapultepec. Tomando el rigor histórico como camino, el cuento nos envuelve en una época de vestidos lujosos, joyas, platos de porcelana y grandes banquetes. Las reuniones entre el clero y el imperio desatan un enigma y será éste el que nos dé la oportunidad de tener un retrato colorido y cercano de la emperatriz belga.

“(Nada más que) Flores”, de Héctor Alfonso Gómez Torres, se ciñe de la imaginación más fértil, la que retoma elementos de una mitología y los altera: dos hermanos, Xochipili y Tizoc, son expulsados de su tribu asentada en Xochimilco, por desobedientes. La aventura que viven lejos de sus padres y de la comunidad los llevará a tener que convivir, a reconocerse como familia y a lidiar con ese destino que es compartir la misma sangre. En un desenlace emocionante y trágico, veremos la evolución de este lazo que los lleva a mostrarse tal y como son.

Finalmente llegamos a “Detrás de los cerros”, de Ángel Daniel López Maqueda, que en un tenor similar al de Valentina Torres explora la palabra oral para situarnos en el México de las afueras, donde la crisis de violencia ha creado escenarios desoladores y al mismo tiempo incomprensibles. Esos pueblos, que podrían ser tantos, donde los muros yacen con agujeros hechos por balas y en las calles persisten los ríos de sangre. Allí el protagonista tiene una suerte de revelación que le hace ver la realidad lejos de los días felices de la infancia.

Una mención aparte merece el ilustrador Santiago Solís, que impregna a cada texto una lectura lúdica y dinámica que dialoga con los personajes y las tramas. Este libro, como buen hijo de la pandemia, ha ido encontrando lectores a su ritmo. Adentrarse en sus páginas me hace entender que –retomando el poema de Pacheco– escribimos no para dejar de ser náufragos, sino para conocer más la isla. Lanzado el mensaje, ahora toca observar la marea, adivinar el sentido del viento, sobre todo no alejarse demasiado de la orilla, y esperar.

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jueves, 23 de marzo de 2023

El visitante

Y aquel que acaba de cubrir la tierra

No estará muerto ya por menos tiempo

Que el otro que murió mil años antes

Tito Lucrecio Caro, De rerum natura

 

​​La semejanza de los fantasmas recibidos como imágenes, ya sea en sueños, ya por cualesquiera otras acepciones de la mente, ya por los demás sentidos, no estarían donde están, ni se llamarían verdaderas si no fuesen algo. A saber, aquello hacia lo que nos dirigimos o arrojamos.

Epicuro, Epístola a Heródoto

 

I

No me pregunten de dónde vengo. Yo mismo no lo sé. O lo sé de una forma imprecisa para ustedes. No lo entenderían. Yo mismo no entiendo muy bien qué carajos hago aquí o qué carajos es aquí. Este lugar lo descubrí entre sueños. Algo me transportó. Tal vez fue recibir esa imagen. Tal vez fue dormir extasiado en ella.

Ustedes no entienden, ya lo veo, qué importante es el sueño. No es una cuestión de horas o minutos, como ustedes los llaman. No es tiempo, como ustedes burdamente lo describen. Es una sensación entera. Si todo el mundo es igual cuando cierras y abres los ojos, es más difícil distinguir el sueño de la vigilia.

En los confines que habitamos, ahí o allá o entonces, en lo que ustedes llamarían futuro, no hay nada más que oscuridad. Nuestros ojos no funcionan como sus ojos. Nunca los hemos abierto. No escuchamos o probamos o tocamos. Al menos no como lo entienden ustedes.

Ése fue el precio de la supervivencia de la humanidad.

II

En el vacío vi algo, recibí algo. En la suspensión eterna, monótona, en la que vivimos los hombres de después, recibí una imagen. No sabía lo que era. Era una imagen extraña. Un círculo blanco del cual salía una tira plateada de luz. Adentro del círculo se movía un líquido negro. De un negro colorido. No como nuestra oscuridad. Algo ahí se agitaba intranquilo, burbujas aparecían en la superficie. Algo se movía en la negrura desigual, de bordes translúcidos, cafés.

Me concentré en esa imagen que me aterraba. No pude sacarla de mi mente. El negro se volvía más intenso y menos intenso. Matices de gris, superficies cambiantes. El haz de luz plateado perforaba el líquido y yo lo estaba moviendo. Con algo que luego entendería que era mi mano. Una extremidad. Algo que jamás había usado. Movía ese líquido negro en un circulo blanco. Era un cuenco de algún tipo. Lo veía desde arriba, absorto. Agitaba su contenido con el instrumento metálico.

Me concentré por un tiempo que ustedes considerarían eterno. Empezaron a aparecer rasgos significantes para una lengua que entendía sin contexto. Una V. Una I. Una P. Una S. VIPS. ¿Qué significaba? El sentido se formaba. Entendía la espacialidad de manera distinta. De pronto era un lugar. Materialmente estaba… físicamente estaba… estaba en un Vips.

Estaba sentado. Vaya idea. Nunca había estado sentado. Nunca había sentido la gravedad como ustedes la entienden. Mi cuerpo se movía. Accionaba el artefacto cuchara en el artefacto taza con el líquido café en la física evidente del planeta Tierra, como ustedes lo llamaban.

De pronto dejaba de ser esa carcasa vacía en la negrura de la mente infinita. Y veía frente a mí a seres hablando. Discutían algo que no entendía. Entendía las palabras, el idioma, pero no el sustento. Hablaban de las virtudes perfectas de una mezcla. Una alquimia incomprensible. Café y pay helado de limón. De Vips. Eso era lo más codiciado de este mundo nuevo. Un mundo brillante donde siluetas que parecían ser yo, como yo fuera de la negrura, mi yo en un movimiento que no conocía, admiraban el pay de limón en estado frío y el líquido café en estado caliente. Todo para consumirse mientras se discute un tema. Lentamente.

III

Todo lo que aprendí en la negrura, todo lo que necesitaba o podía saber es que algo había salido mal. Incalculablemente mal. Algo había salido mal en el transcurso de su futuro, que también, entendí, era mi pasado y mi presente. Algo nos había transformado en el plano eterno del tiempo y nuestros cuerpos debían ser preservados. Éramos lo único que quedaba de una forma de vida llamada humanidad.

Esta humanidad tenía que salvarse de sí misma, en un sueño catatónico, milenario, en donde nuestra mente fuera libre de hacer todo el mal imaginable… sin tener acceso al cuerpo. Nuestra mente había perdido la capacidad de actuar físicamente en el universo, recluida en este instrumento inútil que flota en la negrura. Supongo que fue la única salida.

Ahora sólo quedaba esto, lo que soy, descarnado, vagando en eones de oscuridad suspendida. Hasta que llegó la imagen. Y pude viajar al Vips.

Viajar. Qué idea imprecisa. Porque estaba ahí. Físicamente ahí. Pero nunca había sentido qué era existir en un estado físico hasta que me encontré moviendo la cuchara.

Luego entendí que no estaba aquí. Había viajado a la mente de alguien. Podía conectarme con ella y habitarla por breves instantes, en este lugar anterior al limbo. Esta mente que también soy yo toma posesión de un cuerpo que tenía –o tiene– un nombre, una función y una historia. Un cuerpo de una entidad que investiga. Algo que ustedes llaman –o llamaban– periodista. Un periodista que trabaja para una revista que ustedes llamaban –o llaman– La Tempestad.

Ahora soy esto, un periodista sentado en el paraíso neón del Vips, moviendo una cuchara como luz de plata, dentro del líquido vital café, junto a una rebanada esencial de pay de limón, discutiendo lo que ustedes llaman ciencia ficción.

La información es relevante. Escuchando voy a entender las historias. La función de este cuerpo que tomo prestado es preguntar y encontrar respuestas.

Ahora soy esto, un periodista sentado en el paraíso neón del Vips, moviendo una cuchara como luz de plata, dentro del líquido vital café, junto a una rebanada esencial de pay de limón, discutiendo lo que ustedes llaman ciencia ficción, posible salvación humana, hecha en México.

Era una tertulia de ciencia ficción. Hablaban de relatos imposibles, imaginaciones de un futuro muy distinto al que sé que va a ocurrir. Todos sabían algo de historias imaginadas en México.

Ahí, pensé, está la clave del futuro.

IV

“Desde que escribimos la primera palabra –incluso desde que escogemos en qué lenguaje escribimos y escogemos escribir en vez de pintar o cantar– estamos definiendo, delimitando, un mundo naciente”. Esto leo en un libro extraño e interesante de Peter Turchi sobre cartografías, la mente y la escritura.

Creo que eso es. La posibilidad de un mundo. Hacer nacer un mundo a través de la escritura. Sí, eso es.

Después de meses, años, en la Tierra, como ustedes la conocen, habitando este cuerpo que he llegado a conocer, comienzo a apreciar mi objeto de estudio, mi misión.

La ciencia ficción es una amalgama de posibilidades. La creación de un mundo que se forma prospectivamente, que desplaza las creaciones del pasado y del presente hacia el futuro. Ahí se puede forjar un mundo distinto, ahí ya existe un futuro distinto, ahí podemos salvar a la humanidad del tormento eterno del limbo en el que floto –o flotaba o flotaré.

Pero ¿qué es la ciencia ficción?

Alguien, en la proyección mental que llaman –o llamaban– cine, la definió como un hueso asesino que se convierte en un crucero turístico espacial. Creo que es una buena definición. La ciencia ficción es la comprensión de las herramientas que utilizamos o que podríamos utilizar. Un hueso para matar, un vehículo que surca el espacio o las profundidades de los mares. Una vez que la ciencia plantea la posibilidad, por más remota que sea, de un desarrollo, la ficción puede tomarlo para crear mundos, universos, lógicas, física.

