miércoles, 26 de julio de 2023

Prometeo encadenado

El escenario es un dormitorio de Cambridge a medianoche. Estamos en los primeros minutos de Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023) y vemos a un aspirante a científico navegar enfebrecido entre las vanguardias de entreguerras, con la misma pasión que dedica a la física teórica. Lee La tierra baldía (1922), escucha La consagración de la primavera (1913) y se detiene perturbado ante un retrato de Picasso –Mujer sentada con los brazos cruzados (1937)– durante los años veinte, cuando las obras mantenían el calor de las brasas vivas y el escándalo reciente. Un fantasma recorría el mundo, el fantasma de la ruptura.

Mientras Eliot, Stravinski y el cubismo demolían los salones de las formas neoclásicas, para Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy), judío neoyorquino de ascendencia alemana, la física estaba obligada a acompañarlos en la construcción de un mundo nuevo. La teoría general de la relatividad recién se había publicado en 1915, precisamente cuando la Primera Guerra Mundial demolía el largo siglo XIX. El inicio de esa revolución sería la división del átomo –frontera toral para el dominio de la energía– y su legado, las ojivas nucleares de exterminio y el mundo bipolar de la Guerra Fría.

Este paralelo entre dos revoluciones –el de las vanguardias artísticas frente a la física cuántica, así como la frontera ética entre la teoría y su aplicación– es una de las paradojas más interesantes planteadas por el doceavo largometraje de Nolan, un mural histórico inabarcable, impresionista y frenético sobre un físico –primero ingenuo, después megalómano, finalmente humillado– arrastrado por las corrientes convulsas de la Historia y el poder. Si bien constituye su trabajo más ambicioso, expansivo y maduro, también sirve como lupa para flaquezas recurrentes en su cine.

A estas alturas nadie podría describir a Christopher Nolan (Londres, 1970) como un cineasta modesto. Durante el presente siglo su filmografía hiperbólica constituye un centro ineludible del cine industrial. En todo caso, sólo él parece capaz combinar la intimidad de un drama psicológico con visiones dantescas del holocausto nuclear vistiéndolo como un blockbuster vacacional. Y es que en Oppenheimer hay tres películas tejidas, y todas son americanas hasta el hueso, para bien o mal. La primera –preguerra– es un coming of age universitario. La segunda –posguerra– es un tenso drama judicial macartista. La tercera –bélico, pero sin guerra– es una especie de western científico: la fundación de un pueblo en el desierto texano de Los Álamos, escenario del infame Proyecto Manhattan. Como hélices de un ADN, las tres forman un retrato fragmentario del científico, pero en el fondo cuentan otra biografía: la de la manzana envenenada del armamentismo nuclear, huevo de serpiente para la hegemonía estadounidense.

Oppenheimer

Fotograma de Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan

El tríptico sigue la estrategia que Nolan acostumbra desde hace veinte años: relatos paralelos en tres tiempos (piénsese en Dunkerque, El origen o la incomprensible Tenet) que se intercalan y aceleran, rebotando entre sí mediante golpes de efecto, música excesiva y diálogos barrocos pero didácticos. Estos traducen para la audiencia los detalles más rocambolescos de las supuestas bases científicas que suelen ocupar a su director. Hay dos estructuras claras que resultan eficaces. La primera separa al relato en dos grandes capítulos titulados “Fisión” y “Fusión” de forma alegórica y acertada, ya que lo primero se refiere a la división de un átomo y lo otro a su implosión para hacerle estallar. La segunda es un vaivén efectivo entre una fotografía monocroma y otra a color que marcan los tensos vaivenes entre los años de formación de Oppenheimer, su trabajo en el proyecto de Los Álamos y su posterior caída en desgracia durante la caza de brujas de McCarthy. La combinación de ambas estructuras funciona con buen equilibrio, pues están centradas en largas conversaciones y monólogos salpicados por verborrea científica, jurídica, política y militar que en manos menos hábiles terminarían por empantanar el relato.

Un signo de madurez es que esta pirotecnia teórica pasa de ser puro McGuffin para el espectáculo a ser el conflicto central y moral que enfrenta a su protagonista con su némesis, el físico autodidacta y presidente de la Comisión de Energía Atómica Lewis Strauss (Robert Downey Jr.). En el drama, éste aparece como una suerte de Salieri carcomido por la envidia ante un ingenuo Mozart de las nanopartículas, incapaz de discernir entre la teoría pura y sus consecuencias trágicas. Por momentos Oppenheimer lidia con la tentación de lavar las manos de su protagonista, haciendo de él una especie de mártir académico, arrastrado por la marea de la Historia y por su inoperancia en el mundo real: es torpe para ejecutar un experimento en el laboratorio escolar, impulsivo para envenenar una manzana, inútil para sostener un orgasmo. En consecuencia –parece sugerir la película– es comprensible que no midiera los alcances de la energía atómica y fuera manipulado por fuerzas que lo rebasaban.

De ahí a la banalidad del mal ponderada por Arendt hay pocos pasos, como también de la violencia legitimada por el poder estatal. Es un tema en torno al cual El político y el científico, el ciclo de conferencias de Max Weber, mantiene vigencia. En sus mejores momentos –los que suceden en conversaciones privadas a puerta cerrada– Oppenheimer sobrevuela esas mismas ideas (“Quítate ese uniforme militar, tú eres científico”; “A partir de aquí nos encargamos nosotros, Doctor”) pero sin llegar nunca a escarbar en ellas.

Oppenheimer

Florence Pugh y Cillian Murphy en Oppenheimer (2023)

El epígrafe inicial invita a leer el ascenso y caída de Oppie como un Prometeo moderno, que roba a los dioses el secreto del fuego y la forja de las armas, para ser después humillado y torturado a la vista de todos. Cillian Murphy, en el primer papel a su altura desde El viento que agita la cebada (Ken Loach, 2006), estremece al transmitir este arco dramático de treinta años con un amplio abanico de matices y claroscuros. Lamentablemente, su amplio desarrollo como personaje contrasta con fuerza la maniquea y escasa vida interior de otros como Jean Tatlock (Florence Pugh) o Kitty Oppenheimer (Emily Blunt), quienes aparecen como mera ancla emocional para explicar los cambios de rumbo del protagonista.

En donde Nolan despliega mejor su pulso narrativo es es al dibujar el enfrentamiento entre Oppenheimer y Strauss, siameses alfa, antagónicos y complementarios que mucho recuerdan al binomio Batman (Christian Bale) – Guasón (Heath Ledger) o al de Borden (también Bale) y Angler (Hugh Jackman) en la meritoria El gran truco (2006). Al mismo tiempo su dedicación a las rivalidades masculinas y lo unidimensionales que resultan sus contrapartes femeninas parece dar la razón a una de las críticas más recurrentes a su cine.

Pero, como ha sugerido Marc Ferro en El cine: una visión de la historia (2003), la ficción fílmica no sirve para aprender historia, sino para sublimar los impulsos latentes de un presente que busca hacer las paces con el pasado, o bien reelaborarlo para legitimarse. En Oppenheimer al presidente Harry S. Truman (Gary Oldman) se le adjudica un diálogo que no por ficticio es menos revelador: “A ningún japonés le interesa quién inventó la bomba atómica. Le interesa quién la lanzó y ese fui yo, yo y los Estados Unidos de América”. En esta lectura, más o menos revisionista, parece sugerir que los crímenes masivos no deben atribuirse a responsables individuales sino a fuerzas históricas que solo pueden ponderarse en retrospectiva. De forma similar, Oppenheimer requiere revisarse de nuevo cuando baje la marea ensordecedora de su estreno en salas. Quizá sólo entonces podamos medirla en una dimensión más justa: la del hombre, no la del estallido.

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Prometeo encadenado

El escenario es un dormitorio de Cambridge a medianoche. Estamos en los primeros minutos de Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023) y vemos a un aspirante a científico navegar enfebrecido entre las vanguardias de entreguerras, con la misma pasión que dedica a la física teórica. Lee La tierra baldía (1922), escucha La consagración de la primavera (1913) y se detiene perturbado ante un retrato de Picasso –Mujer sentada con los brazos cruzados (1937)– durante los años veinte, cuando las obras mantenían el calor de las brasas vivas y el escándalo reciente. Un fantasma recorría el mundo, el fantasma de la ruptura.

Mientras Eliot, Stravinski y el cubismo demolían los salones de las formas neoclásicas, para Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy), judío neoyorquino de ascendencia alemana, la física estaba obligada a acompañarlos en la construcción de un mundo nuevo. La teoría general de la relatividad recién se había publicado en 1915, precisamente cuando la Primera Guerra Mundial demolía el largo siglo XIX. El inicio de esa revolución sería la división del átomo –frontera toral para el dominio de la energía– y su legado, las ojivas nucleares de exterminio y el mundo bipolar de la Guerra Fría.

