La siguiente conversación con el escritor Roberto Calasso (Florencia, 1941 – Milán, 2021) ocurrió en 2012 y fue publicada por primera vez en The Paris Review en ese mismo año. El traductor agradece a Lila Azam Zanganeh y a Maya Solovej la autorización para traducir y publicar este material.
¿De niño quería ser escritor?
Empecé a escribir mis memorias –o alguna cosa del género– cuando tenía 12 años. Todavía tengo en la mente la primera línea: “Escuché venir el verano por la avenida”. Se trataba del sonido del tranvía, que se oía distinto con la llegada del verano. En aquel momento vivíamos en una casa que daba a una gran avenida. Hoy es un camino muy transitado, pero antes había unos lindos tilos y el tranvía pasaba por el medio de la calle. Era la ruta 19. Por la noche lo escuchaba acercarse. En el cuaderno debí narrar mis recuerdos entre los cuatro y siete años.
Usted nació en Florencia.
Sí, en 1941, en plena guerra. Tal vez el año más desesperado en la historia de Europa. Con los nazis en París, que todavía tenían la certeza de que iban a ganar.
¿Qué hacía su padre durante la guerra?
Mi padre era profesor de Historia del Derecho italiano en la Universidad de Florencia y un conocido antifascista. En el 44, Giovanni Gentile fue asesinado. Gentile era un importante filósofo, pero desafortunadamente muy implicado en el fascismo. Fue asesinado por dos partisanos frente a una mansión en las colinas de Florencia. E inmediatamente después, en represalia, fueron arrestados y condenados a muerte tres profesores antifascistas. Uno de ellos era mi padre. Florencia estaba en manos de uno de los líderes más feroces de la milicia fascista; Carità era su nombre. Pero sucede que mi familia –especialmente la de mi madre– estaba unida a la familia Gentile. Eran muy amigos, y fue así como dos hijos de Gentile corrieron inmediatamente a la policía para que se suspendiera la pena de muerte. Fue un acto de gran generosidad.
¿Y funcionó?
Los fascistas amenazaron que si los partisanos volvían a actuar, los tres prisioneros serían fusilados. Permanecieron en la cárcel durante tres semanas, pensando cada noche que podrían ser asesinados al siguiente día. Finalmente fueron liberados gracias al cónsul alemán Gerhard Wolf, un hombre extraordinario que conocía muy bien a uno de los dos compañeros de celda de mi padre, Bianchi Bandinelli, destacado estudioso del arte clásico. Wolf recordó que en 1938, cuando vino a Florencia, Hitler había visitado la Galería de los Uffizi. Y la persona que eligieron para acompañarlo fue Bianchi Bandinelli. Hitler se había entusiasmado con su guía y lo recordaba muy bien. Así que Wolf advirtió a Berlín que Bianchi Bandinelli sería fusilado. Esto fue decisivo. Los fascistas liberaron a los tres prisioneros. En ese momento, por supuesto, mi padre tuvo que desaparecer, y nosotros con él. Había riesgo de que nos tomaran como prisioneros. Durante un tiempo vivimos escondidos en el ático del departamento de una mujer muy valiente que vivía en la calle Cavour, justo en el centro de Florencia. Mis primeros recuerdos, confusos todos, se remontan a esa época. Dormía en un colchón en el suelo. Se oían disparos en la calle e intentaban trepar por la ventana. Pero los recuerdos más importantes, los más claros, son los de la villa de San Domenico, cerca de Florencia, donde fuimos a vivir al finalizar la guerra. Recuerdo el limonero y la glicina en un balcón que se caía a pedazos.
¿Volvieron a Florencia después de la guerra?
Sí, nos quedamos en Florencia hasta 1954. Luego nos mudamos a Roma, porque mi padre fue llamado para enseñar en esa universidad. En cuanto a mi madre, escribió su tesis doctoral sobre uno de los Moralia de Plutarco, y más tarde trabajó en una de las traducciones que realizó Hölderlin de Píndaro. Era muy brillante, pero después prefirió dedicarse a sus tres hijos.
¿Cómo estableció una relación con los libros de su casa?
Nuestra casa estaba llena de libros. Se trataba en gran parte de textos de teoría del derecho, sobre todo obras publicadas entre los siglos XVI y XVIII: las fuentes con las que trabajaba habitualmente mi padre. Muchos eran volúmenes en folio imponentes, principalmente en latín. El mero hecho de tenerlos alrededor, con sus títulos oscuros y los nombres antiguos de sus autores, resultó para mí mucho más útil que bastantes lecturas que hice después. Los fines de semana iba a menudo a casa de mi abuelo, Ernesto Codignola, que era profesor de filosofía en la Universidad de Florencia y también el fundador de la casa editorial La Nuova Italia. En su catálogo todavía se pueden encontrar muchos títulos de Hegel y algunas de las principales obras clásicas de filología.
¿Le gustaba vivir en Roma?
