viernes, 29 de marzo de 2024

Derivas de Kate Zambreno

¿Puede una obra literaria contener la energía de Internet, su naturaleza distraída?”, se pregunta la narradora de Derivas (2020; La Uña Rota, 2023), la tercera “novela” de Kate Zambreno. Entrecomillo novela porque, a diferencia de las dos anteriores –O Fallen Angel (2009; drama familiar inspirado por John Milton y los trípticos de Francis Bacon) y Green Girl (2014; novela sobre una estadounidense que intenta sobrevivir en Londres trabajando en una tienda departamental y cuya narración es interrumpida constantemente, a la manera de una película de Godard, por citas de autores diversos: Lispector, Sartre, Benjamin, Woolf, Barthes, Rhys)–, en Derivas, la única que porta el subtítulo Una novela, la autora parece más bien problematizar la idea misma de género literario.

Derivas forma parte del ciclo de libros de corte ensayístico que la autora ha producido a la par de sus novelas, en los que la autora misma cumple aquello que se pregunta en la cita que abre este artículo. Los libros de Kate Zambreno son un adaptación literaria de la manera en la que usamos y experimentamos Internet: con un interés distraído y múltiple, a veces obsesivo y a veces superficial, frecuentemente caótico, contradictorio, complementario, con mil pestañas abiertas al mismo tiempo y con música saliendo de dos de ellas al mismo tiempo.

La autora estadounidense ha reflexionado sobre la importancia de las redes sociales, principalmente Tumblr y Blogspot, en la configuración de la identidad de las adolescentes y postadolescentes que usaron estas páginas. Nos dice al final de Heroines (2012), su estudio sobre las “esposas del modernismo”: “Primero su LiveJournal. Ahora su Tumblr. Muchas de estas páginas de Tumblr están escritas brillantemente. Muchas de estas chicas se identifican fuertemente como escritoras y artistas. Estos cuadernos visuales fetichizan lo hecho a mano, la letra manuscrita, los sentimientos profundos”. Y más adelante “[Es como una] Obra de los pasajes de sus fragmentos, la chica con su casillero decorado, su propio moodboard, tan diverso y fragmentado como ella, usualmente elegante aunque caótico, intenso a veces, emo, promiscuo, hermoso, confuso, inconexo, anárquico, irreverente, cinéfilo, consumido”.

En Mi libro madre, mi libro monstruo (2017; La Uña Rota, 2022) la autora nos entregó su primer libro Tumblr (Heroines, por su parte, habría sido su libro Blogspot, ya que surgió a partir de los primeros textos publicados en su ya desaparecido blog Frances Farmer Is My Friend): una colección de reflexiones fragmentarias sobre el duelo familiar, la obra de Louise Bourgeois, la moda victoriana de fotografiar los muertos, Roland Barthes, la relación con su madre, la obra de Henry Darger y algunas fotografías de su madre, Barbara Loden y María Falconetti como Juana de Arco. Derivas sería el segundo libro Tumblr, pero sus largas digresiones no podrían estar más alejadas de la prosa fragmentaria y minimalista de Mi libro madre…, que en muchos momentos es más cercana a la poesía (y acaso lo sea, dentro de su propio subgénero: poesía documental).

Mi libro madre, mi libro monstruo y Derivas son, de momento, la única parte de la obra de Kate Zambreno que se ha traducido a nuestro idioma, y pueden pensarse como dos momentos completamente distintos de un mismo continuum ensayístico-autobiográfico. Ambos concentran años de trabajo y redacción y por eso mismo comparten algunos rasgos temáticos y formales. Los cuadernos en los que Zambreno trabajó Mi libro madre… fueron llenados a lo largo de 10 años y luego ensamblados para formar el libro. De este mismo proceso surgió Appendix Project, que consiste en una serie de textos que ensambló para leer en público durante las presentaciones y el tour de prensa de Mi libro madre… (se negaba a seguir leyendo este libro) y funciona como complemento temático o apéndice del libro base. De igual manera, Derivas comenzó a escribirse aproximadamente en 2015 y siguió una composición caótica hasta su eventual publicación. Del mismo modo Mi libro madre, mi libro monstruo tiene un libro de acompañamiento, Screen Tests, en el que resurgen muchos de los temas y obsesiones que aparecen en Derivas, principalmente algunas obsesiones cinematográficas y la relación con el padre, basada en su entusiasmo por las películas de John Wayne y Hitchcock.

Dubravka Ugrešić, escritora croata con un corpus ensayístico-biográfico con muchos puntos en común con la obra de Zambreno, dice, al inicio del prólogo de su Ficcionario americano: “Todos los libros tienen una historia propia, íntima, de su origen. Esta historia permanece oculta para el lector y tiene un significado sólo para el autor. A veces, sin embargo, es difícil separar la historia de cómo surge el libro del libro en sí mismo, a veces la historia de su origen es el propio libro”. La historia de Derivas es la historia de su propia composición. O quizá, más bien, la historia de los problemas personales, formales y temáticos que surgieron durante su composición. Nos dice la narradora: “Qué es lo que me está apartando de la escritura del libro? El calor, el perro, el aire acondicionado, el deseo de existir en tiempo presente, el pensamiento constante, la enfermedad, coger, víveres, cocinar, yoga, soledad y tristeza, Internet, depresión política, mi período, obsesión con productos de skin care, el capitalismo tardío, mirar series obsesivamente en la computadora, competencia y celos por la atención que reciben otros escritores, confusión sobre la novela, dar vueltas sin terminar nada, leer investigar, masturbarse, el tiempo pasando”. 

Derivas capturó con cierta presciencia el tedio pandémico, y su publicación en pleno 2020 no pudo ser más oportuna. Es una novela sobre un tipo de encierro, similar al vivido por la población general hace pocos años, en el que todo el tiempo libre del que se dispone para escribir no hace sino ejercer presión y abrumar a la narradora/autora. Paradójicamente, la “novela” continúa fluyendo al descubrir que puede enumerar las frustraciones y obstáculos que se supone que impiden su redacción. Derivas es también una novela sobre el cuerpo. Si bien gran parte de la obra de Kate Zambreno consiste en reflexiones continuas, fragmentarias y reiterativas, en una mímesis de los procesos de pensamiento, hay además un énfasis en el papel que el cuerpo juega dentro de la literatura, su producción y su lectura. En primera instancia tenemos el cuerpo de la autora/narradora, enfatizado en las constantes referencias a la menstruación, el sexo y la masturbación, así como el dolor, el vómito, el envejecimiento, los pedos. Algunos pasajes hacen eco de Ulises, la gran épica sobre el cuerpo humano. Pero a la escritora le interesan también los cuerpos controlados históricamente.

Este tema fue explorado más a fondo en Heroines, donde Zambreno explica las diferencias entre la recepción de ciertos tipos de obras, completamente dependiente del sexo o el género de quien la produce. Muchos aspectos que se romantizan cuando se trata de sujetos masculinos se patologizan cuando se trata de sujetos femeninos. “Angustia: cuando es de ella es patológica, cuando es de él es existencial”. Derivas abre con una reflexión sobre la libertad creativa y de movilidad que tuvo Rilke al escribir algunos de sus poemas importantes y la contrasta con la manera en la que a Clara Westoff, su esposa, le fueron impuestas otras expectativas (la maternidad, el cuidado de la casa) debido a dinámicas de género que todavía prevalecen. La narradora del libro encuentra una situación similar con su esposo, quien parece gozar de mejores condiciones de trabajo mientras ella vive en la precariedad laboral e intelectual, sin una universidad en la que pueda trabajar de manera fija, en constante competencia con otros colegas, expuesta al acoso y a abusos.

Otra cuestión importante es el cuestionamiento de la forma. En algún momento la narradora se pregunta si Derivas no es su propia forma: una especie nueva de notas ensayísticas con cierto contenido autobiográfico, entre el posteo superficial de las redes sociales, la reflexión estética y la escritura fragmentaria. La naturaleza distraída de la autora/narradora le permite avanzar únicamente de esta manera en la escritura del libro. De ahí que continúe entrecomillando novela. Acaso porque la autora ha escogido este género y este subtítulo de manera irónica: sabe que no está escribiendo una novela sino una cosa nueva, distinta, una forma que es más natural a su estilo de escritura. De igual manera podría haber cierto oportunismo comercial: ciertamente una “forma nueva” es comercialmente menos viable que el modo hegemónico de escritura literaria.

