lunes, 30 de agosto de 2021

Finalistas de Héroes Mazda México

Primero fueron tres historias. Luego otras tres. Con las cuatro que añadimos aquí la campaña Héroes Mazda México completa su selección de diez personas que han sido inspiración y guía en momentos de enorme complejidad.

Tu voto y el criterio de un jurado servirán para elegir a tres ganadores, que serán reconocidos con un Mazda 3 Sedán iSport 2021. Una vez que elijas tu historia favorita, hazlo saber en el sitio creado para la ocasión.

Como los anteriores, los nuevos videos de Héroes Mazda México se enfocan en las acciones de personas preocupadas por el bienestar de los demás, por mantener en pie a su comunidad. Conoce sus testimonios, sus aportes, y vota por la que más te guste.

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Finalistas de Héroes Mazda México

Primero fueron tres historias. Luego otras tres. Con las cuatro que añadimos aquí la campaña Héroes Mazda México completa su selección de diez personas que han sido inspiración y guía en momentos de enorme complejidad.

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Como los anteriores, los nuevos videos de Héroes Mazda México se enfocan en las acciones de personas preocupadas por el bienestar de los demás, por mantener en pie a su comunidad. Conoce sus testimonios, sus aportes, y vota por la que más te guste.

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viernes, 27 de agosto de 2021

Declaración de amor y odio a Julio Cortázar

Imagino que un libro de cuentos es un puente de piedras que une una orilla con otra por encima de un caudaloso río. Cada cuento es un guijarro. Los hay pequeños, inmensos, frágiles, enraizados, bruñidos, etcétera. Pero siempre formando un puente. Nos toca cruzarlo. Esto ya lo había comentado antes en algún prólogo.

A veces cometo la ridiculez de saltarme un cuento, elijo uno al azar y lo dejo sin leer. No sé por qué lo hago. ¿Para asegurarle textos inéditos al anciano que seré? No creo que sea por eso. En mi Cándido y otros cuentos no leí “Historia de los viajes de Escarmentado”. En mi Cuentos completos de Capote me permití exceptuar “Cierra la última puerta”. Y en Todos los fuegos el fuego me salté el que, precisamente, da nombre al tomo.

Julio Cortázar llegó a mi vida gracias al cineasta Ricardo Benet. Estuve enfermizamente obsesionado con el autor argentino por lo menos tres años de mi vida; etapa de la que, aquí entre nos, reniego cada que es necesario. Cuatro segmentos de un librero en mi casa están sobrepoblados con obra cortazariana: libros repetidos, estudios literarios y Rayuelas en cinco idiomas. ¡Estorbos! No sé en dónde meterlos. Cuando alguien me pregunta por qué tengo tantos libros suyos respondo que venían con el mueble cuando lo compré en Walmart. Desconfío de cualquier adulto que se pasea con un libro de Cortázar en la mano, conjeturo contra las personas cuyos motes electrónicos llevan implícita una referencia cortazariana. ¡Ya, por favor: dejen de leer a Cortázar! De hecho deberían prohibirle la venta de sus libros a menores de cincuenta años: uno se llena de influencias que francamente no necesita. Los jóvenes anhelos literarios están llenos de chafas pastiches cortazarianos. Yo mismo percibo rastros de su influencia en mis textos, aunque me pese aceptarlo. Lo odio.

Es un gran cuentista, de eso no queda ninguna duda; llevo en mi corazón al menos cuatro páginas suyas. Rayuela es muy emocionante, yo solía definirla como ese libro que siempre me provoca sonrisas nuevas. Una borrachera en Morelia me costó cero pesos debido a que me sé el capítulo del gíglico de memoria. Aquí a mi lado están formaditas tres ediciones distintas de la formidable 62/Modelo para armar, argamasa para mi corazón en aquel entonces destrozado. Cortázar me transporta a esa fase de mi vida en que escribir era una aventura, un arrojo, algo que hacer porque sí, porque el mundo es bello y porque aún sentía que tenía una historia que contarle a alguien (esa es una franca y cursi tarugada pero estoy tratando de ser honesto). En la primavera de 2005 hice un viaje con mi amigo Miguel España a la ciudad de Buenos Aires, parte del itinerario era encontrar la casa de Cortázar. Y la encontramos y fue lindo. En la azotea aun estaba la tan chamuscada como desproporcionada cama del escritor gigantesco. Lo amo con todo mi corazón.

¿Por qué esta circunstancia de amor y odio al Cronopio mayor? A lo mejor simplemente me estoy volviendo un amargado. Borges afirma que la obra de Cortázar juega con la materia de la que estamos hechos, el tiempo.

El frenesí cortazariano está en plena decadencia. ¿Son impresiones mías? Si lo pienso a detalle, ya tiene rato que no topo gente leyéndolo en las calles, ya tiene mucho que no veo que alguna jovencita lo cite en sus redes sociales, hace ya tiempo que dos enamorados no publican aquella frase melosa suya de que andábamos sin buscarnos para bla bla… Incluso las ediciones nuevas de sus libros están feamente diseñadas. Hay por ahí una Rayuela sin el avioncito en la portada (qué diablos, ¿por?). Se perdió la mística, el personaje que Cortázar era como autor. ¿Sigue siendo el escritor que las nuevas generaciones buscan ser? Libros que eran inconseguibles ahora vienen en un mismo tomo con otros tres libros suyos que también eran inconseguibles. ¿Sigue siendo la influencia que fue para los jóvenes de mi generación? No lo sé. ¿Hay aun Magas por ahí? ¿Hay quien encuentre en el “Tablero de direcciones” un tapete de Welcome?

Y yo reniego de él a la par que lo extraño, pero esa diatriba quizá ya sólo tenga sentido en mi cabeza. Cholla de lector un poco agotado de tanta página. A lo mejor es sólo que reniego de mi origen, lo cual sería bastante comprensible y humano. O tal vez se deba a que hoy en día me exijo otro tipo de lecturas. No quiero decir que mejores o más complejas pero… otro tipo de lecturas. Mi clan de autores ha cambiado, las crudas me duran más, conforme he perdido la juventud es cada día más difícil matar a la Hidra.

¡Alto! No es sano obcecarse con un autor pero en literatura no hay búsquedas erradas. Cortázar fue un eslabón a otra cosa. Todos los libros son un eslabón a otro libro, a otro autor, a otra versión de uno mismo. Propongo bajar del pedestal a los ídolos. Uno tras otro. Que no quede ni un pequeño árbol en ese bosque. Al mismo tiempo aseguro que pocas cosas son tan dolorosas como perderle el respeto a lo que en otro tiempo nos procuró belleza. Son cosas que pasan. A lo mejor es lo que llaman madurez. Llegaremos al final completamente solos, de todas maneras.

Salto de una piedra a otra, el río fluye encabronado. Me odia y me ama. Hoy, apenas el trabajo se difumine con la tarde-noche, leeré el cuento que me falta: “Todos los fuegos el fuego”. No sé si con ello me vaya a reconciliar o sólo reafirme mi rotundo tache hacia Julio Cortázar y sus hermosas y monumentales niñerías.

