martes, 31 de enero de 2023

Contra las cartas de amor

I

El quinto largometraje de Damien Chazelle es un espectáculo grandilocuente de culpa y complacencia. En Babylon todos los temas de su filmografía se concentran en lo que, suponemos, soñó como una obra maestra. Parece estar obsesionado con la idea del éxito. En particular con el esfuerzo que puede abrir el camino al triunfo.

En las películas anteriores de Chazelle el éxito era una obsesión que se cumplía a cambio de una libra de carne. Algo se tenía que sacrificar para satisfacer la pasión excesiva. El olvido del bienestar personal, físico, mental del personaje de Milles Teller en Whiplash (2014); el olvido del amor frente a la realización artística de los dos personajes de La La Land (2016); la pérdida de las relaciones familiares para alcanzar la luna en El primer hombre en la Luna (2018), adaptación olvidada de la famosa biografía de Neil Armstrong por James R. Hansen y, para mí, la película más lograda del director.

Todo esto, por supuesto, arremedado por un lenguaje cinematográfico obsesionado con el movimiento, la plasticidad de los travelings, los acercamientos violentos y cambios de foco perfectamente sincronizados, los escenarios de grandes extras, las tomas largas y coreográficas que se mezclan con momentos de edición hiperquinética. Digamos que la obsesión del éxito artístico a través del sacrificio también se pagaba con una manufactura tan neurótica como perfeccionista, nostálgica de lenguajes pasados, violentamente precisa en deseos de épicas aventuras íntimas.

II

Algo cambió radicalmente en la producción del niño prodigio de Hollywood. Ésta es su primera, verdadera, sin tapujos, carta de amor al cine. En Babylon encontramos de nuevo las obsesiones de Damien Chazelle: el olvido del bienestar personal, físico y mental para buscar el éxito, el sacrificio del amor romántico y la pérdida de todo tipo de relaciones. Pero esta vez la aventura excesiva del éxito que obsesiona a Chazelle se sitúa en el cine, para el cine y desde el cine. Todo para crear algo que se siente, al mismo tiempo, menos personal y más autocentrado.

Porque Damien Chazelle ya consiguió el éxito que tanto lo atormentó. Tiene todo lo que quiere y todos los medios a su disposición. Tiene menos de cuarenta años y Hollywood le avienta presupuestos titánicos, extras para retacar orgías, medios técnicos y estrellas inconcebibles para representar los papeles que él mismo escribe. ¿Qué más podría pedir en este mundo de sacrificios y abandono?

Pero el director quiere algo más. Aquí no se trata solamente del sacrificio por el éxito, sino de la justificación de ese sacrificio en algo más importante, superior. En Whiplash nunca sabemos si ese dolor va a terminar en una carrera más allá de Juliard (a pesar de la sonrisa final de J.K. Simmons). En La La Land la victoria de los protagonistas se siente como una derrota nostálgica de lo que pudo suceder (esa obsesión de los cuentos trágicos). En El primer hombre en la Luna el logro más grande dice un abandono: el mar de la tranquilidad lleno de un silencio doloroso. Pero en Babylon el sacrificio parece diluirse en una idea algo gastada, banal y autocomplaciente de trascendencia. El sacrificio vale la pena porque se paga con la inmortalidad.

Damien Chazelle

Margot Robbie y Diego Calva en Babylon (2022), de Damien Chazelle

III

¿De qué hablamos cuando hablamos de cartas de amor? Parece evidente, cuando una película o una novela se describen como una carta de amor, lo que quiere decir: son creaciones apasionadas, convencidas en toda su entrega, de un sentimiento tan fuerte como íntimo e irracional. La carta de amor, sin embargo, es más que el sentimiento amoroso. Es un artefacto, el mecanismo con el que el enamorado declara su amor. La carta de amor es entonces más que el efluvio de sentimientos, es la locura del amor organizada racional y retóricamente, el pensamiento que subyace en el amor y lo vuelve estratégico. Es el amor convenciendo al otro de su existencia.

Siempre me pareció extraño hablar de una película como carta de amor, porque una película no es la expresión de una individualidad que ama. Por otro lado, si ella misma es una carta colectiva, creada en un entorno complejo, de amor, ¿a quién está destinada? ¿A los espectadores? ¿Al cine mismo como un concepto amorfo? ¿A quién corresponda? Si una película es una carta de amor al cine, ¿está declarando su amor por el cine como un todo uniforme? ¿Por el medio? ¿Por la forma? ¿Por algún tipo de cine?

Freud lo decía y Barthes lo repetía con mayor elegancia: el amor es excluyente. Quiere algo específico en detrimento de todo lo demás. El amor escoge… y escoger es rechazar. ¿Qué cine aman las películas que declaran su amor al cine? Si la esencia del cine puede ser amada, puede ser la destinataria de cartas de amor que se escriben, imprecisas, en el filme, es que la esencia del cine puede definirse. Tiene contornos seductores, precisos, que podemos amar. El peligro de decir qué es el cine para convertirlo en un objeto amoroso es que, en el mismo gesto, también se dice qué no es el cine. Se excluye con la frontera irracional de lo que amamos. Se excluye lo que no entra en nuestra definición amorosa.

El amor puede ocultar sutiles violencias.

IV

En un principio Babylon se regodea en el chismerío del gran Kenneth Anger: las orgías, los suicidios, la decadencia y la opulencia que creó, estrafalariamente, alrededor de las películas mudas con el primer tomo de Hollywood Babylon. En medio de toda esta locura que se quiere voluntariamente exagerada y artificiosa, dos jóvenes llenos de ambición y deseo se encuentran: Margot Robbie como una especie de Clara Bow en busca del estrellato y Diego Calva como un migrante mexicano obsesionado por el set. Juntos primero, luego separados, estos dos aspirantes a la grandeza de Hollywood comienzan a ascender la escalera. Todo parece funcionar con la ayuda inesperada de algunos personajes curiosos como el Jack Conrad de Brad Pitt (una amalgama de los galanes del cine mudo que masacró Clark Gable). Pero luego llega el sonido y el sistema de estudios y se derrumba la estructura de las películas mudas. Con el colapso de una forma de hacer cine las vidas de los decadentes habitantes de los lotes de Hollywood comienzan a caer en una espiral cada vez más real y, finalmente, trágica. Lo sórdido del final al aire libre contrapuesto a la libertad y el glamour perdidos de los interiores de mansiones pletóricas.

Detrás de toda esta trama, claro, está la idea de retratar un tras bambalinas demencial. Las filmaciones de Ruth Adler, King Vidor, Murnau o Abel Gance aparecen en una escala imposible. Y la producción es el centro de la obsesión de Damien Chazelle: su idea es montar secuencias inverosímiles, de cámaras móviles en larguísimos planos secuencia con trescientos o quinientos extras para retratar cómo se hicieron secuencias inverosímiles de cine mudo, de largas tomas con trescientos o quinientos extras.

Este retrato del primer Hollywood viene con una esperanza bohemia. En esa época los extras eran junkies violentos que morían en el set de batallas demasiado reales; los incendios se producían mientras las cámaras seguían grabando; había abusos, drogas, sexo, alcohol en el set; se destruían cámaras y, al final, como una jornada cualquiera, se lograba una toma.

Esta nostalgia bohemia por un arte peligroso, filmada con todo el control cinético de Chazelle, retrata con pulcritud paradójica cómo los directores se manchaban las manos; cómo se arremangaban, luchaban, dejaban la vida en el set. Se entiende que Damien Chazelle pretende lo mismo defendiendo filmar en 35mm. Pero en la comodidad de su estilo autocomplaciente todo se siente más como una provocación que un riesgo. Ese tipo de provocaciones que tanto le gustan a Hollywood: películas como Todo en todas partes al mismo tiempo y Babylon, que parecen ser novedosas y críticas y sólo son una justificación banal de su propia grandilocuencia. Para mantener el orden se necesitan válvulas de escape. O, para la ocasión, películas que disfracen su conservadurismo con irreverencia. Cartas de amor que aplacan rebeldías.

Damien Chazelle

Brad Pitt y Diego Calva en Babylon (2022), de Damien Chazelle

V

¿El punto final de Babylon es decir que las películas cobran vidas, destrozan ilusiones y son una maquinaria decadente? ¿Una maquinaria que se volvió peor con la moral del cine hablado y el Código Hays? ¿El punto es decir que si trabajaste en algo fundacional para el cine, en un flash forward profético en donde espolvoreas a Matrix y Avatar con un poco de Godard, te das cuenta de que todo valió la pena? ¿O que toda esta industria despiadada tiene una razón de ser en la felicidad del público? ¿Un público perfectamente conformado por las representaciones raciales que sueñan las buenas conciencias del Hollywood actual? ¿Todo esto para decir que estamos hablando de un lenguaje universal? ¿Que el cine nos une como en un sketch de introducción a la ceremonia de los Oscar?

No sé cuál era el punto. Si todo el acto se hubiera quedado en la comedia decadente hubiera podido ser, tal vez, divertido. En cambio Damien Chazelle sacó toda la solemnidad posible para justificar ese lugar destructivo que tanto lo ha premiado. No existe aquí ningún tipo de crítica del funcionamiento del sistema de estudios ni del delirio tras bambalinas de las películas mudas ni de lo que, finalmente, sería la razón de todo esto: el cine mismo como medio. En vez de eso hay un cuento moral, de castigo y sufrimiento, que toma por evidentes las imágenes y se atraganta con su propia retórica repetitiva y mal encausada. Las mismas tomas coordinadas de La La Land, el mismo leitmotiv musical, pero que ya no sirven para decir algo sobre la posibilidad de construir historias sino que hablan, sin que les quede duda, de algo perfectamente elusivo: la supervivencia de las imágenes.