Esto último tiene un costado cínico, ya expuesto, y otro que no lo es: la autora consigue disfrazar de novela (formato convencional y vendible) un género experimental. Kate Zambreno problematiza la separación entre autora y personaje, así como la noción de autoficción. A lo largo de la “novela” hay un ir y venir constante entre la ficción y lo referencial; la autora no se identifica completamente con la narradora-protagonista, pero usa fotografías suyas para ilustrar pasajes del libro, un recurso no tan lejano al de W.G. Sebald. De ahí la facilidad y la necesidad de confundir las identidades constantemente. No obstante, como revelan los escritos biográficos sobre Sebald aparecidos recientemente, debemos ser cuidadosos al asumir como biográficos datos revelados en este tipo de novelas.

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Derivas de Kate Zambreno

¿Puede una obra literaria contener la energía de Internet, su naturaleza distraída?”, se pregunta la narradora de Derivas (2020; La Uña Rota, 2023), la tercera “novela” de Kate Zambreno. Entrecomillo novela porque, a diferencia de las dos anteriores –O Fallen Angel (2009; drama familiar inspirado por John Milton y los trípticos de Francis Bacon) y Green Girl (2014; novela sobre una estadounidense que intenta sobrevivir en Londres trabajando en una tienda departamental y cuya narración es interrumpida constantemente, a la manera de una película de Godard, por citas de autores diversos: Lispector, Sartre, Benjamin, Woolf, Barthes, Rhys)–, en Derivas, la única que porta el subtítulo Una novela, la autora parece más bien problematizar la idea misma de género literario.

Derivas forma parte del ciclo de libros de corte ensayístico que la autora ha producido a la par de sus novelas, en los que la autora misma cumple aquello que se pregunta en la cita que abre este artículo. Los libros de Kate Zambreno son un adaptación literaria de la manera en la que usamos y experimentamos Internet: con un interés distraído y múltiple, a veces obsesivo y a veces superficial, frecuentemente caótico, contradictorio, complementario, con mil pestañas abiertas al mismo tiempo y con música saliendo de dos de ellas al mismo tiempo.

La autora estadounidense ha reflexionado sobre la importancia de las redes sociales, principalmente Tumblr y Blogspot, en la configuración de la identidad de las adolescentes y postadolescentes que usaron estas páginas. Nos dice al final de Heroines (2012), su estudio sobre las “esposas del modernismo”: “Primero su LiveJournal. Ahora su Tumblr. Muchas de estas páginas de Tumblr están escritas brillantemente. Muchas de estas chicas se identifican fuertemente como escritoras y artistas. Estos cuadernos visuales fetichizan lo hecho a mano, la letra manuscrita, los sentimientos profundos”. Y más adelante “[Es como una] Obra de los pasajes de sus fragmentos, la chica con su casillero decorado, su propio moodboard, tan diverso y fragmentado como ella, usualmente elegante aunque caótico, intenso a veces, emo, promiscuo, hermoso, confuso, inconexo, anárquico, irreverente, cinéfilo, consumido”.

En Mi libro madre, mi libro monstruo (2017; La Uña Rota, 2022) la autora nos entregó su primer libro Tumblr (Heroines, por su parte, habría sido su libro Blogspot, ya que surgió a partir de los primeros textos publicados en su ya desaparecido blog Frances Farmer Is My Friend): una colección de reflexiones fragmentarias sobre el duelo familiar, la obra de Louise Bourgeois, la moda victoriana de fotografiar los muertos, Roland Barthes, la relación con su madre, la obra de Henry Darger y algunas fotografías de su madre, Barbara Loden y María Falconetti como Juana de Arco. Derivas sería el segundo libro Tumblr, pero sus largas digresiones no podrían estar más alejadas de la prosa fragmentaria y minimalista de Mi libro madre…, que en muchos momentos es más cercana a la poesía (y acaso lo sea, dentro de su propio subgénero: poesía documental).

Mi libro madre, mi libro monstruo y Derivas son, de momento, la única parte de la obra de Kate Zambreno que se ha traducido a nuestro idioma, y pueden pensarse como dos momentos completamente distintos de un mismo continuum ensayístico-autobiográfico. Ambos concentran años de trabajo y redacción y por eso mismo comparten algunos rasgos temáticos y formales. Los cuadernos en los que Zambreno trabajó Mi libro madre… fueron llenados a lo largo de 10 años y luego ensamblados para formar el libro. De este mismo proceso surgió Appendix Project, que consiste en una serie de textos que ensambló para leer en público durante las presentaciones y el tour de prensa de Mi libro madre… (se negaba a seguir leyendo este libro) y funciona como complemento temático o apéndice del libro base. De igual manera, Derivas comenzó a escribirse aproximadamente en 2015 y siguió una composición caótica hasta su eventual publicación. Del mismo modo Mi libro madre, mi libro monstruo tiene un libro de acompañamiento, Screen Tests, en el que resurgen muchos de los temas y obsesiones que aparecen en Derivas, principalmente algunas obsesiones cinematográficas y la relación con el padre, basada en su entusiasmo por las películas de John Wayne y Hitchcock.

Dubravka Ugrešić, escritora croata con un corpus ensayístico-biográfico con muchos puntos en común con la obra de Zambreno, dice, al inicio del prólogo de su Ficcionario americano: “Todos los libros tienen una historia propia, íntima, de su origen. Esta historia permanece oculta para el lector y tiene un significado sólo para el autor. A veces, sin embargo, es difícil separar la historia de cómo surge el libro del libro en sí mismo, a veces la historia de su origen es el propio libro”. La historia de Derivas es la historia de su propia composición. O quizá, más bien, la historia de los problemas personales, formales y temáticos que surgieron durante su composición. Nos dice la narradora: “Qué es lo que me está apartando de la escritura del libro? El calor, el perro, el aire acondicionado, el deseo de existir en tiempo presente, el pensamiento constante, la enfermedad, coger, víveres, cocinar, yoga, soledad y tristeza, Internet, depresión política, mi período, obsesión con productos de skin care, el capitalismo tardío, mirar series obsesivamente en la computadora, competencia y celos por la atención que reciben otros escritores, confusión sobre la novela, dar vueltas sin terminar nada, leer investigar, masturbarse, el tiempo pasando”. 

Derivas capturó con cierta presciencia el tedio pandémico, y su publicación en pleno 2020 no pudo ser más oportuna. Es una novela sobre un tipo de encierro, similar al vivido por la población general hace pocos años, en el que todo el tiempo libre del que se dispone para escribir no hace sino ejercer presión y abrumar a la narradora/autora. Paradójicamente, la “novela” continúa fluyendo al descubrir que puede enumerar las frustraciones y obstáculos que se supone que impiden su redacción. Derivas es también una novela sobre el cuerpo. Si bien gran parte de la obra de Kate Zambreno consiste en reflexiones continuas, fragmentarias y reiterativas, en una mímesis de los procesos de pensamiento, hay además un énfasis en el papel que el cuerpo juega dentro de la literatura, su producción y su lectura. En primera instancia tenemos el cuerpo de la autora/narradora, enfatizado en las constantes referencias a la menstruación, el sexo y la masturbación, así como el dolor, el vómito, el envejecimiento, los pedos. Algunos pasajes hacen eco de Ulises, la gran épica sobre el cuerpo humano. Pero a la escritora le interesan también los cuerpos controlados históricamente.

Este tema fue explorado más a fondo en Heroines, donde Zambreno explica las diferencias entre la recepción de ciertos tipos de obras, completamente dependiente del sexo o el género de quien la produce. Muchos aspectos que se romantizan cuando se trata de sujetos masculinos se patologizan cuando se trata de sujetos femeninos. “Angustia: cuando es de ella es patológica, cuando es de él es existencial”. Derivas abre con una reflexión sobre la libertad creativa y de movilidad que tuvo Rilke al escribir algunos de sus poemas importantes y la contrasta con la manera en la que a Clara Westoff, su esposa, le fueron impuestas otras expectativas (la maternidad, el cuidado de la casa) debido a dinámicas de género que todavía prevalecen. La narradora del libro encuentra una situación similar con su esposo, quien parece gozar de mejores condiciones de trabajo mientras ella vive en la precariedad laboral e intelectual, sin una universidad en la que pueda trabajar de manera fija, en constante competencia con otros colegas, expuesta al acoso y a abusos.