Encuentro vestigios de ciencia ficción en libros que para ustedes son antiguos. Un tal Cyrano de Bergerac, que se tropezó con Canadá para llegar a la Luna. También visitó el imperio del Sol. Un tal Tomás Moro, que imaginó un juego de palabras ingenioso en una lengua antigua para hablar del no-lugar como el mejor lugar posible. Un tal Jonathan Swift, que paseó por tierras de caballos sabios y homúnculos rabiosos.

Pero algo no cuajaba todavía. Las suposiciones tecnológicas eran imprecisas. Nada bastaba para pensar la construcción de mundos consecuentes. La imaginación ganaba sobre la posibilidad técnica de lo verosímil. Ahí no estaba lo que buscaba.

Viendo hacia adelante, el objetivo se hacía cada vez más vasto. Necesitaba, pues, encontrar a un experto.

Utilicé los mecanismos de lo que llamaban –o llaman– Internet para rastrear a un hombre que conoce –o conocía– el tema profundamente. Gracias a que habito, por momentos lánguidos, el cuerpo de un periodista de La Tempestad, pude conseguir la entrevista.

Aún así, no fue sencillo. Este experto olfateó que yo no era quien pretendía ser. Casi entrevió un mundo, imposible para él, que lo hubiera paralizado de horror.

Se llama Miguel Ángel Fernández Delgado. Era –o es– abogado, académico e investigador de la ciencia ficción mexicana. Todos los seres de este país que conocen los laberintos de la ciencia ficción me apuntaron hacia él; todos los caminos prospectivos llevaban a Miguel Ángel.

Toqué en su puerta digital. Él contestó.

Apareció un hombre afable, enmarcado en libros, que respondía mis preguntas con enorme detalle y pertinencia. No tenía por qué saber que, detrás de este cuerpo prestado, lo interrogaban eones de sufrimiento suspendidos en la mente futura de un último remanente humano. No necesitaba saberlo.

Me habló de orígenes cuando le pregunté sobre México y la primera encrucijada.

Me explicó paciente y apasionadamente que la Conquista obligó a la mentalidad de Occidente a abrirse. Sería el mismo proceso, continuó, si encontráramos otras formas de vida en otros mundos: nos preguntaríamos si dos seres pensantes y conscientes fueron simultáneamente creados por Dios, nos preguntaríamos sobre las extrañas creencias de los otros. Concuerdo. Lo entiendo en mi proceso. Mi pensamiento englobado por la oscuridad nunca estuvo cerca de ser lo que es ahora, mientras transito entre mis hermanos del pasado. La absoluta alteridad de este mundo nuevo –que es viejo– despierta algo en mí que nunca pude soñar en el limbo. Entiendo lo que es cambiar de paradigma.

“El mundo moderno no habría sucedido sin la conquista de América”, continuó Miguel Ángel. “No habría sucedido la mentalidad moderna, porque es el inicio de la globalización, no nada más en el sentido de los viajes sino de la comida, la ruta de las especies, todos los mestizajes que hay en el continente americano, el comercio, y lo que llamaba Max Weber la época heroica del capitalismo. Todo esto no habría existido sin la Conquista”.

Miguel Ángel habla con el conocimiento de quien ha pasado una vida entre historias. Los mundos del pasado se pintan tan claros para él como para mí el vacío del futuro.

Me explica que tampoco podemos olvidar la revolución científica del siglo XVI con Copérnico y su De revolutionibus orbium coelestium, publicado en 1543. Ni la anatomía moderna de Andreas Vesalio, una anatomía que no era especulativa sino que, por primera vez, se atrevía a adentrarse en los cuerpos. Para el doctor Fernández la ciencia ficción es una visión poética, extrapolada, de la ciencia.

La ciencia ficción nace de un cambio en la concepción humana de todo. Nace acompañando un cisma en el desarrollo científico, en el cruce histórico del abandono de las suposiciones. Dios ya no está en el centro del pensamiento.

Llegamos al punto. La ciencia ficción nace de un cambio en la concepción humana de todo. Nace acompañando un cisma en el desarrollo científico, en el cruce histórico del abandono de las suposiciones. Dios ya no está en el centro del pensamiento. Europa ya no está en el centro del mundo. La Tierra ya no está en el centro del universo. La ciencia ficción es la consecuencia de un proceso de desterritorialización de los saberes humanos. En un momento, supongo, comenzamos a preguntarnos sobre las posibilidades de ver más allá de lo evidente.

“Los que escriben ciencia ficción”, continúa Miguel Ángel en esta pantalla brillosa que tanto los arrulla, viejos hermanos, “escriben cuando la musa los llama. Siendo científicos, pueden poéticamente pensar adónde nos va a dirigir un descubrimiento. Pueden empezar a pensar qué va a suceder si inventamos una nueva tecnología. Si aumentamos la vida de las personas o encontramos la forma de controlar la natalidad, por ejemplo. Se echan a volar estas ideas que antes no existían y va cambiando la importancia que tenía la religión. El cambio del cristocentrismo al antropocentrismo. Cambia el pensamiento y este cambio se va haciendo más radical”.

De acuerdo. Entiendo el principio. Entiendo el poder transformador de la ciencia ficción porque es la hija especulativa de la modernidad, de la Revolución Industrial, y creció ahí en donde todo empezó a irse al carajo. La ciencia ficción estaba en el juego cruzado de la modernidad y la posmodernidad, como inocentemente le llaman –o llamaban. En sus laberintos se encuentra condensado el pensamiento técnico, científico, divulgado, soñado del siglo XIX, del siglo XX y luego, abrazando la virtualidad, encarnada de otra forma, del siglo XXI y XXII.

Pero ¿por qué importa la ciencia ficción para el futuro de la humanidad? ¿Por qué importa, específicamente, la ciencia ficción mexicana? ¿Qué secretos esconden sus historias? ¿Qué cambió México en el género? ¿Qué promesas y posibilidades introdujo en el pensamiento? Dicho de otro modo, ¿por qué me mandaron aquí y no a otro lugar del planeta? ¿Por qué me mandaron a un lugar en donde la gente grita que compra colchones? ¿Qué clase de locura es ésta? ¿Qué esconde mi misión y qué tiene que ver con alienígenas de Tepito?

V

“Como material de estudio, tristemente, lo que caracteriza a la ciencia ficción mexicana es ser esquiva”. Frente a mí resuena la voz de otro conocedor del tema. Su nombre es Krsna Sánchez. Es un multipremiado escritor de ciencia ficción que oculta su rostro en la pantalla, por miedo. Internet, me explica, es un lugar despiadado. Él dio cursos sobre la historia oculta de la ciencia ficción mexicana. Lo encontré en los pasillos imposibles de sus máquinas neurálgicas de encuentro social. Facebook, le llaman –o llamaban– a una de ellas. Me siguen sorprendiendo los nombres que le ponen a las cosas. A veces misteriosos, como Vips, a veces dolorosamente evidentes, como éste.

La ciencia ficción mexicana es esquiva, dice Krsna Sánchez. Le creo.

“Muchas obras que uno encuentra mencionadas o enumeradas son como fantasmas: apenas nombres que tal vez encuentres en una biblioteca o en reposiciones de periódicos, con suerte, o novelas que tuvieron un tiraje tan pequeño que ya no se consiguen. Muchos materiales perdidos. Para dar una imagen visual, diría que la ciencia ficción mexicana es un cono: entras por una abertura muy estrecha y, poco a poco, te das cuenta de que cada vez es más amplio su universo. Es una vastedad, pero una vastedad vacía”.

Krsna tiene razón. Es difícil rastrear los caminos de la ciencia ficción mexicana.

Intento remontarme a los orígenes. Miguel Ángel Fernández me habló de tres historias de ciencia ficción mexicana antes de la Revolución Industrial. Las tres tienen rasgos que me parecen interesantes. Tal vez en esos inicios haya un germen de lo que busco. Tal vez ahí ya se gestaba la salvación humana.

VI

La primera historia es la de un fraile franciscano en Yucatán, a finales del siglo XVIII, que estaba harto de la perversión de los altos mandos de su orden. Su reacción frente a lo que lo indignaba fue tratar de cambiar al mundo con la imaginación. Imaginó un mundo posible en donde su superior sería castigado quemándose por la eternidad en las entrañas del Sol.

Entiendo, un poco a mi pesar, que los mexicanos nunca han sido sutiles con sus venganzas.

El primer cuento del que habla Miguel Ángel Fernández es una sátira. Al parecer había un monje franciscano que quería criticar a un superior. La orden franciscana, explica, era un desastre a principios del siglo XIX en México: los monjes vendían boletos para el paraíso, se juntaban con mujeres rompiendo el celibato, robaban limosnas y tenían hijos. Uno de estos ordenados era menos desordenado. El doctor Fernández apunta que su único y verdadero vicio era leer. En sus lecturas se aventuró incluso en los libros prohibidos. Leyó el Micromegas de Voltaire y se inspiró, a pesar de que era un autor prohibido.

Encuentro a Voltaire. En efecto, es interesante. Un hombre elegante enojado con su tiempo. La Ilustración, la modernidad, todo parece llevarnos a un punto de no retorno. ¿Puede realmente salvarnos la razón? A Rivas, ciertamente, no le ayudó.

“Todo empezó porque la Inquisición lo puso en un período de instrucción y lo encerró en una celda porque había publicado un panfleto en lengua maya denunciando a sus hermanos franciscanos por degenerados. Entonces escribió una carta para defenderse. Luego, en uno de esos trapos empezó a escribir un almanaque. Se aburrió y empezó a escribir el cuento de ‘Sizigias y cuadraturas lunares’”.

Interesante rasgo. Tal vez la ciencia ficción mexicana empezó cuando alguien señaló la corrupción imperante. Al parecer, algo se desestabilizó con esta rebeldía bienintencionada. De ahí que la historia, a pesar de su lejanía temporal, es puramente mexicana: corrupción y azares imposibles, amenazas de muerte, dimes y diretes, como los llaman –o llamaban.