Este paralelo entre dos revoluciones –el de las vanguardias artísticas frente a la física cuántica, así como la frontera ética entre la teoría y su aplicación– es una de las paradojas más interesantes planteadas por el doceavo largometraje de Nolan, un mural histórico inabarcable, impresionista y frenético sobre un físico –primero ingenuo, después megalómano, finalmente humillado– arrastrado por las corrientes convulsas de la Historia y el poder. Si bien constituye su trabajo más ambicioso, expansivo y maduro, también sirve como lupa para flaquezas recurrentes en su cine.

A estas alturas nadie podría describir a Christopher Nolan (Londres, 1970) como un cineasta modesto. Durante el presente siglo su filmografía hiperbólica constituye un centro ineludible del cine industrial. En todo caso, sólo él parece capaz combinar la intimidad de un drama psicológico con visiones dantescas del holocausto nuclear vistiéndolo como un blockbuster vacacional. Y es que en Oppenheimer hay tres películas tejidas, y todas son americanas hasta el hueso, para bien o mal. La primera –preguerra– es un coming of age universitario. La segunda –posguerra– es un tenso drama judicial macartista. La tercera –bélico, pero sin guerra– es una especie de western científico: la fundación de un pueblo en el desierto texano de Los Álamos, escenario del infame Proyecto Manhattan. Como hélices de un ADN, las tres forman un retrato fragmentario del científico, pero en el fondo cuentan otra biografía: la de la manzana envenenada del armamentismo nuclear, huevo de serpiente para la hegemonía estadounidense.

Oppenheimer

Fotograma de Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan

El tríptico sigue la estrategia que Nolan acostumbra desde hace veinte años: relatos paralelos en tres tiempos (piénsese en Dunkerque, El origen o la incomprensible Tenet) que se intercalan y aceleran, rebotando entre sí mediante golpes de efecto, música excesiva y diálogos barrocos pero didácticos. Estos traducen para la audiencia los detalles más rocambolescos de las supuestas bases científicas que suelen ocupar a su director. Hay dos estructuras claras que resultan eficaces. La primera separa al relato en dos grandes capítulos titulados “Fisión” y “Fusión” de forma alegórica y acertada, ya que lo primero se refiere a la división de un átomo y lo otro a su implosión para hacerle estallar. La segunda es un vaivén efectivo entre una fotografía monocroma y otra a color que marcan los tensos vaivenes entre los años de formación de Oppenheimer, su trabajo en el proyecto de Los Álamos y su posterior caída en desgracia durante la caza de brujas de McCarthy. La combinación de ambas estructuras funciona con buen equilibrio, pues están centradas en largas conversaciones y monólogos salpicados por verborrea científica, jurídica, política y militar que en manos menos hábiles terminarían por empantanar el relato.

Un signo de madurez es que esta pirotecnia teórica pasa de ser puro McGuffin para el espectáculo a ser el conflicto central y moral que enfrenta a su protagonista con su némesis, el físico autodidacta y presidente de la Comisión de Energía Atómica Lewis Strauss (Robert Downey Jr.). En el drama, éste aparece como una suerte de Salieri carcomido por la envidia ante un ingenuo Mozart de las nanopartículas, incapaz de discernir entre la teoría pura y sus consecuencias trágicas. Por momentos Oppenheimer lidia con la tentación de lavar las manos de su protagonista, haciendo de él una especie de mártir académico, arrastrado por la marea de la Historia y por su inoperancia en el mundo real: es torpe para ejecutar un experimento en el laboratorio escolar, impulsivo para envenenar una manzana, inútil para sostener un orgasmo. En consecuencia –parece sugerir la película– es comprensible que no midiera los alcances de la energía atómica y fuera manipulado por fuerzas que lo rebasaban.

De ahí a la banalidad del mal ponderada por Arendt hay pocos pasos, como también de la violencia legitimada por el poder estatal. Es un tema en torno al cual El político y el científico, el ciclo de conferencias de Max Weber, mantiene vigencia. En sus mejores momentos –los que suceden en conversaciones privadas a puerta cerrada– Oppenheimer sobrevuela esas mismas ideas (“Quítate ese uniforme militar, tú eres científico”; “A partir de aquí nos encargamos nosotros, Doctor”) pero sin llegar nunca a escarbar en ellas.

Oppenheimer

Florence Pugh y Cillian Murphy en Oppenheimer (2023)

El epígrafe inicial invita a leer el ascenso y caída de Oppie como un Prometeo moderno, que roba a los dioses el secreto del fuego y la forja de las armas, para ser después humillado y torturado a la vista de todos. Cillian Murphy, en el primer papel a su altura desde El viento que agita la cebada (Ken Loach, 2006), estremece al transmitir este arco dramático de treinta años con un amplio abanico de matices y claroscuros. Lamentablemente, su amplio desarrollo como personaje contrasta con fuerza la maniquea y escasa vida interior de otros como Jean Tatlock (Florence Pugh) o Kitty Oppenheimer (Emily Blunt), quienes aparecen como mera ancla emocional para explicar los cambios de rumbo del protagonista.

En donde Nolan despliega mejor su pulso narrativo es es al dibujar el enfrentamiento entre Oppenheimer y Strauss, siameses alfa, antagónicos y complementarios que mucho recuerdan al binomio Batman (Christian Bale) – Guasón (Heath Ledger) o al de Borden (también Bale) y Angler (Hugh Jackman) en la meritoria El gran truco (2006). Al mismo tiempo su dedicación a las rivalidades masculinas y lo unidimensionales que resultan sus contrapartes femeninas parece dar la razón a una de las críticas más recurrentes a su cine.

Pero, como ha sugerido Marc Ferro en El cine: una visión de la historia (2003), la ficción fílmica no sirve para aprender historia, sino para sublimar los impulsos latentes de un presente que busca hacer las paces con el pasado, o bien reelaborarlo para legitimarse. En Oppenheimer al presidente Harry S. Truman (Gary Oldman) se le adjudica un diálogo que no por ficticio es menos revelador: “A ningún japonés le interesa quién inventó la bomba atómica. Le interesa quién la lanzó y ese fui yo, yo y los Estados Unidos de América”. En esta lectura, más o menos revisionista, parece sugerir que los crímenes masivos no deben atribuirse a responsables individuales sino a fuerzas históricas que solo pueden ponderarse en retrospectiva. De forma similar, Oppenheimer requiere revisarse de nuevo cuando baje la marea ensordecedora de su estreno en salas. Quizá sólo entonces podamos medirla en una dimensión más justa: la del hombre, no la del estallido.

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‘Barbie’ y la crisis espiritual posmoderna

No quería ver Barbie, pero caí y qué sorpresa: es, más que cualquier película reciente, un thriller existencial exquisitamente aterrador. 

Cuando la muñeca rubia comienza a sufrir pensamientos de muerte constantes necesita visitar el mundo real, poniendo en marcha un golpe de Estado de extrema derecha en Barbieland. Así, Barbie explora cómo la crisis espiritual del consumismo neoliberal provoca un resurgimiento del fascismo estadounidense, aquí liderado por los Kens. Como alegoría política, para decirlo pronto, la película resulta bastante limitada. Principalmente porque está vertebrada en torno a un feminismo blanco totalmente despolitizado, orquestado por la directora Greta Gerwig, que ignora las cuestiones materiales para enfocarse solamente en el aspecto sentimental de la trama. 

Debo confesar, sin embargo, que apenas pude mantener una perspectiva crítica mientras la veía. Me sentí transportado, ¿absorto?, en su delicioso paisaje plástico, fotografiado por el mexicano Rodrigo Prieto, eso sin contar que los esfuerzos promocionales ya habían replanteado a todas mis amigas como Barbies y que me habían emocionado, durante un previo, viendo a la protagonista sentada en el cine en la misma fila que yo.

Al borrar las líneas de la realidad, Barbie narra los efectos psicopolíticos de lo que Karl Marx llamó “fetichismo de la mercancía”, y de lo que Jean Baudrillard definió como “hiperrealidad” de la condición posmoderna. La película explora específicamente el modo en que el consumismo forma a las personas bajo estas mecanizaciones. Es decir, cómo estamos alienados y somos reconstituidos como mercancías y representaciones. 

Cuando el cuerpo de Barbie comienza a descomponerse ella busca la verdad en el mundo real, y así descubre que las mujeres no la tienen en alta estima porque ha establecido estándares poco realistas para sus cuerpos y sus vidas. Barbie conoce a una madre y a su hija ambiguamente racializadas (latinas de algún origen). Estos personajes dan voz a la crítica de la muñeca, para que gradualmente tome conciencia de su propio poder fetichista como mercancía y entienda cómo se ha construido sobre relaciones sociales injustas. De esta forma Barbie alcanza lo hiperreal y, como representación fetichizada de las mujeres, se vuelve más influyente que las mujeres mismas, más determinante en su sentido del yo. 

Desafortunadamente la rubia es criticada solamente por razones culturales, así como por cuestiones de representación y movilidad social, pues la película articula su análisis en términos de un feminismo no interseccional, que carece de una visión político-económica del mundo. Nadie esperaría una perspectiva desde el materialismo histórico en Mattel, por supuesto, pero si la intención del lavado de marca era poner a su muñeca en el banquillo de los acusados omitir ciertas cuestiones deja, bajo el hipócrita remojado, manchas difíciles de remover.

