viernes, 29 de diciembre de 2017

Recuerdos del México moderno

La modernización oficial de México en el siglo XX culminó en 1968, cuando la Ciudad de México terminó por insertarse en el cúmulo de capitales cosmopolitas de occidente con la XIX olimpiada. No obstante, ecos de esta prisa olímpica inmobiliaria y de infraestructura se pueden rastrear en décadas posteriores, y no sólo desde los programas del gobierno, sino también desde iniciativas privadas y comerciales que ponen en evidencia los alcances de las magnas obras públicas en la cultura popular.

Tal es el caso de la colección de tarjetas postales que retratan varias estaciones del STC Metro, vagones y aspectos generales de este novedoso medio de transporte inaugurado en 1969. Aunque las tarjetas postales que retratan metros y transportes no eran nada nuevo para las décadas de los sesenta y setenta (recordemos las que documentaron el metro de Londres, Nueva York y París desde finales del siglo XIX y hasta las décadas de los veinte y treinta), esta serie repara en el color y la fidelidad fotográfica, cristalizando la novedad y el colorido de una nueva ciudad debajo de otra.

El Metro de la Ciudad de México significó un cambio radical no sólo en la manera de transporte de los capitalinos, también en la concepción de la urbe como una capital moderna que, casi al nivel del metro de Moscú, brindaba a sus usuarios un viaje cultural en su día a día: exposiciones de arte, reproducciones de piezas arqueológicas y pirámides enteras, murales, maquetas y hasta galerías con fotografías históricas.

Hacia 1971 la editora de tarjetas postales VistaColor[1] volteó sus lentes al flamante Metro de la Ciudad, produciendo una breve pero importante serie de postales que muestran los interiores y exteriores de los trenes, de las estaciones y aspectos generales, así como vistas aéreas. Esta serie mostró el aspecto de un metro casi nuevo, souvenirs que parecieron dimanar de una campaña de propaganda oficial, sin embargo se trató de la respuesta comercial de una empresa que producía recuerdos fotográficos. De esta manera se puede identificar el rápido lugar que el STC Metro se ganó en la cultura popular, un atractivo turístico, un orgullo del México moderno y tal vez la última promesa de la revolución.

La estación Insurgentes, síntesis de relieves mayas y novohispanos, encerrados en una plaza gestada desde el más puro movimiento moderno mexicano es una de las más retratadas por VistaColor, así mismo aparecen la estación Chapultepec, adornada con publicidad al mismo tiempo que muestra una exposición fotográfica. Bellas Artes también fue inmortalizada, mostrando la exposición de réplicas de piezas arqueológicas de diversas culturas mesoamericanas. También se inmortalizó la imagen de un metro moderno surcando una nueva ciudad de pasos a desnivel, grandes ejes viales y avenidas.

Así, el STC Metro de la Ciudad de México convivía en el nuevo imaginario colectivo de emblemas nacionales de VistaColor: las ruinas arqueológicas más conocidas, iglesias y conventos, los hoteles de Acapulco, Ciudad Universitaria y hasta los rascacielos y las panorámicas modernas de la superficie.

[1] VistaColor fue fundada en 1950 por Mark Turok, un fotógrafo estadounidense que migró a México con su familia para fundar una empresa que lo sobrevivió varios años, produciendo uno de los más importantes archivos fotográficos del país y que prácticamente modernizó la aplicación de la fotografía a color en la industria de las tarjetas postales.



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Recuerdos del México moderno

La modernización oficial de México en el siglo XX culminó en 1968, cuando la Ciudad de México terminó por insertarse en el cúmulo de capitales cosmopolitas de occidente con la XIX olimpiada. No obstante, ecos de esta prisa olímpica inmobiliaria y de infraestructura se pueden rastrear en décadas posteriores, y no sólo desde los programas del gobierno, sino también desde iniciativas privadas y comerciales que ponen en evidencia los alcances de las magnas obras públicas en la cultura popular.

Tal es el caso de la colección de tarjetas postales que retratan varias estaciones del STC Metro, vagones y aspectos generales de este novedoso medio de transporte inaugurado en 1969. Aunque las tarjetas postales que retratan metros y transportes no eran nada nuevo para las décadas de los sesenta y setenta (recordemos las que documentaron el metro de Londres, Nueva York y París desde finales del siglo XIX y hasta las décadas de los veinte y treinta), esta serie repara en el color y la fidelidad fotográfica, cristalizando la novedad y el colorido de una nueva ciudad debajo de otra.