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Declaración de amor y odio a Julio Cortázar

Imagino que un libro de cuentos es un puente de piedras que une una orilla con otra por encima de un caudaloso río. Cada cuento es un guijarro. Los hay pequeños, inmensos, frágiles, enraizados, bruñidos, etcétera. Pero siempre formando un puente. Nos toca cruzarlo. Esto ya lo había comentado antes en algún prólogo.

A veces cometo la ridiculez de saltarme un cuento, elijo uno al azar y lo dejo sin leer. No sé por qué lo hago. ¿Para asegurarle textos inéditos al anciano que seré? No creo que sea por eso. En mi Cándido y otros cuentos no leí “Historia de los viajes de Escarmentado”. En mi Cuentos completos de Capote me permití exceptuar “Cierra la última puerta”. Y en Todos los fuegos el fuego me salté el que, precisamente, da nombre al tomo.

Julio Cortázar llegó a mi vida gracias al cineasta Ricardo Benet. Estuve enfermizamente obsesionado con el autor argentino por lo menos tres años de mi vida; etapa de la que, aquí entre nos, reniego cada que es necesario. Cuatro segmentos de un librero en mi casa están sobrepoblados con obra cortazariana: libros repetidos, estudios literarios y Rayuelas en cinco idiomas. ¡Estorbos! No sé en dónde meterlos. Cuando alguien me pregunta por qué tengo tantos libros suyos respondo que venían con el mueble cuando lo compré en Walmart. Desconfío de cualquier adulto que se pasea con un libro de Cortázar en la mano, conjeturo contra las personas cuyos motes electrónicos llevan implícita una referencia cortazariana. ¡Ya, por favor: dejen de leer a Cortázar! De hecho deberían prohibirle la venta de sus libros a menores de cincuenta años: uno se llena de influencias que francamente no necesita. Los jóvenes anhelos literarios están llenos de chafas pastiches cortazarianos. Yo mismo percibo rastros de su influencia en mis textos, aunque me pese aceptarlo. Lo odio.

Es un gran cuentista, de eso no queda ninguna duda; llevo en mi corazón al menos cuatro páginas suyas. Rayuela es muy emocionante, yo solía definirla como ese libro que siempre me provoca sonrisas nuevas. Una borrachera en Morelia me costó cero pesos debido a que me sé el capítulo del gíglico de memoria. Aquí a mi lado están formaditas tres ediciones distintas de la formidable 62/Modelo para armar, argamasa para mi corazón en aquel entonces destrozado. Cortázar me transporta a esa fase de mi vida en que escribir era una aventura, un arrojo, algo que hacer porque sí, porque el mundo es bello y porque aún sentía que tenía una historia que contarle a alguien (esa es una franca y cursi tarugada pero estoy tratando de ser honesto). En la primavera de 2005 hice un viaje con mi amigo Miguel España a la ciudad de Buenos Aires, parte del itinerario era encontrar la casa de Cortázar. Y la encontramos y fue lindo. En la azotea aun estaba la tan chamuscada como desproporcionada cama del escritor gigantesco. Lo amo con todo mi corazón.

¿Por qué esta circunstancia de amor y odio al Cronopio mayor? A lo mejor simplemente me estoy volviendo un amargado. Borges afirma que la obra de Cortázar juega con la materia de la que estamos hechos, el tiempo.

El frenesí cortazariano está en plena decadencia. ¿Son impresiones mías? Si lo pienso a detalle, ya tiene rato que no topo gente leyéndolo en las calles, ya tiene mucho que no veo que alguna jovencita lo cite en sus redes sociales, hace ya tiempo que dos enamorados no publican aquella frase melosa suya de que andábamos sin buscarnos para bla bla… Incluso las ediciones nuevas de sus libros están feamente diseñadas. Hay por ahí una Rayuela sin el avioncito en la portada (qué diablos, ¿por?). Se perdió la mística, el personaje que Cortázar era como autor. ¿Sigue siendo el escritor que las nuevas generaciones buscan ser? Libros que eran inconseguibles ahora vienen en un mismo tomo con otros tres libros suyos que también eran inconseguibles. ¿Sigue siendo la influencia que fue para los jóvenes de mi generación? No lo sé. ¿Hay aun Magas por ahí? ¿Hay quien encuentre en el “Tablero de direcciones” un tapete de Welcome?

Y yo reniego de él a la par que lo extraño, pero esa diatriba quizá ya sólo tenga sentido en mi cabeza. Cholla de lector un poco agotado de tanta página. A lo mejor es sólo que reniego de mi origen, lo cual sería bastante comprensible y humano. O tal vez se deba a que hoy en día me exijo otro tipo de lecturas. No quiero decir que mejores o más complejas pero… otro tipo de lecturas. Mi clan de autores ha cambiado, las crudas me duran más, conforme he perdido la juventud es cada día más difícil matar a la Hidra.

¡Alto! No es sano obcecarse con un autor pero en literatura no hay búsquedas erradas. Cortázar fue un eslabón a otra cosa. Todos los libros son un eslabón a otro libro, a otro autor, a otra versión de uno mismo. Propongo bajar del pedestal a los ídolos. Uno tras otro. Que no quede ni un pequeño árbol en ese bosque. Al mismo tiempo aseguro que pocas cosas son tan dolorosas como perderle el respeto a lo que en otro tiempo nos procuró belleza. Son cosas que pasan. A lo mejor es lo que llaman madurez. Llegaremos al final completamente solos, de todas maneras.

Salto de una piedra a otra, el río fluye encabronado. Me odia y me ama. Hoy, apenas el trabajo se difumine con la tarde-noche, leeré el cuento que me falta: “Todos los fuegos el fuego”. No sé si con ello me vaya a reconciliar o sólo reafirme mi rotundo tache hacia Julio Cortázar y sus hermosas y monumentales niñerías.

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miércoles, 25 de agosto de 2021

Brotes de futuro

Filosofía, crónica, cómic, fotografía, poesía: el libro Blickwinkel: momento futuro se forma en el cruce de disciplinas y géneros para pensar el porvenir y sus posibilidades. Coeditado por Pitzilein Books, Centro de Futuros y el Goethe-Institut Mexiko, el volumen bilingüe fue publicado a finales de 2020, pero su circulación y lecturas lo convierten en una de las novedades editoriales más atendibles del primer semestre del año en curso.

Editado por Nesa Frölich, Lucía Romero, Idalia Sautto e Ignacio Tovar, Blickwinkel: momento futuro contiene visiones diversas sobre el tema que lo ocupa, con un énfasis en el feminismo. Su singularidad radica en que sus exploraciones no se limitan a la palabra, sino que apelan a otros lenguajes, desde el diseño gráfico (a cargo de Manuela Eguía) y la ilustración hasta las artes visuales. La presentación en línea del libro tuvo lugar el 19 de agosto, y puede verse a continuación.

“Algo que hay que resaltar es que este tipo de libros se piensa como proyecto colectivo, y los mismos textos están pensados como proyectos colectivos”, plantea la escritora Mónica Nepote, una de las colaboradoras del volumen, al reflexionar sobre las ideas de futuro que circulan en los materiales incluidos. El filósofo Alberto Constante encuentra que Blickwinkel: momento futuro tiene la virtud de animar el pensamiento sin recurrir a formatos académicos, y resalta el potencial de la ciencia ficción: “Lo queramos o no estamos en una distopía, estamos viviendo en representaciones; es lo que se juega en este libro”.