Alguien traicionó al fraile. Vieron que en su panfleto hacía mención de otros autores prohibidos o mal vistos. Un tal Newton que cambió nuestra forma de entender físicamente el mundo. Un tal Descartes que empezó a dudar de todo. Para coronar estas herejías, el fraile describía cómo los demonios llevaban el alma de un yucateco (sospechosamente parecido al superior de la orden) al infierno del Sol. El doctor Fernández me explica que esto era una tremenda herejía: el infierno no podía compartir los dominios celestes. Entonces engraparon el cuento a un proceso abierto por la Inquisición. El fraile nunca quiso publicarlo. Lo escribió en su aislamiento y en el manuscrito engrapado al proceso llegó hasta nuestros días (o hasta estos días).

Así que la historia de la ciencia ficción en México inicia con un proceso lleno de vicios, virtudes e intrigas. Casi por equivocación, fray Rivas se tropezó con la semilla de otra salvación humana que nunca imaginó. La salvación de todo.

Miguel Ángel conoce otro escrito al inicio de la ciencia ficción mexicana. De nuevo, en él hay una semilla de rebeldía. De hecho, fue publicado por Carlos María de Bustamante, un mexicano que participó en lo que ustedes llaman Guerra de Independencia.

“Era un cuento anónimo que hablaba de un pleito entre los habitantes de Júpiter y Saturno porque uno acusaba al otro de robar minerales. Era una forma de convertir los problemas de Europa en una ópera espacial. De pronto pasaba un cometa que esparcía un gas que cambiaba la forma de pensar de los habitantes de estos planetas. El cambio de pensamiento era, claro, el influjo del pensamiento de la Ilustración. Es un cuento que sigue siendo alegórico, muy del estilo de Luciano de Samósata, que hablaba de conflictos de habitantes de la Luna y el Sol que viajaban en unos caballos voladores en forma de lechuga y cosas así disparatadas”.

Es una lástima que en este pasado –su presente– no haya caballos voladores en forma de lechuga. Tienen otras cosas curiosas, sin embargo. Como los gatos. Animal fascinante.

Es una lástima que en este pasado –su presente– no haya caballos voladores en forma de lechuga. Tienen otras cosas curiosas, sin embargo. Como los gatos. Animal fascinante. Me pregunto si detrás de esos ojos no se esconden mentes humanas que viajaron conmigo desde el futuro y quedaron atrapadas en seres neuróticos y exaltados.

Miguel Ángel Fernández cita un escrito más. De nuevo, es un escrito donde se agita una rebelión.

“Nicolás Pizarro hace una utopía que se llama El monedero en donde imagina a un indígena adoptado por alemanes: Hénkel. Hénkel aprende a fabricar máquinas para hacer cuero y otras exportaciones. Hénkel crea, después, una ciudad utópica en donde, por fin, pueden convivir los ideales de la religión y del siglo del progreso. La utopía se llama Nueva Filadelfia. En cierto sentido hablaba de algo que todavía no existía en México: el desarrollo industrial, por ejemplo”.

Me explica, finalmente, que todo esto tenía que ver con los socialistas utópicos como Fourier y Saint-Simon. Personajes intrigantes que imaginaron un futuro muy distinto al que habito o habitaremos.

Todos estos eran pensamientos utópicos, rebeldes, a contrapelo. La ciencia ficción mexicana empieza con irreverencia, contra los supuestos de una época. En estos inicios del género hay humor, aunque sea involuntario; hay rebeldía, aunque sea contextualmente específica; hay un pensamiento temporal exaltado. Tal vez ahí esté la semilla de la diferencia. Tal vez la ciencia ficción mexicana va a salvar al mundo porque puede enseñarnos otras formas de pensar el futuro; formas que difieren del pensamiento del progreso indefinido, de la acumulación y la depredación individualista.

Es eso. O tal vez alguna cuestión misteriosamente relacionada con la compraventa de colchones, refrigeradores, lavadoras y algo de fierro viejo.

Tal vez tiene que ver con que los gatos nos acechan.

VII

Cada vez me siento más acoplado a este cuerpo y a este tiempo. Cada vez me rechaza menos la otra mente que vaga en este cráneo. Cada vez regreso menos a la negrura.

Ya no quiero volver nunca.

A veces el futuro me jala hasta su imperio de necesidad. Busco cambiar eso. Mi misión es egoísta. Quiero un futuro para la humanidad porque quiero un presente para mí mismo: habitar este tiempo extraño y este lugar extraño; usurpar este cuerpo que ahora siento como mío; eludir la necesidad.

Estoy contento. Hoy descubrí los pambazos.

VIII

En mis investigaciones encuentro la antología Visiones periféricas, de Miguel Ángel Fernández Delgado. Es un compendio de ciencia ficción mexicana apasionante. Hay cuentos que me parecen más interesantes que otros, claro. Pero ¿qué puedo opinar yo? Nunca había leído nada. Es cierto, mi instrucción ha sido acelerada y mi mente se acopla maravillosamente bien a sus conceptos. Aún así, hay cosas que me parecen singulares y sorprendentes.

Creo que es una virtud, como ustedes comprenderán, no vivir lo extraordinario como algo evidente o automático. Llevo tiempo viendo el vacío con los ojos cerrados, y ahora no quiero dejar de sorprenderme. Tal vez ese sea el mecanismo para encontrar los rastros de algo diferente en esta literatura tan rica y diversa.

Metodológicamente, ejerzo la sorpresa.

“Cada autor tiene ideas muy particulares, objetivos muy particulares en contextos históricos muy particulares”, me explica Krsna Sánchez. “Muchas veces producen sin conocer textos de otros autores que están escribiendo en el mismo género. Esto puede ser detrimental para muchas cosas en el movimiento, pero también ayuda a la diversidad. Creo que la ciencia ficción mexicana sorprende por la variedad de los temas tratados, por las herramientas y estrategias literarias para contar historias. Incluso sorprende por la cantidad de fuentes que puede tomar de la literatura universal”.

Estoy de acuerdo. Leo los cuentos recopilados de Miguel Ángel y todos los textos que pueda encontrar. Son dispersos y dispares.

Algunos recuerdan pasados prehispánicos, como “El secreto” de Roberto López Moreno. Otros ven futuros tecnológicos en donde el espacio se desdobla en otro espacio, digital, navegable y violento, como “(e)” de Bernardo Fernández (que ustedes, con esa costumbre de nombres peculiares, llaman Bef) y Gerardo Sifuentes. Algunos, finalmente, se escapan a los límites de las posibilidades físicas de esta tierra con especulaciones galácticas como “El hombre que se quedó ciego en el espacio” de Dr. Atl (otro personaje con nombre extraño que pintaba paisajes inimaginables y se alimentaba de odio, por lo que entiendo). También encuentro otras fuentes impresionantes que desdoblan los juegos de detectives con un hermetismo alucinante, como Tiempo lunar, de Mauricio Molina.

Todos ellos, sin embargo, tienen algo único que los reúne, algo que está antes y después de la razón de las antologías y que va más allá de la coincidencia geográfica. Todos ellos expresan una visión única de la ciencia ficción y sus posibilidades. Una visión que empieza con la risa como rebeldía y se extiende a otras formas de imaginar el futuro.

Miguel Ángel me explica que, si bien hay ficción con toques de humor en Estados Unidos, la ciencia ficción mexicana tiene un giro único de picardía. “En Visiones periféricas está el cuento ‘De cómo el Roñas y su mamá salvaron al mundo’. Se pudo haber escrito en cualquier lugar de Latinoamérica. Pero es muy peculiar en sus referencias”.

Es cierto. El cuento de Héctor Chavarría narra la historia de un grupo de extraterrestres que planean invadir el planeta, pero tienen la mala fortuna de aterrizar en Tepito. El Roñas, borracho y aturdido por esa costumbre que tienen –o tenían– de aspirar toda clase de pegamentos, piensa que son gringos y los invita a comer con su mamá. Comen hasta reventar antojitos y eso que llaman –o llamaban– migas, toman cerveza y huelen más pegamentos. Al final los extraterrestres mueren como resultado de su imprudente festín. El Roñas no entiende muy bien qué pasó y los habitantes de Tepito desvalijan el platillo volador. Sin querer, los mexicanos salvan al mundo.

Miguel Ángel me habla también de Mejicanos en el espacio. Una historia futurista en la que los humanos ya conquistaron el sistema solar. Hasta México tiene una fuerza planetaria. Pero incluso así, explica, los mexicanos seguimos siendo subordinados de Estados Unidos. “Nos mandan a cuidar un planeta, a limpiar un satélite. Además de que, en esta historia, Carlos Olvera emplea un lenguaje inconfundiblemente mexicano”. Slang, otra extraña palabra que aprendo.

Claro, el lenguaje. Yo mismo tardé en entenderlo. Mi mente todavía funcionaba de manera muy lineal, literal, y no podía integrar en mi comprensión semántica su uso despiadado del doble sentido. Sobre todo para hablar de sexo (algo que les parece incomprensiblemente importante). Es como si, al mismo tiempo, les diera vergüenza y no pensaran en otra cosa.

“El albur es algo que trasladamos al universo”, me explica Eduardo Vardheren, un escritor intrigante, poetanauta y aprendiz de fantasista. Él es parte del Seminario Estéticas de Ciencia Ficción y participa en múltiples revistas como colaborador y editor.

Entiendo su referencia cuando me habla de Star Trek. Estudié esa serie televisiva que todos ustedes citan tanto cuando hablan de ciencia ficción. Me identifiqué con el personaje de Spock. Su frialdad me resulta calurosa. Le dije a Eduardo que sería peculiar tener a un mexicano en el Enterprise, hablando siempre en doble sentido, diciendo albures a Spock que, evidentemente, no entendería nada. Se rió. Creo que me estoy acoplando a este mundo.

“Aquí jugamos más con el lenguaje”, continúa Eduardo, “jugamos con la riqueza del español y su polisemia en el slang. La ciencia ficción aquí es más ingeniosa, juguetona. Tenemos un ingenio de la construcción, de la resistencia. Una tradición de mitos, de literatura, que podría llegar a presentar Comala como una simulación. Tenemos esa posibilidad de ir más allá de la ciencia ficción dura”.