Me encantaba Roma. En ese período tenía una especie de obsesión por las películas e iba al cine una o dos veces al día en vez de estudiar. Me encantaba estar en la oscuridad de esas grandes salas llenas de humo. Tenía una verdadera pasión por Marlon Brando. Era un gran actor, pero también una especie de mutante: cuando apareció por primera vez en la pantalla fue como estar delante del ejemplar de una nueva especie. Y, por supuesto, también me encantaban sus películas. Las conocía de memoria. Hoy puede parecer cómico, pero creo que vi Un tranvía llamado deseo siete veces. Todos los géneros de Hollywood me fascinaban. En aquella época también escribí un guión de Lord Jim, libro que me apasionaba.
¿Cuáles son sus recuerdos de la escuela?
Tenía una formidable profesora de griego y latín, María di Porto. Una mujer de una inteligencia, vivacidad y agilidad impresionantes.
¿Ya desde entonces se interesaba por la antigua Grecia?
Como por muchas otras cosas. Cuando tenía doce años conocí al que se convertiría en mi mejor amigo, Enzo Turolla. Desafortunadamente ahora está muerto. Era el lector más extraordinario que he conocido, su juicio sobre los libros era impecable. La Folie Baudelaire está dedicado a él. Nos conocimos en un campo de futbol, en un pueblo de las Dolomitas al que íbamos de vacaciones. Era diez años mayor que yo, pero nos entendimos. Todo comenzó cuando un día me escuchó decir que el ensayo de Benedetto Croce sobre Baudelaire no era muy bueno. Así que empezamos a hablar y nunca dejamos de hacerlo.
¿Fue un académico?
Como uno de esos profesores de Oxford que publican media docena de artículos en sus vidas. Durante años enseñó en la Universidad de Padua. Su familia tenía una casa muy bonita en Venecia y con frecuencia permanecía largos períodos con ellos. Pasábamos horas charlando, hasta las cuatro de la madrugada. Cuando lo conocí, estaba completamente inmerso en Proust.
Una pasión que también le transmitió a usted.
Sí, la Recherche acababa de ser publicada en tres volúmenes en la Pléiade, y pedí que fuera un regalo de Navidad. Proust se convirtió rápidamente en un gran amor y sigue siendo uno de los escritores a los que vuelvo continuamente.
¿Cuál fue el tema de su tesis doctoral?
La teoría de los jeroglíficos en Sir Thomas Browne. Lo mejor de la prosa inglesa del siglo XVII. Borges lo veneraba, era uno de sus autores favoritos. Y también uno de los autores favoritos de mi ponente, Mario Praz.
Para empezar, ¿qué le gustaba más de Browne?
Todo. Era un magnífico escritor. Una especie de versión reducida, ánglica y esotérica, de Montaigne. Los jeroglíficos –es decir, la idea de un lenguaje hecho de imágenes– son una presencia constante en todos mis libros. Fue el comienzo de muchas cosas para mí. Y también fue un buen pretexto para estar en Londres. Pasaba las mañanas en la Biblioteca Británica y la tarde en el Instituto Warburg, o viceversa. Una vida ideal. Eran los años 60, los comienzos de los Beatles y muchas otras cosas. Por supuesto, intenté retrasar tanto como pude la fecha del examen profesional y finalmente escribí la tesis en menos de un mes, fumando hachís todas las noches. En ese período tenía amigos americanos en Roma, expertos en todo tipo de drogas. Bastante curioso, pensándolo ahora.
¿Ya trabajaba en Adelphi?
Sí. Los primeros libros publicados por Adelphi salieron a finales del 63. Roberto Bazlen, el primero en diseñar la editorial, también vivía en Roma, y nos veíamos muy seguido.
¿Así que estuvo en Adelphi desde el principio?
Desde que tenía veintiún años, en 1962. Bazlen me dijo que iba a surgir una nueva editorial donde podríamos publicar los libros que realmente nos gustaban. El nombre Adelphi todavía no se había decidido. Los libros de mi estudio en la editorial son los que quedan de la preciosa biblioteca de Bazlen. La biblioteca de un hombre que compraba los libros de Kafka y Joyce cuando salían, por el simple hecho de que eran los escritores del momento. Fue él quien descubrió a Svevo y ordenó a su amigo Montale que leyera a ese escritor totalmente desconocido.
Cuando era joven, ¿Bazlen fue su guía en el mundo de la literatura?
Bazlen era un gran maestro taoísta. Sin enseñarme nada, me hizo aprender de él más que de cualquier otro. Estaba en contra de escribir, no creía que fuera obligatorio. Pensaba que una persona debía buscar habitar de cualquier modo, sin tener forzosamente que escribir. Hay una observación bellísima que se encuentra en sus escritos póstumos: “En alguna época nacíamos vivos y fuimos muriendo poco a poco. Ahora nacen muertos y sólo algunos cuantos se convierten poco a poco en vivos”. Bazlen murió en el 65 y ese año Adelphi atravesó su primera gran crisis financiera. Pero sobrevivimos. En 1968 me di cuenta de que tenía que venir a Milán, y en 1971 me convertí oficialmente en el director editorial de Adelphi. Desde ese día hago las mismas cosas: leer, elegir y preparar libros.
Traducción del italiano de Roberto Bernal
La entrada Roberto Calasso: la formación de un editor se publicó primero en La Tempestad.
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