Alternando entre futuros posibles e inexistentes, entre arquitecturas y temporalidades, Blickwinkel: momento futuro podría situarse en una línea de pensamiento posfuturista, que parte de la arqueología para vislumbrar caminos en un presente donde confluyen diversas crisis. “Lo que existe de manera concreta son señales dispersas en el pasado y el presente, éstas podrían pensarse como fragmentos de aquello que está por venir”, escribe Ignacio Tovar en la introducción.

El libro tendrá otras dos presentaciones en línea: el 2 de septiembre dialogarán los ilustradores y la diseñadora que participaron en la creación del volumen; el 25 de septiembre será el turno de los traductores al alemán y el castellano. Nuevas oportunidades para reflexionar sobre esta obra colectiva.

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Brotes de futuro

Filosofía, crónica, cómic, fotografía, poesía: el libro Blickwinkel: momento futuro se forma en el cruce de disciplinas y géneros para pensar el porvenir y sus posibilidades. Coeditado por Pitzilein Books, Centro de Futuros y el Goethe-Institut Mexiko, el volumen bilingüe fue publicado a finales de 2020, pero su circulación y lecturas lo convierten en una de las novedades editoriales más atendibles del primer semestre del año en curso.

Editado por Nesa Frölich, Lucía Romero, Idalia Sautto e Ignacio Tovar, Blickwinkel: momento futuro contiene visiones diversas sobre el tema que lo ocupa, con un énfasis en el feminismo. Su singularidad radica en que sus exploraciones no se limitan a la palabra, sino que apelan a otros lenguajes, desde el diseño gráfico (a cargo de Manuela Eguía) y la ilustración hasta las artes visuales. La presentación en línea del libro tuvo lugar el 19 de agosto, y puede verse a continuación.

“Algo que hay que resaltar es que este tipo de libros se piensa como proyecto colectivo, y los mismos textos están pensados como proyectos colectivos”, plantea la escritora Mónica Nepote, una de las colaboradoras del volumen, al reflexionar sobre las ideas de futuro que circulan en los materiales incluidos. El filósofo Alberto Constante encuentra que Blickwinkel: momento futuro tiene la virtud de animar el pensamiento sin recurrir a formatos académicos, y resalta el potencial de la ciencia ficción: “Lo queramos o no estamos en una distopía, estamos viviendo en representaciones; es lo que se juega en este libro”.

Alternando entre futuros posibles e inexistentes, entre arquitecturas y temporalidades, Blickwinkel: momento futuro podría situarse en una línea de pensamiento posfuturista, que parte de la arqueología para vislumbrar caminos en un presente donde confluyen diversas crisis. “Lo que existe de manera concreta son señales dispersas en el pasado y el presente, éstas podrían pensarse como fragmentos de aquello que está por venir”, escribe Ignacio Tovar en la introducción.

El libro tendrá otras dos presentaciones en línea: el 2 de septiembre dialogarán los ilustradores y la diseñadora que participaron en la creación del volumen; el 25 de septiembre será el turno de los traductores al alemán y el castellano. Nuevas oportunidades para reflexionar sobre esta obra colectiva.

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Vivimos, morimos y comemos pretzels

Las palabras, en el cine de Dan Sallitt, desbordan todo. La pantalla se llena de diálogos, los intercambios asfixian el plano. La omnipresencia de la palabra hace, sin embargo, que importen los silencios. En este cine de diálogos interminables lo que no se dice es lo que cala más hondo.

Detrás de la aparente banalidad de las palabras, de los incómodos lugares comunes que intercambian los personajes, algo se gesta. Ahí se revelan las tragedias cotidianas de lo que no nos atrevemos a nombrar, el ethos que siempre se muestra sin decirse, los miedos contemporáneos al fracaso, el deseo y el amor frustrado.

El cine de Dan Sallitt no quiere tratar con las grandes preguntas trascendentales que formularon los grandes poetas del canon, los Tarkovskis y los Bergmans. Su cine se adhiere más a otra búsqueda formal del sujeto, de lo cotidiano, de los deseos de Rohmer, del minimalismo de Bresson, de la realidad de Eustache y la sensibilidad rigurosa de Pialat. Al mismo tiempo este cine contenido, enfocado en los personajes, humilde y de presupuestos mínimos, procede de una riqueza cinéfila incomparable.

Dan Sallitt

Sallitt dirige a las actrices Norma Kuhling y Tallie Medel en el rodaje de Catorce: historia de una amistad

Para poder pagar su primera película, Polly Perverse Strikes Again!, de 1986, Sallitt escribe crítica de cine. Publica donde puede, en todas partes, alrededor de Los Ángeles. La crítica dio pie, en la vida de este director, a la creación cinematográfica. A partir de la cinefilia nació una veta creativa. Y, desde entonces, Sallitt no deja de alimentar un enorme gusto por el cine proyectado, en dosis homeopáticas, con prueba y error, en sus planos minimalistas. Todavía ahora, junto a su producción cinematográfica, uno de los grandes lugares para conversar con Sallitt es su nutrida lista de películas favoritas; una lista que muestra el panorama siempre creciente de un espectador sensible que ve la historia del cine a contrapelo.

Después del estreno de su quinto largometraje, Catorce: historia de una amistad (2019), en la Berlinale me senté a platicar con Dan Sallitt. Hablamos de la manera en que construye personajes tan vivos y complejos, de las elipsis de Pialat, la escritura del absurdo y el proceso creativo de un realizador que también es un obsesivo crítico cinéfilo. A lo largo de la conversación encontré el enorme placer con el que Sallitt piensa su relación con el cine; un placer que, sin romantizar el sufrimiento creativo, se vive siempre como amor doloroso, mal correspondido, inevitable.

En una entrevista que leí hace poco hablabas del personaje de Jackie en The Unspeakable Act (2012). Un personaje que nació de manera casi orgánica, que fue el más fácil que jamás hayas escrito porque, decías, estaba en ti. Quiero preguntarte sobre el proceso de crear a Mare para Tallie Medel y ese personaje tan complejo, profundo y misterioso que es Jo en Catorce.

En este caso en particular escribí una película para las actrices que la iban a interpretar. Generalmente escribo mis películas para personas en particular. Pienso una película, la casteo y, si me gustan las personas, escribo la cinta para ellas. Me parece que siempre he creado así, incluso si algunas de esas películas nunca llegaron a hacerse. Siempre hubo esa alternancia. Esta vez también estaba escribiendo para personas en particular. Y una de las personas para las que estaba escribiendo era Tallie Medel. Por desgracia la persona para la que escribí el personaje de Jo no pudo hacer la película. Pero, en cualquier caso, estaba escribiendo para ellas, así que tenía una base sólida alrededor de sus personalidades.