Esa peculiaridad de México se extiende a Latinoamérica, como bien me explica Miguel Ángel Fernández. Aunque en ningún lugar la picardía está tan arraigada, es tan consustancial al imaginario idiosincrásico. En Brasil también hay ficción humorística que utiliza la jerga brazuca, como le llaman. “Lo que subyace en ese ingenio es la convicción de que, en Latinoamérica, podemos vencer hasta a los seres más poderosos del universo con una vacilada”.

Vacilada. De vacilar, en latín vacillāre, que significa pendular. Moverse de un lado a otro con paso titubeante. Bromear, hacer una broma, hacer un piropo, ser indeciso, burlarse de alguien, pasar un rato agradable.

Vacilada. De vacilar, en latín vacillāre, que significa pendular. Moverse de un lado a otro con paso titubeante. Bromear, hacer una broma, hacer un piropo, ser indeciso, burlarse de alguien, pasar un rato agradable. El verbo toma raíces fuertes en Latinoamérica y en México. Porque hay algo gozoso y rebelde para ustedes en jugar con la firmeza del piso. Ya que encuentran la estabilidad imposible, cuando todo se tambalea, se sienten en casa.

Miguel Ángel me habla de un cuento argentino en el que un personaje se da cuenta de que los extraterrestres invasores no pueden leer su mente cuando está completamente ebrio. Así que instruye a la armada argentina para que mande pelotones de soldados borrachos para combatir a los invasores interplanetarios. El cuento se llama “Saturnino Fernández, héroe” y lo escribió Ignacio Covarrubias.

Miguel Ángel también menciona África. Supone que ahí también deben existir estos giros de humor. Algo compartido con Latinoamérica. Esta picardía que ya encuentro, con sorpresa, en un libro maravillosamente irreverente: El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi; una historia que sirve para atacar, con inteligencia, a los poderes establecidos. Algo que parecen compartir, históricamente, lo que ustedes llaman “los países colonizados”.

Sigo aprendiendo.

El humor en México parece ser un humor rebelde, nacido de un pueblo insurgente, que reclama un lugar propio en el mundo. Es un humor constructivo y destructivo. Por eso en la ciencia ficción mexicana encuentro la semilla de una irreverencia única.

“Creo que la ciencia ficción tomó ese espacio de los de la periferia, de los que estaban afuera. La ciencia ficción mexicana tiene esas reivindicaciones, pero en juego. No se toma tan en serio como otras literaturas”, me explica Eduardo Vardheren. Y continúa trazando una ruta literaria:

“Para mí la ciencia ficción mexicana se empezó a tomar en serio con Amado Nervo. A él siempre lo ubican como un poeta cursi y meloso, pero en sus textos hay un interés por crear ciencia ficción. Y ahí encuentro una de las especificidades de la ciencia ficción mexicana: la resistencia. Por ejemplo, en ‘La última guerra’ los animales oprimidos demuestran algo al rebelarse. La ciencia ficción mexicana tiene esta semilla de levantarse contra el que oprime. Es algo que tal vez está en toda Latinoamérica. Levantarse contra el opresor, rebelarse contra lo que vivimos en el cotidiano, lo que hemos vivido durante toda la historia. Eso está, en México, desde Amado Nervo hasta los cuentos de Gabriela Damián. Como en ‘Soñarán en el jardín’, que da voz a las mujeres asesinadas en México”.

Cuentos de resistencia. Hay una idea que pervive en esto, incluso en la ciencia ficción mexicana menos política. Los héroes, hard-boiled –como les dicen–, científicos locos o inocentes, parecen siempre estar en un mundo aparte. Innumerables historias que empiezan con lo excepcional que se enfrenta a la norma.

Puede ser también la norma de una tecnología. Como en las maquilas digitales de Sleep Dealer de Alex Rivera. O en el increíble “Conversaciones con Yoni Rei” de Pepe Rojo. De hecho, Rojo es un escritor interesante que también gusta, como me cuenta Miguel Ángel, de hacer intervenciones de ciencia ficción en la vida real distribuyendo periódicos futuristas en la frontera o creando procesiones de santas cíborg de las maquilas.

“Es un lugar común, pero existe la idea de que no producimos ciencia en México. Lo que sí es que la sufrimos. Somos víctimas de la tecnología, de la ciencia, de su consumo. Nuestra ciencia ficción también toma esa vertiente”, me susurra a través del ordenador Krsna Sánchez.

Resistencia a la tecnología, resistencia a los poderes imperantes, resistencia a la solemnidad, resistencia al futuro. Otra semilla. La risa irreverente, destructiva y constructiva, de la ciencia ficción mexicana, llega una y otra vez a mostrarnos un miedo al futuro. Tal vez siempre lo supieron sin saberlo.

“Un hecho nos salta al intelecto si revisamos la producción de ciencia ficción mexicana desde el virreinato”, explica Ramón López Castro en su lúdico libro Expedición a la ciencia ficción mexicana: “las obras literarias sobre utopías son escasas, y cuando las hay son más grises anticipaciones que crónicas de paraísos recobrados por la ciencia”.

En México se diluyen las esperanzas utópicas. Pero los apocalipsis también son distintos a los que nacen en Estados Unidos. Comienzo a indagar. Allá el apocalipsis parece servir un propósito religioso o moral. Todos mueren para renacer mejorados. Por experiencia puedo decirles que así no sucede. No son los buenos los que sobreviven. Sobreviven los que pueden.

En ese sentido, con su violenta ley de la jungla –como le llamaban–, la ciencia ficción mexicana distópica parece acertar más. Y, en todo caso, es una reflexión constante de rechazo al futuro. Sobrevivirán ustedes, antes, aquí y ahora, después, por su ingenio y la resistencia bacteriana de sus vientres.

“Hablando de nuestros temas, pensando la historia del país, entre mis acercamientos a la ciencia ficción mexicana es evidente que hay una veta postapocalíptica. Desde las obras de Hugo Hiriart nos gusta destruir el mundo y destruir el país. Pienso en ‘El año de los gatos amurallados’, de Ignacio Padilla, o en ‘El gran planificador’, de Diego Cañedo; tenemos una historia de desastres sociales, aunados a desastres naturales. Siempre hemos visto en este país el abismo desde el filo, y eso se refleja en nuestra ciencia ficción”.

A veces incluso, como dijo alguno de esos hombres despreciables que ustedes llaman políticos, vieron el abismo y dieron un paso adelante. Ahí está uno de los valores últimos de la ciencia ficción mexicana, algo particularmente útil para pensar la reconstrucción de su futuro, mi presente: un alegre ir en contra de todo.

IX

“Has perdido el infinito pasado, ¿qué te importa perder el infinito futuro?”. Ramón López Castro cita a Borges que cita a Lucrecio que cita a Epicuro. Esta cadena de reflexiones llega, torcida, hasta la ciencia ficción mexicana. Porque la ficción especulativa en México parece voltear más hacia el pasado que hacia el futuro.

La pérdida del infinito pasado, para regresar a la cita múltiple de Lucrecio, duele en México de una forma que no puede compararse con la pérdida del infinito futuro. El infinito futuro le pertenece a los ambiciosos, a los conquistadores, a los militaristas que ven en él una tierra virgen. El infinito pasado pertenece a los conquistados, a los nostálgicos, a los que no se ven como dueños del mañana. Acaso, llena de visiones del apocalipsis, ¿la ciencia ficción de este país se niega a pensar el futuro como un páramo fértil?

Para Miguel Ángel el pensamiento cultural de México –y de toda Latinoamérica– está orientado hacia el pasado. Algo que también sucede, para él, en ciertos países europeos como Italia. En México admiramos las tradiciones del pasado: las ruinas, la cocina, los ritos. Esto no sucede en los países anglosajones y europeos en general; países orientados hacia el futuro, cunas del mal llamado progreso. Si el pasado en México es una nostalgia orgullosa, el futuro para los países anglosajones es otra oportunidad de conquista.

Así lo piensa también Eduardo Vardheren: “Otra especificidad de la ciencia ficción mexicana es tal vez el regreso al pasado. Un regreso que no pasa por una nostalgia derrotada. La ciencia ficción mexicana no entiende el futuro en una vertiente extractivista. El pasado es algo que nos pertenece y sirve para forjar el porvenir. Vemos hacia atrás como una forma de crear algo nuevo. Como en Eugenia (1919), de Eduardo Urzaiz, que tiene pasajes hermosos con descripciones de la neoarquitectura maya en el futuro. La ciencia ficción mexicana ve el pasado como algo vivo y no como algo que pertenece a un museo”.

Eso es. El tiempo. Creo encontrar la última clave.

X

Esto puede completar mi misión. Entiendo ahora cuál es el camino a recorrer. Todo es cuestión de un cambio de paradigma. La ciencia ficción mexicana sigue siendo considerada como un género literario, como un nicho en donde circulan los mismos autores ganando los mismos premios; un páramo vacío o demasiado lleno o esotéricamente disperso. En realidad, su importancia figura en algo mucho más rico.

Lo que hace única esta escritura es que expresa una forma diferente de considerar el tiempo, el futuro, y la manera en que podemos construirlo. La tradición no se borra con lo nuevo y, así, se niega el progreso indefinido y acumulativo de la revolución industrial que vio nacer el género. El planteamiento de gozosa nostalgia mexicana se mezcla también con una actitud burlona que impide la seriedad a destajo, y que mantiene a raya al máximo enemigo de la crítica: la solemnidad. El pensamiento mexicano se cristaliza en la ciencia ficción como una rebeldía contra lo impositivo, contra el progreso voraz, contra lo que se toma demasiado en serio.

Ahí está la clave para cambiar el futuro perdido del limbo en donde flota mi cuerpo. ¿Cómo? No lo sé aún. Por eso mi mente divagó hasta este lugar. Esto fue lo que vine a entender. Y esto es lo que voy a seguir tratando de entender. Mientras la mente de este reportero siga encadenada, utilizaré su cuerpo para encontrar los secretos de nuestro futuro.