El Metro de la Ciudad de México significó un cambio radical no sólo en la manera de transporte de los capitalinos, también en la concepción de la urbe como una capital moderna que, casi al nivel del metro de Moscú, brindaba a sus usuarios un viaje cultural en su día a día: exposiciones de arte, reproducciones de piezas arqueológicas y pirámides enteras, murales, maquetas y hasta galerías con fotografías históricas.

Hacia 1971 la editora de tarjetas postales VistaColor[1] volteó sus lentes al flamante Metro de la Ciudad, produciendo una breve pero importante serie de postales que muestran los interiores y exteriores de los trenes, de las estaciones y aspectos generales, así como vistas aéreas. Esta serie mostró el aspecto de un metro casi nuevo, souvenirs que parecieron dimanar de una campaña de propaganda oficial, sin embargo se trató de la respuesta comercial de una empresa que producía recuerdos fotográficos. De esta manera se puede identificar el rápido lugar que el STC Metro se ganó en la cultura popular, un atractivo turístico, un orgullo del México moderno y tal vez la última promesa de la revolución.

La estación Insurgentes, síntesis de relieves mayas y novohispanos, encerrados en una plaza gestada desde el más puro movimiento moderno mexicano es una de las más retratadas por VistaColor, así mismo aparecen la estación Chapultepec, adornada con publicidad al mismo tiempo que muestra una exposición fotográfica. Bellas Artes también fue inmortalizada, mostrando la exposición de réplicas de piezas arqueológicas de diversas culturas mesoamericanas. También se inmortalizó la imagen de un metro moderno surcando una nueva ciudad de pasos a desnivel, grandes ejes viales y avenidas.

Así, el STC Metro de la Ciudad de México convivía en el nuevo imaginario colectivo de emblemas nacionales de VistaColor: las ruinas arqueológicas más conocidas, iglesias y conventos, los hoteles de Acapulco, Ciudad Universitaria y hasta los rascacielos y las panorámicas modernas de la superficie.

[1] VistaColor fue fundada en 1950 por Mark Turok, un fotógrafo estadounidense que migró a México con su familia para fundar una empresa que lo sobrevivió varios años, produciendo uno de los más importantes archivos fotográficos del país y que prácticamente modernizó la aplicación de la fotografía a color en la industria de las tarjetas postales.



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jueves, 28 de diciembre de 2017

2017: un año de récords en el mercado del arte

Este año será recordado por el establecimiento de una marca en el mercado del arte: Salvator Mundi, obra del genio renacentista Leonardo da Vinci, se vendió en 450 millones de dólares, la cifra más alta pagada por una obra de arte, a pesar de algunas dudas sobre su autenticidad y polémica restauración.

“El último Da Vinci en manos privadas”, como publicitó la casa de subasta Christie’s a la obra, es una pintura datada en torno al año 1500. Algunos especialistas en Leonardo han expresado dudas: alrededor de otras veinte versiones de la obra son conocidas y se le atribuyen a estudiantes y seguidores del creador. El cuadro tiene un historial interesante en términos financieros. Salvator Mundi perteneció al oligarca ruso Dmitry Rybolovlev, dueño del equipo de futbol AS Mónaco, que la compró en 2013 por 108.3 millones de euros. Según The New York Times el príncipe saudí Bader bin Abdalá bin Mohamed bin Farhan al Saud fue quien pagó casi medio billón de dólares por la obra. El monarca no decidió colgar el Da Vinci en alguno de sus palacios: la pintura se exhibirá pronto en el museo Louvre Abu Dhabi.

Siguiendo con las adquisiciones millonarias de arte este año: La segunda obra que se vendió más caro es Twelve Landscape Screens (1925), de Qi Baishi, vendida este mes en 140.8 millones de dólares. El tercer puesto le corresponde a Untitled (1982), de Jean-Michel Basquiat, obra que alcanzó los 110.4 millones. Laboureur dans un champ (1889), de Vincent van Gogh, sigue en la lista con 81.3 millones; el quinto lugar es Contraste de formes (1913), de Fernand Léger.