Todo esto se resume en el centro espiritual de la película con un monólogo de Jean Smart que interpreta a una crítica de variedades. En ese monólogo el personaje de Smart regaña al personaje de Pitt. Y en ese regaño Chazelle parece sentirse disculpado e inmortal. Porque el monólogo habla de la trascendencia de las películas, del don que ser parte de ellas. Un don que se paga pero que vale más que nada; un don que convierte a las estrellas de la pantalla en dioses. Al final del monólogo parece que escuchamos la voz complacida del director: “Sí, en efecto, participo de este circo de mierda, pero también lo sufro y también sé que si lo hago, si bailo sobre los sueños arruinados de tantos que vinieron antes que yo, es porque tengo un lugar asegurado en el Olimpo”.

VI

Esta historia sobre la inmortalidad de Hollywood parece (sólo de dientes para afuera) hacer una crítica de Hollywood; esta historia sobre la función más visceral de las películas y de la pasión de hacerlas parece (sólo de dientes para afuera) proponer una crítica sobre la pretensión intelectual; esta historia sobre los cambios de formato y las modas tecnológicas despiadadas parece (sólo de dientes para afuera) hacer una crítica de la novedad y la nostalgia. Al final todo termina en una película hollywoodense que no entiende la complejidad de las imágenes cambiantes y se deja ir por una nostalgia arbitraria.

Las imágenes son peligrosas y costosas, no nada más por la locura de producir una película, sino porque significan más y menos que las vidas de sus creadores. En esta nueva tendencia repetitiva de hacer películas sobre películas, sobre la magia de las películas y lo hermosas que son las películas, desconfío plenamente de quienes, por una pasión muy poco espontánea, utilizan un medio sin cuestionarlo, diseccionarlo, criticarlo o, siquiera, tratar de entenderlo. Las películas valen la pena. Tal vez. Las películas son para siempre. Tal vez. Las películas son una razón de vida. Tal vez. Pero tal vez no. Y ahí está la cosa.

Lo que muestra Babylon es que las películas también sirven para disfrazar, con un lenguaje muy construido, lo poco que queremos entenderlas. Porque en estas interminables cartas de amor al cine se diluye el verdadero poder rebelde de las imágenes. Todo cocinándose en la actitud beata de millonarios extasiados con sus propios logros que prefieren regalarse estatuillas de oro antes de ponerse a pensar en lo que dicen.

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Contra las cartas de amor

I

El quinto largometraje de Damien Chazelle es un espectáculo grandilocuente de culpa y complacencia. En Babylon todos los temas de su filmografía se concentran en lo que, suponemos, soñó como una obra maestra. Parece estar obsesionado con la idea del éxito. En particular con el esfuerzo que puede abrir el camino al triunfo.

En las películas anteriores de Chazelle el éxito era una obsesión que se cumplía a cambio de una libra de carne. Algo se tenía que sacrificar para satisfacer la pasión excesiva. El olvido del bienestar personal, físico, mental del personaje de Milles Teller en Whiplash (2014); el olvido del amor frente a la realización artística de los dos personajes de La La Land (2016); la pérdida de las relaciones familiares para alcanzar la luna en El primer hombre en la Luna (2018), adaptación olvidada de la famosa biografía de Neil Armstrong por James R. Hansen y, para mí, la película más lograda del director.

Todo esto, por supuesto, arremedado por un lenguaje cinematográfico obsesionado con el movimiento, la plasticidad de los travelings, los acercamientos violentos y cambios de foco perfectamente sincronizados, los escenarios de grandes extras, las tomas largas y coreográficas que se mezclan con momentos de edición hiperquinética. Digamos que la obsesión del éxito artístico a través del sacrificio también se pagaba con una manufactura tan neurótica como perfeccionista, nostálgica de lenguajes pasados, violentamente precisa en deseos de épicas aventuras íntimas.

II

Algo cambió radicalmente en la producción del niño prodigio de Hollywood. Ésta es su primera, verdadera, sin tapujos, carta de amor al cine. En Babylon encontramos de nuevo las obsesiones de Damien Chazelle: el olvido del bienestar personal, físico y mental para buscar el éxito, el sacrificio del amor romántico y la pérdida de todo tipo de relaciones. Pero esta vez la aventura excesiva del éxito que obsesiona a Chazelle se sitúa en el cine, para el cine y desde el cine. Todo para crear algo que se siente, al mismo tiempo, menos personal y más autocentrado.

Porque Damien Chazelle ya consiguió el éxito que tanto lo atormentó. Tiene todo lo que quiere y todos los medios a su disposición. Tiene menos de cuarenta años y Hollywood le avienta presupuestos titánicos, extras para retacar orgías, medios técnicos y estrellas inconcebibles para representar los papeles que él mismo escribe. ¿Qué más podría pedir en este mundo de sacrificios y abandono?

Pero el director quiere algo más. Aquí no se trata solamente del sacrificio por el éxito, sino de la justificación de ese sacrificio en algo más importante, superior. En Whiplash nunca sabemos si ese dolor va a terminar en una carrera más allá de Juliard (a pesar de la sonrisa final de J.K. Simmons). En La La Land la victoria de los protagonistas se siente como una derrota nostálgica de lo que pudo suceder (esa obsesión de los cuentos trágicos). En El primer hombre en la Luna el logro más grande dice un abandono: el mar de la tranquilidad lleno de un silencio doloroso. Pero en Babylon el sacrificio parece diluirse en una idea algo gastada, banal y autocomplaciente de trascendencia. El sacrificio vale la pena porque se paga con la inmortalidad.

Damien Chazelle

Margot Robbie y Diego Calva en Babylon (2022), de Damien Chazelle

III

¿De qué hablamos cuando hablamos de cartas de amor? Parece evidente, cuando una película o una novela se describen como una carta de amor, lo que quiere decir: son creaciones apasionadas, convencidas en toda su entrega, de un sentimiento tan fuerte como íntimo e irracional. La carta de amor, sin embargo, es más que el sentimiento amoroso. Es un artefacto, el mecanismo con el que el enamorado declara su amor. La carta de amor es entonces más que el efluvio de sentimientos, es la locura del amor organizada racional y retóricamente, el pensamiento que subyace en el amor y lo vuelve estratégico. Es el amor convenciendo al otro de su existencia.

Siempre me pareció extraño hablar de una película como carta de amor, porque una película no es la expresión de una individualidad que ama. Por otro lado, si ella misma es una carta colectiva, creada en un entorno complejo, de amor, ¿a quién está destinada? ¿A los espectadores? ¿Al cine mismo como un concepto amorfo? ¿A quién corresponda? Si una película es una carta de amor al cine, ¿está declarando su amor por el cine como un todo uniforme? ¿Por el medio? ¿Por la forma? ¿Por algún tipo de cine?

Freud lo decía y Barthes lo repetía con mayor elegancia: el amor es excluyente. Quiere algo específico en detrimento de todo lo demás. El amor escoge… y escoger es rechazar. ¿Qué cine aman las películas que declaran su amor al cine? Si la esencia del cine puede ser amada, puede ser la destinataria de cartas de amor que se escriben, imprecisas, en el filme, es que la esencia del cine puede definirse. Tiene contornos seductores, precisos, que podemos amar. El peligro de decir qué es el cine para convertirlo en un objeto amoroso es que, en el mismo gesto, también se dice qué no es el cine. Se excluye con la frontera irracional de lo que amamos. Se excluye lo que no entra en nuestra definición amorosa.

El amor puede ocultar sutiles violencias.

IV

En un principio Babylon se regodea en el chismerío del gran Kenneth Anger: las orgías, los suicidios, la decadencia y la opulencia que creó, estrafalariamente, alrededor de las películas mudas con el primer tomo de Hollywood Babylon. En medio de toda esta locura que se quiere voluntariamente exagerada y artificiosa, dos jóvenes llenos de ambición y deseo se encuentran: Margot Robbie como una especie de Clara Bow en busca del estrellato y Diego Calva como un migrante mexicano obsesionado por el set. Juntos primero, luego separados, estos dos aspirantes a la grandeza de Hollywood comienzan a ascender la escalera. Todo parece funcionar con la ayuda inesperada de algunos personajes curiosos como el Jack Conrad de Brad Pitt (una amalgama de los galanes del cine mudo que masacró Clark Gable). Pero luego llega el sonido y el sistema de estudios y se derrumba la estructura de las películas mudas. Con el colapso de una forma de hacer cine las vidas de los decadentes habitantes de los lotes de Hollywood comienzan a caer en una espiral cada vez más real y, finalmente, trágica. Lo sórdido del final al aire libre contrapuesto a la libertad y el glamour perdidos de los interiores de mansiones pletóricas.

Detrás de toda esta trama, claro, está la idea de retratar un tras bambalinas demencial. Las filmaciones de Ruth Adler, King Vidor, Murnau o Abel Gance aparecen en una escala imposible. Y la producción es el centro de la obsesión de Damien Chazelle: su idea es montar secuencias inverosímiles, de cámaras móviles en larguísimos planos secuencia con trescientos o quinientos extras para retratar cómo se hicieron secuencias inverosímiles de cine mudo, de largas tomas con trescientos o quinientos extras.

Este retrato del primer Hollywood viene con una esperanza bohemia. En esa época los extras eran junkies violentos que morían en el set de batallas demasiado reales; los incendios se producían mientras las cámaras seguían grabando; había abusos, drogas, sexo, alcohol en el set; se destruían cámaras y, al final, como una jornada cualquiera, se lograba una toma.