Aquí vemos muchos jefes, muchos profesionales, miles de consumidores y mercancías. Pero ¿dónde están los trabajadores y esclavos de los que depende este sistema? Los personajes racializados son meras extensiones del ego blanco, sin historia ni cultura. La frontera entre Barbieland y el mundo real igualmente banaliza el colosal tema de la inmigración. 

A medida que se desarrolla la trama de Barbie, un Ken abandonado por su amor aprende sobre el patriarcado y se lanza a la toma política de Barbieland. La catástrofe se evita cuando Barbie y sus amigas aprenden a empoderarse, vuelven a uno de los muñecos masculinos en contra del otro y le enseñan a Ken que debe amarse a sí mismo. 

Esta narrativa sugiere que la voluntad de tomar el poder de la derecha extrema reside en los hombres (pues únicamente los Kens son responsables) y que sus motivaciones son meramente psicológicas, pues siguen la lógica heterosexual de Barbie y Ken y sus propios viajes de autodescubrimiento. En otras palabras, no registra la complicidad de las mujeres blancas en la perpetuación de la injusticia económica, dado que no registra ni siquiera la existencia de la injusticia económica. 

Su diagnóstico de la crisis es precisamente un síntoma de la crisis: el liberalismo blanco capitalista ha aprendido hábilmente a recuperar discursos que critican la misoginia y el consumismo para venderlos de nuevo, incluso mientras borran el vocabulario que nos haría concientizar las verdaderas causas de la crisis. 

Encuentro, sin embargo, una figura esperanzadora en el filme: el muñeco Allan. Es mi tocayo y me identifico con él. Según los estándares de belleza, Allan es feo, con un mentón débil y ojos tristes. Además traiciona a los Kens y no se solidariza del todo con las Barbies. Es el único personaje que recurre a la violencia física con una agenda clara: la autopreservación. En lugar de querer ayudar a Barbieland, su único deseo es salir y vivir solo. Allan es políticamente impotente, su visión no cambia nada, pero al menos deja algo claro: todavía hay quienes queremos, a toda costa, la libertad.

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‘Barbie’ y la crisis espiritual posmoderna

No quería ver Barbie, pero caí y qué sorpresa: es, más que cualquier película reciente, un thriller existencial exquisitamente aterrador. 

Cuando la muñeca rubia comienza a sufrir pensamientos de muerte constantes necesita visitar el mundo real, poniendo en marcha un golpe de Estado de extrema derecha en Barbieland. Así, Barbie explora cómo la crisis espiritual del consumismo neoliberal provoca un resurgimiento del fascismo estadounidense, aquí liderado por los Kens. Como alegoría política, para decirlo pronto, la película resulta bastante limitada. Principalmente porque está vertebrada en torno a un feminismo blanco totalmente despolitizado, orquestado por la directora Greta Gerwig, que ignora las cuestiones materiales para enfocarse solamente en el aspecto sentimental de la trama. 

Debo confesar, sin embargo, que apenas pude mantener una perspectiva crítica mientras la veía. Me sentí transportado, ¿absorto?, en su delicioso paisaje plástico, fotografiado por el mexicano Rodrigo Prieto, eso sin contar que los esfuerzos promocionales ya habían replanteado a todas mis amigas como Barbies y que me habían emocionado, durante un previo, viendo a la protagonista sentada en el cine en la misma fila que yo.

Al borrar las líneas de la realidad, Barbie narra los efectos psicopolíticos de lo que Karl Marx llamó “fetichismo de la mercancía”, y de lo que Jean Baudrillard definió como “hiperrealidad” de la condición posmoderna. La película explora específicamente el modo en que el consumismo forma a las personas bajo estas mecanizaciones. Es decir, cómo estamos alienados y somos reconstituidos como mercancías y representaciones. 

Cuando el cuerpo de Barbie comienza a descomponerse ella busca la verdad en el mundo real, y así descubre que las mujeres no la tienen en alta estima porque ha establecido estándares poco realistas para sus cuerpos y sus vidas. Barbie conoce a una madre y a su hija ambiguamente racializadas (latinas de algún origen). Estos personajes dan voz a la crítica de la muñeca, para que gradualmente tome conciencia de su propio poder fetichista como mercancía y entienda cómo se ha construido sobre relaciones sociales injustas. De esta forma Barbie alcanza lo hiperreal y, como representación fetichizada de las mujeres, se vuelve más influyente que las mujeres mismas, más determinante en su sentido del yo. 

Desafortunadamente la rubia es criticada solamente por razones culturales, así como por cuestiones de representación y movilidad social, pues la película articula su análisis en términos de un feminismo no interseccional, que carece de una visión político-económica del mundo. Nadie esperaría una perspectiva desde el materialismo histórico en Mattel, por supuesto, pero si la intención del lavado de marca era poner a su muñeca en el banquillo de los acusados omitir ciertas cuestiones deja, bajo el hipócrita remojado, manchas difíciles de remover.

Aquí vemos muchos jefes, muchos profesionales, miles de consumidores y mercancías. Pero ¿dónde están los trabajadores y esclavos de los que depende este sistema? Los personajes racializados son meras extensiones del ego blanco, sin historia ni cultura. La frontera entre Barbieland y el mundo real igualmente banaliza el colosal tema de la inmigración. 

A medida que se desarrolla la trama de Barbie, un Ken abandonado por su amor aprende sobre el patriarcado y se lanza a la toma política de Barbieland. La catástrofe se evita cuando Barbie y sus amigas aprenden a empoderarse, vuelven a uno de los muñecos masculinos en contra del otro y le enseñan a Ken que debe amarse a sí mismo. 

Esta narrativa sugiere que la voluntad de tomar el poder de la derecha extrema reside en los hombres (pues únicamente los Kens son responsables) y que sus motivaciones son meramente psicológicas, pues siguen la lógica heterosexual de Barbie y Ken y sus propios viajes de autodescubrimiento. En otras palabras, no registra la complicidad de las mujeres blancas en la perpetuación de la injusticia económica, dado que no registra ni siquiera la existencia de la injusticia económica. 

Su diagnóstico de la crisis es precisamente un síntoma de la crisis: el liberalismo blanco capitalista ha aprendido hábilmente a recuperar discursos que critican la misoginia y el consumismo para venderlos de nuevo, incluso mientras borran el vocabulario que nos haría concientizar las verdaderas causas de la crisis. 

Encuentro, sin embargo, una figura esperanzadora en el filme: el muñeco Allan. Es mi tocayo y me identifico con él. Según los estándares de belleza, Allan es feo, con un mentón débil y ojos tristes. Además traiciona a los Kens y no se solidariza del todo con las Barbies. Es el único personaje que recurre a la violencia física con una agenda clara: la autopreservación. En lugar de querer ayudar a Barbieland, su único deseo es salir y vivir solo. Allan es políticamente impotente, su visión no cambia nada, pero al menos deja algo claro: todavía hay quienes queremos, a toda costa, la libertad.

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martes, 25 de julio de 2023

Joy Laville: silencio y eternidad

En el centenario del nacimiento de Joy Laville (Ryde, Reino Unido, 1923 – Cuernavaca, 2018), el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México presenta, a partir del 3 de agosto, la exposición El silencio y la eternidad. Con el objetivo de acercar su obra a nuevas generaciones de espectadores, la muestra curada por Lucía Peñalosa y Calos Segoviano se centra en su exploración pictórica del color y el protagonismo de la corporalidad en sus lienzos.

Emigrada a México en 1956, Laville destacó en la escena artística local con una obra a la vez sutil y contundente, con una paleta cromática característica, donde los paisajes y los cuerpos transmiten las complejidades de la condición humana. Como escribió Lelia Driben, “Joy Laville no es abstracta, geométrica o realista; su pintura está hecha de insinuaciones cuyo enlace más nítido son las siluetas y huellas que habitan en la memoria, en sus múltiples capas y recovecos, allí donde pasado y presente se funden en un tiempo móvil: el que subyace en el espacio atemporal, fijo, de los objetos y figuras del cuadro”.

Joy Laville

Joy Laville retratada por Rogelio Cuéllar. Cortesía del Museo de Arte Moderno

Menos conocido que su pintura es su trabajo escultórico: Joy Laville. El silencio y la eternidad presenta una selección de su obra tridimensional, donde se manifiestan sus preocupaciones formales por otras vías. La ilustración fue otro de los intereses de la artista, vinculada en algún sentido a la Generación de la Ruptura que a mediados del siglo pasado renovó las formas del arte producido en México. Su esposo, el escritor Jorge Ibargüengoitia, escribió sobre ella: “Joy Laville sabe ver, sabe recordar, sabe poner colores sobre una superficie plana, y tiene la rara virtud de poder participar en el pequeño mundo que la rodea”.