Antes de que la pintura de Leonardo da Vinci se convirtiera en la obra de arte más cara de la historia, un cuadro de la serie Mujeres de Alger de Pablo Picasso había establecido una marca: 179.4 millones de dólares en 2015.   



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2017: un año de récords en el mercado del arte

Este año será recordado por el establecimiento de una marca en el mercado del arte: Salvator Mundi, obra del genio renacentista Leonardo da Vinci, se vendió en 450 millones de dólares, la cifra más alta pagada por una obra de arte, a pesar de algunas dudas sobre su autenticidad y polémica restauración.

“El último Da Vinci en manos privadas”, como publicitó la casa de subasta Christie’s a la obra, es una pintura datada en torno al año 1500. Algunos especialistas en Leonardo han expresado dudas: alrededor de otras veinte versiones de la obra son conocidas y se le atribuyen a estudiantes y seguidores del creador. El cuadro tiene un historial interesante en términos financieros. Salvator Mundi perteneció al oligarca ruso Dmitry Rybolovlev, dueño del equipo de futbol AS Mónaco, que la compró en 2013 por 108.3 millones de euros. Según The New York Times el príncipe saudí Bader bin Abdalá bin Mohamed bin Farhan al Saud fue quien pagó casi medio billón de dólares por la obra. El monarca no decidió colgar el Da Vinci en alguno de sus palacios: la pintura se exhibirá pronto en el museo Louvre Abu Dhabi.

Siguiendo con las adquisiciones millonarias de arte este año: La segunda obra que se vendió más caro es Twelve Landscape Screens (1925), de Qi Baishi, vendida este mes en 140.8 millones de dólares. El tercer puesto le corresponde a Untitled (1982), de Jean-Michel Basquiat, obra que alcanzó los 110.4 millones. Laboureur dans un champ (1889), de Vincent van Gogh, sigue en la lista con 81.3 millones; el quinto lugar es Contraste de formes (1913), de Fernand Léger.

Antes de que la pintura de Leonardo da Vinci se convirtiera en la obra de arte más cara de la historia, un cuadro de la serie Mujeres de Alger de Pablo Picasso había establecido una marca: 179.4 millones de dólares en 2015.   



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miércoles, 27 de diciembre de 2017

Una cierta tendencia a abandonar la obra de Truffaut

Ahora que repaso las películas de François Truffaut, a propósito de la retrospectiva suya en la Cineteca Nacional, trato de recuperar algo de la rebeldía que le dio al mejor publicista de la teoría de autor un sitial entre los mismos n(h)ombres que él había identificado como centro del cine mundial. En lugar de eso descubro una cierta tendencia en Truffaut a convertirse en lo que tanto criticó en 1954[1], y una cierta tendencia en mí de abandonar sus retratos eróticos de la burguesía francesa que hoy, frente a las urgencias del presente, carecen de relevancia. El triunfo de Truffaut fue transformar el cine rebelde en un cine comercial. Tiendo, por lo tanto, a seleccionar apenas unas cuantas de sus películas, aquellas en las que el combate estético todavía no estaba separado del combate político, donde todavía parecía haber una búsqueda de futuros posibles en vez de una mera repetición de las conocidas curvas del poder que estetiza el cine de Estados Unidos.

Esta crítica a Truffaut no es nueva. El mismo año en que caían las bombas sobre la casa de gobierno en Santiago de Chile, la voceó otro autor de la Nueva Ola, Jean-Luc Godard. Leo en varios artículos que, a propósito de La noche americana (1973), Godard identificó en Truffaut esa americanization de la maestría técnica de su compañero. Godard había ya viajado por Brasil y Cuba, tomando algunas líneas estéticas que luego incorporaría a su trabajo. En Francia vio, imagino con desilusión, que la misma fuerza que antes había hecho del cine y la crítica una protesta, ahora instaba a Truffaut a traspasar sus armas a las dinámicas del capital y sus sucesivos sistemas de dominación del ojo. Así, Truffaut cubriría nuestras retinas con atisbos de amores libres, triángulos amorosos, deseos disfuncionales. Todas ellas narrativas transparentes en que la ruptura de las bases de la sociedad siempre regresan a la estabilidad burguesa. En sus películas, se apagaba la rebelión de los afectos.