Tal vez mantenga un diario. Tal vez lo publique en La Tempestad. Parece un buen lugar para dejar registro de mis pensamientos sin que nadie sospeche el horror que los espera.

XI

He aprendido lo que perdimos. Queda recorrer el camino para recuperarlo.

Permanezco en esta tierra de compradores de colchones, pambazos y música nostálgica; permanezco en esta tierra de ciencia ficción y resistencia.

Este es el presente que quiero vivir, aunque sea a través del acto indecible de tomar el cuerpo de un inadvertido.

Si regreso menos a mi futuro es que habré logrado algo; para mí, al menos, para todos, espero.

Tal vez la negrura ya se esté difuminando.

Tal vez ese futuro ya no está sucediendo.

Supongo que sólo lo sabré si despierto de nuevo con los ojos cerrados.

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El visitante

Y aquel que acaba de cubrir la tierra

No estará muerto ya por menos tiempo

Que el otro que murió mil años antes

Tito Lucrecio Caro, De rerum natura

 

​​La semejanza de los fantasmas recibidos como imágenes, ya sea en sueños, ya por cualesquiera otras acepciones de la mente, ya por los demás sentidos, no estarían donde están, ni se llamarían verdaderas si no fuesen algo. A saber, aquello hacia lo que nos dirigimos o arrojamos.

Epicuro, Epístola a Heródoto

 

I

No me pregunten de dónde vengo. Yo mismo no lo sé. O lo sé de una forma imprecisa para ustedes. No lo entenderían. Yo mismo no entiendo muy bien qué carajos hago aquí o qué carajos es aquí. Este lugar lo descubrí entre sueños. Algo me transportó. Tal vez fue recibir esa imagen. Tal vez fue dormir extasiado en ella.

Ustedes no entienden, ya lo veo, qué importante es el sueño. No es una cuestión de horas o minutos, como ustedes los llaman. No es tiempo, como ustedes burdamente lo describen. Es una sensación entera. Si todo el mundo es igual cuando cierras y abres los ojos, es más difícil distinguir el sueño de la vigilia.

En los confines que habitamos, ahí o allá o entonces, en lo que ustedes llamarían futuro, no hay nada más que oscuridad. Nuestros ojos no funcionan como sus ojos. Nunca los hemos abierto. No escuchamos o probamos o tocamos. Al menos no como lo entienden ustedes.

Ése fue el precio de la supervivencia de la humanidad.

II

En el vacío vi algo, recibí algo. En la suspensión eterna, monótona, en la que vivimos los hombres de después, recibí una imagen. No sabía lo que era. Era una imagen extraña. Un círculo blanco del cual salía una tira plateada de luz. Adentro del círculo se movía un líquido negro. De un negro colorido. No como nuestra oscuridad. Algo ahí se agitaba intranquilo, burbujas aparecían en la superficie. Algo se movía en la negrura desigual, de bordes translúcidos, cafés.

Me concentré en esa imagen que me aterraba. No pude sacarla de mi mente. El negro se volvía más intenso y menos intenso. Matices de gris, superficies cambiantes. El haz de luz plateado perforaba el líquido y yo lo estaba moviendo. Con algo que luego entendería que era mi mano. Una extremidad. Algo que jamás había usado. Movía ese líquido negro en un circulo blanco. Era un cuenco de algún tipo. Lo veía desde arriba, absorto. Agitaba su contenido con el instrumento metálico.

Me concentré por un tiempo que ustedes considerarían eterno. Empezaron a aparecer rasgos significantes para una lengua que entendía sin contexto. Una V. Una I. Una P. Una S. VIPS. ¿Qué significaba? El sentido se formaba. Entendía la espacialidad de manera distinta. De pronto era un lugar. Materialmente estaba… físicamente estaba… estaba en un Vips.

Estaba sentado. Vaya idea. Nunca había estado sentado. Nunca había sentido la gravedad como ustedes la entienden. Mi cuerpo se movía. Accionaba el artefacto cuchara en el artefacto taza con el líquido café en la física evidente del planeta Tierra, como ustedes lo llamaban.

De pronto dejaba de ser esa carcasa vacía en la negrura de la mente infinita. Y veía frente a mí a seres hablando. Discutían algo que no entendía. Entendía las palabras, el idioma, pero no el sustento. Hablaban de las virtudes perfectas de una mezcla. Una alquimia incomprensible. Café y pay helado de limón. De Vips. Eso era lo más codiciado de este mundo nuevo. Un mundo brillante donde siluetas que parecían ser yo, como yo fuera de la negrura, mi yo en un movimiento que no conocía, admiraban el pay de limón en estado frío y el líquido café en estado caliente. Todo para consumirse mientras se discute un tema. Lentamente.

III

Todo lo que aprendí en la negrura, todo lo que necesitaba o podía saber es que algo había salido mal. Incalculablemente mal. Algo había salido mal en el transcurso de su futuro, que también, entendí, era mi pasado y mi presente. Algo nos había transformado en el plano eterno del tiempo y nuestros cuerpos debían ser preservados. Éramos lo único que quedaba de una forma de vida llamada humanidad.

Esta humanidad tenía que salvarse de sí misma, en un sueño catatónico, milenario, en donde nuestra mente fuera libre de hacer todo el mal imaginable… sin tener acceso al cuerpo. Nuestra mente había perdido la capacidad de actuar físicamente en el universo, recluida en este instrumento inútil que flota en la negrura. Supongo que fue la única salida.

Ahora sólo quedaba esto, lo que soy, descarnado, vagando en eones de oscuridad suspendida. Hasta que llegó la imagen. Y pude viajar al Vips.

Viajar. Qué idea imprecisa. Porque estaba ahí. Físicamente ahí. Pero nunca había sentido qué era existir en un estado físico hasta que me encontré moviendo la cuchara.

Luego entendí que no estaba aquí. Había viajado a la mente de alguien. Podía conectarme con ella y habitarla por breves instantes, en este lugar anterior al limbo. Esta mente que también soy yo toma posesión de un cuerpo que tenía –o tiene– un nombre, una función y una historia. Un cuerpo de una entidad que investiga. Algo que ustedes llaman –o llamaban– periodista. Un periodista que trabaja para una revista que ustedes llamaban –o llaman– La Tempestad.

Ahora soy esto, un periodista sentado en el paraíso neón del Vips, moviendo una cuchara como luz de plata, dentro del líquido vital café, junto a una rebanada esencial de pay de limón, discutiendo lo que ustedes llaman ciencia ficción.

La información es relevante. Escuchando voy a entender las historias. La función de este cuerpo que tomo prestado es preguntar y encontrar respuestas.

Ahora soy esto, un periodista sentado en el paraíso neón del Vips, moviendo una cuchara como luz de plata, dentro del líquido vital café, junto a una rebanada esencial de pay de limón, discutiendo lo que ustedes llaman ciencia ficción, posible salvación humana, hecha en México.

Era una tertulia de ciencia ficción. Hablaban de relatos imposibles, imaginaciones de un futuro muy distinto al que sé que va a ocurrir. Todos sabían algo de historias imaginadas en México.

Ahí, pensé, está la clave del futuro.

IV

“Desde que escribimos la primera palabra –incluso desde que escogemos en qué lenguaje escribimos y escogemos escribir en vez de pintar o cantar– estamos definiendo, delimitando, un mundo naciente”. Esto leo en un libro extraño e interesante de Peter Turchi sobre cartografías, la mente y la escritura.

Creo que eso es. La posibilidad de un mundo. Hacer nacer un mundo a través de la escritura. Sí, eso es.

Después de meses, años, en la Tierra, como ustedes la conocen, habitando este cuerpo que he llegado a conocer, comienzo a apreciar mi objeto de estudio, mi misión.

La ciencia ficción es una amalgama de posibilidades. La creación de un mundo que se forma prospectivamente, que desplaza las creaciones del pasado y del presente hacia el futuro. Ahí se puede forjar un mundo distinto, ahí ya existe un futuro distinto, ahí podemos salvar a la humanidad del tormento eterno del limbo en el que floto –o flotaba o flotaré.

Pero ¿qué es la ciencia ficción?

Alguien, en la proyección mental que llaman –o llamaban– cine, la definió como un hueso asesino que se convierte en un crucero turístico espacial. Creo que es una buena definición. La ciencia ficción es la comprensión de las herramientas que utilizamos o que podríamos utilizar. Un hueso para matar, un vehículo que surca el espacio o las profundidades de los mares. Una vez que la ciencia plantea la posibilidad, por más remota que sea, de un desarrollo, la ficción puede tomarlo para crear mundos, universos, lógicas, física.

Encuentro vestigios de ciencia ficción en libros que para ustedes son antiguos. Un tal Cyrano de Bergerac, que se tropezó con Canadá para llegar a la Luna. También visitó el imperio del Sol. Un tal Tomás Moro, que imaginó un juego de palabras ingenioso en una lengua antigua para hablar del no-lugar como el mejor lugar posible. Un tal Jonathan Swift, que paseó por tierras de caballos sabios y homúnculos rabiosos.

Pero algo no cuajaba todavía. Las suposiciones tecnológicas eran imprecisas. Nada bastaba para pensar la construcción de mundos consecuentes. La imaginación ganaba sobre la posibilidad técnica de lo verosímil. Ahí no estaba lo que buscaba.

Viendo hacia adelante, el objetivo se hacía cada vez más vasto. Necesitaba, pues, encontrar a un experto.

Utilicé los mecanismos de lo que llamaban –o llaman– Internet para rastrear a un hombre que conoce –o conocía– el tema profundamente. Gracias a que habito, por momentos lánguidos, el cuerpo de un periodista de La Tempestad, pude conseguir la entrevista.