Esta nostalgia bohemia por un arte peligroso, filmada con todo el control cinético de Chazelle, retrata con pulcritud paradójica cómo los directores se manchaban las manos; cómo se arremangaban, luchaban, dejaban la vida en el set. Se entiende que Damien Chazelle pretende lo mismo defendiendo filmar en 35mm. Pero en la comodidad de su estilo autocomplaciente todo se siente más como una provocación que un riesgo. Ese tipo de provocaciones que tanto le gustan a Hollywood: películas como Todo en todas partes al mismo tiempo y Babylon, que parecen ser novedosas y críticas y sólo son una justificación banal de su propia grandilocuencia. Para mantener el orden se necesitan válvulas de escape. O, para la ocasión, películas que disfracen su conservadurismo con irreverencia. Cartas de amor que aplacan rebeldías.

Damien Chazelle

Brad Pitt y Diego Calva en Babylon (2022), de Damien Chazelle

V

¿El punto final de Babylon es decir que las películas cobran vidas, destrozan ilusiones y son una maquinaria decadente? ¿Una maquinaria que se volvió peor con la moral del cine hablado y el Código Hays? ¿El punto es decir que si trabajaste en algo fundacional para el cine, en un flash forward profético en donde espolvoreas a Matrix y Avatar con un poco de Godard, te das cuenta de que todo valió la pena? ¿O que toda esta industria despiadada tiene una razón de ser en la felicidad del público? ¿Un público perfectamente conformado por las representaciones raciales que sueñan las buenas conciencias del Hollywood actual? ¿Todo esto para decir que estamos hablando de un lenguaje universal? ¿Que el cine nos une como en un sketch de introducción a la ceremonia de los Oscar?

No sé cuál era el punto. Si todo el acto se hubiera quedado en la comedia decadente hubiera podido ser, tal vez, divertido. En cambio Damien Chazelle sacó toda la solemnidad posible para justificar ese lugar destructivo que tanto lo ha premiado. No existe aquí ningún tipo de crítica del funcionamiento del sistema de estudios ni del delirio tras bambalinas de las películas mudas ni de lo que, finalmente, sería la razón de todo esto: el cine mismo como medio. En vez de eso hay un cuento moral, de castigo y sufrimiento, que toma por evidentes las imágenes y se atraganta con su propia retórica repetitiva y mal encausada. Las mismas tomas coordinadas de La La Land, el mismo leitmotiv musical, pero que ya no sirven para decir algo sobre la posibilidad de construir historias sino que hablan, sin que les quede duda, de algo perfectamente elusivo: la supervivencia de las imágenes.

Todo esto se resume en el centro espiritual de la película con un monólogo de Jean Smart que interpreta a una crítica de variedades. En ese monólogo el personaje de Smart regaña al personaje de Pitt. Y en ese regaño Chazelle parece sentirse disculpado e inmortal. Porque el monólogo habla de la trascendencia de las películas, del don que ser parte de ellas. Un don que se paga pero que vale más que nada; un don que convierte a las estrellas de la pantalla en dioses. Al final del monólogo parece que escuchamos la voz complacida del director: “Sí, en efecto, participo de este circo de mierda, pero también lo sufro y también sé que si lo hago, si bailo sobre los sueños arruinados de tantos que vinieron antes que yo, es porque tengo un lugar asegurado en el Olimpo”.

VI

Esta historia sobre la inmortalidad de Hollywood parece (sólo de dientes para afuera) hacer una crítica de Hollywood; esta historia sobre la función más visceral de las películas y de la pasión de hacerlas parece (sólo de dientes para afuera) proponer una crítica sobre la pretensión intelectual; esta historia sobre los cambios de formato y las modas tecnológicas despiadadas parece (sólo de dientes para afuera) hacer una crítica de la novedad y la nostalgia. Al final todo termina en una película hollywoodense que no entiende la complejidad de las imágenes cambiantes y se deja ir por una nostalgia arbitraria.

Las imágenes son peligrosas y costosas, no nada más por la locura de producir una película, sino porque significan más y menos que las vidas de sus creadores. En esta nueva tendencia repetitiva de hacer películas sobre películas, sobre la magia de las películas y lo hermosas que son las películas, desconfío plenamente de quienes, por una pasión muy poco espontánea, utilizan un medio sin cuestionarlo, diseccionarlo, criticarlo o, siquiera, tratar de entenderlo. Las películas valen la pena. Tal vez. Las películas son para siempre. Tal vez. Las películas son una razón de vida. Tal vez. Pero tal vez no. Y ahí está la cosa.

Lo que muestra Babylon es que las películas también sirven para disfrazar, con un lenguaje muy construido, lo poco que queremos entenderlas. Porque en estas interminables cartas de amor al cine se diluye el verdadero poder rebelde de las imágenes. Todo cocinándose en la actitud beata de millonarios extasiados con sus propios logros que prefieren regalarse estatuillas de oro antes de ponerse a pensar en lo que dicen.

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jueves, 26 de enero de 2023

22 del 22 (segunda parte)

Lee aquí la primera parte.

2022 no estuvo libre del catastrofismo que ha caracterizado a gran parte de la opinión popular sobre la música. No obstante, fue un año en el que aparecieron grandes álbumes: el mundo del jazz presenció la consolidación de Mary Halvorson como instrumentista y compositora; veteranos como Bill Frisell (Four), Jakob Bro y Joe Lovano (Once Around Thee Room: A Tribute to Paul Motian), Kali Malone y Caterina Barbieri también lanzaron discos importantes.

Decidimos partir de un número relativamente arbitrario para elaborar una lista de álbumes aparecidos el año pasado. No está jerarquizada, no hay un número uno. Tampoco consideramos que sean necesariamente los mejores del año o los únicos imprescindibles. Escogimos los que nos parecieron importantes y sobre los que queríamos decir algo, en algunos casos porque notamos su ausencia en otras listas anuales o la falta de cobertura por parte de los principales medios musicales. De igual manera decidimos publicar la selección a inicios de 2023 con el propósito de poder darnos el tiempo de escuchar álbumes lanzados en noviembre y diciembre, que con frecuencia son omitidos. Dividimos la lista en dos entregas. Debido a las diferencias estilísticas y de aproximación, las secciones de cada autor están separadas.

Atahualpa Espinosa

La reputación crítica del metal, como género, ha tenido más subidas y bajadas que la cotización de las criptodivisas. Hoy se encuentra en un punto ambivalente: de un lado, más apegado a las convenciones, están las bandas grandes y longevas que mantienen su negocio desde que el metal tuvo su apogeo comercial y los grupos recientes que abrevan directamente de las anteriores; del otro, o mejor dicho por debajo, hay un entorno de intensa polinización, que obliga a replantear constantemente la cartografía del género, sobre todo en los lindes donde parece perder su nombre. Este último plano es responsable, por sí solo, de que el metal aún funcione como comentario del presente, a través de las dos emociones que mejor representa: el miedo y la ira (no es coincidencia que sean también las dos respuestas que más inspiran el estado actual del capitalismo y el colapso climático).

En sus 30 años de existencia el proyecto francés Blut Aus Nord se ha dedicado, sobre todo, a cultivar la parte correspondiente al miedo. Su tendencia a desgarrar los límites del black metal por cualquier resquicio les ha llevado ocasionalmente a lugares en los que parecen más una parodia del miedo (el trabajo por el que más se les conoce es la trilogía 777, que caía frecuentemente en el kitsch), aunque en años recientes, y luego de ese largo camino, sus búsquedas han resultado ser, tal vez, las más afortunadas, especialmente a partir de Codex Obscura Nomina, el álbum que hicieron en partes iguales con Ævangelist. En Disharmonium – Undreamable Abysses revientan los pasajes disonantes hasta escalas de saturación. El sonido, que en el black metal parece erigirse siempre como mímesis de una catedral, es aquí descomunal; desde fuera parece impenetrable, pero en el interior la negrura da paso a visiones detalladas. Aunque pueda extrañarse el dinamismo y los contrastes de los álbumes que le precedieron (ahora hay mareas, en vez de oleadas), el atento trabajo textural, más cercano a la sicodelia de lo que aprobaría cualquier purista del black metal, logra darle a la densidad extrema la cualidad paradójica de lo etéreo.

Cloud Rat es una banda que canaliza a la perfección la parte de la ira. Aunque la prensa la sitúa plenamente en el grindcore, ha refinado (aunque “refinar” suene muy fuera de lugar cuando se habla del grindcore) sus composiciones más allá de lo que se asocia con ese subgénero, tan dado a las eyaculaciones precoces. También se distinguen en el sentido de que, al modular sus exabruptos, mostrando la arquitectura tras ellos, dan una forma vívida a su contenido y asumen una postura discursiva más clara, lejos del desapego sarcástico. Tiene mucho que ver en esto último el hecho de que las historias y los personajes retratados por Madison Marshall, la vocalista, son representativos de la opresión y la violencia que ejerce la economía de mercado sobre quienes viven en sus márgenes (aunque buena parte de las veces sea necesario leer las letras para entenderlas a través de sus alaridos carismáticos). Su trayectoria ha sido incremental en intensidad y precisión hasta llegar a Threshold. Pocos discos han sido tan estimulantes en meses recientes: los riffs son un bisturí y cada sonido se escucha tan cercano que se vuelve táctil.

Si la contundencia del metal es una representación de nuestros miedos y deseos frustrados ante el presente, la mejor aproximación al futuro puede encontrarse en los sueños. La filósofa y psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle llamaba a recuperar su capacidad de anunciación, no como un retrato directo de lo que viene sino como mapa de nuestras disposiciones, una forma de leer los rasgos propios y nuestro lugar en el mundo. En Inteligencia del sueño propone a éste como una voz que, por su oblicuidad, nos obliga a escuchar de cerca. A cambio, puede entregarnos una lucidez que necesitamos con urgencia, no sólo como sujetos individuales. La función oracular de los sueños puede compararse en varios sentidos a la de la música. Aunque Duformantelle la distingue por su forma de manifestarse (y, dice ella, de “insistir”), la describe también como “una versión de la trascendencia tan íntima como el lenguaje del sueño”.