En el artículo de 1954, Truffaut defendió a un puñado de autores y sus estilos. Como explicaría Andrew Sarris más tarde, se trataría de una selección de nombres que demuestran, además de una competencia técnica, marcas estilísticas recurrentes producto de “un carácter”, “una temperatura” que se despliega en el set de filmación. Esto permite definir, tal como dicta el modelo mercantil literario en el cual está basado, una obra compuesta de una sucesión de películas unificadas bajo el aura de un nombre. Atrás quedan, pues, los cineastas con bajos recursos, o aquellas mujeres a las que sacaban de los créditos de una película porque sus firmas carecían de poder legal (como en el caso de Alice Guy). Tanto en Truffaut como en Sarris, como antes en Bazin, los autores bajarían directo de los imperios visuales.

En mi educación cinematográfica, de adolescente aficionada, Truffaut fue una figura importante. A pesar de que siempre encontré los símbolos visuales incorporados en Los 400 golpes un tanto didácticos, sí me fascinó en Jules y Jim (1962) esa mujer capaz de establecer una pareja múltiple con dos hombres que, a su vez, se amaban. Pero ahora que la comparo con Disparen sobre el pianista (1960) o Las dos inglesas y el amor (1971), recuerdo la ansiedad que me provocó su final trágico, como si las posibilidades de comunidad diversa nunca pudieran ser más que fantasía en una pantalla. En ellas, la voz narrativa femenina se transformó prontamente en la de un hombre (El amante del amor, 1977) creando ficciones que ahora parecen, como el teatro de sombras, un entretenimiento del pasado.

Agrego una coda en homenaje a esa cierta tendencia que se llamó Nueva Ola. La carrera de Truffaut ––estridente, rápida y fugaz–– bien podría desdecir todo lo que he dicho anteriormente. Y sin embargo, no puedo dejar de comparar la evolución del que considero el menos importante de la Nueva Ola con las películas de esa fuerza creativa, política y casi espiritual que sigue siendo Jean-Luc Godard. Todavía Alphaville (1965) me resuena en el ojo y cada vez que la veo me estremece la técnica, la crítica y, claro, el discurso sobre el amor entre Lemmy y Natacha. También me impresionan las reflexiones, a veces ilegibles –pero ¿y qué?– de Filme socialista (2010) o Histoire(s) du cinema (1989-1999) Pero sobre todo acciono las urgencias del presente volviendo a Elogio de amor (2001). Ahí, la narrativa es una estética-política que reformula los afectos, la comprensión de la distancia que nos separa del otro. En comparación con el rebelde caído, las películas de Godard todavía conservan las estéticas creadoras de una comunidad posible que marcó, hace seis décadas, lo nuevo.

[1] En su artículos “Une certain tendance du cinéma français”.



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Una cierta tendencia a abandonar la obra de Truffaut

Ahora que repaso las películas de François Truffaut, a propósito de la retrospectiva suya en la Cineteca Nacional, trato de recuperar algo de la rebeldía que le dio al mejor publicista de la teoría de autor un sitial entre los mismos n(h)ombres que él había identificado como centro del cine mundial. En lugar de eso descubro una cierta tendencia en Truffaut a convertirse en lo que tanto criticó en 1954[1], y una cierta tendencia en mí de abandonar sus retratos eróticos de la burguesía francesa que hoy, frente a las urgencias del presente, carecen de relevancia. El triunfo de Truffaut fue transformar el cine rebelde en un cine comercial. Tiendo, por lo tanto, a seleccionar apenas unas cuantas de sus películas, aquellas en las que el combate estético todavía no estaba separado del combate político, donde todavía parecía haber una búsqueda de futuros posibles en vez de una mera repetición de las conocidas curvas del poder que estetiza el cine de Estados Unidos.

Esta crítica a Truffaut no es nueva. El mismo año en que caían las bombas sobre la casa de gobierno en Santiago de Chile, la voceó otro autor de la Nueva Ola, Jean-Luc Godard. Leo en varios artículos que, a propósito de La noche americana (1973), Godard identificó en Truffaut esa americanization de la maestría técnica de su compañero. Godard había ya viajado por Brasil y Cuba, tomando algunas líneas estéticas que luego incorporaría a su trabajo. En Francia vio, imagino con desilusión, que la misma fuerza que antes había hecho del cine y la crítica una protesta, ahora instaba a Truffaut a traspasar sus armas a las dinámicas del capital y sus sucesivos sistemas de dominación del ojo. Así, Truffaut cubriría nuestras retinas con atisbos de amores libres, triángulos amorosos, deseos disfuncionales. Todas ellas narrativas transparentes en que la ruptura de las bases de la sociedad siempre regresan a la estabilidad burguesa. En sus películas, se apagaba la rebelión de los afectos.