Otra cuestión importante es el cuestionamiento de la forma. En algún momento la narradora se pregunta si Derivas no es su propia forma: una especie nueva de notas ensayísticas con cierto contenido autobiográfico, entre el posteo superficial de las redes sociales, la reflexión estética y la escritura fragmentaria. La naturaleza distraída de la autora/narradora le permite avanzar únicamente de esta manera en la escritura del libro. De ahí que continúe entrecomillando novela. Acaso porque la autora ha escogido este género y este subtítulo de manera irónica: sabe que no está escribiendo una novela sino una cosa nueva, distinta, una forma que es más natural a su estilo de escritura. De igual manera podría haber cierto oportunismo comercial: ciertamente una “forma nueva” es comercialmente menos viable que el modo hegemónico de escritura literaria.

Esto último tiene un costado cínico, ya expuesto, y otro que no lo es: la autora consigue disfrazar de novela (formato convencional y vendible) un género experimental. Kate Zambreno problematiza la separación entre autora y personaje, así como la noción de autoficción. A lo largo de la “novela” hay un ir y venir constante entre la ficción y lo referencial; la autora no se identifica completamente con la narradora-protagonista, pero usa fotografías suyas para ilustrar pasajes del libro, un recurso no tan lejano al de W.G. Sebald. De ahí la facilidad y la necesidad de confundir las identidades constantemente. No obstante, como revelan los escritos biográficos sobre Sebald aparecidos recientemente, debemos ser cuidadosos al asumir como biográficos datos revelados en este tipo de novelas.

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Sembrando humedad

La necesidad de reflexionar colectivamente sobre el agua como cuerpo vinculante entre culturas y ecosistemas es el motor de Sembrando humedad, un proyecto que une arte y ciencia, impulsado por Ruta del Castor en colaboración con la artista colombiana Carolina Caycedo.

El proyecto está planeado en torno al Día Internacional de Acción por los Ríos, celebrado el pasado 14 de marzo, y abarca una serie de diálogos entre artistas, académicos y agentes culturales –uno de los cuales se transmitirá a través de Radio Nopal– y la proyección de un documental de Eugenio Polgovsky y un cortometraje de Lucrecia Martel en el Museo Tamayo. Las actividades tienen como fin intercambiar dinámicas, aprendizajes, cuestionamientos y herramientas en las que el agua sea el hilo conductor. Sembrando humedad se realizará entre 1 y el 5 de abril en diversas sedes de la Ciudad de México.

El programa inicia el lunes primero con las proyecciones del documental Resurrección (Polgovsky, 2016) y del cortometraje Nueva Argirópolis (Martel, 2021), ambos trabajos ligados íntimamente al tema del agua. La cinta del fallecido cineasta mexicano retrata la labor de una familia de activistas que intenta salvar el río Santiago, en Jalisco, mientras que la minificción de la directora argentina escenifica la lucha de algunas comunidades indígenas por fundar un nuevo territorio colectivo en las islas del Delta del Paraná. La presentación estará a cargo de la activista Sofía Enciso y la académica Deborah Martin. El evento tendrá lugar a las 18:45 horas, es gratuito y abierto al público.

Del 2 al 4 de abril se llevará a cabo un encuentro en Xochimilco con actividades multidisciplinarias que buscan compartir saberes entre los 50 participantes: artistas, organizaciones, miembros de la comunidad local, investigadores, activistas, agricultores, estudiantes y docentes de universidades e instituciones educativas como UAM Xochimilco, Iniciativa Agroecológica Xochimilco, East Los Angeles College, Goldsmiths University of London, Museo Tamayo, Tecnológico de Monterrey, University College London y Vincent Price Art Museum.

Para concluir, el 5 de abril se podrá sintonizar en línea, a través de Radio Nopal, un programa transmitido en vivo desde una trajinera que recorrerá los canales de Xochimilco. 

Ruta del Castor es una organización sin fines de lucro que gestiona y produce proyectos de arte público e interacción social. Se trata de crear un lazo entre artistas, comunidades y territorios, que surge a partir del interés en el rol del artista como agente social y el diálogo que fomenta el arte en espacios comunes.

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Sembrando humedad

La necesidad de reflexionar colectivamente sobre el agua como cuerpo vinculante entre culturas y ecosistemas es el motor de Sembrando humedad, un proyecto que une arte y ciencia, impulsado por Ruta del Castor en colaboración con la artista colombiana Carolina Caycedo.

El proyecto está planeado en torno al Día Internacional de Acción por los Ríos, celebrado el pasado 14 de marzo, y abarca una serie de diálogos entre artistas, académicos y agentes culturales –uno de los cuales se transmitirá a través de Radio Nopal– y la proyección de un documental de Eugenio Polgovsky y un cortometraje de Lucrecia Martel en el Museo Tamayo. Las actividades tienen como fin intercambiar dinámicas, aprendizajes, cuestionamientos y herramientas en las que el agua sea el hilo conductor. Sembrando humedad se realizará entre 1 y el 5 de abril en diversas sedes de la Ciudad de México.

El programa inicia el lunes primero con las proyecciones del documental Resurrección (Polgovsky, 2016) y del cortometraje Nueva Argirópolis (Martel, 2021), ambos trabajos ligados íntimamente al tema del agua. La cinta del fallecido cineasta mexicano retrata la labor de una familia de activistas que intenta salvar el río Santiago, en Jalisco, mientras que la minificción de la directora argentina escenifica la lucha de algunas comunidades indígenas por fundar un nuevo territorio colectivo en las islas del Delta del Paraná. La presentación estará a cargo de la activista Sofía Enciso y la académica Deborah Martin. El evento tendrá lugar a las 18:45 horas, es gratuito y abierto al público.

Del 2 al 4 de abril se llevará a cabo un encuentro en Xochimilco con actividades multidisciplinarias que buscan compartir saberes entre los 50 participantes: artistas, organizaciones, miembros de la comunidad local, investigadores, activistas, agricultores, estudiantes y docentes de universidades e instituciones educativas como UAM Xochimilco, Iniciativa Agroecológica Xochimilco, East Los Angeles College, Goldsmiths University of London, Museo Tamayo, Tecnológico de Monterrey, University College London y Vincent Price Art Museum.

Para concluir, el 5 de abril se podrá sintonizar en línea, a través de Radio Nopal, un programa transmitido en vivo desde una trajinera que recorrerá los canales de Xochimilco. 

Ruta del Castor es una organización sin fines de lucro que gestiona y produce proyectos de arte público e interacción social. Se trata de crear un lazo entre artistas, comunidades y territorios, que surge a partir del interés en el rol del artista como agente social y el diálogo que fomenta el arte en espacios comunes.

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jueves, 28 de marzo de 2024

La conejera de los bibliomisterios

En los capítulos cuarto y quinto de El sueño eterno (1939), de Raymond Chandler, Philip Marlowe intenta dar con la siniestra figura de A.G. Geiger, un librero que ha estado intentando chantajear, con fotografías comprometedoras, al millonario que ha contratado al detective filosófico. En su pesquisa el ojo de Marlowe cataloga y describe lo que parece una librería elegante y acogedora –madera, antigüedades, artículos de colección con toques orientales, asientos de piel–, aunque pronto detecta algo fuera de lugar: una mujer sentada detrás de un escritorio, que “se levantó lentamente y se balanceó hacia mí en un ajustado vestido negro que no reflejaba la luz. Tenía largos muslos y caminaba con un no sé qué que no se veía a menudo en librerías”. Marlowe finge estar buscando la tercera edición de Ben-Hur (“la que tiene la errata en la página 116”) o, en su defecto, “un Chevalier Audubon de 1840 –el set completo, por supuesto”. La especificidad de las preguntas descoloca a la supuesta librera. Y en los dinámicos párrafos subsecuentes, como sabemos, se descubre que la librería es una fachada para un grotesco negocio de renta de pornografía. Marlowe roba un libro “pesado, bien encuadernado, bellamente impreso con tipos móviles, en papel fino. Lleno de fotografías artísticas a página completa. Tanto las fotos como el texto impreso eran de una inmundicia indescriptible”.

Opera aquí, me parece, un cortocircuito que en realidad revela una pulsión bien conocida por los coleccionistas o fetichistas en general. Se juzga una “inmundicia indescriptible” el material pornográfico revisado por Marlowe, con el eco de la mujer de largos muslos, pero al mismo tiempo se da una mirada atenta y apreciativa (tanto al local como a la calidad del encuadernamiento e impresión, etcétera). Es una curiosidad que quizá pueda resultar malsana en ciertos ámbitos de la sociedad –como sabrá cualquier bibliófilo acumulador–, pero que conlleva sus riesgos.