Los siguientes son tres discos de 2022 que realizan de formas distintas ese traslado (además de ser ejemplares en su capacidad visionaria). Esta es la parte de la lista que más se beneficia del uso de audífonos.

El sello Municipal K7, de São Paulo, ha lanzado a un ritmo pausado (en sintonía con el tono contemplativo de sus proyectos) trabajos de sorprendente continuidad, si no estilística, al menos de tono, además de invariablemente bien logrados. Cerraron el año hace poco con una recopilación que ilustra plenamente los dos aspectos, aunque poco antes de ella apareció el que tal vez sea su disco más apto para la inmersión. Fordmastiff es el más reciente alias del carioca Lucas Stamford, que ha participado en varios proyectos en la órbita de este sello. Counterfeit es el primer álbum que ha lanzado con ese nombre, y en él apunta a recrear los túneles que, según él, se abren entre la ciudad visible y la ciudad oculta (o la serie de ciudades fantasmas que la habitan, con las que compartimos espacio), entre las 3 y las 6 de la madrugada. Para esto trató de recrear, en su habitación, una versión espectral del carnaval de Río, ese gigantesco festival que, en sus palabras, altera la realidad de forma que el reino de lo fantástico se apodera de la ciudad.

Más allá de lo intencional (que, por cierto, vale la pena conocer a través del bello texto de presentación que Stamford incluye en la entrada de su disco en Bandcamp), Counterfeit da cuenta de esas zonas limítrofes entre lo visible y lo oculto, el día y la noche, asentado plenamente en el plano de la duermevela. Hay un beat que, haciendo las veces del latido de un corazón, se asoma por momentos y luego desaparece en su forma física, pero que le da forma desde dentro, como reminiscencia, a la obra entera. Es el metrónomo del sueño. Hecho a la manera de una pieza continua de una hora, Counterfeit parece moverse como un episodio onírico sometido a centrifugación y enlentecimiento, de forma que cobran relieve cada una de sus partes y todos los momentos se extienden para su contemplación. Incluso funciona para escuchar durante el sueño (algo que despertó mi capacidad de evocación, en los intersticios de la vigilia, cuando lo intenté).

La artista sonora londinense Klein ha creado una obra amplia en pocos años, aunque su constancia no ha resultado en una disminución de su misterio. Todo lo contrario: el aura de impenetrabilidad en su música es cada vez más densa (y seductora). Aunque ya había explorado su lado más siniestro (el EP cc es el mejor ejemplo) y tuvo oportunidad de mostrar que el formato amplio mantenía la tensión y la complejidad de su sonido intactas (como en Lifetime), en Star in the Hood, su álbum más reciente y el segundo que lanzó en 2022, la búsqueda parece haber sido guiada para conseguir la mayor profundidad sonora posible. El material parte de la misma fuente (trozos de melodías de R&B y géneros adyacentes), aunque ahora resulta más abstracto, casi irreconocible. A pesar de eso, el resultado es tan denso y envolvente que evita cualquier riesgo de sonar cínico.

Las piezas de Star in the Hood funcionan como preguntas retóricas, con respuestas que se saben fuera de todo alcance. Más que reflejar una voz interna del escucha, lo interpelan. En ocasiones lo hacen con sorna (la repetición en “black star” desconcierta más de lo que exaspera) y en otras con brutalidad (como en “brand new day”). Quién o qué es lo que nos interpela a través de esos sonidos es algo que también queda fuera de nuestro alcance. De la misma forma, sabemos que los sueños nos dicen algo (nos anuncian, nos lanzan preguntas), aunque no quede claro quién es el sujeto de la enunciación. Si el disco de Fordmastiff es una representación de lo onírico, el de Klein suena (mejor dicho, se siente) como la voz directa del sueño más perentorio. Star in the Hood, como sus trabajos previos desde 2020, no ha tenido lanzamiento oficial, no ha habido prensa, sólo ha aparecido en formato digital y no hay prácticamente nada de información que lo acompañe. Si Klein lo ha hecho así por aumentar la sensación de misterio o si sólo ha querido simplificar el ciclo de sus obras es algo que (tal vez) está por verse, pero ese hermetismo tiene una consonancia perfecta con su estilo.

El último caso es una colaboración entre dos nombres con un historial amplio, especialmente en varias vertientes del metal experimental. Runhild Gammelsætter es una vocalista siempre conspicua, por la capacidad de evocación que tienen sus rugidos tanto como sus murmullos. Lasse Marhaug, por su parte, ha sido colaborador o productor de una lista extensa de obras (su nombre está citado en no menos de mil álbumes). En Higgs Boson no quedan del metal más que unos significantes erosionados, sus fantasmas. El lugar desde el que Gammelsætter nos cuenta sus historias sobre la estructura del universo y las partículas subatómicas suena como un erial, el teatro de la memoria en ruinas. Hay una teoría, a medio camino entre la ciencia especulativa y la narrativa de ciencia ficción, según la cual el universo desapareció y lo que conocemos como tal es su reminiscencia. Higgs Boson tal vez sea el argumento más convincente a favor.

La producción de Marhaug tiene la cualidad alucinatoria que lo emparienta con los dos discos anteriores de esta lista, sólo que el territorio onírico que aquí se representa es el de la profundidad máxima, la fauna abisal del inconsciente. Se trata de ese punto en el que desaparecen los límites entre sucesos y entre las personas que conocemos. Hay contornos que asoman, pero tan pronto son reconocibles vuelven a fundirse en un magma que, a medida que avanzan las piezas, resulta la única constante familiar. Pocas veces un disco tan inhóspito ha sido tan adictivo.

Iván Ortega

 

Siavash Amini + Eugene Thacker

Songs for Sad Poets

 

Para este álbum el compositor iraní Siavash Amini colaboró con el filósofo estadounidense Eugene Thacker, autor de Infinite Resignation, compendio de aforismos y meditaciones sobre el pesimismo, aunque mejor conocido por su trilogía sobre “el horror de la filosofía”. Amini y Thacker crean una galería de retratos sonoros inspirados por la obra de poetas como Alejandra Pizarnik, Gérard de Nerval, Mário de Sá-Carneiro o Jean-Joseph Rabearivelo. El disco está concebido como una serie de piezas drone que deben intercalarse con la lectura de los poemas escritos por Thacker. Su lírica arisca y oscura está presente también en los títulos de las piezas: “Obsidian Sorrows”, “Demented Skies”, “Opulent Night”… Los textos que acompañan a Songs for Sad Poets se caracterizan por su economía, su simetría helada y la oscuridad propia de la obra de Thacker (en español el mejor ejemplo de esto puede encontrarse en Pesimismo cósmico). Las piezas sonoras evocan devastación, soledad, tristeza y silencio, haciendo eco de las vidas trágicas que las inspiran: con las excepciones de Giacomo Leopardi y Chūya Nakahara, todos los poetas que conforman esta galería son suicidas.

Jeff Parker ETA IVtet

Mondays at the Enfield Tennis Academy

 

Para su primer disco en vivo, que también es su primer álbum doble, el ex Tortoise utilizó grabaciones de las sesiones que su cuarteto interpretó en una especie de residencia en ETA entre 2019 y 2021. ETA es un bar de Los Ángeles cuyas iniciales, aquí, se interpretaron como “Enfield Tennis Academy”, en referencia a David Foster Wallace. Fuera de esta alusión literaria encontramos pura música en abstracto. Incluso, a manera de título, cada pieza lleva únicamente la fecha en la que fue interpretada. Krautrock, post-rock, highlife casi ambiental, hard bop: Mondays at the Enfield Tennis Academy consiste en improvisaciones basadas en patrones rítmicos sobre los que el cuarteto elabora pasajes que por momentos recrean los amplios espacios vacíos de los últimos álbumes de Talk Talk, donde parecen encontrarse músicos en apariencia tan disímiles como Victor Uwaifo y Grant Green.

Broadcast

Maida Vale Sessions

 

2022 vio la primera edición antológica de los Microtronics (una serie de piezas cortas experimentales que Broadcast elaboró a lo largo de su carrera y que originalmente sólo se conseguían en discos que la banda vendía en sus presentaciones en vivo), así como el relanzamiento de Mother Is the Milky Way, el último EP de la banda. En éste último, probablemente su trabajo más experimental, exploran abiertamente los “campos espectrales” sobre los que el hauntólogo Stephen Prince, quien considera a Broadcast la unión perfecta entre la vanguardia y el pop, ha teorizado durante años en su blog, A Year in The Country. El año pasado se lanzó también, por primera vez, un álbum en vivo oficial: Maida Vale Sessions, donde la banda interpreta piezas de todo su catálogo hasta antes de 2003 y que llena un vacío en su catálogo.

 

Jóhann Jóhannsson / ACME & Theater of Voices

Drone Mass

 

Antes de fallecer Jóhann Jóhannsson (1969-2018) pudo ver presentada en vivo su Drone Mass, originalmente comisionada por el American Contemporary Music Ensemble (ACME), pero no pudo participar en la grabación aparecida el año pasado. Drone Mass fue descrita por su autor como “un oratorio contemporáneo” y “una obra en la que destilo todas mis influencias” (Górecki, Pärt). La principal influencia temática es el Libro Sagrado del Gran Espíritu Invisible, texto gnóstico de orígenes inciertos que en ciertos pasajes incorpora himnos asémicos, supuestamente representaciones de la glosolalia cristiana. La pieza podría convertirse en el último clásico del así llamado “minimalismo sacro”. En esta “misa” Jóhannsson nos muestra los puentes que unen trabajos como Tabula Rasa, las obras polifónicas del Renacimiento, la música de John Tavener o la segunda sinfonía de Górecki (cuyo “apocalípsis sónico” es también una de las principales influencias de la banda de post-rock Swans) con algunas de las producciones más inclasificables del autor, como su Orphée o los momentos de heavy metal ambiental de su soundtrack para Mandy (Panos Cosmatos, 2018), pero también con producciones pop contemporáneas, como el último y lúgubre álbum de Leonard Cohen, You Want It Darker (es curiosa la similitud sonora entre las piezas que abren cada álbum).