En el artículo de 1954, Truffaut defendió a un puñado de autores y sus estilos. Como explicaría Andrew Sarris más tarde, se trataría de una selección de nombres que demuestran, además de una competencia técnica, marcas estilísticas recurrentes producto de “un carácter”, “una temperatura” que se despliega en el set de filmación. Esto permite definir, tal como dicta el modelo mercantil literario en el cual está basado, una obra compuesta de una sucesión de películas unificadas bajo el aura de un nombre. Atrás quedan, pues, los cineastas con bajos recursos, o aquellas mujeres a las que sacaban de los créditos de una película porque sus firmas carecían de poder legal (como en el caso de Alice Guy). Tanto en Truffaut como en Sarris, como antes en Bazin, los autores bajarían directo de los imperios visuales.

En mi educación cinematográfica, de adolescente aficionada, Truffaut fue una figura importante. A pesar de que siempre encontré los símbolos visuales incorporados en Los 400 golpes un tanto didácticos, sí me fascinó en Jules y Jim (1962) esa mujer capaz de establecer una pareja múltiple con dos hombres que, a su vez, se amaban. Pero ahora que la comparo con Disparen sobre el pianista (1960) o Las dos inglesas y el amor (1971), recuerdo la ansiedad que me provocó su final trágico, como si las posibilidades de comunidad diversa nunca pudieran ser más que fantasía en una pantalla. En ellas, la voz narrativa femenina se transformó prontamente en la de un hombre (El amante del amor, 1977) creando ficciones que ahora parecen, como el teatro de sombras, un entretenimiento del pasado.

Agrego una coda en homenaje a esa cierta tendencia que se llamó Nueva Ola. La carrera de Truffaut ––estridente, rápida y fugaz–– bien podría desdecir todo lo que he dicho anteriormente. Y sin embargo, no puedo dejar de comparar la evolución del que considero el menos importante de la Nueva Ola con las películas de esa fuerza creativa, política y casi espiritual que sigue siendo Jean-Luc Godard. Todavía Alphaville (1965) me resuena en el ojo y cada vez que la veo me estremece la técnica, la crítica y, claro, el discurso sobre el amor entre Lemmy y Natacha. También me impresionan las reflexiones, a veces ilegibles –pero ¿y qué?– de Filme socialista (2010) o Histoire(s) du cinema (1989-1999) Pero sobre todo acciono las urgencias del presente volviendo a Elogio de amor (2001). Ahí, la narrativa es una estética-política que reformula los afectos, la comprensión de la distancia que nos separa del otro. En comparación con el rebelde caído, las películas de Godard todavía conservan las estéticas creadoras de una comunidad posible que marcó, hace seis décadas, lo nuevo.

[1] En su artículos “Une certain tendance du cinéma français”.



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martes, 26 de diciembre de 2017

Prix de Rome Visual Arts a Rana Hamadeh

La artista libanesa Rana Hamadeh (Beirut, 1983) recibió el Prix de Rome Visual Arts 2017, el galardón más antiguo de los Países Bajos para artistas visuales menores de 40 años. Hamadeh obtuvo el reconocimiento por un nuevo acto que forma parte de su proyecto de ópera The Ten Murders of Josephine. El premio comprende 40 mil euros y un período de trabajo en la Academia Americana en Roma.

Rana Hamadeh, que ha vivido y trabajado en Rótterdam desde 2006, trabajó con anterioridad como científica, historiadora o activista; el resultado de estas actividades fue utilizado en conferencias y performances. En su nuevo proyecto de ópera Hamadeh toma la posición de artista visual. Al dirigirse a la audiencia de esta manera creó una presentación conmovedora en la que el visitante se siente abrumado por el sonido, la tecnología y el texto en un entorno teatral que está en consonancia con los temas que aborda. La primera parte de la ópera, que puede considerarse como una obra de teatro viviente y en constante cambio, se exhibe en Witte de With Center for Contemporary Art en Rótterdam hasta el 31 de diciembre de 2017.