Aún así, no fue sencillo. Este experto olfateó que yo no era quien pretendía ser. Casi entrevió un mundo, imposible para él, que lo hubiera paralizado de horror.

Se llama Miguel Ángel Fernández Delgado. Era –o es– abogado, académico e investigador de la ciencia ficción mexicana. Todos los seres de este país que conocen los laberintos de la ciencia ficción me apuntaron hacia él; todos los caminos prospectivos llevaban a Miguel Ángel.

Toqué en su puerta digital. Él contestó.

Apareció un hombre afable, enmarcado en libros, que respondía mis preguntas con enorme detalle y pertinencia. No tenía por qué saber que, detrás de este cuerpo prestado, lo interrogaban eones de sufrimiento suspendidos en la mente futura de un último remanente humano. No necesitaba saberlo.

Me habló de orígenes cuando le pregunté sobre México y la primera encrucijada.

Me explicó paciente y apasionadamente que la Conquista obligó a la mentalidad de Occidente a abrirse. Sería el mismo proceso, continuó, si encontráramos otras formas de vida en otros mundos: nos preguntaríamos si dos seres pensantes y conscientes fueron simultáneamente creados por Dios, nos preguntaríamos sobre las extrañas creencias de los otros. Concuerdo. Lo entiendo en mi proceso. Mi pensamiento englobado por la oscuridad nunca estuvo cerca de ser lo que es ahora, mientras transito entre mis hermanos del pasado. La absoluta alteridad de este mundo nuevo –que es viejo– despierta algo en mí que nunca pude soñar en el limbo. Entiendo lo que es cambiar de paradigma.

“El mundo moderno no habría sucedido sin la conquista de América”, continuó Miguel Ángel. “No habría sucedido la mentalidad moderna, porque es el inicio de la globalización, no nada más en el sentido de los viajes sino de la comida, la ruta de las especies, todos los mestizajes que hay en el continente americano, el comercio, y lo que llamaba Max Weber la época heroica del capitalismo. Todo esto no habría existido sin la Conquista”.

Miguel Ángel habla con el conocimiento de quien ha pasado una vida entre historias. Los mundos del pasado se pintan tan claros para él como para mí el vacío del futuro.

Me explica que tampoco podemos olvidar la revolución científica del siglo XVI con Copérnico y su De revolutionibus orbium coelestium, publicado en 1543. Ni la anatomía moderna de Andreas Vesalio, una anatomía que no era especulativa sino que, por primera vez, se atrevía a adentrarse en los cuerpos. Para el doctor Fernández la ciencia ficción es una visión poética, extrapolada, de la ciencia.

La ciencia ficción nace de un cambio en la concepción humana de todo. Nace acompañando un cisma en el desarrollo científico, en el cruce histórico del abandono de las suposiciones. Dios ya no está en el centro del pensamiento.

Llegamos al punto. La ciencia ficción nace de un cambio en la concepción humana de todo. Nace acompañando un cisma en el desarrollo científico, en el cruce histórico del abandono de las suposiciones. Dios ya no está en el centro del pensamiento. Europa ya no está en el centro del mundo. La Tierra ya no está en el centro del universo. La ciencia ficción es la consecuencia de un proceso de desterritorialización de los saberes humanos. En un momento, supongo, comenzamos a preguntarnos sobre las posibilidades de ver más allá de lo evidente.

“Los que escriben ciencia ficción”, continúa Miguel Ángel en esta pantalla brillosa que tanto los arrulla, viejos hermanos, “escriben cuando la musa los llama. Siendo científicos, pueden poéticamente pensar adónde nos va a dirigir un descubrimiento. Pueden empezar a pensar qué va a suceder si inventamos una nueva tecnología. Si aumentamos la vida de las personas o encontramos la forma de controlar la natalidad, por ejemplo. Se echan a volar estas ideas que antes no existían y va cambiando la importancia que tenía la religión. El cambio del cristocentrismo al antropocentrismo. Cambia el pensamiento y este cambio se va haciendo más radical”.

De acuerdo. Entiendo el principio. Entiendo el poder transformador de la ciencia ficción porque es la hija especulativa de la modernidad, de la Revolución Industrial, y creció ahí en donde todo empezó a irse al carajo. La ciencia ficción estaba en el juego cruzado de la modernidad y la posmodernidad, como inocentemente le llaman –o llamaban. En sus laberintos se encuentra condensado el pensamiento técnico, científico, divulgado, soñado del siglo XIX, del siglo XX y luego, abrazando la virtualidad, encarnada de otra forma, del siglo XXI y XXII.

Pero ¿por qué importa la ciencia ficción para el futuro de la humanidad? ¿Por qué importa, específicamente, la ciencia ficción mexicana? ¿Qué secretos esconden sus historias? ¿Qué cambió México en el género? ¿Qué promesas y posibilidades introdujo en el pensamiento? Dicho de otro modo, ¿por qué me mandaron aquí y no a otro lugar del planeta? ¿Por qué me mandaron a un lugar en donde la gente grita que compra colchones? ¿Qué clase de locura es ésta? ¿Qué esconde mi misión y qué tiene que ver con alienígenas de Tepito?

V

“Como material de estudio, tristemente, lo que caracteriza a la ciencia ficción mexicana es ser esquiva”. Frente a mí resuena la voz de otro conocedor del tema. Su nombre es Krsna Sánchez. Es un multipremiado escritor de ciencia ficción que oculta su rostro en la pantalla, por miedo. Internet, me explica, es un lugar despiadado. Él dio cursos sobre la historia oculta de la ciencia ficción mexicana. Lo encontré en los pasillos imposibles de sus máquinas neurálgicas de encuentro social. Facebook, le llaman –o llamaban– a una de ellas. Me siguen sorprendiendo los nombres que le ponen a las cosas. A veces misteriosos, como Vips, a veces dolorosamente evidentes, como éste.

La ciencia ficción mexicana es esquiva, dice Krsna Sánchez. Le creo.

“Muchas obras que uno encuentra mencionadas o enumeradas son como fantasmas: apenas nombres que tal vez encuentres en una biblioteca o en reposiciones de periódicos, con suerte, o novelas que tuvieron un tiraje tan pequeño que ya no se consiguen. Muchos materiales perdidos. Para dar una imagen visual, diría que la ciencia ficción mexicana es un cono: entras por una abertura muy estrecha y, poco a poco, te das cuenta de que cada vez es más amplio su universo. Es una vastedad, pero una vastedad vacía”.

Krsna tiene razón. Es difícil rastrear los caminos de la ciencia ficción mexicana.

Intento remontarme a los orígenes. Miguel Ángel Fernández me habló de tres historias de ciencia ficción mexicana antes de la Revolución Industrial. Las tres tienen rasgos que me parecen interesantes. Tal vez en esos inicios haya un germen de lo que busco. Tal vez ahí ya se gestaba la salvación humana.

VI

La primera historia es la de un fraile franciscano en Yucatán, a finales del siglo XVIII, que estaba harto de la perversión de los altos mandos de su orden. Su reacción frente a lo que lo indignaba fue tratar de cambiar al mundo con la imaginación. Imaginó un mundo posible en donde su superior sería castigado quemándose por la eternidad en las entrañas del Sol.

Entiendo, un poco a mi pesar, que los mexicanos nunca han sido sutiles con sus venganzas.

El primer cuento del que habla Miguel Ángel Fernández es una sátira. Al parecer había un monje franciscano que quería criticar a un superior. La orden franciscana, explica, era un desastre a principios del siglo XIX en México: los monjes vendían boletos para el paraíso, se juntaban con mujeres rompiendo el celibato, robaban limosnas y tenían hijos. Uno de estos ordenados era menos desordenado. El doctor Fernández apunta que su único y verdadero vicio era leer. En sus lecturas se aventuró incluso en los libros prohibidos. Leyó el Micromegas de Voltaire y se inspiró, a pesar de que era un autor prohibido.

Encuentro a Voltaire. En efecto, es interesante. Un hombre elegante enojado con su tiempo. La Ilustración, la modernidad, todo parece llevarnos a un punto de no retorno. ¿Puede realmente salvarnos la razón? A Rivas, ciertamente, no le ayudó.

“Todo empezó porque la Inquisición lo puso en un período de instrucción y lo encerró en una celda porque había publicado un panfleto en lengua maya denunciando a sus hermanos franciscanos por degenerados. Entonces escribió una carta para defenderse. Luego, en uno de esos trapos empezó a escribir un almanaque. Se aburrió y empezó a escribir el cuento de ‘Sizigias y cuadraturas lunares’”.

Interesante rasgo. Tal vez la ciencia ficción mexicana empezó cuando alguien señaló la corrupción imperante. Al parecer, algo se desestabilizó con esta rebeldía bienintencionada. De ahí que la historia, a pesar de su lejanía temporal, es puramente mexicana: corrupción y azares imposibles, amenazas de muerte, dimes y diretes, como los llaman –o llamaban.

Alguien traicionó al fraile. Vieron que en su panfleto hacía mención de otros autores prohibidos o mal vistos. Un tal Newton que cambió nuestra forma de entender físicamente el mundo. Un tal Descartes que empezó a dudar de todo. Para coronar estas herejías, el fraile describía cómo los demonios llevaban el alma de un yucateco (sospechosamente parecido al superior de la orden) al infierno del Sol. El doctor Fernández me explica que esto era una tremenda herejía: el infierno no podía compartir los dominios celestes. Entonces engraparon el cuento a un proceso abierto por la Inquisición. El fraile nunca quiso publicarlo. Lo escribió en su aislamiento y en el manuscrito engrapado al proceso llegó hasta nuestros días (o hasta estos días).

Así que la historia de la ciencia ficción en México inicia con un proceso lleno de vicios, virtudes e intrigas. Casi por equivocación, fray Rivas se tropezó con la semilla de otra salvación humana que nunca imaginó. La salvación de todo.

Miguel Ángel conoce otro escrito al inicio de la ciencia ficción mexicana. De nuevo, en él hay una semilla de rebeldía. De hecho, fue publicado por Carlos María de Bustamante, un mexicano que participó en lo que ustedes llaman Guerra de Independencia.