Organizada temáticamente, la retrospectiva del MAM podrá visitarse hasta el 29 de octubre. En el centenario de esta artista singular, asistir a esta selección de trabajos permite atestiguar la forma en que una artista hizo de sus recuerdos un paisaje melancólico y a la vez festivo.

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Joy Laville: silencio y eternidad

En el centenario del nacimiento de Joy Laville (Ryde, Reino Unido, 1923 – Cuernavaca, 2018), el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México presenta, a partir del 3 de agosto, la exposición El silencio y la eternidad. Con el objetivo de acercar su obra a nuevas generaciones de espectadores, la muestra curada por Lucía Peñalosa y Calos Segoviano se centra en su exploración pictórica del color y el protagonismo de la corporalidad en sus lienzos.

Emigrada a México en 1956, Laville destacó en la escena artística local con una obra a la vez sutil y contundente, con una paleta cromática característica, donde los paisajes y los cuerpos transmiten las complejidades de la condición humana. Como escribió Lelia Driben, “Joy Laville no es abstracta, geométrica o realista; su pintura está hecha de insinuaciones cuyo enlace más nítido son las siluetas y huellas que habitan en la memoria, en sus múltiples capas y recovecos, allí donde pasado y presente se funden en un tiempo móvil: el que subyace en el espacio atemporal, fijo, de los objetos y figuras del cuadro”.

Joy Laville

Joy Laville retratada por Rogelio Cuéllar. Cortesía del Museo de Arte Moderno

Menos conocido que su pintura es su trabajo escultórico: Joy Laville. El silencio y la eternidad presenta una selección de su obra tridimensional, donde se manifiestan sus preocupaciones formales por otras vías. La ilustración fue otro de los intereses de la artista, vinculada en algún sentido a la Generación de la Ruptura que a mediados del siglo pasado renovó las formas del arte producido en México. Su esposo, el escritor Jorge Ibargüengoitia, escribió sobre ella: “Joy Laville sabe ver, sabe recordar, sabe poner colores sobre una superficie plana, y tiene la rara virtud de poder participar en el pequeño mundo que la rodea”.

Organizada temáticamente, la retrospectiva del MAM podrá visitarse hasta el 29 de octubre. En el centenario de esta artista singular, asistir a esta selección de trabajos permite atestiguar la forma en que una artista hizo de sus recuerdos un paisaje melancólico y a la vez festivo.

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jueves, 20 de julio de 2023

Oscuro y luminoso

Un rottweiler pintado en blanco y negro al óleo, con un bozal en el hocico, mira detenidamente al espectador. Su mirada pesa tanto que por un momento dejo de considerar que la obra está inacabada y que una parte –el perfil izquierdo– se ha quedado en etapa de boceto. Luego aparece otro cuadro que muestra más o menos la misma primicia (el perro, el bozal, la mirada), pero ahora a color. El animal, silencioso y temible, se vuelve intimidante con el realismo que logra la pincelada. Una tercera obra surge para dar una especie de solución a la secuencia: el perro consigue, al fin, deshacerse del bozal, a costa de movimientos bruscos, enloquecidos.

Se trata de las primeras tres pinturas que aparecen en el blog de Daniel Segura Bonnett, que visité tras haber terminado Lo que no tiene nombre, de la escritora colombiana Piedad Bonnett (Amalfi, 1951). Ella y su esposo abrieron el sitio para homenajear la obra y memoria de su hijo, quien “se quitó la vida el 14 de mayo de 2011, dos meses después de haber cumplido 28 años”, se lee en el texto introductorio. La sensación que detona esta experiencia (poner a dialogar texto e imagen) es desconcertante: algo hace clic y, a la vez, algo termina de quebrarse. ¿Por qué he hecho esto?, me pregunto. Quizá para completar la imagen de Daniel.

Durante mucho tiempo oí hablar de este libro, casi imposible de conseguir en su formato impreso. Es el testimonio de la pérdida de un hijo, una narración que camina por los lenguajes posibles para explorar el fondo del dolor, del duelo y de la empatía por el otro. La autora se adentra en una búsqueda personal a través de la palabra para acercarse a un hecho: el suicidio de su hijo. Entonces la escritura se vuelve zona de resguardo, aunque, por momentos y en los ratos menos esperados, se convierta en lo contrario: “Instalada como estoy en la reflexión, siento de pronto, sin embargo, que Daniel se me escapa, que lo he perdido, que de momento no me duele. Me asusto, siento culpa. ¿Es que acaso he empezado a olvidarlo?”.

Lo que no tiene nombre se publicó por primera vez hace una década, en 2013. Desde la mirada de la escritora vemos pasar la vida de Daniel, su pasión por el arte, por la música, su exigencia de convertirse en un gran pintor (que lo era), y su inmersión a ese mar oscuro donde se descomponen las certezas, la esquizofrenia, lo que conlleva un largo recorrido por hospitales, doctores y más doctores, hasta el momento trágico que sin embargo se revela desde un inicio: “Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver”. Pero el descenso al infierno –así lo llama Bonnett– comienza mucho antes.

La literatura hecha por otros aparece para iluminar un poco, acaso, a través del faro del entendimiento, todas las preguntas pendientes: “Ahora que Daniel ha muerto, leo un cuento de Nabokov que me recomienda mi hermano. Allí se describen los síntomas de un chico enfermo al que sus padres van a visitar al hospital mental”. De pronto existe la comprensión, pero tan frágil es que se escapa en un segundo y nacen más dudas: “¿Cuántas maneras hay de suicidarse? ¿Hay unas más dulces, más estéticas, más románticas que otras?”.

Una frase de las últimas páginas se queda revoloteando en mi cabeza: “Ahora sé que el dolor del alma se siente primero en el cuerpo”. El alma y el cuerpo van a destiempo, qué tragedia. Luego uno cierra el libro y se queda desamparado, rogando porque ese dolor en Piedad Bonnett haya encontrado un cauce, aunque se sabe que es imposible, que el dolor se transforma, pero no se va del todo. Vuelvo a las pinturas del blog. Leo los comentarios que le agradecen a la escritora por haber compartido su experiencia, que la abrazan a través de la virtualidad, y que elogian a Daniel el artista. “La pintura no ha muerto”, se atreve a poner alguien. Y comprendo la última página del libro, el único momento donde Bonnet le habla a su hijo: “Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria”. Al menos eso, al menos eso.

Piedad Bonett, Lo que no tiene nombre, Alfaguara, México, 2023

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Oscuro y luminoso

Un rottweiler pintado en blanco y negro al óleo, con un bozal en el hocico, mira detenidamente al espectador. Su mirada pesa tanto que por un momento dejo de considerar que la obra está inacabada y que una parte –el perfil izquierdo– se ha quedado en etapa de boceto. Luego aparece otro cuadro que muestra más o menos la misma primicia (el perro, el bozal, la mirada), pero ahora a color. El animal, silencioso y temible, se vuelve intimidante con el realismo que logra la pincelada. Una tercera obra surge para dar una especie de solución a la secuencia: el perro consigue, al fin, deshacerse del bozal, a costa de movimientos bruscos, enloquecidos.

Se trata de las primeras tres pinturas que aparecen en el blog de Daniel Segura Bonnett, que visité tras haber terminado Lo que no tiene nombre, de la escritora colombiana Piedad Bonnett (Amalfi, 1951). Ella y su esposo abrieron el sitio para homenajear la obra y memoria de su hijo, quien “se quitó la vida el 14 de mayo de 2011, dos meses después de haber cumplido 28 años”, se lee en el texto introductorio. La sensación que detona esta experiencia (poner a dialogar texto e imagen) es desconcertante: algo hace clic y, a la vez, algo termina de quebrarse. ¿Por qué he hecho esto?, me pregunto. Quizá para completar la imagen de Daniel.

Durante mucho tiempo oí hablar de este libro, casi imposible de conseguir en su formato impreso. Es el testimonio de la pérdida de un hijo, una narración que camina por los lenguajes posibles para explorar el fondo del dolor, del duelo y de la empatía por el otro. La autora se adentra en una búsqueda personal a través de la palabra para acercarse a un hecho: el suicidio de su hijo. Entonces la escritura se vuelve zona de resguardo, aunque, por momentos y en los ratos menos esperados, se convierta en lo contrario: “Instalada como estoy en la reflexión, siento de pronto, sin embargo, que Daniel se me escapa, que lo he perdido, que de momento no me duele. Me asusto, siento culpa. ¿Es que acaso he empezado a olvidarlo?”.

Lo que no tiene nombre se publicó por primera vez hace una década, en 2013. Desde la mirada de la escritora vemos pasar la vida de Daniel, su pasión por el arte, por la música, su exigencia de convertirse en un gran pintor (que lo era), y su inmersión a ese mar oscuro donde se descomponen las certezas, la esquizofrenia, lo que conlleva un largo recorrido por hospitales, doctores y más doctores, hasta el momento trágico que sin embargo se revela desde un inicio: “Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver”. Pero el descenso al infierno –así lo llama Bonnett– comienza mucho antes.