El Prix de Rome se remonta a 1808 cuando Louis Napoleon presentó el Prix de Rome en los Países Bajos para promover las artes. Aunque el premio se ha renovado regularmente, su objetivo sigue siendo rastrear a los artistas visuales talentosos y alentarlos a desarrollar y aumentar su visibilidad. Desde 2012, la Mondriaan Fund ha sido responsable del premio.



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Prix de Rome Visual Arts a Rana Hamadeh

La artista libanesa Rana Hamadeh (Beirut, 1983) recibió el Prix de Rome Visual Arts 2017, el galardón más antiguo de los Países Bajos para artistas visuales menores de 40 años. Hamadeh obtuvo el reconocimiento por un nuevo acto que forma parte de su proyecto de ópera The Ten Murders of Josephine. El premio comprende 40 mil euros y un período de trabajo en la Academia Americana en Roma.

Rana Hamadeh, que ha vivido y trabajado en Rótterdam desde 2006, trabajó con anterioridad como científica, historiadora o activista; el resultado de estas actividades fue utilizado en conferencias y performances. En su nuevo proyecto de ópera Hamadeh toma la posición de artista visual. Al dirigirse a la audiencia de esta manera creó una presentación conmovedora en la que el visitante se siente abrumado por el sonido, la tecnología y el texto en un entorno teatral que está en consonancia con los temas que aborda. La primera parte de la ópera, que puede considerarse como una obra de teatro viviente y en constante cambio, se exhibe en Witte de With Center for Contemporary Art en Rótterdam hasta el 31 de diciembre de 2017.

El Prix de Rome se remonta a 1808 cuando Louis Napoleon presentó el Prix de Rome en los Países Bajos para promover las artes. Aunque el premio se ha renovado regularmente, su objetivo sigue siendo rastrear a los artistas visuales talentosos y alentarlos a desarrollar y aumentar su visibilidad. Desde 2012, la Mondriaan Fund ha sido responsable del premio.



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Vagabundos y expulsados

Aunque parece estar alejado, en tono, de la distancia pedagógica que adoptó en presentaciones como Para leer a Aimé Césaire (2008) o Para leer a Michel Leiris (2010), el nuevo libro de Philippe Ollé-Laprune, Los escritores vagabundos, ensayo sobre la literatura nómada, tiene algo de instructivo: se aprecia en él una pasión, el esfuerzo por acercar a otros lectores una manera de abordar un cúmulo de obras vinculadas por movimientos singulares. A partir de las distintas gradaciones entre morales y estéticas que se encuentran en el espectro que va de la errancia o el vagabundeo transatlántico hacia el exilio y el refugio, Ollé-Laprune ensaya sobre la obra de autores que develaron, especialmente, una tensión entre América Latina y Europa, aunque también le da atención a escritores como el norteamericano Hemingway.

El libro puede verse como una continuidad clara de dos ejercicios editoriales emprendidos por Ollé-Laprune: Tras desterrados y Entre desterrados, ambos de 2010. En ellos convocó a escritores como Eduardo Milán, Fabienne Bradu, Margo Glantz, José Manuel Prieto, Héctor Manjarrez o Sandra Lorenzano (entre otros) para ensayar sobre el impacto que tuvo en México el recibir a intelectuales exiliados. Pero, de nuevo, no es sólo el exilio (ya sea por causas de calibre histórico, o no) lo que le interesa a Ollé-Laprune, sino la sintonía en distintas intensidades que autores de diversas latitudes (ya sea provenientes de América Latina en tránsito hacia Europa, o al revés) tuvieron con sus destinos. Aquí debe señalarse que Ollé-Laprune ya había desarrollado la capacidad para detectar, con su propia antena, esas afinidades y distancias; su ensayo México: visitar el sueño (2011, traducido del francés por Mónica Mansour) es una breve reflexión, a la vez extrañada y familiar, que un lector extranjero hace sobre las letras de un país adoptado.