Hace poco, por ejemplo, decidí comprar un libro que encontré en la mesa de novedades de una librería, solamente porque su título me llamó la atención: Asesinato en la librería (2023), de Sue Minix. Estaba retractilado y lo compré por impulso, sin abrirlo. Más tarde me llevé algunas sorpresas. Sue Minix, creía yo, por el nombre, pero también por la portada del libro y mis propios prejuicios, era una autora ¿oriental? No, en realidad Minix es un apellido gaélico (la autora nació en Michigan y ahora vive en el desierto de Nuevo México, como se informa en la solapa). Pero sobre todo creía que el libro encajaría firmemente en ese subgénero del relato criminal, el bibliomisterio. Y algo de eso hay, concedo: en la novela existe una librería, la protagonista escribe novelas de intriga y el crimen está relacionado con un premio literario. Pero, ¡promesas rotas!, el asesinato titular no ocurre en la librería –sino a bordo de un velero, que explota– y el relato es un obvio ir y venir de escenas aburridísimas y previsibles. Es el peor crimen de una novela de este tipo, que supuestamente debe ser un producto de entretenimiento. Me tomó una semana leerla y sólo tiene treinta capítulos (la edición cuenta con apenas 333 páginas). Lo peor es que casi todas las oraciones bien podrían haber salido de generadores de texto. Recuerdo haberme reído en voz alta cuando leí que, en cierto momento, la “atmósfera era tan densa que podría cortarse con un cuchillo”.

Creo que el libro me molestó, además, porque era demasiado caro (más de 500 pesos, en El Péndulo; tal vez me hubiera ido mejor con Asesinato entre libros, de Kate Carlisle, que también puede encontrarse en El Péndulo por 399 pesos). La experiencia de consumo me recordó, también, que la novela negra rara vez puede ser juzgada desde la crítica literaria y en realidad es sujeto de la crítica cultural. Llevo un tiempo intentando dar con relatos de crimen que tratan sobre libros y he acumulado muy pocos. El coleccionista de libros (2015), de Alice Thompson; Los falsificadores (2014), de Bradford Morrow; Death of a Bookseller (1956, aún sin traducir), de Bernard J. Farmer; y Murder by the Book (2021, aún sin traducir), antología de relatos editada por Martin Edwards. ¿Puedo incluir en esta lista El cuchilloThe Blunderer, en el original– de Patricia Highsmith? El antagonista es un desagradable librero de viejo que un mal día decide asesinar a su esposa. ¿Me veo obligado a añadir libros de Pérez-Reverte y Umberto Eco…?

Como ocurre con la novela negra en general, los bibliomisterios pueden encontrarse en lo peor de la industria editorial (con sus momentos sorprendentemente dignos). Al margen de la lectura atenta encuentro interesante una sospecha que se esconde en este subgénero, y que va a contrapelo de una idea extendida hoy en día (que la lectura garantiza empatía u otras virtudes): quienes dedican sus vidas a leer y a los libros pueden ser personas odiosas, cascarrabias y posiblemente peligrosas. Es una idea que comprendo perfectamente, pues paso la mayor parte de mi tiempo entre libros, leyéndolos o vendiéndolos. Y debo decir que sí son, los libros y las librerías, pararrayos de gente extraña. Al respecto varios libreros han escrito diarios y memorias, que son un género en sí mismo y que comentaré en mi próxima entrega. Hay, me temo, una continuidad aquí: el ambiente antiintelectual de nuestros días enfrenta a los libreros a la dura realidad del comercio, y a la fragilidad del interés genuino por las artes. ¿Caldo de cultivo para distintas gradaciones de males mentales, que pueden pasar de la ansiedad al… asesinato perfecto?

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La conejera de los bibliomisterios

En los capítulos cuarto y quinto de El sueño eterno (1939), de Raymond Chandler, Philip Marlowe intenta dar con la siniestra figura de A.G. Geiger, un librero que ha estado intentando chantajear, con fotografías comprometedoras, al millonario que ha contratado al detective filosófico. En su pesquisa el ojo de Marlowe cataloga y describe lo que parece una librería elegante y acogedora –madera, antigüedades, artículos de colección con toques orientales, asientos de piel–, aunque pronto detecta algo fuera de lugar: una mujer sentada detrás de un escritorio, que “se levantó lentamente y se balanceó hacia mí en un ajustado vestido negro que no reflejaba la luz. Tenía largos muslos y caminaba con un no sé qué que no se veía a menudo en librerías”. Marlowe finge estar buscando la tercera edición de Ben-Hur (“la que tiene la errata en la página 116”) o, en su defecto, “un Chevalier Audubon de 1840 –el set completo, por supuesto”. La especificidad de las preguntas descoloca a la supuesta librera. Y en los dinámicos párrafos subsecuentes, como sabemos, se descubre que la librería es una fachada para un grotesco negocio de renta de pornografía. Marlowe roba un libro “pesado, bien encuadernado, bellamente impreso con tipos móviles, en papel fino. Lleno de fotografías artísticas a página completa. Tanto las fotos como el texto impreso eran de una inmundicia indescriptible”.

Opera aquí, me parece, un cortocircuito que en realidad revela una pulsión bien conocida por los coleccionistas o fetichistas en general. Se juzga una “inmundicia indescriptible” el material pornográfico revisado por Marlowe, con el eco de la mujer de largos muslos, pero al mismo tiempo se da una mirada atenta y apreciativa (tanto al local como a la calidad del encuadernamiento e impresión, etcétera). Es una curiosidad que quizá pueda resultar malsana en ciertos ámbitos de la sociedad –como sabrá cualquier bibliófilo acumulador–, pero que conlleva sus riesgos.

Hace poco, por ejemplo, decidí comprar un libro que encontré en la mesa de novedades de una librería, solamente porque su título me llamó la atención: Asesinato en la librería (2023), de Sue Minix. Estaba retractilado y lo compré por impulso, sin abrirlo. Más tarde me llevé algunas sorpresas. Sue Minix, creía yo, por el nombre, pero también por la portada del libro y mis propios prejuicios, era una autora ¿oriental? No, en realidad Minix es un apellido gaélico (la autora nació en Michigan y ahora vive en el desierto de Nuevo México, como se informa en la solapa). Pero sobre todo creía que el libro encajaría firmemente en ese subgénero del relato criminal, el bibliomisterio. Y algo de eso hay, concedo: en la novela existe una librería, la protagonista escribe novelas de intriga y el crimen está relacionado con un premio literario. Pero, ¡promesas rotas!, el asesinato titular no ocurre en la librería –sino a bordo de un velero, que explota– y el relato es un obvio ir y venir de escenas aburridísimas y previsibles. Es el peor crimen de una novela de este tipo, que supuestamente debe ser un producto de entretenimiento. Me tomó una semana leerla y sólo tiene treinta capítulos (la edición cuenta con apenas 333 páginas). Lo peor es que casi todas las oraciones bien podrían haber salido de generadores de texto. Recuerdo haberme reído en voz alta cuando leí que, en cierto momento, la “atmósfera era tan densa que podría cortarse con un cuchillo”.

Creo que el libro me molestó, además, porque era demasiado caro (más de 500 pesos, en El Péndulo; tal vez me hubiera ido mejor con Asesinato entre libros, de Kate Carlisle, que también puede encontrarse en El Péndulo por 399 pesos). La experiencia de consumo me recordó, también, que la novela negra rara vez puede ser juzgada desde la crítica literaria y en realidad es sujeto de la crítica cultural. Llevo un tiempo intentando dar con relatos de crimen que tratan sobre libros y he acumulado muy pocos. El coleccionista de libros (2015), de Alice Thompson; Los falsificadores (2014), de Bradford Morrow; Death of a Bookseller (1956, aún sin traducir), de Bernard J. Farmer; y Murder by the Book (2021, aún sin traducir), antología de relatos editada por Martin Edwards. ¿Puedo incluir en esta lista El cuchilloThe Blunderer, en el original– de Patricia Highsmith? El antagonista es un desagradable librero de viejo que un mal día decide asesinar a su esposa. ¿Me veo obligado a añadir libros de Pérez-Reverte y Umberto Eco…?