La literatura hecha por otros aparece para iluminar un poco, acaso, a través del faro del entendimiento, todas las preguntas pendientes: “Ahora que Daniel ha muerto, leo un cuento de Nabokov que me recomienda mi hermano. Allí se describen los síntomas de un chico enfermo al que sus padres van a visitar al hospital mental”. De pronto existe la comprensión, pero tan frágil es que se escapa en un segundo y nacen más dudas: “¿Cuántas maneras hay de suicidarse? ¿Hay unas más dulces, más estéticas, más románticas que otras?”.

Una frase de las últimas páginas se queda revoloteando en mi cabeza: “Ahora sé que el dolor del alma se siente primero en el cuerpo”. El alma y el cuerpo van a destiempo, qué tragedia. Luego uno cierra el libro y se queda desamparado, rogando porque ese dolor en Piedad Bonnett haya encontrado un cauce, aunque se sabe que es imposible, que el dolor se transforma, pero no se va del todo. Vuelvo a las pinturas del blog. Leo los comentarios que le agradecen a la escritora por haber compartido su experiencia, que la abrazan a través de la virtualidad, y que elogian a Daniel el artista. “La pintura no ha muerto”, se atreve a poner alguien. Y comprendo la última página del libro, el único momento donde Bonnet le habla a su hijo: “Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria”. Al menos eso, al menos eso.

Piedad Bonett, Lo que no tiene nombre, Alfaguara, México, 2023

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miércoles, 19 de julio de 2023

El amor y la muerte según The Flaming Lips

The Flaming Lips es una de esas agrupaciones a las que ya les pasó por encima el ciclón del tiempo, arrojando un gramaje inevitable de pasión e indiferencia en partes iguales, incluso sobre sus fans más aguerridos. Hay un antes y un después de Yoshimi Battles the Pink Robots (2002), la décima empresa discográfica la banda de Oklahoma City, con la que logró catapultarse a todo el mundo y ganarse el cariño del público internacional a punta de canciones entrañables. 

Al igual que otras agrupaciones legendarias en el mapa del rock guitarrero de finales del siglo XX –como Pulp, Sonic Youth o Babasónicos–, The Flaming Lips alcanzó una notoriedad masiva ya entrados en gastos, con un sonido obtenido con pico y pala, cambios bruscos en la alineación e incluso crisis importantes en su interior. Antes de la llegada de los robots y los karatazos de amor, antes de las botargas multitudinarias, la pelota gigante y las explosiones de confeti, los Flaming eran una banda respetada y reconocida por haber trascendido la lisergia de garage cuasidoméstica de sus primeros días, coronando la segunda mitad de la década de los noventa con tres obras magnas, arrojadas y casi irrepetibles que en cierto modo trazaron lo que sería su disco más exitoso comercialmente. 

Yoshimi Battles the Pink Robots –que el pasado 16 de julio cumplió 21 años– no se entiende sin la acuciosidad honesta y cruda del Clouds Taste Metallic (1995) ni la fastuosidad experimental del imposible Zaireeka (1997), pero sobre todo sin el empeño de la que para muchos es la obra cumbre de Wayne Coyne, Steven Drozd y Michael Ivins, en mancuerna con su ingeniero estrella Dave Fridmann, The Soft Bulletin (1999), disco enmarcado por una serie de sucesos desafortunados para el grupo: la muerte del padre de Coyne, el accidente automovilístico de Ivins o la casi amputación de un brazo a Drozd por su adicción a la heroína.

El concepto que no fue y triunfó 

Las reflexiones de Coyne y compañía sobre el fin del mundo, los insectos y la pertinencia humana en el Universo estimularon un personaje y un ecosistema basados en una de las artistas musicales japonesas más sui géneris de su tiempo: Yoshimi P-We, integrante de los poderosísimos combos Boredoms y OOIOO. Como concepto, sin embargo, esa travesía pop psicodélica de ciencia ficción sobre robots rosas (“Yoshimi Battles the Pink Robots”) y pruebas de valentía (“Fight Test”), en la que al final todos morimos y eso es duro (“Do You Realize??”), apenas se sostiene durante el primer sprint del disco, que suma casi 48 minutos de duración. Un tiempo corto para quienes suelen pensarlo efusivamente como una suerte de fantasía rock pop progresivo. 

The Flaming Lips

Para algunos la razón del éxito del décimo álbum de estudio de la banda es un tránsito importante en su sonido, en donde el desparpajo rock, la melancolía pop y la lisergia audiovisual se engarzan de forma inmediata y poderosa para reanimar los corazones y funcionar en vivo como un todo donde banda y público participan de una celebración. Pero habría que mencionar también su notable inconsistencia conceptual, su redundancia sónica y su colorido despliegue performativo. 

Tras el éxito de Yoshimi Battles the Pink Robots, que ha vendido más de 800 mil copias (ocho veces más que el siguiente en la lista, At War with the Mystics, de 2006), The Flaming Lips han emprendido un devaneo de colaboraciones y experimentaciones psicodélicas sin rumbo aparente, cosechando las glorias de un pasado que parece irrepetible, pero con la impronta de seguir siendo una agrupación solvente, cercana y divertida arriba del escenario. Lejos de ser una obra consistente, con puntos de acceso bien definidos, el disco se convirtió casi sin planearlo en un punto de quiebre en la carrera de los de Oklahoma, coronando una suerte de purga indie para convertirse en una banda de casi todos los públicos del mundo, que disfrutan las navidades en Marte, las producciones hechas con cartón y cinta adhesiva, las caricaturas y la nostalgia por una época que no volverá

La gira que conmemora las dos décadas de Yoshimi Battles the Pink Robots aterrizará en la Ciudad de México el próximo 4 de noviembre, como acto estelar del festival Hipnosis.

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El amor y la muerte según The Flaming Lips

The Flaming Lips es una de esas agrupaciones a las que ya les pasó por encima el ciclón del tiempo, arrojando un gramaje inevitable de pasión e indiferencia en partes iguales, incluso sobre sus fans más aguerridos. Hay un antes y un después de Yoshimi Battles the Pink Robots (2002), la décima empresa discográfica la banda de Oklahoma City, con la que logró catapultarse a todo el mundo y ganarse el cariño del público internacional a punta de canciones entrañables. 

Al igual que otras agrupaciones legendarias en el mapa del rock guitarrero de finales del siglo XX –como Pulp, Sonic Youth o Babasónicos–, The Flaming Lips alcanzó una notoriedad masiva ya entrados en gastos, con un sonido obtenido con pico y pala, cambios bruscos en la alineación e incluso crisis importantes en su interior. Antes de la llegada de los robots y los karatazos de amor, antes de las botargas multitudinarias, la pelota gigante y las explosiones de confeti, los Flaming eran una banda respetada y reconocida por haber trascendido la lisergia de garage cuasidoméstica de sus primeros días, coronando la segunda mitad de la década de los noventa con tres obras magnas, arrojadas y casi irrepetibles que en cierto modo trazaron lo que sería su disco más exitoso comercialmente. 

Yoshimi Battles the Pink Robots –que el pasado 16 de julio cumplió 21 años– no se entiende sin la acuciosidad honesta y cruda del Clouds Taste Metallic (1995) ni la fastuosidad experimental del imposible Zaireeka (1997), pero sobre todo sin el empeño de la que para muchos es la obra cumbre de Wayne Coyne, Steven Drozd y Michael Ivins, en mancuerna con su ingeniero estrella Dave Fridmann, The Soft Bulletin (1999), disco enmarcado por una serie de sucesos desafortunados para el grupo: la muerte del padre de Coyne, el accidente automovilístico de Ivins o la casi amputación de un brazo a Drozd por su adicción a la heroína.

El concepto que no fue y triunfó 

Las reflexiones de Coyne y compañía sobre el fin del mundo, los insectos y la pertinencia humana en el Universo estimularon un personaje y un ecosistema basados en una de las artistas musicales japonesas más sui géneris de su tiempo: Yoshimi P-We, integrante de los poderosísimos combos Boredoms y OOIOO. Como concepto, sin embargo, esa travesía pop psicodélica de ciencia ficción sobre robots rosas (“Yoshimi Battles the Pink Robots”) y pruebas de valentía (“Fight Test”), en la que al final todos morimos y eso es duro (“Do You Realize??”), apenas se sostiene durante el primer sprint del disco, que suma casi 48 minutos de duración. Un tiempo corto para quienes suelen pensarlo efusivamente como una suerte de fantasía rock pop progresivo. 

The Flaming Lips

Para algunos la razón del éxito del décimo álbum de estudio de la banda es un tránsito importante en su sonido, en donde el desparpajo rock, la melancolía pop y la lisergia audiovisual se engarzan de forma inmediata y poderosa para reanimar los corazones y funcionar en vivo como un todo donde banda y público participan de una celebración. Pero habría que mencionar también su notable inconsistencia conceptual, su redundancia sónica y su colorido despliegue performativo. 