Los escritores vagabundos… se divide en dos partes, escisión que ya anuncia una tesis. A saber, que existen dos formas fuertes (de nuevo, con sus gradaciones) en que los escritores llegan a otras latitudes: ya sea para evadirse o escapar de sus entornos originales; o bien, como expulsados, personajes que cargan con sus condenas para descubrir posibilidades en nuevas geografías. Los primeros, para Ollé Laprune, incluyen a Artaud, Lowry, César Vallejo, César Moro o Julio Ramón Ribeyro, autores que parecen atender la advertencia de San Agustín en sus Confesiones (“Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos”); aunque en un inicio parecen huir de sus entornos, lo hacen no por las particularidades de sus destinos europeos o americanos (que terminan por transformar bajo signos completamente personales), sino para descubrirse a sí mismos.

Por otro lado, los expulsados. Aunque también descubren con ilusión nuevos destinos (“Bernanos vive en Brasil un mundo que celebra la frescura de la juventud mientras Zweig ve en ese sitio la grandeza de la mezcla de las culturas. Burroughs siente que el respeto en su moderación tiene en México una tierra de cultivo, mientras que D. H. Lawrence encuentra ahí un lugar donde la violencia impone un vigor que él busca. Hemingway vive una melancolía sincera en Cuba, país inmerso en ese sentimiento”) estos, tal vez por la “condena” con la que cargan, terminan por desilusionarlos.

La lectura que hace Ollé-Laprune orbita alrededor de una preocupación más moral que política, pero no se trata de una moral cercana a la ética (como la del lector preocupado por acercar una obra a un régimen de políticas de identidad o género, por ejemplo), sino estética. Las preguntas por la autenticidad que motivó desplazamientos, por el extrañamiento del nuevo entorno, y los descubrimientos, recorren al libro, acercándolo al ensayo de tesis; pero es el tono certero, el de un escritor familiarizado con el fenómeno nómada o vagabundo, que lo desenmascara como un ensayo personal.

Philippe Ollé-Laprune, Los escritores vagabundos, ensayo sobre la literatura nómada, Tusquets, México, traducción del francés de Claudia Itzkowich y Héctor Iván González, 2017



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Vagabundos y expulsados

Aunque parece estar alejado, en tono, de la distancia pedagógica que adoptó en presentaciones como Para leer a Aimé Césaire (2008) o Para leer a Michel Leiris (2010), el nuevo libro de Philippe Ollé-Laprune, Los escritores vagabundos, ensayo sobre la literatura nómada, tiene algo de instructivo: se aprecia en él una pasión, el esfuerzo por acercar a otros lectores una manera de abordar un cúmulo de obras vinculadas por movimientos singulares. A partir de las distintas gradaciones entre morales y estéticas que se encuentran en el espectro que va de la errancia o el vagabundeo transatlántico hacia el exilio y el refugio, Ollé-Laprune ensaya sobre la obra de autores que develaron, especialmente, una tensión entre América Latina y Europa, aunque también le da atención a escritores como el norteamericano Hemingway.

El libro puede verse como una continuidad clara de dos ejercicios editoriales emprendidos por Ollé-Laprune: Tras desterrados y Entre desterrados, ambos de 2010. En ellos convocó a escritores como Eduardo Milán, Fabienne Bradu, Margo Glantz, José Manuel Prieto, Héctor Manjarrez o Sandra Lorenzano (entre otros) para ensayar sobre el impacto que tuvo en México el recibir a intelectuales exiliados. Pero, de nuevo, no es sólo el exilio (ya sea por causas de calibre histórico, o no) lo que le interesa a Ollé-Laprune, sino la sintonía en distintas intensidades que autores de diversas latitudes (ya sea provenientes de América Latina en tránsito hacia Europa, o al revés) tuvieron con sus destinos. Aquí debe señalarse que Ollé-Laprune ya había desarrollado la capacidad para detectar, con su propia antena, esas afinidades y distancias; su ensayo México: visitar el sueño (2011, traducido del francés por Mónica Mansour) es una breve reflexión, a la vez extrañada y familiar, que un lector extranjero hace sobre las letras de un país adoptado.