La obra comienza con el uso de voz y cuerdas y a lo largo de su desarrollo va integrando elementos electrónicos, característicos de la música del islandés. Juega con la polisemia de la palabra drone: las avispas, motivo que aparece en la ilustración de la portada y es una recurrencia temática; el género drone, del que bebe mucho del estilo de Jóhannsson; y los drones, a cuya ubicuidad militar y mediática se alude de manera oblicua y siniestra a lo largo de toda la composición. Drone Mass es una obra oscura, casi black metal para cámara, más por espíritu que por sonido, aunque esto no significa que no alcance momentos de saturación sonora.

 

Angel Olsen

Big Time

 

En sus diez años de carrera solista Angel Olsen ha pasado por diversas metamorfosis, casi una por álbum, no sólo sonoras sino también en términos de imagen. Si con Strange Cacti se integró al indie folk característico de finales de la primera e inicios de la segunda décadas del siglo (Julie Doiron, Tiny Vipers, Laura Gibson, etc.), y en su primer LP, Half Way Home, continuó dentro de esta estética –aunque incorporando más instrumentación e incluso guitarras eléctricas–, para Burn Your Fire for No Witness comenzó a tocar con acompañamientos más típicos del rock, si bien con guiños country, y el sonido es (quizá) demasiado similar a bandas contemporáneas como Vivian Girls o Best Coast. En My Woman, el disco con el que se consagró con la mezcla de synth-pop, glam y el rock de Neil Young, Olsen adoptó por primera vez una identidad escénica especial, usando un traje plateado de una pieza que la emparentaba, en términos de imagen, con Suzi Quatro más que con cualquier otra cantante con la que se le hubiera comparado anteriormente. Para All Mirrors Olsen adoptó una imagen más teatral, mitad Kate Bush, mitad Björk, y musicalmente viró hacia el pop de cámara y el dreampop.

En Big Time encontramos a Olsen en un momento estilístico en el que toma muchos de los hallazgos previos, usando al country como guía. El acercamiento al género tiene diversos guiños contemporáneos, y el sonido es más cercano a Neko Case que a Lucinda Williams. Podría decirse que en esta nueva etapa de su carrera quiere presentarse como una estrella de country alternativa. Líricamente el álbum no está muy alejado de sus entregas anteriores, aunque ahora introduce la indeterminación genérica respecto de lxs destinatarixs de sus canciones, que en entregas anteriores solían asumirse como sujetos masculinos.

 

Molly Nilsson

Extreme

 

En una serie de tuits de la segunda mitad del año pasado, Rebecca Solnit denunciaba al catastrofismo climático como una posición reaccionaria: para la ensayista esta posición negativa y derrotista bloquea cualquier posibilidad de cambio y mina las posibilidades de un futuro vivible. Las observaciones de Solnit recuerdan, en parte, ciertos aspectos culturales que Peter Sloterdijk analiza en Crítica de la razón cínica, principalmente el hecho de que el cinismo contemporáneo es una posición que cumple insatisfactoriamente el proyecto ilustrado: las personas están alerta de su situación política, climática, cultural, etc., pero no están en posición de actuar con vistas a un cambio. Extreme, el último álbum de Molly Nilsson, se alinea, aunque de manera optimista (eufórica, incluso), con las visiones de Solnit y Sloterdijk. Sus grandes temas son la autocrítica y las oportunidades de cambio; las ideas antagonistas son el cinismo y el derrotismo. En ocasiones es posible encontrar frases que suenan cercanas a discursos de superación personal comercial, pero es también evidente que el acercamiento de Nilsson a estos discursos es irónico.

En las piezas que conforman Extreme, así como en el material promocional del álbum, Nilsson adopta máscaras deliberadamente mal puestas: a veces es una luchadora de kickboxing y una coach de vida megalomaníaca (“Absolute Power”), una femme fatal extraterrestre (“Take Me to Your Leader”), una guerrera mágica (“Earth Girls”) o una creadora de pastiches punk (“They Will Pay”). Las diversas voces que adopta Nilsson proponen casi siempre lo mismo: lidiar con los problemas y las pesadillas y vencerlos. El álbum mismo empieza con la autoestima por los cielos: “It’s me versus the black hole at the center of the galaxy”. Musicalmente es el trabajo más variado de la cantante, y en ocasiones se posiciona en el extremo opuesto del género en el que suele colocarse: el synth-pop. En Extreme hay dobles bombos, guiños metaleros, power chords, imitaciones de los Ramones, house, momentos que hacen pensar en crooners de jazz; en “Kids Today”, incluso, consigue sonar como Victoria Bergsman. La voz, no obstante, es la misma, y funciona como el factor unificador del conjunto. Extreme es la summa de la poética de Nilsson: un pop DIY que invita a ser imitado y a participar activamente en el mundo.

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22 del 22 (segunda parte)

Lee aquí la primera parte.

2022 no estuvo libre del catastrofismo que ha caracterizado a gran parte de la opinión popular sobre la música. No obstante, fue un año en el que aparecieron grandes álbumes: el mundo del jazz presenció la consolidación de Mary Halvorson como instrumentista y compositora; veteranos como Bill Frisell (Four), Jakob Bro y Joe Lovano (Once Around Thee Room: A Tribute to Paul Motian), Kali Malone y Caterina Barbieri también lanzaron discos importantes.

Decidimos partir de un número relativamente arbitrario para elaborar una lista de álbumes aparecidos el año pasado. No está jerarquizada, no hay un número uno. Tampoco consideramos que sean necesariamente los mejores del año o los únicos imprescindibles. Escogimos los que nos parecieron importantes y sobre los que queríamos decir algo, en algunos casos porque notamos su ausencia en otras listas anuales o la falta de cobertura por parte de los principales medios musicales. De igual manera decidimos publicar la selección a inicios de 2023 con el propósito de poder darnos el tiempo de escuchar álbumes lanzados en noviembre y diciembre, que con frecuencia son omitidos. Dividimos la lista en dos entregas. Debido a las diferencias estilísticas y de aproximación, las secciones de cada autor están separadas.

Atahualpa Espinosa

La reputación crítica del metal, como género, ha tenido más subidas y bajadas que la cotización de las criptodivisas. Hoy se encuentra en un punto ambivalente: de un lado, más apegado a las convenciones, están las bandas grandes y longevas que mantienen su negocio desde que el metal tuvo su apogeo comercial y los grupos recientes que abrevan directamente de las anteriores; del otro, o mejor dicho por debajo, hay un entorno de intensa polinización, que obliga a replantear constantemente la cartografía del género, sobre todo en los lindes donde parece perder su nombre. Este último plano es responsable, por sí solo, de que el metal aún funcione como comentario del presente, a través de las dos emociones que mejor representa: el miedo y la ira (no es coincidencia que sean también las dos respuestas que más inspiran el estado actual del capitalismo y el colapso climático).

En sus 30 años de existencia el proyecto francés Blut Aus Nord se ha dedicado, sobre todo, a cultivar la parte correspondiente al miedo. Su tendencia a desgarrar los límites del black metal por cualquier resquicio les ha llevado ocasionalmente a lugares en los que parecen más una parodia del miedo (el trabajo por el que más se les conoce es la trilogía 777, que caía frecuentemente en el kitsch), aunque en años recientes, y luego de ese largo camino, sus búsquedas han resultado ser, tal vez, las más afortunadas, especialmente a partir de Codex Obscura Nomina, el álbum que hicieron en partes iguales con Ævangelist. En Disharmonium – Undreamable Abysses revientan los pasajes disonantes hasta escalas de saturación. El sonido, que en el black metal parece erigirse siempre como mímesis de una catedral, es aquí descomunal; desde fuera parece impenetrable, pero en el interior la negrura da paso a visiones detalladas. Aunque pueda extrañarse el dinamismo y los contrastes de los álbumes que le precedieron (ahora hay mareas, en vez de oleadas), el atento trabajo textural, más cercano a la sicodelia de lo que aprobaría cualquier purista del black metal, logra darle a la densidad extrema la cualidad paradójica de lo etéreo.

Cloud Rat es una banda que canaliza a la perfección la parte de la ira. Aunque la prensa la sitúa plenamente en el grindcore, ha refinado (aunque “refinar” suene muy fuera de lugar cuando se habla del grindcore) sus composiciones más allá de lo que se asocia con ese subgénero, tan dado a las eyaculaciones precoces. También se distinguen en el sentido de que, al modular sus exabruptos, mostrando la arquitectura tras ellos, dan una forma vívida a su contenido y asumen una postura discursiva más clara, lejos del desapego sarcástico. Tiene mucho que ver en esto último el hecho de que las historias y los personajes retratados por Madison Marshall, la vocalista, son representativos de la opresión y la violencia que ejerce la economía de mercado sobre quienes viven en sus márgenes (aunque buena parte de las veces sea necesario leer las letras para entenderlas a través de sus alaridos carismáticos). Su trayectoria ha sido incremental en intensidad y precisión hasta llegar a Threshold. Pocos discos han sido tan estimulantes en meses recientes: los riffs son un bisturí y cada sonido se escucha tan cercano que se vuelve táctil.