La cosa curiosa de The Unspeakable Act es que Jackie me sorprendió. No tenía a nadie en mente cuando pensé en Jackie. No había considerado a Tallie ni a nadie. Nada más vino a mí. Fue un regalo del Universo…

Dan Sallitt

Fotograma de The Unspeakable Act (2012)

Ciertas películas mainstream de Hollywood utilizan tropos que pueden repetirse al infinito. Los personajes aparecen como cascarones vacíos que pueden rellenarse, en distintos momentos, por distintos actores, en distintas situaciones. En tus cintas hay algo radicalmente diferente, los personajes están por encima de cualquier situación específica, son irrepetibles. Al hablar de los personajes de Dostoievski, Bajtín decía que eran tan reales, con una consciencia tan propia, que parecían ser pares del autor y del lector. En ese sentido quiero preguntarte cómo vives con personajes tan vívidos, cómo creas algo tan real mostrando, al mismo tiempo, el artificio de la ficción.

Es muy difícil responder a este tipo de preguntas, entonces sólo te voy a dar una respuesta parcial [Risas]. Hasta cierto punto, creo que este proceso empieza rechazando ciertas cosas, rechazando ciertos efectos, rechazando aceptar ciertas convenciones dramáticas. Eso es parte de mi proceso. Si dejas fuera ciertos mecanismos esperados, ciertas cuestiones dictadas por el drama, todo lo que queda no tiene otra razón de ser que tu propio capricho. Lo que queda tiene que estar ahí porque quieres que esté ahí.

Ayer estaba hablando con alguien sobre el final de Catorce y, en particular, del momento en el que Mare se quiebra, colapsa en llanto, en el funeral. No es nada extraño que alguien se quiebre así en un funeral, lo hemos visto en muchas películas. En algún momento me puse a pensar en Imitación de la vida (1959) de Douglas Sirk, donde ocurre algo similar al final, pero quería lograr algo distinto. No quería que la película llegara a ese momento y que el llanto fuera el clímax; quería tener el contraste entre ese momento y lo que sigue. Es decir, quería retratar la idea de que tenemos que seguir con la vida. Después de este dolor tienes que alimentar a tu hija, por ejemplo. A pesar de que Mare amaba a Jo, no podía quedarse en ese lugar, tenía que seguir adelante. Al operar este cambio para juntar esos dos elementos (el desmoronamiento de Mare y el hecho de que tiene que seguir con su vida) creé algo nuevo. Si sólo hubiera llegado a ese clímax con lágrimas hubiera resultado algo muy diferente.

Cuando la hija de Jo le pide algo de comida en el funeral, después de su colapso emocional, y ella le da unos pretzels que llevaba en su mochilita y los comen sentadas frente al ataúd… me pareció tremendo. Por más doloroso que sea, la vida se impone con cosas tan banales como unos pretzels.

La vida continúa: morimos y alguien más va a necesitar comer pretzels.

Hablemos de las elipsis. Catorce, a diferencia de tus otros trabajos, transcurre durante mucho tiempo y pasan años entre los episodios. Había una cita famosa de Isabelle Huppert sobre Maurice Pialat en donde la actriz decía que él trabajaba con una cronología de afectos y no con una cronología de sucesos. Esta es una película episódica que, en la forma final del montaje, se siente como algo atravesado por la vida misma; una vida que no se cuenta en hechos sino en afectos, en momentos que se recuerdan porque se sienten. La vida pasando, pues, como los pretzels.

Es algo en lo que estaba pensando. Estaba pensando en Pialat, definitivamente. Estaba pensando, específicamente, en A nuestros amores (1983), que tiene unas transiciones muy marcadas entre períodos de tiempo. Te tardas un poco, al ver esa película, en entender qué está pasando. Sientes la continuidad en ciertos momentos y luego cambian poco a poco las cosas. Creo que Pialat, en A nuestros amores particularmente, tiene mucho que ver con cómo elegí los momentos de la vida de Jo y Mare.

A nuestros amores es una película sobre una persona a la que le cuesta mucho trabajo ser feliz y, sin embargo, está feliz el 75% de la película. Se la pasa bien, tiene encuentros amorosos, se está riendo con la gente. Pialat lo sabe. Sabe que no nada más existe un contrapunto dramático en este contraste, sino que también entiende que así es la vida. Las personas no tienen el destino grabado en la cara. Usé esa sensación como una guía para crear a Jo. Porque Jo ama la vida de muchas maneras. Tiene problemas que no puede sortear pero, de cierta forma, puede pasársela mejor que Mare: es mucho más desinhibida frente al mundo.

Entonces creo que esta película, definitivamente, es la película con la que traté de entender a Pialat. Hace mucho hice una película, Honeymoon (1998), en donde traté de hacer algo cercano a Pialat. Sobre todo en la primera parte. Pero no lo logré completamente. Creo que en ese entonces no entendía todavía lo que quería hacer con Pialat y las similitudes fueron superficiales. Pero aquí sí quise llegar a hacer algo más profundo. Siento que, a lo largo de los años, he empezado a entender el espíritu de su forma de hacer cine.

Dan Sallitt

Fotograma de Catorce (2019)

La presencia y la fuerza de la presencia de Jo es algo maravilloso. Incluso cuando no está a cuadro siempre está ahí. Hasta en el momento de los pretzels, que sucede frente a su ataúd. De las personas que amamos y que perdemos, siempre queda algo, fuera de lo verbal, fuera del cuadro. ¿Cómo puedes retratar eso cinematográficamente?

Es verdad. Toda la película es sobre Jo a pesar de que Mare está en todas las escenas. Es una cuestión de perspectiva. Es una situación como de El gran Gatsby; Nick Carraway está ahí todo el tiempo, pero Gatsby es la figura imponente. Eso también es el cine. Con el cine ves el exterior de las personas. Una manera de asegurar que lo que estás creando se sienta como una película es tener algo imposible de penetrar, algo que sea pura exterioridad, algo que sólo puedes ver desde afuera. Ésa es la cualidad misma del cine. Al menos en cuanto a la forma en que retrata a las personas.

Sé que te han preguntado cientos de veces sobre la relación entre tu trabajo como crítico y tu trabajo como cineasta (ese niño mimado que alguna vez describiste), pero quería hablar de un tercer elemento: la cinefilia, o el amor al cine. Creo que muchas personas tienen la apreciación común y prejuiciosa de que estos tres elementos son mutuamente excluyentes. Como si la crítica fuera el reino de la razón, mientras que la dirección está en el reino de la creación inspirada y la cinefilia en el de la pasión pasiva. ¿Qué piensas de estos tres aspectos?, ¿cómo interactúan en tu proceso creativo de escritura y realización?

Es interesante. Obviamente no creo que estas cuestiones sean excluyentes, pero entiendo a lo que se refieren las personas que así lo creen. Te sientas en un cine y es lo más fácil del mundo. Es lo más fácil del mundo sentarse a ver 600 películas al año o más. Sobre todo si no estás haciendo otras cosas, como filmar películas.

Todos los que vivimos en estas salas oscuras tenemos algo en nuestra cabeza que no está bien. Algunos se mezclan con la sociedad mejor que otros, pero todos los cinéfilos tenemos algo torcido. Las personas que pueden hacer una película, hacer ese trabajo tan difícil y estresante, necesitan mentalmente otras cosas. Es otra personalidad que la del espectador. Porque el trabajo requiere otra personalidad. El clásico cineasta es una persona a la que le gusta el caos, le gusta lidiar con lo que sea que venga, que toma todo como un reto y trata de superarlo. Son dos personalidades muy distintas.