Como ocurre con la novela negra en general, los bibliomisterios pueden encontrarse en lo peor de la industria editorial (con sus momentos sorprendentemente dignos). Al margen de la lectura atenta encuentro interesante una sospecha que se esconde en este subgénero, y que va a contrapelo de una idea extendida hoy en día (que la lectura garantiza empatía u otras virtudes): quienes dedican sus vidas a leer y a los libros pueden ser personas odiosas, cascarrabias y posiblemente peligrosas. Es una idea que comprendo perfectamente, pues paso la mayor parte de mi tiempo entre libros, leyéndolos o vendiéndolos. Y debo decir que sí son, los libros y las librerías, pararrayos de gente extraña. Al respecto varios libreros han escrito diarios y memorias, que son un género en sí mismo y que comentaré en mi próxima entrega. Hay, me temo, una continuidad aquí: el ambiente antiintelectual de nuestros días enfrenta a los libreros a la dura realidad del comercio, y a la fragilidad del interés genuino por las artes. ¿Caldo de cultivo para distintas gradaciones de males mentales, que pueden pasar de la ansiedad al… asesinato perfecto?

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Un juego sin competencia

Luego de estas décadas, ¿sabemos qué es el karaoke? Una de las formas de entretenimiento contemporáneas mejor conocidas no tiene una sola caracterización: puede ser un formato, un dispositivo o una combinación de ellos. Un instrumento de tortura, para una amplia franja de la población. O un experimento que se realiza una y otra vez, en torno a las posibilidades de socialización que abre la música popular. También es un juego en el que los implementos técnicos pueden variar y en el que las reglas no están para nada estandarizadas.

El desarrollo del karaoke ha implicado desviaciones y progresiones en varios momentos, hasta que ya resulta difícil contar todas sus variantes en una sola historia. De cualquier forma, todavía puede ubicarse como un conjunto de prácticas relacionadas entre sí. Si la consideramos una manera informal de cantar sobre la parte instrumental de una canción puede estar demasiado diseminada y sus bordes resultan muy difusos. Pero es fácil ubicar el desarrollo técnico que dio origen a sus formas actuales.

El pasado 26 de enero falleció, a los cien años de edad, Shigeichi Negishi, creador de la Sparko Box, aparato que, según una opinión casi consensual acerca del asunto, fue la primera versión del karaoke. La noticia fue dada a conocer apenas el 14 de marzo y dio pie a una revisión del inventor y de su invento, así como de su polarizante legado. Uno de los hechos que resaltan sus biógrafos es que, aunque se trataba de un hombre de negocios (dedicado a la fabricación e instalación de estéreos para automóviles), no diseñó su prototipo con fines comerciales. Su idea inicial partió de las burlas que le hizo un compañero de trabajo por su ineptitud para cantar. La Sparko Box fue, desde el inicio, una respuesta humorística a este reto, un dispositivo social que luego encontró canales comerciales, en vez de lo inverso, que suele ser mucho más frecuente. “Sobre todo, quería divertirme”, dijo su creador en una de las últimas entrevistas que dio.

Además de Negishi pueden contarse al menos dos personas que diseñaron, de forma independiente, prototipos para la interpretación de canciones a la manera del karaoke: Toshiharu Yamashita, en 1970, y Daisuke Inoue, en 1971. Ninguno de ellos, como tampoco Negishi, patentó el invento. La propiedad intelectual del único dispositivo relacionado con el karaoke perteneció a Roberto del Rosario, un filipino que desarrolló el suyo (con el nombre Sing Along System) a partir de una de las incontables versiones que han añadido algo o modificado los modelos y esquemas anteriores, todos surgidos en Japón.

La fortuna que acumuló Del Rosario (fallecido en 2003) no le extrañará a nadie que tenga una familiaridad, incluso remota, con lo que mueve este negocio desde hace varias décadas. Se especula que el mercado mundial del karaoke es de más de 10 mil millones de dólares. El legado social, por otra parte, es más difícil de estimar o de resumirse en cifras, sobre todo tomando en cuenta la ambivalencia que despierta. Se asume que este pasatiempo se practica para tomar momentáneamente el lugar de una estrella pop, un momento en que personas “de a pie” pueden investirse del carisma de quienes admiran. Aunque puede argumentarse que también implica abrir voluntariamente varios flancos vulnerables: incluso quienes tienen mayor destreza técnica deben enfrentarse a la distancia que les separa de la estrella a la que intentan representar, ya sea en el físico o en la presencia escénica.

Ciomo en la ficción, se debe poner en suspenso el escepticismo; a diferencia de ella, abrir la puerta al ridículo no es una posibilidad sino algo que se da por sentado. Si lo tomamos como un juego, tiene la particularidad de que no tiene como fin separar a ganadores de perdedores, al menos no con términos claros. Una interpretación técnicamente bien lograda puede considerarse un éxito social en la misma medida que una desafinada y fársica. La distancia que hay entre la persona que toma su turno en el escenario y la estrella a la que emula es parte del juego y contribuye a uno de sus rasgos principales: la caricaturización de la estrella y de la misma persona que interpreta.

El karaoke ha despertado animadversión en cada momento de su historia. Aun cuando se trata de un evento plenamente cotidiano, hay pocas personas a quienes les resulte indiferente. A sus detractores les parece un pasatiempo insoportablemente banal, kitsch y ridículo. Sus practicantes lo disfrutan por las mismas razones. Para muchas otras personas el asco y el disfrute se sobreponen mientras suceden las interpretaciones, ya sea arriba del escenario o como parte del público.

A partir de 2007 en Filipinas comenzó una serie de incidentes que llegó a ser conocida como “Los asesinatos de ‘My way’”: gente que era atacada mientras cantaba esa canción en bares de karaoke. Se calcula que, entre ese año y 2012, hubo alrededor de diez casos sin ninguna relación entre sí más allá de los factores enlistados. En cierto punto de la década anterior comenzaron a suprimirla de las listas de reproducción en bares de Manila y otras ciudades. No queda claro si detrás de todos los incidentes hubo la misma motivación, aunque varios comentaristas apuntaron a la fricción entre la etiqueta de los bares en Asia sudoriental y las líneas que popularizó Sinatra, llenas de arrogancia machista.

En su momento embrionario, cuando empezaba a difundirse el uso de la Sparko Box de Negishi, la controversia se daba en otro terreno: una parte del gremio de músicos japoneses se opuso tanto a este dispositivo como al prototipo creado por Daisuke Inoue. Su preocupación era que podían quedarse sin trabajo, al encontrar que nadie necesitaría contratar sus servicios si cualquiera (asistentes a una fiesta o a un establecimiento) podía tomar su lugar de forma gratuita. Como apuntó hace poco el historiador de la música Matt Alt, esta inquietud, aunque puede aparecer como risible desde nuestra perspectiva (con la ventaja del paso del tiempo), refleja a la perfección los miedos actuales por la posible suplantación de los intérpretes profesionales por medio de herramientas de inteligencia artificial.

Otro de los grandes puntos de inflexión que modificaron la forma en que se produce, distribuye y escucha la música puede echar algo de luz: el lento tránsito de una industria musical centrada en las ventas en soporte físico hacia una cuyo mayor volumen de operaciones es la escucha en línea. El miedo que buscaron sembrar los sellos discográficos por el supuesto colapso económico que se avecinaba y los ajustes que disiparon esos miedos (la legitimación de Spotify como una de las subtramas principales) tuvieron como hilo conductor la noción de propiedad aplicada a las obras musicales. Se trataba de no dejar ir el negocio como columna principal de esta actividad, ignorando las posibilidades creativas que se abrían.

Esta transición se asemeja a lo que despierta la proliferación de las IA en música, así como a la Sparko Box y su nieto, el karaoke contemporáneo: la principal fuente del miedo que despiertan es la amenaza a su uso como mercancía y las ganancias que pueden obtenerse (miedos que, a la vuelta de las décadas, suelen resultar infundados). Los intercambios y los desarrollos a los que pueden dar paso (e incluso, otros peligros potenciales, que podrían ser más serios que las amenazas a la propiedad) se dejan en segundo plano. Como si con ello hubieran dejado un mensaje, voluntario o involuntario, hace seis décadas, los múltiples abuelos del karaoke decidieron no registrar su invento: lo que perseguían no se encontraba en el reino de lo económico sino en el de lo sensible.