Si la contundencia del metal es una representación de nuestros miedos y deseos frustrados ante el presente, la mejor aproximación al futuro puede encontrarse en los sueños. La filósofa y psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle llamaba a recuperar su capacidad de anunciación, no como un retrato directo de lo que viene sino como mapa de nuestras disposiciones, una forma de leer los rasgos propios y nuestro lugar en el mundo. En Inteligencia del sueño propone a éste como una voz que, por su oblicuidad, nos obliga a escuchar de cerca. A cambio, puede entregarnos una lucidez que necesitamos con urgencia, no sólo como sujetos individuales. La función oracular de los sueños puede compararse en varios sentidos a la de la música. Aunque Duformantelle la distingue por su forma de manifestarse (y, dice ella, de “insistir”), la describe también como “una versión de la trascendencia tan íntima como el lenguaje del sueño”.

Los siguientes son tres discos de 2022 que realizan de formas distintas ese traslado (además de ser ejemplares en su capacidad visionaria). Esta es la parte de la lista que más se beneficia del uso de audífonos.

El sello Municipal K7, de São Paulo, ha lanzado a un ritmo pausado (en sintonía con el tono contemplativo de sus proyectos) trabajos de sorprendente continuidad, si no estilística, al menos de tono, además de invariablemente bien logrados. Cerraron el año hace poco con una recopilación que ilustra plenamente los dos aspectos, aunque poco antes de ella apareció el que tal vez sea su disco más apto para la inmersión. Fordmastiff es el más reciente alias del carioca Lucas Stamford, que ha participado en varios proyectos en la órbita de este sello. Counterfeit es el primer álbum que ha lanzado con ese nombre, y en él apunta a recrear los túneles que, según él, se abren entre la ciudad visible y la ciudad oculta (o la serie de ciudades fantasmas que la habitan, con las que compartimos espacio), entre las 3 y las 6 de la madrugada. Para esto trató de recrear, en su habitación, una versión espectral del carnaval de Río, ese gigantesco festival que, en sus palabras, altera la realidad de forma que el reino de lo fantástico se apodera de la ciudad.

Más allá de lo intencional (que, por cierto, vale la pena conocer a través del bello texto de presentación que Stamford incluye en la entrada de su disco en Bandcamp), Counterfeit da cuenta de esas zonas limítrofes entre lo visible y lo oculto, el día y la noche, asentado plenamente en el plano de la duermevela. Hay un beat que, haciendo las veces del latido de un corazón, se asoma por momentos y luego desaparece en su forma física, pero que le da forma desde dentro, como reminiscencia, a la obra entera. Es el metrónomo del sueño. Hecho a la manera de una pieza continua de una hora, Counterfeit parece moverse como un episodio onírico sometido a centrifugación y enlentecimiento, de forma que cobran relieve cada una de sus partes y todos los momentos se extienden para su contemplación. Incluso funciona para escuchar durante el sueño (algo que despertó mi capacidad de evocación, en los intersticios de la vigilia, cuando lo intenté).

La artista sonora londinense Klein ha creado una obra amplia en pocos años, aunque su constancia no ha resultado en una disminución de su misterio. Todo lo contrario: el aura de impenetrabilidad en su música es cada vez más densa (y seductora). Aunque ya había explorado su lado más siniestro (el EP cc es el mejor ejemplo) y tuvo oportunidad de mostrar que el formato amplio mantenía la tensión y la complejidad de su sonido intactas (como en Lifetime), en Star in the Hood, su álbum más reciente y el segundo que lanzó en 2022, la búsqueda parece haber sido guiada para conseguir la mayor profundidad sonora posible. El material parte de la misma fuente (trozos de melodías de R&B y géneros adyacentes), aunque ahora resulta más abstracto, casi irreconocible. A pesar de eso, el resultado es tan denso y envolvente que evita cualquier riesgo de sonar cínico.

Las piezas de Star in the Hood funcionan como preguntas retóricas, con respuestas que se saben fuera de todo alcance. Más que reflejar una voz interna del escucha, lo interpelan. En ocasiones lo hacen con sorna (la repetición en “black star” desconcierta más de lo que exaspera) y en otras con brutalidad (como en “brand new day”). Quién o qué es lo que nos interpela a través de esos sonidos es algo que también queda fuera de nuestro alcance. De la misma forma, sabemos que los sueños nos dicen algo (nos anuncian, nos lanzan preguntas), aunque no quede claro quién es el sujeto de la enunciación. Si el disco de Fordmastiff es una representación de lo onírico, el de Klein suena (mejor dicho, se siente) como la voz directa del sueño más perentorio. Star in the Hood, como sus trabajos previos desde 2020, no ha tenido lanzamiento oficial, no ha habido prensa, sólo ha aparecido en formato digital y no hay prácticamente nada de información que lo acompañe. Si Klein lo ha hecho así por aumentar la sensación de misterio o si sólo ha querido simplificar el ciclo de sus obras es algo que (tal vez) está por verse, pero ese hermetismo tiene una consonancia perfecta con su estilo.

El último caso es una colaboración entre dos nombres con un historial amplio, especialmente en varias vertientes del metal experimental. Runhild Gammelsætter es una vocalista siempre conspicua, por la capacidad de evocación que tienen sus rugidos tanto como sus murmullos. Lasse Marhaug, por su parte, ha sido colaborador o productor de una lista extensa de obras (su nombre está citado en no menos de mil álbumes). En Higgs Boson no quedan del metal más que unos significantes erosionados, sus fantasmas. El lugar desde el que Gammelsætter nos cuenta sus historias sobre la estructura del universo y las partículas subatómicas suena como un erial, el teatro de la memoria en ruinas. Hay una teoría, a medio camino entre la ciencia especulativa y la narrativa de ciencia ficción, según la cual el universo desapareció y lo que conocemos como tal es su reminiscencia. Higgs Boson tal vez sea el argumento más convincente a favor.

La producción de Marhaug tiene la cualidad alucinatoria que lo emparienta con los dos discos anteriores de esta lista, sólo que el territorio onírico que aquí se representa es el de la profundidad máxima, la fauna abisal del inconsciente. Se trata de ese punto en el que desaparecen los límites entre sucesos y entre las personas que conocemos. Hay contornos que asoman, pero tan pronto son reconocibles vuelven a fundirse en un magma que, a medida que avanzan las piezas, resulta la única constante familiar. Pocas veces un disco tan inhóspito ha sido tan adictivo.

Iván Ortega

 

Siavash Amini + Eugene Thacker

Songs for Sad Poets

 

Para este álbum el compositor iraní Siavash Amini colaboró con el filósofo estadounidense Eugene Thacker, autor de Infinite Resignation, compendio de aforismos y meditaciones sobre el pesimismo, aunque mejor conocido por su trilogía sobre “el horror de la filosofía”. Amini y Thacker crean una galería de retratos sonoros inspirados por la obra de poetas como Alejandra Pizarnik, Gérard de Nerval, Mário de Sá-Carneiro o Jean-Joseph Rabearivelo. El disco está concebido como una serie de piezas drone que deben intercalarse con la lectura de los poemas escritos por Thacker. Su lírica arisca y oscura está presente también en los títulos de las piezas: “Obsidian Sorrows”, “Demented Skies”, “Opulent Night”… Los textos que acompañan a Songs for Sad Poets se caracterizan por su economía, su simetría helada y la oscuridad propia de la obra de Thacker (en español el mejor ejemplo de esto puede encontrarse en Pesimismo cósmico). Las piezas sonoras evocan devastación, soledad, tristeza y silencio, haciendo eco de las vidas trágicas que las inspiran: con las excepciones de Giacomo Leopardi y Chūya Nakahara, todos los poetas que conforman esta galería son suicidas.

Jeff Parker ETA IVtet

Mondays at the Enfield Tennis Academy

 

Para su primer disco en vivo, que también es su primer álbum doble, el ex Tortoise utilizó grabaciones de las sesiones que su cuarteto interpretó en una especie de residencia en ETA entre 2019 y 2021. ETA es un bar de Los Ángeles cuyas iniciales, aquí, se interpretaron como “Enfield Tennis Academy”, en referencia a David Foster Wallace. Fuera de esta alusión literaria encontramos pura música en abstracto. Incluso, a manera de título, cada pieza lleva únicamente la fecha en la que fue interpretada. Krautrock, post-rock, highlife casi ambiental, hard bop: Mondays at the Enfield Tennis Academy consiste en improvisaciones basadas en patrones rítmicos sobre los que el cuarteto elabora pasajes que por momentos recrean los amplios espacios vacíos de los últimos álbumes de Talk Talk, donde parecen encontrarse músicos en apariencia tan disímiles como Victor Uwaifo y Grant Green.

Broadcast

Maida Vale Sessions

 

2022 vio la primera edición antológica de los Microtronics (una serie de piezas cortas experimentales que Broadcast elaboró a lo largo de su carrera y que originalmente sólo se conseguían en discos que la banda vendía en sus presentaciones en vivo), así como el relanzamiento de Mother Is the Milky Way, el último EP de la banda. En éste último, probablemente su trabajo más experimental, exploran abiertamente los “campos espectrales” sobre los que el hauntólogo Stephen Prince, quien considera a Broadcast la unión perfecta entre la vanguardia y el pop, ha teorizado durante años en su blog, A Year in The Country. El año pasado se lanzó también, por primera vez, un álbum en vivo oficial: Maida Vale Sessions, donde la banda interpreta piezas de todo su catálogo hasta antes de 2003 y que llena un vacío en su catálogo.