Pero, por supuesto, no puedo entender cómo podrías amar las películas sin siquiera pensar en hacer una. Ni cómo podrías hacer películas sin amar las películas de otros. Tal vez puedes crear una película como un acto de puro ego. Y a veces parece, cuando hablas con ciertos creadores, que es el caso y que no les interesan las películas de otros. Pero yo no entiendo eso. Para mí es imposible. El resultado, al final, es que te conviertes en algo un poco esquizofrénico: la persona que ve las películas entra en la persona que hace las películas; pero la persona que hace las películas tiene que pasar por una cantidad de cosas que la persona que sólo ve películas no sufre. Vives con dos personalidades.

Fotograma de Catorce (2019)

En ese balance ¿piensas que esa parte crítica de tu personalidad ha cambiado? ¿Razonas más tus películas ahora o las razonabas más antes?

Creo que no ha cambiado mucho. Sólo la mitad del proceso, al hacer una película, usa tu capacidad como crítico. Al principio, cuando empiezas a formar un proyecto, no la usas. Las ideas tienen que venir de alguna parte; la emoción tiene que salir de alguna parte; el sentido de lo que quieres hacer y sentir tiene que venir de otro lado. Puedes inspirarte en películas, tal vez, pero esa primera etapa en el proceso creativo pasa por encontrar algo en ti mismo y realizarlo. Esa parte del proceso no tiene mucho que ver con el quehacer crítico porque, finalmente, tienes que hacer algo.

Una vez que sacas todas estas cosas fuera de tu consciente o inconsciente, tienes que darle forma, tienes que decidir de qué manera quieres que hablen los actores, en qué lugar quieres poner la cámara para lograr tal o cual efecto. En ese momento tienes que usar tu juicio y esa parte se acerca mucho a la labor crítica. Darle forma a algo, evaluar racionalmente lo que vas a hacer, tiene mucho que ver con la crítica. En ese momento me sirve pensar cómo he evaluado el trabajo de otras personas, cómo he sentido que tal o cual plano funciona o no funciona.

¿Crees que el cine puede cambiar al mundo?

¿Puede? Creo que ya lo hizo. No sé si lo ha cambiado en el sentido de convertirlo en un lugar utópico en donde todos somos felices, pero creo que cambió al mundo de manera prácticamente inmediata. Soy un gran fan de André Bazin. Él vino mucho tiempo después de la primera oleada de representaciones cinematográficas, pero entregó gran parte de su pensamiento sobre el cine a la idea mística de la imagen como realidad. Realidad en un sentido que no le corresponde al dibujo, por ejemplo. Y eso es algo muy poderoso. Es el motor detrás del cine. Ahora todos nos tomamos selfies, todos tenemos pequeñas cámaras en el bolsillo. Entonces sí, claro que ha cambiado al mundo. Solo espero que el mundo esté aquí un ratito más… [Risas]. Que el mundo esté aquí un ratito más para que podamos seguir haciendo cine y para que podamos ver si logramos cambiar algo [Risas]. No sé si el cine tenga un rol primordial en el discurrir de las cuestiones terrenales… pero, definitivamente, el cine nos cambió.

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Vivimos, morimos y comemos pretzels

Las palabras, en el cine de Dan Sallitt, desbordan todo. La pantalla se llena de diálogos, los intercambios asfixian el plano. La omnipresencia de la palabra hace, sin embargo, que importen los silencios. En este cine de diálogos interminables lo que no se dice es lo que cala más hondo.

Detrás de la aparente banalidad de las palabras, de los incómodos lugares comunes que intercambian los personajes, algo se gesta. Ahí se revelan las tragedias cotidianas de lo que no nos atrevemos a nombrar, el ethos que siempre se muestra sin decirse, los miedos contemporáneos al fracaso, el deseo y el amor frustrado.

El cine de Dan Sallitt no quiere tratar con las grandes preguntas trascendentales que formularon los grandes poetas del canon, los Tarkovskis y los Bergmans. Su cine se adhiere más a otra búsqueda formal del sujeto, de lo cotidiano, de los deseos de Rohmer, del minimalismo de Bresson, de la realidad de Eustache y la sensibilidad rigurosa de Pialat. Al mismo tiempo este cine contenido, enfocado en los personajes, humilde y de presupuestos mínimos, procede de una riqueza cinéfila incomparable.

Dan Sallitt

Sallitt dirige a las actrices Norma Kuhling y Tallie Medel en el rodaje de Catorce: historia de una amistad

Para poder pagar su primera película, Polly Perverse Strikes Again!, de 1986, Sallitt escribe crítica de cine. Publica donde puede, en todas partes, alrededor de Los Ángeles. La crítica dio pie, en la vida de este director, a la creación cinematográfica. A partir de la cinefilia nació una veta creativa. Y, desde entonces, Sallitt no deja de alimentar un enorme gusto por el cine proyectado, en dosis homeopáticas, con prueba y error, en sus planos minimalistas. Todavía ahora, junto a su producción cinematográfica, uno de los grandes lugares para conversar con Sallitt es su nutrida lista de películas favoritas; una lista que muestra el panorama siempre creciente de un espectador sensible que ve la historia del cine a contrapelo.

Después del estreno de su quinto largometraje, Catorce: historia de una amistad (2019), en la Berlinale me senté a platicar con Dan Sallitt. Hablamos de la manera en que construye personajes tan vivos y complejos, de las elipsis de Pialat, la escritura del absurdo y el proceso creativo de un realizador que también es un obsesivo crítico cinéfilo. A lo largo de la conversación encontré el enorme placer con el que Sallitt piensa su relación con el cine; un placer que, sin romantizar el sufrimiento creativo, se vive siempre como amor doloroso, mal correspondido, inevitable.

En una entrevista que leí hace poco hablabas del personaje de Jackie en The Unspeakable Act (2012). Un personaje que nació de manera casi orgánica, que fue el más fácil que jamás hayas escrito porque, decías, estaba en ti. Quiero preguntarte sobre el proceso de crear a Mare para Tallie Medel y ese personaje tan complejo, profundo y misterioso que es Jo en Catorce.

En este caso en particular escribí una película para las actrices que la iban a interpretar. Generalmente escribo mis películas para personas en particular. Pienso una película, la casteo y, si me gustan las personas, escribo la cinta para ellas. Me parece que siempre he creado así, incluso si algunas de esas películas nunca llegaron a hacerse. Siempre hubo esa alternancia. Esta vez también estaba escribiendo para personas en particular. Y una de las personas para las que estaba escribiendo era Tallie Medel. Por desgracia la persona para la que escribí el personaje de Jo no pudo hacer la película. Pero, en cualquier caso, estaba escribiendo para ellas, así que tenía una base sólida alrededor de sus personalidades.