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Un juego sin competencia

Luego de estas décadas, ¿sabemos qué es el karaoke? Una de las formas de entretenimiento contemporáneas mejor conocidas no tiene una sola caracterización: puede ser un formato, un dispositivo o una combinación de ellos. Un instrumento de tortura, para una amplia franja de la población. O un experimento que se realiza una y otra vez, en torno a las posibilidades de socialización que abre la música popular. También es un juego en el que los implementos técnicos pueden variar y en el que las reglas no están para nada estandarizadas.

El desarrollo del karaoke ha implicado desviaciones y progresiones en varios momentos, hasta que ya resulta difícil contar todas sus variantes en una sola historia. De cualquier forma, todavía puede ubicarse como un conjunto de prácticas relacionadas entre sí. Si la consideramos una manera informal de cantar sobre la parte instrumental de una canción puede estar demasiado diseminada y sus bordes resultan muy difusos. Pero es fácil ubicar el desarrollo técnico que dio origen a sus formas actuales.

El pasado 26 de enero falleció, a los cien años de edad, Shigeichi Negishi, creador de la Sparko Box, aparato que, según una opinión casi consensual acerca del asunto, fue la primera versión del karaoke. La noticia fue dada a conocer apenas el 14 de marzo y dio pie a una revisión del inventor y de su invento, así como de su polarizante legado. Uno de los hechos que resaltan sus biógrafos es que, aunque se trataba de un hombre de negocios (dedicado a la fabricación e instalación de estéreos para automóviles), no diseñó su prototipo con fines comerciales. Su idea inicial partió de las burlas que le hizo un compañero de trabajo por su ineptitud para cantar. La Sparko Box fue, desde el inicio, una respuesta humorística a este reto, un dispositivo social que luego encontró canales comerciales, en vez de lo inverso, que suele ser mucho más frecuente. “Sobre todo, quería divertirme”, dijo su creador en una de las últimas entrevistas que dio.

Además de Negishi pueden contarse al menos dos personas que diseñaron, de forma independiente, prototipos para la interpretación de canciones a la manera del karaoke: Toshiharu Yamashita, en 1970, y Daisuke Inoue, en 1971. Ninguno de ellos, como tampoco Negishi, patentó el invento. La propiedad intelectual del único dispositivo relacionado con el karaoke perteneció a Roberto del Rosario, un filipino que desarrolló el suyo (con el nombre Sing Along System) a partir de una de las incontables versiones que han añadido algo o modificado los modelos y esquemas anteriores, todos surgidos en Japón.

La fortuna que acumuló Del Rosario (fallecido en 2003) no le extrañará a nadie que tenga una familiaridad, incluso remota, con lo que mueve este negocio desde hace varias décadas. Se especula que el mercado mundial del karaoke es de más de 10 mil millones de dólares. El legado social, por otra parte, es más difícil de estimar o de resumirse en cifras, sobre todo tomando en cuenta la ambivalencia que despierta. Se asume que este pasatiempo se practica para tomar momentáneamente el lugar de una estrella pop, un momento en que personas “de a pie” pueden investirse del carisma de quienes admiran. Aunque puede argumentarse que también implica abrir voluntariamente varios flancos vulnerables: incluso quienes tienen mayor destreza técnica deben enfrentarse a la distancia que les separa de la estrella a la que intentan representar, ya sea en el físico o en la presencia escénica.

Ciomo en la ficción, se debe poner en suspenso el escepticismo; a diferencia de ella, abrir la puerta al ridículo no es una posibilidad sino algo que se da por sentado. Si lo tomamos como un juego, tiene la particularidad de que no tiene como fin separar a ganadores de perdedores, al menos no con términos claros. Una interpretación técnicamente bien lograda puede considerarse un éxito social en la misma medida que una desafinada y fársica. La distancia que hay entre la persona que toma su turno en el escenario y la estrella a la que emula es parte del juego y contribuye a uno de sus rasgos principales: la caricaturización de la estrella y de la misma persona que interpreta.

El karaoke ha despertado animadversión en cada momento de su historia. Aun cuando se trata de un evento plenamente cotidiano, hay pocas personas a quienes les resulte indiferente. A sus detractores les parece un pasatiempo insoportablemente banal, kitsch y ridículo. Sus practicantes lo disfrutan por las mismas razones. Para muchas otras personas el asco y el disfrute se sobreponen mientras suceden las interpretaciones, ya sea arriba del escenario o como parte del público.

A partir de 2007 en Filipinas comenzó una serie de incidentes que llegó a ser conocida como “Los asesinatos de ‘My way’”: gente que era atacada mientras cantaba esa canción en bares de karaoke. Se calcula que, entre ese año y 2012, hubo alrededor de diez casos sin ninguna relación entre sí más allá de los factores enlistados. En cierto punto de la década anterior comenzaron a suprimirla de las listas de reproducción en bares de Manila y otras ciudades. No queda claro si detrás de todos los incidentes hubo la misma motivación, aunque varios comentaristas apuntaron a la fricción entre la etiqueta de los bares en Asia sudoriental y las líneas que popularizó Sinatra, llenas de arrogancia machista.

En su momento embrionario, cuando empezaba a difundirse el uso de la Sparko Box de Negishi, la controversia se daba en otro terreno: una parte del gremio de músicos japoneses se opuso tanto a este dispositivo como al prototipo creado por Daisuke Inoue. Su preocupación era que podían quedarse sin trabajo, al encontrar que nadie necesitaría contratar sus servicios si cualquiera (asistentes a una fiesta o a un establecimiento) podía tomar su lugar de forma gratuita. Como apuntó hace poco el historiador de la música Matt Alt, esta inquietud, aunque puede aparecer como risible desde nuestra perspectiva (con la ventaja del paso del tiempo), refleja a la perfección los miedos actuales por la posible suplantación de los intérpretes profesionales por medio de herramientas de inteligencia artificial.

Otro de los grandes puntos de inflexión que modificaron la forma en que se produce, distribuye y escucha la música puede echar algo de luz: el lento tránsito de una industria musical centrada en las ventas en soporte físico hacia una cuyo mayor volumen de operaciones es la escucha en línea. El miedo que buscaron sembrar los sellos discográficos por el supuesto colapso económico que se avecinaba y los ajustes que disiparon esos miedos (la legitimación de Spotify como una de las subtramas principales) tuvieron como hilo conductor la noción de propiedad aplicada a las obras musicales. Se trataba de no dejar ir el negocio como columna principal de esta actividad, ignorando las posibilidades creativas que se abrían.

Esta transición se asemeja a lo que despierta la proliferación de las IA en música, así como a la Sparko Box y su nieto, el karaoke contemporáneo: la principal fuente del miedo que despiertan es la amenaza a su uso como mercancía y las ganancias que pueden obtenerse (miedos que, a la vuelta de las décadas, suelen resultar infundados). Los intercambios y los desarrollos a los que pueden dar paso (e incluso, otros peligros potenciales, que podrían ser más serios que las amenazas a la propiedad) se dejan en segundo plano. Como si con ello hubieran dejado un mensaje, voluntario o involuntario, hace seis décadas, los múltiples abuelos del karaoke decidieron no registrar su invento: lo que perseguían no se encontraba en el reino de lo económico sino en el de lo sensible.

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miércoles, 27 de marzo de 2024

Sonic Youth: un millar de discos (parte 2)

Una de las virtudes de Sonic Youth es que su música se puede escuchar y leer como un caleidoscopio de artistas, sonidos y expresiones complejos. Si en su momento desembocó en un noise rock raído, poco sorprendente, no debe olvidarse que la banda fue en sus orígenes un referente, una catapulta infatigable de propuestas sonoras. Dentro del atlas de la diáspora del grupo quizá los trabajos de Thurston Moore y Lee Ranaldo sean los más convencionales y numerosos, pero también los más expansivos y diversos. 

Thurston Moore

Moore no ha dejado de ser un entusiasta de la parafernalia que hermana a la música popular con el arte visual más abigarrado. Fanzines, cintas, colaboraciones diversas, proyectos transmedia (Ecstatic Peace Library) y una edición constante de registros sonoros hacen del miembro de Sonic Youth un almanaque completo. Eso no significa que los más de 300 registros en los que el guitarrista y cantante ha participado sean sobresalientes o sólidos, pero permiten entender su visión del mundo, que cruza la labor arqueológica, periodística y artística más allá de las dinámicas discográficas. En este terreno el crítico, el potencial comercial e incluso el seguidor de su trabajo quedan en segundo plano.