Tras el éxito de Yoshimi Battles the Pink Robots, que ha vendido más de 800 mil copias (ocho veces más que el siguiente en la lista, At War with the Mystics, de 2006), The Flaming Lips han emprendido un devaneo de colaboraciones y experimentaciones psicodélicas sin rumbo aparente, cosechando las glorias de un pasado que parece irrepetible, pero con la impronta de seguir siendo una agrupación solvente, cercana y divertida arriba del escenario. Lejos de ser una obra consistente, con puntos de acceso bien definidos, el disco se convirtió casi sin planearlo en un punto de quiebre en la carrera de los de Oklahoma, coronando una suerte de purga indie para convertirse en una banda de casi todos los públicos del mundo, que disfrutan las navidades en Marte, las producciones hechas con cartón y cinta adhesiva, las caricaturas y la nostalgia por una época que no volverá

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martes, 18 de julio de 2023

El mundo como posproducción

Hace algunas semanas se hicieron populares varias imágenes en las redes sociales relacionadas con el volcán Popocatépetl y el aumento de su actividad. El estado de Puebla, en particular, fue uno de los lugares más afectados por la expulsión de ceniza. En esos días los usuarios compartieron ilustraciones generadas por inteligencia artificial con herramientas como Bing Image Creator o Midjourney, entre otras. Las imágenes que resultaron fueron difundidas, incluso, por medios tradicionales como El Universal o Infobae. El problema con la situación, más allá de la espectacularidad de las escenas o la estilización de la supuesta erupción, es que los usuarios tomaron esas fantasías como una verdad respaldada por la ciencia. El tema de moda aparecía con leyendas como “Así se vería el volcán Popocatépetl si hiciera erupción, según la IA”.

Avanzamos a pasos acelerados hacia la posverdad. En el caso que describo la posverdad no es fruto de la manipulación política o una campaña abierta de desinformación. Estamos ante un fenómeno que podríamos llamar “ilusionismo tecnológico”, es decir, una suerte de truco de magia que engaña nuestra mirada y juega con la confianza que le otorgamos al mago, en este caso los generadores de imágenes de IA. La fe que le tenemos a la tecnología y, por supuesto, la noción de que es neutral y libre de sesgos nos lleva a un camino en el que la utopía es más una amenaza que una herramienta para imaginar nuestro futuro. Si creemos, por ejemplo, que un auto eléctrico puede ser una solución a la contaminación por combustibles fósiles –más allá de la falta de evidencia científica al respecto– podemos creer que un algoritmo puede predecir los alcances de una erupción y mostrarlos a través de una imagen. A esto se suman las reacciones automáticas que producen las redes sociales y la atención superficial que se le da a la información. Como afirma el sociólogo y economista William Davies en su libro Estados nerviosos, el consumidor digital está dominado por sus emociones y raramente analiza los anzuelos que ofrece la red con distintos propósitos.

No es sencillo, ya que el funcionamiento de la IA es cada vez más oscuro, pero se puede investigar cómo funciona este sistema aplicado a imágenes: el programa hace una búsqueda en Internet de los conceptos que introducimos. En este caso del Popocatépetl fueron “volcán”, “erupción” y “México”, entre otros. El criterio no es, en absoluto, científico sino basado en imágenes populares que son extraídas por el algoritmo y reformuladas hasta crear un marco coherente. El problema, como ya ha sido advertido desde hace tiempo por los investigadores, es que la IA se nutre de los sesgos que tienen las imágenes más populares en Internet. A Midjourney o Bing Image Creator no les interesa crear un mundo visual basado en una proyección en la que intervengan datos científicos como cantidad de lava, la altura del volcán o la distancia de centros urbanos importantes como Puebla; trabajan con la inacabable fuente de imágenes en la red.

De esta forma, una de las ilustraciones más difundidas en las redes sobre la erupción del Popocatépetl repitió los estereotipos más difundidos sobre México en el extranjero: un pueblo conformado por casas de un solo piso, de apariencia destartalada, y una calle recta –transitada por autos que parecen sacados de los años 50– que se dirige al volcán cuya erupción recuerda el hongo de una bomba atómica. Las imágenes que nutrieron esa fantasía son, justamente, los sesgos más populares sobre nuestro país que pasaron, sin muchos cambios, del cliché hollywoodense al diseño en apariencia artificial. La verdad se construye a base de likes sin que haya ningún otro intermediario.

James Bridle, periodista especializado en tecnología, habla en su libro La nueva edad oscura acerca del sesgo de automatización, es decir, de cómo confiamos en los productos que nos dan las máquinas a pesar de que entran en conflicto con nuestras propias experiencias de la realidad vistas a través de nuestros ojos. En el caso del volcán Popocatépetl fue increíble comprobar cómo los mismos habitantes de Puebla y municipios cercanos a la zona de peligro, como Cholula, dieron credibilidad a las fantasías presentadas por la IA a pesar de que no se parecían en nada a la visión cotidiana que tienen del volcán y de las zonas que habitan. Las imágenes incluso dejaron a un lado las fotografías turísticas de Cholula que muestran a la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios –arriba de la pirámide– y, atrás, la presencia abrumadora del volcán. Sin otra información que la imagen, la profecía eruptiva se ofreció como un detonante compartido por periodistas y comunicadores.

La fotografía nació como un intermediario entre la realidad y nosotros. Siempre fue manipulable y, por supuesto, susceptible de convertirse en una herramienta para la propaganda ideológica. En el ensayo Máquinas de vanguardia el investigador y académico Rubén Gallo describe el artificio de los primeros artistas de la lente que retocaban, como si fueran pintores, sus escenas. Esta dinámica se actualizó, mucho tiempo después, con los programas informáticos que ahondaron la brecha entre lo capturado y el producto final. Pero ahora la imagen se crea casi de la nada. Basta dar instrucciones someras a una máquina que, como un fetiche mágico, nos devuelve un estímulo con el que nos manipulamos a nosotros mismos, ya sea a través de escenarios idílicos que nos dan esperanza o pesadillas que atizan nuestros terrores, como erupciones volcánicas, inundaciones o guerras.

El problema es que nos hemos quedado sin materia prima porque ya no basta lo que ven nuestros ojos ni, tampoco, la experiencia que nos sirve como mapa para guiar nuestro conocimiento de lo real. Roland Meyer, investigador de los medios, afirma: “Hasta cierto punto, el mundo sólo nos proporciona los datos sin editar, todo lo demás sucede en la posproducción”. Este último concepto, me parece, es el más inquietante: estar rodeado de artificios sobrepuestos a otros artificios hasta lograr la “borradura” del evento que los originó. El ilusionismo tecnológico a través de la imagen es una copia que se lleva más allá en la posproducción hasta obtener una suerte de realidad aumentada que cobra vida a pesar de que sea cada vez más inverosímil.

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El mundo como posproducción

Hace algunas semanas se hicieron populares varias imágenes en las redes sociales relacionadas con el volcán Popocatépetl y el aumento de su actividad. El estado de Puebla, en particular, fue uno de los lugares más afectados por la expulsión de ceniza. En esos días los usuarios compartieron ilustraciones generadas por inteligencia artificial con herramientas como Bing Image Creator o Midjourney, entre otras. Las imágenes que resultaron fueron difundidas, incluso, por medios tradicionales como El Universal o Infobae. El problema con la situación, más allá de la espectacularidad de las escenas o la estilización de la supuesta erupción, es que los usuarios tomaron esas fantasías como una verdad respaldada por la ciencia. El tema de moda aparecía con leyendas como “Así se vería el volcán Popocatépetl si hiciera erupción, según la IA”.

Avanzamos a pasos acelerados hacia la posverdad. En el caso que describo la posverdad no es fruto de la manipulación política o una campaña abierta de desinformación. Estamos ante un fenómeno que podríamos llamar “ilusionismo tecnológico”, es decir, una suerte de truco de magia que engaña nuestra mirada y juega con la confianza que le otorgamos al mago, en este caso los generadores de imágenes de IA. La fe que le tenemos a la tecnología y, por supuesto, la noción de que es neutral y libre de sesgos nos lleva a un camino en el que la utopía es más una amenaza que una herramienta para imaginar nuestro futuro. Si creemos, por ejemplo, que un auto eléctrico puede ser una solución a la contaminación por combustibles fósiles –más allá de la falta de evidencia científica al respecto– podemos creer que un algoritmo puede predecir los alcances de una erupción y mostrarlos a través de una imagen. A esto se suman las reacciones automáticas que producen las redes sociales y la atención superficial que se le da a la información. Como afirma el sociólogo y economista William Davies en su libro Estados nerviosos, el consumidor digital está dominado por sus emociones y raramente analiza los anzuelos que ofrece la red con distintos propósitos.