La cosa curiosa de The Unspeakable Act es que Jackie me sorprendió. No tenía a nadie en mente cuando pensé en Jackie. No había considerado a Tallie ni a nadie. Nada más vino a mí. Fue un regalo del Universo…

Dan Sallitt

Fotograma de The Unspeakable Act (2012)

Ciertas películas mainstream de Hollywood utilizan tropos que pueden repetirse al infinito. Los personajes aparecen como cascarones vacíos que pueden rellenarse, en distintos momentos, por distintos actores, en distintas situaciones. En tus cintas hay algo radicalmente diferente, los personajes están por encima de cualquier situación específica, son irrepetibles. Al hablar de los personajes de Dostoievski, Bajtín decía que eran tan reales, con una consciencia tan propia, que parecían ser pares del autor y del lector. En ese sentido quiero preguntarte cómo vives con personajes tan vívidos, cómo creas algo tan real mostrando, al mismo tiempo, el artificio de la ficción.

Es muy difícil responder a este tipo de preguntas, entonces sólo te voy a dar una respuesta parcial [Risas]. Hasta cierto punto, creo que este proceso empieza rechazando ciertas cosas, rechazando ciertos efectos, rechazando aceptar ciertas convenciones dramáticas. Eso es parte de mi proceso. Si dejas fuera ciertos mecanismos esperados, ciertas cuestiones dictadas por el drama, todo lo que queda no tiene otra razón de ser que tu propio capricho. Lo que queda tiene que estar ahí porque quieres que esté ahí.

Ayer estaba hablando con alguien sobre el final de Catorce y, en particular, del momento en el que Mare se quiebra, colapsa en llanto, en el funeral. No es nada extraño que alguien se quiebre así en un funeral, lo hemos visto en muchas películas. En algún momento me puse a pensar en Imitación de la vida (1959) de Douglas Sirk, donde ocurre algo similar al final, pero quería lograr algo distinto. No quería que la película llegara a ese momento y que el llanto fuera el clímax; quería tener el contraste entre ese momento y lo que sigue. Es decir, quería retratar la idea de que tenemos que seguir con la vida. Después de este dolor tienes que alimentar a tu hija, por ejemplo. A pesar de que Mare amaba a Jo, no podía quedarse en ese lugar, tenía que seguir adelante. Al operar este cambio para juntar esos dos elementos (el desmoronamiento de Mare y el hecho de que tiene que seguir con su vida) creé algo nuevo. Si sólo hubiera llegado a ese clímax con lágrimas hubiera resultado algo muy diferente.

Cuando la hija de Jo le pide algo de comida en el funeral, después de su colapso emocional, y ella le da unos pretzels que llevaba en su mochilita y los comen sentadas frente al ataúd… me pareció tremendo. Por más doloroso que sea, la vida se impone con cosas tan banales como unos pretzels.

La vida continúa: morimos y alguien más va a necesitar comer pretzels.

Hablemos de las elipsis. Catorce, a diferencia de tus otros trabajos, transcurre durante mucho tiempo y pasan años entre los episodios. Había una cita famosa de Isabelle Huppert sobre Maurice Pialat en donde la actriz decía que él trabajaba con una cronología de afectos y no con una cronología de sucesos. Esta es una película episódica que, en la forma final del montaje, se siente como algo atravesado por la vida misma; una vida que no se cuenta en hechos sino en afectos, en momentos que se recuerdan porque se sienten. La vida pasando, pues, como los pretzels.

Es algo en lo que estaba pensando. Estaba pensando en Pialat, definitivamente. Estaba pensando, específicamente, en A nuestros amores (1983), que tiene unas transiciones muy marcadas entre períodos de tiempo. Te tardas un poco, al ver esa película, en entender qué está pasando. Sientes la continuidad en ciertos momentos y luego cambian poco a poco las cosas. Creo que Pialat, en A nuestros amores particularmente, tiene mucho que ver con cómo elegí los momentos de la vida de Jo y Mare.

A nuestros amores es una película sobre una persona a la que le cuesta mucho trabajo ser feliz y, sin embargo, está feliz el 75% de la película. Se la pasa bien, tiene encuentros amorosos, se está riendo con la gente. Pialat lo sabe. Sabe que no nada más existe un contrapunto dramático en este contraste, sino que también entiende que así es la vida. Las personas no tienen el destino grabado en la cara. Usé esa sensación como una guía para crear a Jo. Porque Jo ama la vida de muchas maneras. Tiene problemas que no puede sortear pero, de cierta forma, puede pasársela mejor que Mare: es mucho más desinhibida frente al mundo.

Entonces creo que esta película, definitivamente, es la película con la que traté de entender a Pialat. Hace mucho hice una película, Honeymoon (1998), en donde traté de hacer algo cercano a Pialat. Sobre todo en la primera parte. Pero no lo logré completamente. Creo que en ese entonces no entendía todavía lo que quería hacer con Pialat y las similitudes fueron superficiales. Pero aquí sí quise llegar a hacer algo más profundo. Siento que, a lo largo de los años, he empezado a entender el espíritu de su forma de hacer cine.

Dan Sallitt

Fotograma de Catorce (2019)

La presencia y la fuerza de la presencia de Jo es algo maravilloso. Incluso cuando no está a cuadro siempre está ahí. Hasta en el momento de los pretzels, que sucede frente a su ataúd. De las personas que amamos y que perdemos, siempre queda algo, fuera de lo verbal, fuera del cuadro. ¿Cómo puedes retratar eso cinematográficamente?

Es verdad. Toda la película es sobre Jo a pesar de que Mare está en todas las escenas. Es una cuestión de perspectiva. Es una situación como de El gran Gatsby; Nick Carraway está ahí todo el tiempo, pero Gatsby es la figura imponente. Eso también es el cine. Con el cine ves el exterior de las personas. Una manera de asegurar que lo que estás creando se sienta como una película es tener algo imposible de penetrar, algo que sea pura exterioridad, algo que sólo puedes ver desde afuera. Ésa es la cualidad misma del cine. Al menos en cuanto a la forma en que retrata a las personas.

Sé que te han preguntado cientos de veces sobre la relación entre tu trabajo como crítico y tu trabajo como cineasta (ese niño mimado que alguna vez describiste), pero quería hablar de un tercer elemento: la cinefilia, o el amor al cine. Creo que muchas personas tienen la apreciación común y prejuiciosa de que estos tres elementos son mutuamente excluyentes. Como si la crítica fuera el reino de la razón, mientras que la dirección está en el reino de la creación inspirada y la cinefilia en el de la pasión pasiva. ¿Qué piensas de estos tres aspectos?, ¿cómo interactúan en tu proceso creativo de escritura y realización?

Es interesante. Obviamente no creo que estas cuestiones sean excluyentes, pero entiendo a lo que se refieren las personas que así lo creen. Te sientas en un cine y es lo más fácil del mundo. Es lo más fácil del mundo sentarse a ver 600 películas al año o más. Sobre todo si no estás haciendo otras cosas, como filmar películas.

Todos los que vivimos en estas salas oscuras tenemos algo en nuestra cabeza que no está bien. Algunos se mezclan con la sociedad mejor que otros, pero todos los cinéfilos tenemos algo torcido. Las personas que pueden hacer una película, hacer ese trabajo tan difícil y estresante, necesitan mentalmente otras cosas. Es otra personalidad que la del espectador. Porque el trabajo requiere otra personalidad. El clásico cineasta es una persona a la que le gusta el caos, le gusta lidiar con lo que sea que venga, que toma todo como un reto y trata de superarlo. Son dos personalidades muy distintas.