Habría que intentar cartografiar las sonoridades en solitario de Thurston Moore a partir de cuatro ángulos clave: su lado ruidoso y hostil, de guitarras destempladas e improvisación; su faceta de cantautor sensible; su guitarreo americano a galope y las colaboraciones más cercanas al ritual artístico que a la música. 

En la veta rockera destaca sobre todo ‘Psychic Hearts’ (1995), editado por Geffen Records. Fue acaso el primer ‘side project’ en forma de un integrante de Sonic Youth, y en él podemos escuchar el crisol estilístico del guitarrista.

En la veta rockera destaca sobre todo Psychic Hearts (1995), editado por Geffen Records. Fue acaso el primer side project en forma de un integrante de Sonic Youth, y en él podemos escuchar el crisol estilístico del guitarrista, de las armonías metálicas y las letras melancólicas al punk pop noventero. Era la época del Washing Machine y la reciente paternidad de Moore y Kim Gordon hacía mella en la banda, que estaba a tres escasos años del ocaso de su etapa mainstream. En esta línea el músico profundizó durante casi una década en un sonido abismal, con finales caóticos y gruñidos, junto a los percusionistas William Winant y Tom Surgal. Klangfarbenmelodie & The Colorist Strikes Primitive (1995) y Piece for Jetsun Dolma (1996) son excelentes puntos de partida. 

Otro trabajo importante es Root (1998), 25 piezas de un minuto compuestas por Thurston Moore y sus respectivas deconstrucciones y remezclas a cargo de artistas tan diversos como Derek Bailey, Stereolab, Merzbow, Blur, Mogwai o Alec Empire. Una pasada dura y corrosiva, pero también muy nutrida, sobre las experimentaciones primariamente electrónicas, que sienta las bases de la idea colaborativa de Moore.

Lo más plano y gris de su producción ha aparecido durante las últimas dos décadas. El guitarrista ha echado mano de sus ex compañeros de banda para hacer rock convencional o, sencillamente, canción nostálgica. Ahí están Trees Outside The Academy (2007), Demolished Thoughts (2011), Chelsea Light Moving (2013), The Best Day (2014), Rock n Roll Consciousness (2017) y By the Fire (2020).

Son en cambio interesantes las exploraciones acústicas y los momentos de improvisación eléctrica, más espaciados, donde podemos atestiguar el modo en que las enseñanzas de Glenn Branca se expanden hacia nuevos terrenos. Ahí vive el maravilloso Four Guitars Live (2006) –junto a Lee Ranaldo, Carlos Giffoni y Nels Cline–, el hermoso 12 String Meditations for Jack Rose (2011) y el delicado y prístino Screen Time (2021). 

Thurston Moore

Thurston Moore

Mención aparte merece la incursión de Thurston Moore en el free jazz-rock de alto octanaje, especialmente lo editado al lado del percusionista y multiinstrumentista John Moloney entre 2011 y 2015, pero sobre todo las rabiosas exploraciones al lado del saxofonista sueco Mats Gustafsson: Play Some Fucking Stooges (2012), Vi Är Alla Guds Slavar (2013), Hit the Wall! y Cuts of Guilt, Cuts Deeper (ambos de 2015) y, muy especialmente, el Live al lado de The Thing de 2014. 

Los últimos dos años han sido de sosiego y cautela para Thurston Moore, quien se ha decantado más por editar el trabajo de otros y publicar sus memorias, mientras el fantasma de una enfermedad parece rondar la casa. De 2023 sobresale el registro improvisatorio en The Stone, el legendario local experimental de Nueva York, al lado de su compañera de varias batallas Samara Lubelski al violín y Bill Nace en la guitarra, un registro originalmente presentado en 2018 pero editado apenas el año pasado en el sello de Pat Murano, Dalksina. 

Lee Ranaldo

Acaso el integrante más rockero, más hippie, de Sonic Youth. Ranaldo aportó equilibrio musical desde su llegada a la banda. Si bien el sonido de su guitarra abrevaba en las enseñanzas de Glenn Branca, también incluía armonías preciosistas fundamentales para entender el rock indie de finales de los ochenta y buena parte de los noventa. Sintetizó el intrincado estilo británico con la tradición setentera local para convertirlos en algo congruente en la estela del punk accesible, sin cerrarse a la experimentación. 

Ranaldo es quien más ha colaborado con artistas y producciones de otros países, particularmente de España, país con el que tiene un vínculo franco. Además, gracias a su esposa, la fotógrafa y videasta Leah Singer, se mantiene cerca de las artes visuales occidentales. Amante de la música del mundo, la poesía beat y los diarios de viajes, el Ranaldo solista podría entenderse desde tres ejes: las guitarras experimentales en la veta de Thurston Moore, con mayor sentido musical y algunas licencias ruidosas; las reminiscencias conceptuales y del land art y el rock pop ágil, seco y preciosista. 

Entre los primeros destaca el hermético, sofocante, minimalista y hermosísimo From Here to Infinity (1987), lleno de fuzz y alta inventiva, al igual que Scriptures of the Golden Eternity (1993), un registro de improvisación en la Knitting Factory de Nueva York que, de alguna manera, marca el inicio del uso de electrónicos y guitarra para construir drones colaborativos, al lado de figuras notables como Zeena Parkins, Jim O’Rourke, William Hooker o Loren Connors, pero sobre todo con Christian Marclay, que ayudó a Ranaldo a dirigir y expandir su sonido.

En ‘Dirty Windows’ (1998) comprendemos por fin que, mientras Moore pintaba cuchillos y navajas, Ranaldo trazaba máquinas monumentales, metales oxidados y reminiscencias desvencijadas.

En el armario conceptual encontramos dos discos brutales. En Dirty Windows (1998) comprendemos por fin que, mientras Moore pintaba cuchillos y navajas, Ranaldo trazaba máquinas monumentales, metales oxidados y reminiscencias desvencijadas. En esta vena es escucha obligada Amarillo Ramp (For Robert Smithson) (1998), donde Lee Ranaldo se anima a incorporar canciones convencionales, fuera del ethos Youth. 

Lo expansivo y espaciado con electrónicos y guitarra abarca la primera mitad de los dosmiles en la obra del guitarrista, hasta llegar a Maelstrom from Drift (2008), que deja ver su interés en las músicas del mundo, la estructura de las canciones y el jazz. La experimentación, menos apolillada y hermética, pone las cosas a ras de suelo. En esta etapa Ranaldo se involucra proyectos fascinantes junto a Rafael Toral, My Cat is an Alien y Ramona Ponzini, entre otros. 

Lee Ranaldo

Lee Ranaldo | Wegow.com

Tras la experiencia portuguesa y la disolución de la banda, 2012 encuentra a Lee Ranaldo en una etapa madura, con ganas de regresar a las aguas independientes del rock. Between the Times and the Tides es un trabajo honesto, otoñal y nostálgico, sin demasiados sobresaltos. Suena casi a una colección de hojas sueltas de Sonic Youth, como si se negara a aceptar la gravedad de lo inevitable. 

En épocas recientes Ranaldo no ha dejado la abstracción, pero el rock de guitarras sigue imponiéndose. Mientras edita y toca en vivo con William Basinski, Balazs Pandi o Jim Jarmusch, sus discos de canciones convencionales se han ido enfocando más. Ahí encontramos Electric Tim (2017) y una belleza al lado del español Raül Refree, Names of North End Women (2020), que apela al timbre. Ranaldo suena sin prisa, cómodo, aunque sigue buscando un sentido de la canción que sea memorable. 

En lo que va del año no hemos tenido música nueva de Lee Ranaldo, que cuando no está dando la vuelta al mundo, tocando o grabando, suele editar libros o relacionarse en proyectos que cruzan disciplinas, con el sonido como copiloto. 

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Sonic Youth: un millar de discos (parte 2)

Una de las virtudes de Sonic Youth es que su música se puede escuchar y leer como un caleidoscopio de artistas, sonidos y expresiones complejos. Si en su momento desembocó en un noise rock raído, poco sorprendente, no debe olvidarse que la banda fue en sus orígenes un referente, una catapulta infatigable de propuestas sonoras. Dentro del atlas de la diáspora del grupo quizá los trabajos de Thurston Moore y Lee Ranaldo sean los más convencionales y numerosos, pero también los más expansivos y diversos. 