No es sencillo, ya que el funcionamiento de la IA es cada vez más oscuro, pero se puede investigar cómo funciona este sistema aplicado a imágenes: el programa hace una búsqueda en Internet de los conceptos que introducimos. En este caso del Popocatépetl fueron “volcán”, “erupción” y “México”, entre otros. El criterio no es, en absoluto, científico sino basado en imágenes populares que son extraídas por el algoritmo y reformuladas hasta crear un marco coherente. El problema, como ya ha sido advertido desde hace tiempo por los investigadores, es que la IA se nutre de los sesgos que tienen las imágenes más populares en Internet. A Midjourney o Bing Image Creator no les interesa crear un mundo visual basado en una proyección en la que intervengan datos científicos como cantidad de lava, la altura del volcán o la distancia de centros urbanos importantes como Puebla; trabajan con la inacabable fuente de imágenes en la red.

De esta forma, una de las ilustraciones más difundidas en las redes sobre la erupción del Popocatépetl repitió los estereotipos más difundidos sobre México en el extranjero: un pueblo conformado por casas de un solo piso, de apariencia destartalada, y una calle recta –transitada por autos que parecen sacados de los años 50– que se dirige al volcán cuya erupción recuerda el hongo de una bomba atómica. Las imágenes que nutrieron esa fantasía son, justamente, los sesgos más populares sobre nuestro país que pasaron, sin muchos cambios, del cliché hollywoodense al diseño en apariencia artificial. La verdad se construye a base de likes sin que haya ningún otro intermediario.

James Bridle, periodista especializado en tecnología, habla en su libro La nueva edad oscura acerca del sesgo de automatización, es decir, de cómo confiamos en los productos que nos dan las máquinas a pesar de que entran en conflicto con nuestras propias experiencias de la realidad vistas a través de nuestros ojos. En el caso del volcán Popocatépetl fue increíble comprobar cómo los mismos habitantes de Puebla y municipios cercanos a la zona de peligro, como Cholula, dieron credibilidad a las fantasías presentadas por la IA a pesar de que no se parecían en nada a la visión cotidiana que tienen del volcán y de las zonas que habitan. Las imágenes incluso dejaron a un lado las fotografías turísticas de Cholula que muestran a la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios –arriba de la pirámide– y, atrás, la presencia abrumadora del volcán. Sin otra información que la imagen, la profecía eruptiva se ofreció como un detonante compartido por periodistas y comunicadores.

La fotografía nació como un intermediario entre la realidad y nosotros. Siempre fue manipulable y, por supuesto, susceptible de convertirse en una herramienta para la propaganda ideológica. En el ensayo Máquinas de vanguardia el investigador y académico Rubén Gallo describe el artificio de los primeros artistas de la lente que retocaban, como si fueran pintores, sus escenas. Esta dinámica se actualizó, mucho tiempo después, con los programas informáticos que ahondaron la brecha entre lo capturado y el producto final. Pero ahora la imagen se crea casi de la nada. Basta dar instrucciones someras a una máquina que, como un fetiche mágico, nos devuelve un estímulo con el que nos manipulamos a nosotros mismos, ya sea a través de escenarios idílicos que nos dan esperanza o pesadillas que atizan nuestros terrores, como erupciones volcánicas, inundaciones o guerras.

El problema es que nos hemos quedado sin materia prima porque ya no basta lo que ven nuestros ojos ni, tampoco, la experiencia que nos sirve como mapa para guiar nuestro conocimiento de lo real. Roland Meyer, investigador de los medios, afirma: “Hasta cierto punto, el mundo sólo nos proporciona los datos sin editar, todo lo demás sucede en la posproducción”. Este último concepto, me parece, es el más inquietante: estar rodeado de artificios sobrepuestos a otros artificios hasta lograr la “borradura” del evento que los originó. El ilusionismo tecnológico a través de la imagen es una copia que se lleva más allá en la posproducción hasta obtener una suerte de realidad aumentada que cobra vida a pesar de que sea cada vez más inverosímil.

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lunes, 17 de julio de 2023

Ex Teresa Arte Actual: 30 años

Ex Teresa Arte Actual, llamado inicialmente X’ Teresa Arte Alternativo, abrió sus puertas en 1993 por iniciativa de creadores que detectaron la necesidad de contar con un espacio para cierto tipo de prácticas artísticas contemporáneas. Como explica Daniel Montero en El cubo de Rubik, arte mexicano en los años 90 (2013), la apertura de este museo “no ha de ser entendida como un evento atípico dentro de una lógica institucional, sino que se presenta como un punto de inflexión entre la institucionalidad y la alternatividad en el que las prácticas no-objetuales o alternativas presionan cada vez más a las instituciones para ser incluidas”.

Desde su fundación, el recinto capitalino tutelado por el INBAL ha incentivado la producción y la exhibición de obras vinculadas al tiempo, al cuerpo y al espacio, a través de actividades artísticas y un programa permanente de exhibición, difusión, investigación y documentación. Se trata, luego de tres décadas, de uno de los espacios de referencia para entender el desarrollo del arte contemporáneo mexicano a partir de los años noventa. El Ex Teresa, añade Montero en El cubo de Rubik, “aparece en la escena del arte de la Ciudad de México, no como una forma de cooptación y de regularización de unas prácticas, sino más bien como un síntoma de apertura”.

Innumerables exposiciones de artistas mexicanos e internacionales han poblado al museo con performance, instalación, arte sonoro, videoarte, música experimental o cine expandido. El ex Templo de Santa Teresa la Antigua, cuya construcción comenzó a mediados del siglo XVII, es el paradójico y emocionante edificio que cobija estas prácticas. Fue intervenido arquitectónicamente en 1994 con un anexo de acero y vidrio diseñado por Luis Vicente Flores. De Manifiesta –con obra de Felipe Ehrenberg, Helen Escobedo y Marcos Kurtycz–, la muestra con la que se inauguró el museo, a tentaOcular: desiertos de lo real –proyecto de Iván Edeza, Giovanna Enríquez y Daniel Valdez Puertos–, que se expuso hasta el 18 de junio, el museo ha albergado todo tipo de propuestas sensoriales, con Bill Viola entre los artistas internacionales de mayor reconocimiento.

Con motivo de su 30 aniversario, el Ex Teresa está realizando una serie de actividades, que comenzaron con Ex Teresa JAM. Sesión de experiencias e improvisación libre a finales de mayo, que congregó a diversos artistas. El 13 de julio tuvo lugar la primera sesión de Xperimenta Xteresa, el ciclo de conversaciones que revisará la historia del recinto. Para conocer las próximas actividades, conviene estar al pendiente de los canales del museo. El 27 de julio se inaugura Liam Young. Construir mundos, en alianza con la Fundación Telefónica Movistar México.

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Ex Teresa Arte Actual: 30 años

Ex Teresa Arte Actual, llamado inicialmente X’ Teresa Arte Alternativo, abrió sus puertas en 1993 por iniciativa de creadores que detectaron la necesidad de contar con un espacio para cierto tipo de prácticas artísticas contemporáneas. Como explica Daniel Montero en El cubo de Rubik, arte mexicano en los años 90 (2013), la apertura de este museo “no ha de ser entendida como un evento atípico dentro de una lógica institucional, sino que se presenta como un punto de inflexión entre la institucionalidad y la alternatividad en el que las prácticas no-objetuales o alternativas presionan cada vez más a las instituciones para ser incluidas”.

Desde su fundación, el recinto capitalino tutelado por el INBAL ha incentivado la producción y la exhibición de obras vinculadas al tiempo, al cuerpo y al espacio, a través de actividades artísticas y un programa permanente de exhibición, difusión, investigación y documentación. Se trata, luego de tres décadas, de uno de los espacios de referencia para entender el desarrollo del arte contemporáneo mexicano a partir de los años noventa. El Ex Teresa, añade Montero en El cubo de Rubik, “aparece en la escena del arte de la Ciudad de México, no como una forma de cooptación y de regularización de unas prácticas, sino más bien como un síntoma de apertura”.

Innumerables exposiciones de artistas mexicanos e internacionales han poblado al museo con performance, instalación, arte sonoro, videoarte, música experimental o cine expandido. El ex Templo de Santa Teresa la Antigua, cuya construcción comenzó a mediados del siglo XVII, es el paradójico y emocionante edificio que cobija estas prácticas. Fue intervenido arquitectónicamente en 1994 con un anexo de acero y vidrio diseñado por Luis Vicente Flores. De Manifiesta –con obra de Felipe Ehrenberg, Helen Escobedo y Marcos Kurtycz–, la muestra con la que se inauguró el museo, a tentaOcular: desiertos de lo real –proyecto de Iván Edeza, Giovanna Enríquez y Daniel Valdez Puertos–, que se expuso hasta el 18 de junio, el museo ha albergado todo tipo de propuestas sensoriales, con Bill Viola entre los artistas internacionales de mayor reconocimiento.

Con motivo de su 30 aniversario, el Ex Teresa está realizando una serie de actividades, que comenzaron con Ex Teresa JAM. Sesión de experiencias e improvisación libre a finales de mayo, que congregó a diversos artistas. El 13 de julio tuvo lugar la primera sesión de Xperimenta Xteresa, el ciclo de conversaciones que revisará la historia del recinto. Para conocer las próximas actividades, conviene estar al pendiente de los canales del museo. El 27 de julio se inaugura Liam Young. Construir mundos, en alianza con la Fundación Telefónica Movistar México.