Pero, por supuesto, no puedo entender cómo podrías amar las películas sin siquiera pensar en hacer una. Ni cómo podrías hacer películas sin amar las películas de otros. Tal vez puedes crear una película como un acto de puro ego. Y a veces parece, cuando hablas con ciertos creadores, que es el caso y que no les interesan las películas de otros. Pero yo no entiendo eso. Para mí es imposible. El resultado, al final, es que te conviertes en algo un poco esquizofrénico: la persona que ve las películas entra en la persona que hace las películas; pero la persona que hace las películas tiene que pasar por una cantidad de cosas que la persona que sólo ve películas no sufre. Vives con dos personalidades.

Fotograma de Catorce (2019)

En ese balance ¿piensas que esa parte crítica de tu personalidad ha cambiado? ¿Razonas más tus películas ahora o las razonabas más antes?

Creo que no ha cambiado mucho. Sólo la mitad del proceso, al hacer una película, usa tu capacidad como crítico. Al principio, cuando empiezas a formar un proyecto, no la usas. Las ideas tienen que venir de alguna parte; la emoción tiene que salir de alguna parte; el sentido de lo que quieres hacer y sentir tiene que venir de otro lado. Puedes inspirarte en películas, tal vez, pero esa primera etapa en el proceso creativo pasa por encontrar algo en ti mismo y realizarlo. Esa parte del proceso no tiene mucho que ver con el quehacer crítico porque, finalmente, tienes que hacer algo.

Una vez que sacas todas estas cosas fuera de tu consciente o inconsciente, tienes que darle forma, tienes que decidir de qué manera quieres que hablen los actores, en qué lugar quieres poner la cámara para lograr tal o cual efecto. En ese momento tienes que usar tu juicio y esa parte se acerca mucho a la labor crítica. Darle forma a algo, evaluar racionalmente lo que vas a hacer, tiene mucho que ver con la crítica. En ese momento me sirve pensar cómo he evaluado el trabajo de otras personas, cómo he sentido que tal o cual plano funciona o no funciona.

¿Crees que el cine puede cambiar al mundo?

¿Puede? Creo que ya lo hizo. No sé si lo ha cambiado en el sentido de convertirlo en un lugar utópico en donde todos somos felices, pero creo que cambió al mundo de manera prácticamente inmediata. Soy un gran fan de André Bazin. Él vino mucho tiempo después de la primera oleada de representaciones cinematográficas, pero entregó gran parte de su pensamiento sobre el cine a la idea mística de la imagen como realidad. Realidad en un sentido que no le corresponde al dibujo, por ejemplo. Y eso es algo muy poderoso. Es el motor detrás del cine. Ahora todos nos tomamos selfies, todos tenemos pequeñas cámaras en el bolsillo. Entonces sí, claro que ha cambiado al mundo. Solo espero que el mundo esté aquí un ratito más… [Risas]. Que el mundo esté aquí un ratito más para que podamos seguir haciendo cine y para que podamos ver si logramos cambiar algo [Risas]. No sé si el cine tenga un rol primordial en el discurrir de las cuestiones terrenales… pero, definitivamente, el cine nos cambió.

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martes, 24 de agosto de 2021

El gigante

No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida (quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y, además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez, repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así– como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros. Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos, con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.

Con el tiempo descubrimos que hay algunos más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas. Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.

Uno de los misterios que más nos intrigan es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo, un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo. Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir. Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas: el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra memoria.

A veces sentimos que formamos parte de algo más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo. Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación: nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino. Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará. Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados, huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante, nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo. Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.

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El gigante

No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida (quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y, además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez, repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así– como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros. Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos, con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.

Con el tiempo descubrimos que hay algunos más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas. Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.

Uno de los misterios que más nos intrigan es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo, un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo. Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir. Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas: el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra memoria.

A veces sentimos que formamos parte de algo más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo. Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación: nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino. Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará. Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados, huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante, nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo. Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.

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Roberto Calasso: la formación de un editor

La siguiente conversación con el escritor Roberto Calasso (Florencia, 1941 – Milán, 2021) ocurrió en 2012 y fue publicada por primera vez en The Paris Review en ese mismo año. El traductor agradece a Lila Azam Zanganeh y a Maya Solovej la autorización para traducir y publicar este material.

¿De niño quería ser escritor?

Empecé a escribir mis memorias –o alguna cosa del género– cuando tenía 12 años. Todavía tengo en la mente la primera línea: “Escuché venir el verano por la avenida”. Se trataba del sonido del tranvía, que se oía distinto con la llegada del verano. En aquel momento vivíamos en una casa que daba a una gran avenida. Hoy es un camino muy transitado, pero antes había unos lindos tilos y el tranvía pasaba por el medio de la calle. Era la ruta 19. Por la noche lo escuchaba acercarse. En el cuaderno debí narrar mis recuerdos entre los cuatro y  siete años.

Usted nació en Florencia.

Sí, en 1941, en plena guerra. Tal vez el año más desesperado en la historia de Europa. Con los nazis en París, que todavía tenían la certeza de que iban a ganar.

¿Qué hacía su padre durante la guerra?

Mi padre era profesor de Historia del Derecho italiano en la Universidad de Florencia y un conocido antifascista. En el 44, Giovanni Gentile fue asesinado. Gentile era un importante filósofo, pero desafortunadamente muy implicado en el fascismo. Fue asesinado por dos partisanos frente a una mansión en las colinas de Florencia. E inmediatamente después, en represalia, fueron arrestados y condenados a muerte tres profesores antifascistas. Uno de ellos era mi padre. Florencia estaba en manos de uno de los líderes más feroces de la milicia fascista; Carità era su nombre. Pero sucede que mi familia –especialmente la de mi madre– estaba unida a la familia Gentile. Eran muy amigos, y fue así como dos hijos de Gentile corrieron inmediatamente a la policía para que se suspendiera la pena de muerte. Fue un acto de gran generosidad.

¿Y funcionó?

Los fascistas amenazaron que si los partisanos volvían a actuar, los tres prisioneros serían fusilados. Permanecieron en la cárcel durante tres semanas, pensando cada noche que podrían ser asesinados al siguiente día. Finalmente fueron liberados gracias al cónsul alemán Gerhard Wolf, un hombre extraordinario que conocía muy bien a uno de los dos compañeros de celda de mi padre, Bianchi Bandinelli, destacado estudioso del arte clásico. Wolf recordó que en 1938, cuando vino a Florencia, Hitler había visitado la Galería de los Uffizi. Y la persona que eligieron para acompañarlo fue Bianchi Bandinelli. Hitler se había entusiasmado con su guía y lo recordaba muy bien. Así que Wolf advirtió a Berlín que Bianchi Bandinelli sería fusilado. Esto fue decisivo. Los fascistas liberaron a los tres prisioneros. En ese momento, por supuesto, mi padre tuvo que desaparecer, y nosotros con él. Había riesgo de que nos tomaran como prisioneros. Durante un tiempo vivimos escondidos en el ático del departamento de una mujer muy valiente que vivía en la calle Cavour, justo en el centro de Florencia. Mis primeros recuerdos, confusos todos, se remontan a esa época. Dormía en un colchón en el suelo. Se oían disparos en la calle e intentaban trepar por la ventana. Pero los recuerdos más importantes, los más claros, son los de la villa de San Domenico, cerca de Florencia, donde fuimos a vivir al finalizar la guerra. Recuerdo el limonero y la glicina en un balcón que se caía a pedazos.