 

Jóhann Jóhannsson / ACME & Theater of Voices

Drone Mass

 

Antes de fallecer Jóhann Jóhannsson (1969-2018) pudo ver presentada en vivo su Drone Mass, originalmente comisionada por el American Contemporary Music Ensemble (ACME), pero no pudo participar en la grabación aparecida el año pasado. Drone Mass fue descrita por su autor como “un oratorio contemporáneo” y “una obra en la que destilo todas mis influencias” (Górecki, Pärt). La principal influencia temática es el Libro Sagrado del Gran Espíritu Invisible, texto gnóstico de orígenes inciertos que en ciertos pasajes incorpora himnos asémicos, supuestamente representaciones de la glosolalia cristiana. La pieza podría convertirse en el último clásico del así llamado “minimalismo sacro”. En esta “misa” Jóhannsson nos muestra los puentes que unen trabajos como Tabula Rasa, las obras polifónicas del Renacimiento, la música de John Tavener o la segunda sinfonía de Górecki (cuyo “apocalípsis sónico” es también una de las principales influencias de la banda de post-rock Swans) con algunas de las producciones más inclasificables del autor, como su Orphée o los momentos de heavy metal ambiental de su soundtrack para Mandy (Panos Cosmatos, 2018), pero también con producciones pop contemporáneas, como el último y lúgubre álbum de Leonard Cohen, You Want It Darker (es curiosa la similitud sonora entre las piezas que abren cada álbum).

La obra comienza con el uso de voz y cuerdas y a lo largo de su desarrollo va integrando elementos electrónicos, característicos de la música del islandés. Juega con la polisemia de la palabra drone: las avispas, motivo que aparece en la ilustración de la portada y es una recurrencia temática; el género drone, del que bebe mucho del estilo de Jóhannsson; y los drones, a cuya ubicuidad militar y mediática se alude de manera oblicua y siniestra a lo largo de toda la composición. Drone Mass es una obra oscura, casi black metal para cámara, más por espíritu que por sonido, aunque esto no significa que no alcance momentos de saturación sonora.

 

Angel Olsen

Big Time

 

En sus diez años de carrera solista Angel Olsen ha pasado por diversas metamorfosis, casi una por álbum, no sólo sonoras sino también en términos de imagen. Si con Strange Cacti se integró al indie folk característico de finales de la primera e inicios de la segunda décadas del siglo (Julie Doiron, Tiny Vipers, Laura Gibson, etc.), y en su primer LP, Half Way Home, continuó dentro de esta estética –aunque incorporando más instrumentación e incluso guitarras eléctricas–, para Burn Your Fire for No Witness comenzó a tocar con acompañamientos más típicos del rock, si bien con guiños country, y el sonido es (quizá) demasiado similar a bandas contemporáneas como Vivian Girls o Best Coast. En My Woman, el disco con el que se consagró con la mezcla de synth-pop, glam y el rock de Neil Young, Olsen adoptó por primera vez una identidad escénica especial, usando un traje plateado de una pieza que la emparentaba, en términos de imagen, con Suzi Quatro más que con cualquier otra cantante con la que se le hubiera comparado anteriormente. Para All Mirrors Olsen adoptó una imagen más teatral, mitad Kate Bush, mitad Björk, y musicalmente viró hacia el pop de cámara y el dreampop.

En Big Time encontramos a Olsen en un momento estilístico en el que toma muchos de los hallazgos previos, usando al country como guía. El acercamiento al género tiene diversos guiños contemporáneos, y el sonido es más cercano a Neko Case que a Lucinda Williams. Podría decirse que en esta nueva etapa de su carrera quiere presentarse como una estrella de country alternativa. Líricamente el álbum no está muy alejado de sus entregas anteriores, aunque ahora introduce la indeterminación genérica respecto de lxs destinatarixs de sus canciones, que en entregas anteriores solían asumirse como sujetos masculinos.

 

Molly Nilsson

Extreme

 

En una serie de tuits de la segunda mitad del año pasado, Rebecca Solnit denunciaba al catastrofismo climático como una posición reaccionaria: para la ensayista esta posición negativa y derrotista bloquea cualquier posibilidad de cambio y mina las posibilidades de un futuro vivible. Las observaciones de Solnit recuerdan, en parte, ciertos aspectos culturales que Peter Sloterdijk analiza en Crítica de la razón cínica, principalmente el hecho de que el cinismo contemporáneo es una posición que cumple insatisfactoriamente el proyecto ilustrado: las personas están alerta de su situación política, climática, cultural, etc., pero no están en posición de actuar con vistas a un cambio. Extreme, el último álbum de Molly Nilsson, se alinea, aunque de manera optimista (eufórica, incluso), con las visiones de Solnit y Sloterdijk. Sus grandes temas son la autocrítica y las oportunidades de cambio; las ideas antagonistas son el cinismo y el derrotismo. En ocasiones es posible encontrar frases que suenan cercanas a discursos de superación personal comercial, pero es también evidente que el acercamiento de Nilsson a estos discursos es irónico.

En las piezas que conforman Extreme, así como en el material promocional del álbum, Nilsson adopta máscaras deliberadamente mal puestas: a veces es una luchadora de kickboxing y una coach de vida megalomaníaca (“Absolute Power”), una femme fatal extraterrestre (“Take Me to Your Leader”), una guerrera mágica (“Earth Girls”) o una creadora de pastiches punk (“They Will Pay”). Las diversas voces que adopta Nilsson proponen casi siempre lo mismo: lidiar con los problemas y las pesadillas y vencerlos. El álbum mismo empieza con la autoestima por los cielos: “It’s me versus the black hole at the center of the galaxy”. Musicalmente es el trabajo más variado de la cantante, y en ocasiones se posiciona en el extremo opuesto del género en el que suele colocarse: el synth-pop. En Extreme hay dobles bombos, guiños metaleros, power chords, imitaciones de los Ramones, house, momentos que hacen pensar en crooners de jazz; en “Kids Today”, incluso, consigue sonar como Victoria Bergsman. La voz, no obstante, es la misma, y funciona como el factor unificador del conjunto. Extreme es la summa de la poética de Nilsson: un pop DIY que invita a ser imitado y a participar activamente en el mundo.

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miércoles, 25 de enero de 2023

Tensiones creativas

En el silencio tras los minutos finales de los 158 que dura Tár (Todd Field, 2022) es posible recorrer hacia atrás la memoria fresca e intuir la precisión y malicia del trance de ilusionismo que acabamos de recorrer, por nuestro propio pie, pero en hipnosis. De alguna forma, Tár pone en cámara –y a juicio– dos tipos de tensión creativa entre artistas que fácilmente, en silencio y al primer paso en falso, podrían derivar en jerarquías dominantes o sometimientos de una fuerza artística sobre la otra.

La primera de estas relaciones, en pantalla, es la de la compositora y directora artística de la Filarmónica de Berlín, Lydia Tár (Cate Blanchett), con las tres mujeres más cercanas en el hermético y controlado mundo que habita: su esposa y primera violinista, Sharon (Nina Hoss); su asistente y aspirante a directora adjunta, Francesca (Noémie Merlant); y la hija que tiene con Sharon, Petra (Mila Bogojevic). Sobre ellas, Lydia despliega el mismo control magnético con el que ha construido su impresionante resumé profesional y a su vida íntima como una extensión de su preeminencia en el podio. Guarda secretos sobre su técnica y, así, capitaliza el recelo de sus colegas; despliega una seducción controlada en entrevistas y conferencias, pero en una clase en Juilliard, cuando se sabe el centro magnético de admiración, humilla a un estudiante woke con la misma daga.

La segunda de las tensiones creativas que anima a Tár –y que permite mantenerla en marcha por casi tres horas, desde un inicial allegro fascinante hasta el crescendo fortissimo de su último tramo– es la del propio Todd Field frente a Cate Blanchett, dos olas en mar abierto dispuestas a poseer al personaje ficticio de Lydia con su propia fuerza creadora. El resultado es un personaje vivo, cambiante y plagado de recovecos sutiles de emoción. Como director de un ensamble tan arriesgado como esta película, que desborda el mismo rigor al examinar a Mahler que a la cancelación en redes sociales, Field sabe que el único nudo que podría amarrar todos sus elementos es el balance de fuerzas artísticas con una solista igual de dominante. Blanchett es precisamente eso: una Martha Argerich al piano, una Anne-Sophie Mutter al violín, cuya presencia y don de mando puede dialogar de frente con Mutti o Karajan, escenificando una tormenta controlada sin que una gota de agua se derrame del borde acordado por ambos.

Todd Field

Fotograma de Tár (2022), de Todd Field

Field es el más reservado entre los grandes cineastas estadounidenses que iniciaron su carrera en este siglo. En un movimiento que recuerda a los veinte años de silencio de Terrence Malick, Field hizo una pausa de dieciséis años después del notable díptico de adaptaciones y melodramas suburbanos En la habitación (2001) y Juegos secretos (2006) hacia Tár, su primer guion original y el primero en el cual incorpora procesos creativos de su otra vida, la de músico. Las narrativas de mujeres frente a la música profesional, en el cine, suelen escenificar cierta mitología romántica sobre los procesos creativos y la emoción desbordada e incontrolable, como si la música, de alguna forma, somatizara y en el mejor caso sublimara una forma de irracionalidad esencialmente femenina.

Esa mirada, hoy problemática y que guarda relación con figuras trágicas como Clara Schumann o Fanny Mendehlson, anima relatos tan distintos como El piano (Jane Campion, 1993), La pianista (Michael Haneke, 2001) o Tres colores: Azul (Krszystof Kieslowski, 1993), cuyas protagonistas libran una suerte de castigo –físico, moral, público, sexual– como músicas profesionales. Una diferencia fundamental con Tár es la posición del personaje como directora de una de las filarmónicas más robustas del planeta, implicando un matiz afilado y envenenado: el poder y la autoridad, que la desmarcan de la tentación natural de leerla como víctima.