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Ciudad amarga

En el número cero de Esquina Boxeo (marzo de 2012, editada entonces por Mauricio Salvador, Rodrigo Márquez Tizano y Rodrigo Castillo), en la esquina inferior derecha de la página dedicada a reseñas, se revisaba rápidamente Fat City (1969) de Leonard Gardner. El texto no iba firmado y se apuntaba que aún no existían traducciones al español. La idea que se daba del libro era muy clara: un clásico en la estela de Hemingway, escrita con ese estilo destilado, de frases breves, revisadas hasta el cansancio.

Ahora circulan al menos dos traducciones: la de Rubén Martín Giráldez, publicada por Underwood en 2016, y la de Juan Nadalini, publicada por Chai Editora este año (y que recién llega a librerías mexicanas). Llegué, así, con ideas preconcebidas a la novela: es un libro sobre boxeo, un deporte a menudo asociado con el fantasma autodestructivo de la virilidad, del heroísmo en la miseria; es una “novela de culto”, pensé también. La cuestión es que las ideas preconcebidas son similares a los recuerdos falsos: dan una sensación de seguridad epistémica que fácilmente puede desbaratarse. No ayuda, tampoco, que exista una adaptación al cine, Fat City, ciudad dorada (1972), de John Huston, cuyo tema principal es la melancólica “Help Me Make It Through The Night”, de Kris Kristofferson, y cuyo final es distinto al de la novela, más triste.

De la entrevista que David Lida le hizo a Gardner para The Paris Review, con ocasión de la reedición de la novela en su aniversario cincuenta (en 2019 se añadió al catálogo de los NYRB Classics): “Yo tuve problemas de amor de juventud. Me casé a los veinte años y era muy romántico en mis actitudes. Mi esposa se marchaba a cada rato. Años más tarde hablé de esto con mi hermana y le dije, ¿sabes?, me dejó seis o siete veces. Y mi hermana dijo, no, lo estás recordando mal. Te dejó veinte veces”. Y un poco más adelante, recordando al tipo de mujeres que lo inspiraron para el personaje de Oma: “Una mujer se sentó a un par de bancos del mío, y de pronto empezó a chorrear orina por un lado de su banco. Y el camarero le empezó a gritar, ¡sal de aquí!, y ella no reaccionó. No se iba a ir. No sé por qué no tuve las agallas de poner eso en el libro”.

Me sorprendió leer eso, porque Leonard Gardner sí lo incluyó. Se lee en el capítulo 22: “Cuando bajó al bar –un sitio sombrío, fétido, mal iluminado por lamparitas desnudas que colgaban desde cables largos sobre unos cuantos vagabundos vencidos sobre sus vasos–, el empleado de la barra le estaba gritando a una mujer. Debajo de su banqueta había un charco. De cintura inexistente, cuello ancho, cara y tobillos inflamados, piernas llenas de moretones y de costras, la chica estaba sentada con su copa sobre el regazo, fuera del alcance del barman, y le aseguraba indignada que no pensaba irse hasta no terminar el trago”. ¿Me equivoco? ¿No se sugiere que el charco es de orina? ¿Importa? Creo que a Gardner, ya en sus noventa, se le puede perdonar un recuerdo falso o a medias.

Es útil clasificar a Fat City como una novela sobre boxeo, ayuda a no demorarse en los temas que la hacen una “novela de culto”, un problema por descifrar: la obsesión por no estar solo, los ritmos repetitivos del alcoholismo, los trabajos del proletariado, la esperanza como vicio… Lo cierto es que la otra idea preconcebida que tenía sobre la novela, sobre su estilo depurado, se cumple: se reconoce a leguas la escuela de borradura a la que perteneció Leonard Gardner, una trama que avanza a fuerza de acumulación de escenas y catálogos (como el que describe el cuerpo de la mujer o el estado del bar, en el pasaje citado), resultando a su vez en los veinticuatro capítulos o episodios que completan la novela: peleas, encuentros y desencuentros en bares, viajes breves, descripciones de jornadas laborales, los ocasionales vistazos a vidas interiores, etcétera.

El resultado del ensamblaje no es una historia lineal sino un tapiz que expresa cómo se siente que vuele el tiempo, preñándonos de experiencias y aniquilando la inocencia. Y aparece, entonces, una lección que no sabemos bien si está en la novela o la llevamos a la lectura para sostener el tapiz: dado el panorama del deterioro físico y las oportunidades perdidas, ¿no es el reto elegir no amargarse?

La entrada Ciudad amarga se publicó primero en La Tempestad.



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Ciudad amarga

En el número cero de Esquina Boxeo (marzo de 2012, editada entonces por Mauricio Salvador, Rodrigo Márquez Tizano y Rodrigo Castillo), en la esquina inferior derecha de la página dedicada a reseñas, se revisaba rápidamente Fat City (1969) de Leonard Gardner. El texto no iba firmado y se apuntaba que aún no existían traducciones al español. La idea que se daba del libro era muy clara: un clásico en la estela de Hemingway, escrita con ese estilo destilado, de frases breves, revisadas hasta el cansancio.

Ahora circulan al menos dos traducciones: la de Rubén Martín Giráldez, publicada por Underwood en 2016, y la de Juan Nadalini, publicada por Chai Editora este año (y que recién llega a librerías mexicanas). Llegué, así, con ideas preconcebidas a la novela: es un libro sobre boxeo, un deporte a menudo asociado con el fantasma autodestructivo de la virilidad, del heroísmo en la miseria; es una “novela de culto”, pensé también. La cuestión es que las ideas preconcebidas son similares a los recuerdos falsos: dan una sensación de seguridad epistémica que fácilmente puede desbaratarse. No ayuda, tampoco, que exista una adaptación al cine, Fat City, ciudad dorada (1972), de John Huston, cuyo tema principal es la melancólica “Help Me Make It Through The Night”, de Kris Kristofferson, y cuyo final es distinto al de la novela, más triste.

De la entrevista que David Lida le hizo a Gardner para The Paris Review, con ocasión de la reedición de la novela en su aniversario cincuenta (en 2019 se añadió al catálogo de los NYRB Classics): “Yo tuve problemas de amor de juventud. Me casé a los veinte años y era muy romántico en mis actitudes. Mi esposa se marchaba a cada rato. Años más tarde hablé de esto con mi hermana y le dije, ¿sabes?, me dejó seis o siete veces. Y mi hermana dijo, no, lo estás recordando mal. Te dejó veinte veces”. Y un poco más adelante, recordando al tipo de mujeres que lo inspiraron para el personaje de Oma: “Una mujer se sentó a un par de bancos del mío, y de pronto empezó a chorrear orina por un lado de su banco. Y el camarero le empezó a gritar, ¡sal de aquí!, y ella no reaccionó. No se iba a ir. No sé por qué no tuve las agallas de poner eso en el libro”.

Me sorprendió leer eso, porque Leonard Gardner sí lo incluyó. Se lee en el capítulo 22: “Cuando bajó al bar –un sitio sombrío, fétido, mal iluminado por lamparitas desnudas que colgaban desde cables largos sobre unos cuantos vagabundos vencidos sobre sus vasos–, el empleado de la barra le estaba gritando a una mujer. Debajo de su banqueta había un charco. De cintura inexistente, cuello ancho, cara y tobillos inflamados, piernas llenas de moretones y de costras, la chica estaba sentada con su copa sobre el regazo, fuera del alcance del barman, y le aseguraba indignada que no pensaba irse hasta no terminar el trago”. ¿Me equivoco? ¿No se sugiere que el charco es de orina? ¿Importa? Creo que a Gardner, ya en sus noventa, se le puede perdonar un recuerdo falso o a medias.

Es útil clasificar a Fat City como una novela sobre boxeo, ayuda a no demorarse en los temas que la hacen una “novela de culto”, un problema por descifrar: la obsesión por no estar solo, los ritmos repetitivos del alcoholismo, los trabajos del proletariado, la esperanza como vicio… Lo cierto es que la otra idea preconcebida que tenía sobre la novela, sobre su estilo depurado, se cumple: se reconoce a leguas la escuela de borradura a la que perteneció Leonard Gardner, una trama que avanza a fuerza de acumulación de escenas y catálogos (como el que describe el cuerpo de la mujer o el estado del bar, en el pasaje citado), resultando a su vez en los veinticuatro capítulos o episodios que completan la novela: peleas, encuentros y desencuentros en bares, viajes breves, descripciones de jornadas laborales, los ocasionales vistazos a vidas interiores, etcétera.

El resultado del ensamblaje no es una historia lineal sino un tapiz que expresa cómo se siente que vuele el tiempo, preñándonos de experiencias y aniquilando la inocencia. Y aparece, entonces, una lección que no sabemos bien si está en la novela o la llevamos a la lectura para sostener el tapiz: dado el panorama del deterioro físico y las oportunidades perdidas, ¿no es el reto elegir no amargarse?

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