¿Volvieron a Florencia después de la guerra?

Sí, nos quedamos en Florencia hasta 1954. Luego nos mudamos a Roma, porque mi padre fue llamado para enseñar en esa universidad. En cuanto a mi madre, escribió su tesis doctoral sobre uno de los Moralia de Plutarco, y más tarde trabajó en una de las traducciones que realizó Hölderlin de Píndaro. Era muy brillante, pero después prefirió dedicarse a sus tres hijos.

¿Cómo estableció una relación con los libros de su casa?

Nuestra casa estaba llena de libros. Se trataba en gran parte de textos de teoría del derecho, sobre todo obras publicadas entre los siglos XVI y XVIII: las fuentes con las que trabajaba habitualmente mi padre. Muchos eran volúmenes en folio imponentes, principalmente en latín. El mero hecho de tenerlos alrededor, con sus títulos oscuros y los nombres antiguos de sus autores, resultó para mí mucho más útil que bastantes lecturas que hice después. Los fines de semana iba a menudo a casa de mi abuelo, Ernesto Codignola, que era profesor de filosofía en la Universidad de Florencia y también el fundador de la casa editorial La Nuova Italia. En su catálogo todavía se pueden encontrar muchos títulos de Hegel y algunas de las principales obras clásicas de filología.

¿Le gustaba vivir en Roma?

Me encantaba Roma. En ese período tenía una especie de obsesión por las películas e iba al cine una o dos veces al día en vez de estudiar. Me encantaba estar en la oscuridad de esas grandes salas llenas de humo. Tenía una verdadera pasión por Marlon Brando. Era un gran actor, pero también una especie de mutante: cuando apareció por primera vez en la pantalla fue como estar delante del ejemplar de una nueva especie. Y, por supuesto, también me encantaban sus películas. Las conocía de memoria. Hoy puede parecer cómico, pero creo que vi Un tranvía llamado deseo siete veces. Todos los géneros de Hollywood me fascinaban. En aquella época también escribí un guión de Lord Jim, libro que me apasionaba.

¿Cuáles son sus recuerdos de la escuela?

Tenía una formidable profesora de griego y latín, María di Porto. Una mujer de una inteligencia, vivacidad y agilidad impresionantes.

¿Ya desde entonces se interesaba por la antigua Grecia?

Como por muchas otras cosas. Cuando tenía doce años conocí al que se convertiría en mi mejor amigo, Enzo Turolla. Desafortunadamente ahora está muerto. Era el lector más extraordinario que he conocido, su juicio sobre los libros era impecable. La Folie Baudelaire está dedicado a él. Nos conocimos en un campo de futbol, en un pueblo de las Dolomitas al que íbamos de vacaciones. Era diez años mayor que yo, pero nos entendimos. Todo comenzó cuando un día me escuchó decir que el ensayo de Benedetto Croce sobre Baudelaire no era muy bueno. Así que empezamos a hablar y nunca dejamos de hacerlo.

¿Fue un académico?

Como uno de esos profesores de Oxford que publican media docena de artículos en sus vidas. Durante años enseñó en la Universidad de Padua. Su familia tenía una casa muy bonita en Venecia y con frecuencia permanecía largos períodos con ellos. Pasábamos horas charlando, hasta las cuatro de la madrugada. Cuando lo conocí, estaba completamente inmerso en Proust.

Una pasión que también le transmitió a usted.

Sí, la Recherche acababa de ser publicada en tres volúmenes en la Pléiade, y pedí que fuera un regalo de Navidad. Proust se convirtió rápidamente en un gran amor y sigue siendo uno de los escritores a los que vuelvo continuamente.

¿Cuál fue el tema de su tesis doctoral?

La teoría de los jeroglíficos en Sir Thomas Browne. Lo mejor de la prosa inglesa del siglo XVII. Borges lo veneraba, era uno de sus autores favoritos. Y también uno de los autores favoritos de mi ponente, Mario Praz.

Para empezar, ¿qué le gustaba más de Browne?

Todo. Era un magnífico escritor. Una especie de versión reducida, ánglica y esotérica, de Montaigne. Los jeroglíficos –es decir, la idea de un lenguaje hecho de imágenes– son una presencia constante en todos mis libros. Fue el comienzo de muchas cosas para mí. Y también fue un buen pretexto para estar en Londres. Pasaba las mañanas en la Biblioteca Británica y la tarde en el Instituto Warburg, o viceversa. Una vida ideal. Eran los años 60, los comienzos de los Beatles y muchas otras cosas. Por supuesto, intenté retrasar tanto como pude la fecha del examen profesional y finalmente escribí la tesis en menos de un mes, fumando hachís todas las noches. En ese período tenía amigos americanos en Roma, expertos en todo tipo de drogas. Bastante curioso, pensándolo ahora.

¿Ya trabajaba en Adelphi?

Sí. Los primeros libros publicados por Adelphi salieron a finales del 63. Roberto Bazlen, el primero en diseñar la editorial, también vivía en Roma, y nos veíamos muy seguido.

¿Así que estuvo en Adelphi desde el principio?

Desde que tenía veintiún años, en 1962. Bazlen me dijo que iba a surgir una nueva editorial donde podríamos publicar los libros que realmente nos gustaban. El nombre Adelphi todavía no se había decidido. Los libros de mi estudio en la editorial son los que quedan de la preciosa biblioteca de Bazlen. La biblioteca de un hombre que compraba los libros de Kafka y Joyce cuando salían, por el simple hecho de que eran los escritores del momento. Fue él quien descubrió a Svevo y ordenó a su amigo Montale que leyera a ese escritor totalmente desconocido.

Cuando era joven, ¿Bazlen fue su guía en el mundo de la literatura?

Bazlen era un gran maestro taoísta. Sin enseñarme nada, me hizo aprender de él más que de cualquier otro. Estaba en contra de escribir, no creía que fuera obligatorio. Pensaba que una persona debía buscar habitar de cualquier modo, sin tener forzosamente que escribir. Hay una observación bellísima que se encuentra en sus escritos póstumos: “En alguna época nacíamos vivos y fuimos muriendo poco a poco. Ahora nacen muertos y sólo algunos cuantos se convierten poco a poco en vivos”. Bazlen murió en el 65 y ese año Adelphi atravesó su primera gran crisis financiera. Pero sobrevivimos. En 1968 me di cuenta de que tenía que venir a Milán, y en 1971 me convertí oficialmente en el director editorial de Adelphi. Desde ese día hago las mismas cosas: leer, elegir y preparar libros.

Traducción del italiano de Roberto Bernal

La entrada Roberto Calasso: la formación de un editor se publicó primero en La Tempestad.



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