Para desarrollar a un personaje como Lydia Tár el guion de Field toma una ruta similar a la que usa Orson Welles para presentar a Charles Foster Kane: primero como persona pública, construyendo una imagen mediática adecuada a sus propósitos; después como una profesionista consagrada que interactúa con colegas, subalternos, alumnos y asistentes a partir de escalafones de poder suave; sólo al final la observamos en la intimidad como madre y esposa. La inteligencia de esta estructura se revela cuando notamos que los tres niveles son los de una escalera en descenso y que, conforme más escalones pisamos hacia el interior de Lydia Tár, el aire se enrarece y las paredes parecen más estrechas. Como en Ciudadano Kane, una vez que volvemos a ascender hacia la claridad para poder ver a la luz al personaje –en este caso mientras dirige y graba la 5ª Sinfonía de Gustav Mahler.

Todd Field

Nina Hoss y Cate Blanchett en Tár (2022), de Todd Field

Nunca había librado una apuesta tan amplia como ésta, un baile equilibrista sobre la cuerda floja que, para sorpresa de cualquiera, se despliega con dosis equivalentes de precisión formal, efusión sensorial, catarsis y elegancia. Si necesitas dieciséis años para calibrar semejante mezcla como artista, está bien. En este caso el resultado está a la altura de su circunstancia. Más allá de ciertas continuidades –el interés por la ambigüedad ética, el juicio público sobre crímenes privados, la culpa examinada a través de personajes femeninos–, Tár guarda menos relación con el trabajo previo de Field que con cineastas contemporáneos del centro de Europa como Christian Petzold (Undine, 2020), Ina Weisse (La audición, 2019) o Angela Schanelec (Estaba en casa, pero…, 2019).

Como una solista virtuosa que se sabe el centro de todos los oídos, Blanchett domina casi cada plano de Tár hasta constituirse en coautora del personaje. En ese sentido su búsqueda del personaje de Lydia, a partir no de discursos o afirmaciones sino de contradicciones e inseguridades, marca un diálogo fascinante con la mirada de Todd Field sobre ella. Él, junto al fotógrafo Florian Hoffmesteir, sabe que el delicado arco de emociones del personaje, así como el juicio de la audiencia sobre ella, está en función de un trabajo de cámara meticuloso.

La forma en que los bordes del encuadre, los lentes angulares abiertos, los espacios vacíos que rodean a los personajes, la presencia constante de sonidos fuera de campo y los movimientos, fluidos y silenciosos del punto de vista mientras seguimos a Lydia son un despliegue de inteligencia formal que solo empieza a desplegarse en toda potencia en la segunda o tercera vista de Tár, cuando el espectador ya tiene nociones claras del trayecto y hacia dónde se dirige. Es en ese momento, cuando conocemos la melodía y el tempo pero el sonido de fondo sigue sorprendiéndonos, sabemos que la música, como el cine, va a permanecer y acompañarnos mucho tiempo después, cuando estemos rodeados de silencio.

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Tensiones creativas

En el silencio tras los minutos finales de los 158 que dura Tár (Todd Field, 2022) es posible recorrer hacia atrás la memoria fresca e intuir la precisión y malicia del trance de ilusionismo que acabamos de recorrer, por nuestro propio pie, pero en hipnosis. De alguna forma, Tár pone en cámara –y a juicio– dos tipos de tensión creativa entre artistas que fácilmente, en silencio y al primer paso en falso, podrían derivar en jerarquías dominantes o sometimientos de una fuerza artística sobre la otra.

La primera de estas relaciones, en pantalla, es la de la compositora y directora artística de la Filarmónica de Berlín, Lydia Tár (Cate Blanchett), con las tres mujeres más cercanas en el hermético y controlado mundo que habita: su esposa y primera violinista, Sharon (Nina Hoss); su asistente y aspirante a directora adjunta, Francesca (Noémie Merlant); y la hija que tiene con Sharon, Petra (Mila Bogojevic). Sobre ellas, Lydia despliega el mismo control magnético con el que ha construido su impresionante resumé profesional y a su vida íntima como una extensión de su preeminencia en el podio. Guarda secretos sobre su técnica y, así, capitaliza el recelo de sus colegas; despliega una seducción controlada en entrevistas y conferencias, pero en una clase en Juilliard, cuando se sabe el centro magnético de admiración, humilla a un estudiante woke con la misma daga.

La segunda de las tensiones creativas que anima a Tár –y que permite mantenerla en marcha por casi tres horas, desde un inicial allegro fascinante hasta el crescendo fortissimo de su último tramo– es la del propio Todd Field frente a Cate Blanchett, dos olas en mar abierto dispuestas a poseer al personaje ficticio de Lydia con su propia fuerza creadora. El resultado es un personaje vivo, cambiante y plagado de recovecos sutiles de emoción. Como director de un ensamble tan arriesgado como esta película, que desborda el mismo rigor al examinar a Mahler que a la cancelación en redes sociales, Field sabe que el único nudo que podría amarrar todos sus elementos es el balance de fuerzas artísticas con una solista igual de dominante. Blanchett es precisamente eso: una Martha Argerich al piano, una Anne-Sophie Mutter al violín, cuya presencia y don de mando puede dialogar de frente con Mutti o Karajan, escenificando una tormenta controlada sin que una gota de agua se derrame del borde acordado por ambos.

Todd Field

Fotograma de Tár (2022), de Todd Field

Field es el más reservado entre los grandes cineastas estadounidenses que iniciaron su carrera en este siglo. En un movimiento que recuerda a los veinte años de silencio de Terrence Malick, Field hizo una pausa de dieciséis años después del notable díptico de adaptaciones y melodramas suburbanos En la habitación (2001) y Juegos secretos (2006) hacia Tár, su primer guion original y el primero en el cual incorpora procesos creativos de su otra vida, la de músico. Las narrativas de mujeres frente a la música profesional, en el cine, suelen escenificar cierta mitología romántica sobre los procesos creativos y la emoción desbordada e incontrolable, como si la música, de alguna forma, somatizara y en el mejor caso sublimara una forma de irracionalidad esencialmente femenina.

Esa mirada, hoy problemática y que guarda relación con figuras trágicas como Clara Schumann o Fanny Mendehlson, anima relatos tan distintos como El piano (Jane Campion, 1993), La pianista (Michael Haneke, 2001) o Tres colores: Azul (Krszystof Kieslowski, 1993), cuyas protagonistas libran una suerte de castigo –físico, moral, público, sexual– como músicas profesionales. Una diferencia fundamental con Tár es la posición del personaje como directora de una de las filarmónicas más robustas del planeta, implicando un matiz afilado y envenenado: el poder y la autoridad, que la desmarcan de la tentación natural de leerla como víctima.

Para desarrollar a un personaje como Lydia Tár el guion de Field toma una ruta similar a la que usa Orson Welles para presentar a Charles Foster Kane: primero como persona pública, construyendo una imagen mediática adecuada a sus propósitos; después como una profesionista consagrada que interactúa con colegas, subalternos, alumnos y asistentes a partir de escalafones de poder suave; sólo al final la observamos en la intimidad como madre y esposa. La inteligencia de esta estructura se revela cuando notamos que los tres niveles son los de una escalera en descenso y que, conforme más escalones pisamos hacia el interior de Lydia Tár, el aire se enrarece y las paredes parecen más estrechas. Como en Ciudadano Kane, una vez que volvemos a ascender hacia la claridad para poder ver a la luz al personaje –en este caso mientras dirige y graba la 5ª Sinfonía de Gustav Mahler.

Todd Field

Nina Hoss y Cate Blanchett en Tár (2022), de Todd Field

Nunca había librado una apuesta tan amplia como ésta, un baile equilibrista sobre la cuerda floja que, para sorpresa de cualquiera, se despliega con dosis equivalentes de precisión formal, efusión sensorial, catarsis y elegancia. Si necesitas dieciséis años para calibrar semejante mezcla como artista, está bien. En este caso el resultado está a la altura de su circunstancia. Más allá de ciertas continuidades –el interés por la ambigüedad ética, el juicio público sobre crímenes privados, la culpa examinada a través de personajes femeninos–, Tár guarda menos relación con el trabajo previo de Field que con cineastas contemporáneos del centro de Europa como Christian Petzold (Undine, 2020), Ina Weisse (La audición, 2019) o Angela Schanelec (Estaba en casa, pero…, 2019).

Como una solista virtuosa que se sabe el centro de todos los oídos, Blanchett domina casi cada plano de Tár hasta constituirse en coautora del personaje. En ese sentido su búsqueda del personaje de Lydia, a partir no de discursos o afirmaciones sino de contradicciones e inseguridades, marca un diálogo fascinante con la mirada de Todd Field sobre ella. Él, junto al fotógrafo Florian Hoffmesteir, sabe que el delicado arco de emociones del personaje, así como el juicio de la audiencia sobre ella, está en función de un trabajo de cámara meticuloso.

La forma en que los bordes del encuadre, los lentes angulares abiertos, los espacios vacíos que rodean a los personajes, la presencia constante de sonidos fuera de campo y los movimientos, fluidos y silenciosos del punto de vista mientras seguimos a Lydia son un despliegue de inteligencia formal que solo empieza a desplegarse en toda potencia en la segunda o tercera vista de Tár, cuando el espectador ya tiene nociones claras del trayecto y hacia dónde se dirige. Es en ese momento, cuando conocemos la melodía y el tempo pero el sonido de fondo sigue sorprendiéndonos, sabemos que la música, como el cine, va a permanecer y acompañarnos mucho tiempo después, cuando estemos rodeados de silencio.

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