Thurston Moore

Moore no ha dejado de ser un entusiasta de la parafernalia que hermana a la música popular con el arte visual más abigarrado. Fanzines, cintas, colaboraciones diversas, proyectos transmedia (Ecstatic Peace Library) y una edición constante de registros sonoros hacen del miembro de Sonic Youth un almanaque completo. Eso no significa que los más de 300 registros en los que el guitarrista y cantante ha participado sean sobresalientes o sólidos, pero permiten entender su visión del mundo, que cruza la labor arqueológica, periodística y artística más allá de las dinámicas discográficas. En este terreno el crítico, el potencial comercial e incluso el seguidor de su trabajo quedan en segundo plano.

Habría que intentar cartografiar las sonoridades en solitario de Thurston Moore a partir de cuatro ángulos clave: su lado ruidoso y hostil, de guitarras destempladas e improvisación; su faceta de cantautor sensible; su guitarreo americano a galope y las colaboraciones más cercanas al ritual artístico que a la música. 

En la veta rockera destaca sobre todo ‘Psychic Hearts’ (1995), editado por Geffen Records. Fue acaso el primer ‘side project’ en forma de un integrante de Sonic Youth, y en él podemos escuchar el crisol estilístico del guitarrista.

En la veta rockera destaca sobre todo Psychic Hearts (1995), editado por Geffen Records. Fue acaso el primer side project en forma de un integrante de Sonic Youth, y en él podemos escuchar el crisol estilístico del guitarrista, de las armonías metálicas y las letras melancólicas al punk pop noventero. Era la época del Washing Machine y la reciente paternidad de Moore y Kim Gordon hacía mella en la banda, que estaba a tres escasos años del ocaso de su etapa mainstream. En esta línea el músico profundizó durante casi una década en un sonido abismal, con finales caóticos y gruñidos, junto a los percusionistas William Winant y Tom Surgal. Klangfarbenmelodie & The Colorist Strikes Primitive (1995) y Piece for Jetsun Dolma (1996) son excelentes puntos de partida. 

Otro trabajo importante es Root (1998), 25 piezas de un minuto compuestas por Thurston Moore y sus respectivas deconstrucciones y remezclas a cargo de artistas tan diversos como Derek Bailey, Stereolab, Merzbow, Blur, Mogwai o Alec Empire. Una pasada dura y corrosiva, pero también muy nutrida, sobre las experimentaciones primariamente electrónicas, que sienta las bases de la idea colaborativa de Moore.

Lo más plano y gris de su producción ha aparecido durante las últimas dos décadas. El guitarrista ha echado mano de sus ex compañeros de banda para hacer rock convencional o, sencillamente, canción nostálgica. Ahí están Trees Outside The Academy (2007), Demolished Thoughts (2011), Chelsea Light Moving (2013), The Best Day (2014), Rock n Roll Consciousness (2017) y By the Fire (2020).

Son en cambio interesantes las exploraciones acústicas y los momentos de improvisación eléctrica, más espaciados, donde podemos atestiguar el modo en que las enseñanzas de Glenn Branca se expanden hacia nuevos terrenos. Ahí vive el maravilloso Four Guitars Live (2006) –junto a Lee Ranaldo, Carlos Giffoni y Nels Cline–, el hermoso 12 String Meditations for Jack Rose (2011) y el delicado y prístino Screen Time (2021). 

Thurston Moore

Thurston Moore

Mención aparte merece la incursión de Thurston Moore en el free jazz-rock de alto octanaje, especialmente lo editado al lado del percusionista y multiinstrumentista John Moloney entre 2011 y 2015, pero sobre todo las rabiosas exploraciones al lado del saxofonista sueco Mats Gustafsson: Play Some Fucking Stooges (2012), Vi Är Alla Guds Slavar (2013), Hit the Wall! y Cuts of Guilt, Cuts Deeper (ambos de 2015) y, muy especialmente, el Live al lado de The Thing de 2014. 

Los últimos dos años han sido de sosiego y cautela para Thurston Moore, quien se ha decantado más por editar el trabajo de otros y publicar sus memorias, mientras el fantasma de una enfermedad parece rondar la casa. De 2023 sobresale el registro improvisatorio en The Stone, el legendario local experimental de Nueva York, al lado de su compañera de varias batallas Samara Lubelski al violín y Bill Nace en la guitarra, un registro originalmente presentado en 2018 pero editado apenas el año pasado en el sello de Pat Murano, Dalksina. 

Lee Ranaldo

Acaso el integrante más rockero, más hippie, de Sonic Youth. Ranaldo aportó equilibrio musical desde su llegada a la banda. Si bien el sonido de su guitarra abrevaba en las enseñanzas de Glenn Branca, también incluía armonías preciosistas fundamentales para entender el rock indie de finales de los ochenta y buena parte de los noventa. Sintetizó el intrincado estilo británico con la tradición setentera local para convertirlos en algo congruente en la estela del punk accesible, sin cerrarse a la experimentación. 

Ranaldo es quien más ha colaborado con artistas y producciones de otros países, particularmente de España, país con el que tiene un vínculo franco. Además, gracias a su esposa, la fotógrafa y videasta Leah Singer, se mantiene cerca de las artes visuales occidentales. Amante de la música del mundo, la poesía beat y los diarios de viajes, el Ranaldo solista podría entenderse desde tres ejes: las guitarras experimentales en la veta de Thurston Moore, con mayor sentido musical y algunas licencias ruidosas; las reminiscencias conceptuales y del land art y el rock pop ágil, seco y preciosista. 

Entre los primeros destaca el hermético, sofocante, minimalista y hermosísimo From Here to Infinity (1987), lleno de fuzz y alta inventiva, al igual que Scriptures of the Golden Eternity (1993), un registro de improvisación en la Knitting Factory de Nueva York que, de alguna manera, marca el inicio del uso de electrónicos y guitarra para construir drones colaborativos, al lado de figuras notables como Zeena Parkins, Jim O’Rourke, William Hooker o Loren Connors, pero sobre todo con Christian Marclay, que ayudó a Ranaldo a dirigir y expandir su sonido.

En ‘Dirty Windows’ (1998) comprendemos por fin que, mientras Moore pintaba cuchillos y navajas, Ranaldo trazaba máquinas monumentales, metales oxidados y reminiscencias desvencijadas.

En el armario conceptual encontramos dos discos brutales. En Dirty Windows (1998) comprendemos por fin que, mientras Moore pintaba cuchillos y navajas, Ranaldo trazaba máquinas monumentales, metales oxidados y reminiscencias desvencijadas. En esta vena es escucha obligada Amarillo Ramp (For Robert Smithson) (1998), donde Lee Ranaldo se anima a incorporar canciones convencionales, fuera del ethos Youth. 

Lo expansivo y espaciado con electrónicos y guitarra abarca la primera mitad de los dosmiles en la obra del guitarrista, hasta llegar a Maelstrom from Drift (2008), que deja ver su interés en las músicas del mundo, la estructura de las canciones y el jazz. La experimentación, menos apolillada y hermética, pone las cosas a ras de suelo. En esta etapa Ranaldo se involucra proyectos fascinantes junto a Rafael Toral, My Cat is an Alien y Ramona Ponzini, entre otros. 

Lee Ranaldo

Lee Ranaldo | Wegow.com

Tras la experiencia portuguesa y la disolución de la banda, 2012 encuentra a Lee Ranaldo en una etapa madura, con ganas de regresar a las aguas independientes del rock. Between the Times and the Tides es un trabajo honesto, otoñal y nostálgico, sin demasiados sobresaltos. Suena casi a una colección de hojas sueltas de Sonic Youth, como si se negara a aceptar la gravedad de lo inevitable. 

En épocas recientes Ranaldo no ha dejado la abstracción, pero el rock de guitarras sigue imponiéndose. Mientras edita y toca en vivo con William Basinski, Balazs Pandi o Jim Jarmusch, sus discos de canciones convencionales se han ido enfocando más. Ahí encontramos Electric Tim (2017) y una belleza al lado del español Raül Refree, Names of North End Women (2020), que apela al timbre. Ranaldo suena sin prisa, cómodo, aunque sigue buscando un sentido de la canción que sea memorable. 

En lo que va del año no hemos tenido música nueva de Lee Ranaldo, que cuando no está dando la vuelta al mundo, tocando o grabando, suele editar libros o relacionarse en proyectos que cruzan disciplinas, con el sonido como copiloto. 

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