“Era un cuento anónimo que hablaba de un pleito entre los habitantes de Júpiter y Saturno porque uno acusaba al otro de robar minerales. Era una forma de convertir los problemas de Europa en una ópera espacial. De pronto pasaba un cometa que esparcía un gas que cambiaba la forma de pensar de los habitantes de estos planetas. El cambio de pensamiento era, claro, el influjo del pensamiento de la Ilustración. Es un cuento que sigue siendo alegórico, muy del estilo de Luciano de Samósata, que hablaba de conflictos de habitantes de la Luna y el Sol que viajaban en unos caballos voladores en forma de lechuga y cosas así disparatadas”.

Es una lástima que en este pasado –su presente– no haya caballos voladores en forma de lechuga. Tienen otras cosas curiosas, sin embargo. Como los gatos. Animal fascinante.

Es una lástima que en este pasado –su presente– no haya caballos voladores en forma de lechuga. Tienen otras cosas curiosas, sin embargo. Como los gatos. Animal fascinante. Me pregunto si detrás de esos ojos no se esconden mentes humanas que viajaron conmigo desde el futuro y quedaron atrapadas en seres neuróticos y exaltados.

Miguel Ángel Fernández cita un escrito más. De nuevo, es un escrito donde se agita una rebelión.

“Nicolás Pizarro hace una utopía que se llama El monedero en donde imagina a un indígena adoptado por alemanes: Hénkel. Hénkel aprende a fabricar máquinas para hacer cuero y otras exportaciones. Hénkel crea, después, una ciudad utópica en donde, por fin, pueden convivir los ideales de la religión y del siglo del progreso. La utopía se llama Nueva Filadelfia. En cierto sentido hablaba de algo que todavía no existía en México: el desarrollo industrial, por ejemplo”.

Me explica, finalmente, que todo esto tenía que ver con los socialistas utópicos como Fourier y Saint-Simon. Personajes intrigantes que imaginaron un futuro muy distinto al que habito o habitaremos.

Todos estos eran pensamientos utópicos, rebeldes, a contrapelo. La ciencia ficción mexicana empieza con irreverencia, contra los supuestos de una época. En estos inicios del género hay humor, aunque sea involuntario; hay rebeldía, aunque sea contextualmente específica; hay un pensamiento temporal exaltado. Tal vez ahí esté la semilla de la diferencia. Tal vez la ciencia ficción mexicana va a salvar al mundo porque puede enseñarnos otras formas de pensar el futuro; formas que difieren del pensamiento del progreso indefinido, de la acumulación y la depredación individualista.

Es eso. O tal vez alguna cuestión misteriosamente relacionada con la compraventa de colchones, refrigeradores, lavadoras y algo de fierro viejo.

Tal vez tiene que ver con que los gatos nos acechan.

VII

Cada vez me siento más acoplado a este cuerpo y a este tiempo. Cada vez me rechaza menos la otra mente que vaga en este cráneo. Cada vez regreso menos a la negrura.

Ya no quiero volver nunca.

A veces el futuro me jala hasta su imperio de necesidad. Busco cambiar eso. Mi misión es egoísta. Quiero un futuro para la humanidad porque quiero un presente para mí mismo: habitar este tiempo extraño y este lugar extraño; usurpar este cuerpo que ahora siento como mío; eludir la necesidad.

Estoy contento. Hoy descubrí los pambazos.

VIII

En mis investigaciones encuentro la antología Visiones periféricas, de Miguel Ángel Fernández Delgado. Es un compendio de ciencia ficción mexicana apasionante. Hay cuentos que me parecen más interesantes que otros, claro. Pero ¿qué puedo opinar yo? Nunca había leído nada. Es cierto, mi instrucción ha sido acelerada y mi mente se acopla maravillosamente bien a sus conceptos. Aún así, hay cosas que me parecen singulares y sorprendentes.

Creo que es una virtud, como ustedes comprenderán, no vivir lo extraordinario como algo evidente o automático. Llevo tiempo viendo el vacío con los ojos cerrados, y ahora no quiero dejar de sorprenderme. Tal vez ese sea el mecanismo para encontrar los rastros de algo diferente en esta literatura tan rica y diversa.

Metodológicamente, ejerzo la sorpresa.

“Cada autor tiene ideas muy particulares, objetivos muy particulares en contextos históricos muy particulares”, me explica Krsna Sánchez. “Muchas veces producen sin conocer textos de otros autores que están escribiendo en el mismo género. Esto puede ser detrimental para muchas cosas en el movimiento, pero también ayuda a la diversidad. Creo que la ciencia ficción mexicana sorprende por la variedad de los temas tratados, por las herramientas y estrategias literarias para contar historias. Incluso sorprende por la cantidad de fuentes que puede tomar de la literatura universal”.

Estoy de acuerdo. Leo los cuentos recopilados de Miguel Ángel y todos los textos que pueda encontrar. Son dispersos y dispares.

Algunos recuerdan pasados prehispánicos, como “El secreto” de Roberto López Moreno. Otros ven futuros tecnológicos en donde el espacio se desdobla en otro espacio, digital, navegable y violento, como “(e)” de Bernardo Fernández (que ustedes, con esa costumbre de nombres peculiares, llaman Bef) y Gerardo Sifuentes. Algunos, finalmente, se escapan a los límites de las posibilidades físicas de esta tierra con especulaciones galácticas como “El hombre que se quedó ciego en el espacio” de Dr. Atl (otro personaje con nombre extraño que pintaba paisajes inimaginables y se alimentaba de odio, por lo que entiendo). También encuentro otras fuentes impresionantes que desdoblan los juegos de detectives con un hermetismo alucinante, como Tiempo lunar, de Mauricio Molina.

Todos ellos, sin embargo, tienen algo único que los reúne, algo que está antes y después de la razón de las antologías y que va más allá de la coincidencia geográfica. Todos ellos expresan una visión única de la ciencia ficción y sus posibilidades. Una visión que empieza con la risa como rebeldía y se extiende a otras formas de imaginar el futuro.

Miguel Ángel me explica que, si bien hay ficción con toques de humor en Estados Unidos, la ciencia ficción mexicana tiene un giro único de picardía. “En Visiones periféricas está el cuento ‘De cómo el Roñas y su mamá salvaron al mundo’. Se pudo haber escrito en cualquier lugar de Latinoamérica. Pero es muy peculiar en sus referencias”.

Es cierto. El cuento de Héctor Chavarría narra la historia de un grupo de extraterrestres que planean invadir el planeta, pero tienen la mala fortuna de aterrizar en Tepito. El Roñas, borracho y aturdido por esa costumbre que tienen –o tenían– de aspirar toda clase de pegamentos, piensa que son gringos y los invita a comer con su mamá. Comen hasta reventar antojitos y eso que llaman –o llamaban– migas, toman cerveza y huelen más pegamentos. Al final los extraterrestres mueren como resultado de su imprudente festín. El Roñas no entiende muy bien qué pasó y los habitantes de Tepito desvalijan el platillo volador. Sin querer, los mexicanos salvan al mundo.

Miguel Ángel me habla también de Mejicanos en el espacio. Una historia futurista en la que los humanos ya conquistaron el sistema solar. Hasta México tiene una fuerza planetaria. Pero incluso así, explica, los mexicanos seguimos siendo subordinados de Estados Unidos. “Nos mandan a cuidar un planeta, a limpiar un satélite. Además de que, en esta historia, Carlos Olvera emplea un lenguaje inconfundiblemente mexicano”. Slang, otra extraña palabra que aprendo.

Claro, el lenguaje. Yo mismo tardé en entenderlo. Mi mente todavía funcionaba de manera muy lineal, literal, y no podía integrar en mi comprensión semántica su uso despiadado del doble sentido. Sobre todo para hablar de sexo (algo que les parece incomprensiblemente importante). Es como si, al mismo tiempo, les diera vergüenza y no pensaran en otra cosa.

“El albur es algo que trasladamos al universo”, me explica Eduardo Vardheren, un escritor intrigante, poetanauta y aprendiz de fantasista. Él es parte del Seminario Estéticas de Ciencia Ficción y participa en múltiples revistas como colaborador y editor.

Entiendo su referencia cuando me habla de Star Trek. Estudié esa serie televisiva que todos ustedes citan tanto cuando hablan de ciencia ficción. Me identifiqué con el personaje de Spock. Su frialdad me resulta calurosa. Le dije a Eduardo que sería peculiar tener a un mexicano en el Enterprise, hablando siempre en doble sentido, diciendo albures a Spock que, evidentemente, no entendería nada. Se rió. Creo que me estoy acoplando a este mundo.

“Aquí jugamos más con el lenguaje”, continúa Eduardo, “jugamos con la riqueza del español y su polisemia en el slang. La ciencia ficción aquí es más ingeniosa, juguetona. Tenemos un ingenio de la construcción, de la resistencia. Una tradición de mitos, de literatura, que podría llegar a presentar Comala como una simulación. Tenemos esa posibilidad de ir más allá de la ciencia ficción dura”.

Esa peculiaridad de México se extiende a Latinoamérica, como bien me explica Miguel Ángel Fernández. Aunque en ningún lugar la picardía está tan arraigada, es tan consustancial al imaginario idiosincrásico. En Brasil también hay ficción humorística que utiliza la jerga brazuca, como le llaman. “Lo que subyace en ese ingenio es la convicción de que, en Latinoamérica, podemos vencer hasta a los seres más poderosos del universo con una vacilada”.

Vacilada. De vacilar, en latín vacillāre, que significa pendular. Moverse de un lado a otro con paso titubeante. Bromear, hacer una broma, hacer un piropo, ser indeciso, burlarse de alguien, pasar un rato agradable.

