Tenía 15 años cuando apareció la traducción al español de La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, a finales de 1985 (es original del mítico 1984), por lo cual estoy casi seguro de que leí el libro entrado 1986, en plena adolescencia, cuando ya me había puesto a escribir mis primeras narraciones y el ocaso del totalitarismo soviético aún no se asomaba en el horizonte, pero ya estaba muy cerca.
Hoy que reviso mis subrayados de alguna edición posterior de las varias que tuve de dicha obra, rescato las siguientes palabras suyas: “Sería estúpido que el autor tratase de convencer al lector de que sus personajes están realmente vivos. No nacieron del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una situación básica”.
Fiel a Kundera, me atrevo a decir que el narrador checo nació, para mí, en aquella época, como un escritor que me sorprendió: nunca antes había leído algo así, a un autor entrometiéndose en su propia obra, declarándose el real titiritero de sus personajes, hechos de meras palabras y nula biología, animados por las ideas; y, claro, por el peso de la historia viva y vivida.
El éxito de La insoportable, ya se sabe, fue meteórico y nos puso a todos a leer sus obras anteriores, comenzando por su novela primera, a la vez aterradora y desternillante, La broma (1967), para seguir con La vida está en otra parte (1972), La despedida (1973) y El libro de la risa y el olvido (1979), mi favorita del autor, a quien me atrevo a llamar Milan, que nos ofreció un asomo a la hoy preclara y dominante posverdad, así como a las aberraciones del totalitarismo, ese gran enemigo de la condición humana y pensante.
Mi obsesión era tal que, apenas apareció La inmortalidad (1988), su primera novela francesa (escrita aún en checo), porque en Francia se había exiliado el checo luego de sus desventuras bajo el régimen pretendidamente comunista, me hice de un ejemplar en francés, aunque terminé leyéndola en el castellano de las Andanzas de Tusquets en pos del Milan de La insoportable y, al no encontrarlo del todo allí, sufrí un primer desencuentro.
Allende 2005, tres lustros después de mi iniciación en Kundera, Nicolás Cabral me invitó a repasar su obra narrativa entera para dilucidar si el checo, Milan, era un autor sobrevalorado, dada su condición de bestseller (hoy longseller). No contento con releer la integridad de sus novelas (y de esos relatos casi fantásticos aparecidos en 1968 en El libro de los amores ridículos), me adentré de nuevo en sus ensayos literarios, así como en aquella maravillosa obra de teatro, Jacques y su amo (1981), que vi montada por Ludwik Margules en 1988. Qué duda cabe: los mejores libros de Milan son aquellos, supremos, dedicados a ensayar sobre la propia novela: El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (1992), El telón (2005) y Un encuentro (2009), notables lecciones de un generoso maestro y lector.
El resultado de mi lectura fue, claro, agridulce: constaté que La inmortalidad me parecía una muy mala novela con muy buenas intenciones, mal ejecutadas, y que La insoportable no era tan soportable como me lo había parecido en mi adolescencia, si bien sus primigenias novelas checas eran notables y, lo dicho, sus ensayos un portento.
Para ese entonces, Kundera ya había publicado tres de sus cuatro novelas escritas en francés: La lentitud (1995), La identidad (1998) y La ignorancia (2000), esta última una suerte de lograda coda a su vigorosa obra inicial, si bien las dos primeras eran todo menos notables, aun como divertimentos. Tardó casi tres lustros en publicar su última novela, La fiesta de la insignificancia (2014), que en las propias páginas de La Tempestad reseñé, valga la redundancia, como una “bagatela insignificante” ante las grandes novelas de Kundera el inmortal (aunque La inmortalidad no lo sea, si bien conceptualmente, incluso históricamente, es atractiva: es una novela muy cercana a la caída del régimen soviético y el final de la Guerra Fría).
Ahora, hoy, siempre, no nos queda más que resolver un enigma, que quizá no lo es tanto, y vuelvo a la cita inicial de este obituario y ejercicio de peculiar admiración: ¿es estúpido para un escritor convencer a los lectores de que sus personajes están muertos, ya que no están vivos? No lo sé. Sólo sé que, pese a que Milan Kundera ha muerto, está más vivo que nunca, y es y ha sido y será un autor fundamental para todas las personas que amamos la literatura. Larga vida, pues. Es muss sein!
La entrada La insignificante levedad del ser (o no ser) se publicó primero en La Tempestad.
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