Vacilada. De vacilar, en latín vacillāre, que significa pendular. Moverse de un lado a otro con paso titubeante. Bromear, hacer una broma, hacer un piropo, ser indeciso, burlarse de alguien, pasar un rato agradable. El verbo toma raíces fuertes en Latinoamérica y en México. Porque hay algo gozoso y rebelde para ustedes en jugar con la firmeza del piso. Ya que encuentran la estabilidad imposible, cuando todo se tambalea, se sienten en casa.

Miguel Ángel me habla de un cuento argentino en el que un personaje se da cuenta de que los extraterrestres invasores no pueden leer su mente cuando está completamente ebrio. Así que instruye a la armada argentina para que mande pelotones de soldados borrachos para combatir a los invasores interplanetarios. El cuento se llama “Saturnino Fernández, héroe” y lo escribió Ignacio Covarrubias.

Miguel Ángel también menciona África. Supone que ahí también deben existir estos giros de humor. Algo compartido con Latinoamérica. Esta picardía que ya encuentro, con sorpresa, en un libro maravillosamente irreverente: El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi; una historia que sirve para atacar, con inteligencia, a los poderes establecidos. Algo que parecen compartir, históricamente, lo que ustedes llaman “los países colonizados”.

Sigo aprendiendo.

El humor en México parece ser un humor rebelde, nacido de un pueblo insurgente, que reclama un lugar propio en el mundo. Es un humor constructivo y destructivo. Por eso en la ciencia ficción mexicana encuentro la semilla de una irreverencia única.

“Creo que la ciencia ficción tomó ese espacio de los de la periferia, de los que estaban afuera. La ciencia ficción mexicana tiene esas reivindicaciones, pero en juego. No se toma tan en serio como otras literaturas”, me explica Eduardo Vardheren. Y continúa trazando una ruta literaria:

“Para mí la ciencia ficción mexicana se empezó a tomar en serio con Amado Nervo. A él siempre lo ubican como un poeta cursi y meloso, pero en sus textos hay un interés por crear ciencia ficción. Y ahí encuentro una de las especificidades de la ciencia ficción mexicana: la resistencia. Por ejemplo, en ‘La última guerra’ los animales oprimidos demuestran algo al rebelarse. La ciencia ficción mexicana tiene esta semilla de levantarse contra el que oprime. Es algo que tal vez está en toda Latinoamérica. Levantarse contra el opresor, rebelarse contra lo que vivimos en el cotidiano, lo que hemos vivido durante toda la historia. Eso está, en México, desde Amado Nervo hasta los cuentos de Gabriela Damián. Como en ‘Soñarán en el jardín’, que da voz a las mujeres asesinadas en México”.

Cuentos de resistencia. Hay una idea que pervive en esto, incluso en la ciencia ficción mexicana menos política. Los héroes, hard-boiled –como les dicen–, científicos locos o inocentes, parecen siempre estar en un mundo aparte. Innumerables historias que empiezan con lo excepcional que se enfrenta a la norma.

Puede ser también la norma de una tecnología. Como en las maquilas digitales de Sleep Dealer de Alex Rivera. O en el increíble “Conversaciones con Yoni Rei” de Pepe Rojo. De hecho, Rojo es un escritor interesante que también gusta, como me cuenta Miguel Ángel, de hacer intervenciones de ciencia ficción en la vida real distribuyendo periódicos futuristas en la frontera o creando procesiones de santas cíborg de las maquilas.

“Es un lugar común, pero existe la idea de que no producimos ciencia en México. Lo que sí es que la sufrimos. Somos víctimas de la tecnología, de la ciencia, de su consumo. Nuestra ciencia ficción también toma esa vertiente”, me susurra a través del ordenador Krsna Sánchez.

Resistencia a la tecnología, resistencia a los poderes imperantes, resistencia a la solemnidad, resistencia al futuro. Otra semilla. La risa irreverente, destructiva y constructiva, de la ciencia ficción mexicana, llega una y otra vez a mostrarnos un miedo al futuro. Tal vez siempre lo supieron sin saberlo.

“Un hecho nos salta al intelecto si revisamos la producción de ciencia ficción mexicana desde el virreinato”, explica Ramón López Castro en su lúdico libro Expedición a la ciencia ficción mexicana: “las obras literarias sobre utopías son escasas, y cuando las hay son más grises anticipaciones que crónicas de paraísos recobrados por la ciencia”.

En México se diluyen las esperanzas utópicas. Pero los apocalipsis también son distintos a los que nacen en Estados Unidos. Comienzo a indagar. Allá el apocalipsis parece servir un propósito religioso o moral. Todos mueren para renacer mejorados. Por experiencia puedo decirles que así no sucede. No son los buenos los que sobreviven. Sobreviven los que pueden.

En ese sentido, con su violenta ley de la jungla –como le llamaban–, la ciencia ficción mexicana distópica parece acertar más. Y, en todo caso, es una reflexión constante de rechazo al futuro. Sobrevivirán ustedes, antes, aquí y ahora, después, por su ingenio y la resistencia bacteriana de sus vientres.

“Hablando de nuestros temas, pensando la historia del país, entre mis acercamientos a la ciencia ficción mexicana es evidente que hay una veta postapocalíptica. Desde las obras de Hugo Hiriart nos gusta destruir el mundo y destruir el país. Pienso en ‘El año de los gatos amurallados’, de Ignacio Padilla, o en ‘El gran planificador’, de Diego Cañedo; tenemos una historia de desastres sociales, aunados a desastres naturales. Siempre hemos visto en este país el abismo desde el filo, y eso se refleja en nuestra ciencia ficción”.

A veces incluso, como dijo alguno de esos hombres despreciables que ustedes llaman políticos, vieron el abismo y dieron un paso adelante. Ahí está uno de los valores últimos de la ciencia ficción mexicana, algo particularmente útil para pensar la reconstrucción de su futuro, mi presente: un alegre ir en contra de todo.

IX

“Has perdido el infinito pasado, ¿qué te importa perder el infinito futuro?”. Ramón López Castro cita a Borges que cita a Lucrecio que cita a Epicuro. Esta cadena de reflexiones llega, torcida, hasta la ciencia ficción mexicana. Porque la ficción especulativa en México parece voltear más hacia el pasado que hacia el futuro.

La pérdida del infinito pasado, para regresar a la cita múltiple de Lucrecio, duele en México de una forma que no puede compararse con la pérdida del infinito futuro. El infinito futuro le pertenece a los ambiciosos, a los conquistadores, a los militaristas que ven en él una tierra virgen. El infinito pasado pertenece a los conquistados, a los nostálgicos, a los que no se ven como dueños del mañana. Acaso, llena de visiones del apocalipsis, ¿la ciencia ficción de este país se niega a pensar el futuro como un páramo fértil?

Para Miguel Ángel el pensamiento cultural de México –y de toda Latinoamérica– está orientado hacia el pasado. Algo que también sucede, para él, en ciertos países europeos como Italia. En México admiramos las tradiciones del pasado: las ruinas, la cocina, los ritos. Esto no sucede en los países anglosajones y europeos en general; países orientados hacia el futuro, cunas del mal llamado progreso. Si el pasado en México es una nostalgia orgullosa, el futuro para los países anglosajones es otra oportunidad de conquista.

Así lo piensa también Eduardo Vardheren: “Otra especificidad de la ciencia ficción mexicana es tal vez el regreso al pasado. Un regreso que no pasa por una nostalgia derrotada. La ciencia ficción mexicana no entiende el futuro en una vertiente extractivista. El pasado es algo que nos pertenece y sirve para forjar el porvenir. Vemos hacia atrás como una forma de crear algo nuevo. Como en Eugenia (1919), de Eduardo Urzaiz, que tiene pasajes hermosos con descripciones de la neoarquitectura maya en el futuro. La ciencia ficción mexicana ve el pasado como algo vivo y no como algo que pertenece a un museo”.

Eso es. El tiempo. Creo encontrar la última clave.

X

Esto puede completar mi misión. Entiendo ahora cuál es el camino a recorrer. Todo es cuestión de un cambio de paradigma. La ciencia ficción mexicana sigue siendo considerada como un género literario, como un nicho en donde circulan los mismos autores ganando los mismos premios; un páramo vacío o demasiado lleno o esotéricamente disperso. En realidad, su importancia figura en algo mucho más rico.

Lo que hace única esta escritura es que expresa una forma diferente de considerar el tiempo, el futuro, y la manera en que podemos construirlo. La tradición no se borra con lo nuevo y, así, se niega el progreso indefinido y acumulativo de la revolución industrial que vio nacer el género. El planteamiento de gozosa nostalgia mexicana se mezcla también con una actitud burlona que impide la seriedad a destajo, y que mantiene a raya al máximo enemigo de la crítica: la solemnidad. El pensamiento mexicano se cristaliza en la ciencia ficción como una rebeldía contra lo impositivo, contra el progreso voraz, contra lo que se toma demasiado en serio.

Ahí está la clave para cambiar el futuro perdido del limbo en donde flota mi cuerpo. ¿Cómo? No lo sé aún. Por eso mi mente divagó hasta este lugar. Esto fue lo que vine a entender. Y esto es lo que voy a seguir tratando de entender. Mientras la mente de este reportero siga encadenada, utilizaré su cuerpo para encontrar los secretos de nuestro futuro.

Tal vez mantenga un diario. Tal vez lo publique en La Tempestad. Parece un buen lugar para dejar registro de mis pensamientos sin que nadie sospeche el horror que los espera.

XI

He aprendido lo que perdimos. Queda recorrer el camino para recuperarlo.

Permanezco en esta tierra de compradores de colchones, pambazos y música nostálgica; permanezco en esta tierra de ciencia ficción y resistencia.

Este es el presente que quiero vivir, aunque sea a través del acto indecible de tomar el cuerpo de un inadvertido.

Si regreso menos a mi futuro es que habré logrado algo; para mí, al menos, para todos, espero.

Tal vez la negrura ya se esté difuminando.

Tal vez ese futuro ya no está sucediendo.

Supongo que sólo lo sabré si despierto de nuevo con los ojos cerrados.

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