Los escritores vagabundos… se divide en dos partes, escisión que ya anuncia una tesis. A saber, que existen dos formas fuertes (de nuevo, con sus gradaciones) en que los escritores llegan a otras latitudes: ya sea para evadirse o escapar de sus entornos originales; o bien, como expulsados, personajes que cargan con sus condenas para descubrir posibilidades en nuevas geografías. Los primeros, para Ollé Laprune, incluyen a Artaud, Lowry, César Vallejo, César Moro o Julio Ramón Ribeyro, autores que parecen atender la advertencia de San Agustín en sus Confesiones (“Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos”); aunque en un inicio parecen huir de sus entornos, lo hacen no por las particularidades de sus destinos europeos o americanos (que terminan por transformar bajo signos completamente personales), sino para descubrirse a sí mismos.

Por otro lado, los expulsados. Aunque también descubren con ilusión nuevos destinos (“Bernanos vive en Brasil un mundo que celebra la frescura de la juventud mientras Zweig ve en ese sitio la grandeza de la mezcla de las culturas. Burroughs siente que el respeto en su moderación tiene en México una tierra de cultivo, mientras que D. H. Lawrence encuentra ahí un lugar donde la violencia impone un vigor que él busca. Hemingway vive una melancolía sincera en Cuba, país inmerso en ese sentimiento”) estos, tal vez por la “condena” con la que cargan, terminan por desilusionarlos.

La lectura que hace Ollé-Laprune orbita alrededor de una preocupación más moral que política, pero no se trata de una moral cercana a la ética (como la del lector preocupado por acercar una obra a un régimen de políticas de identidad o género, por ejemplo), sino estética. Las preguntas por la autenticidad que motivó desplazamientos, por el extrañamiento del nuevo entorno, y los descubrimientos, recorren al libro, acercándolo al ensayo de tesis; pero es el tono certero, el de un escritor familiarizado con el fenómeno nómada o vagabundo, que lo desenmascara como un ensayo personal.

Philippe Ollé-Laprune, Los escritores vagabundos, ensayo sobre la literatura nómada, Tusquets, México, traducción del francés de Claudia Itzkowich y Héctor Iván González, 2017



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viernes, 22 de diciembre de 2017

Tania Bruguera es detenida y liberada

Tania Bruguera y otros artistas cubanos fueron detenidos el miércoles de esta semana en La Habana cuando intentaban asistir a Psicosis, la pieza teatral que dirige Adonis Milán, en la galería El Círculo. Aunque la mayoría de los creadores fueron liberados después de unas horas, los artistas plásticos Lía Villares y Luis Manuel Otero Alcántara siguen detenidos. El montaje formaba parte del programa del festival de arte alternativo Poesía sin fin.

Adonis Milán, la actriz Iris Ruiz, el poeta Amauri Pacheco y la historiadora del arte Yanelys Núñez fueron los otros creadores detenidos y posteriormente liberados. Durante la detención hubo violencia, denunció Deborah Bruguera, hermana de Tania Burguesa, a través de su perfil en Facebook.

“La casa galería El Círculo ha presenciado varios operativos policiales para impedir manifestaciones artísticas independientes, como muestras cinematográficas, exposiciones y obras de teatro”, informa el sitio CubaNet. En el mes de abril la Seguridad del Estado impidió la proyección de Nadie, documental de Miguel Coyula sobre la vida el poeta Rafael Alcides.

La censura al trabajo de artistas que residen en Cuba es recurrente: en diciembre de 2014 Tania Bruguera fue detenida para evitar que llevaba a cabo sus performances. La creadora fue acusada de “resistencia y desorden público” por intentar colocar un micrófono abierto en la Plaza de la Revolución para que los ciudadanos cubanos expresaran sus ideas sobre el futuro de la isla.



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Tania Bruguera es detenida y liberada

Tania Bruguera y otros artistas cubanos fueron detenidos el miércoles de esta semana en La Habana cuando intentaban asistir a Psicosis, la pieza teatral que dirige Adonis Milán, en la galería El Círculo. Aunque la mayoría de los creadores fueron liberados después de unas horas, los artistas plásticos Lía Villares y Luis Manuel Otero Alcántara siguen detenidos. El montaje formaba parte del programa del festival de arte alternativo Poesía sin fin.

Adonis Milán, la actriz Iris Ruiz, el poeta Amauri Pacheco y la historiadora del arte Yanelys Núñez fueron los otros creadores detenidos y posteriormente liberados. Durante la detención hubo violencia, denunció Deborah Bruguera, hermana de Tania Burguesa, a través de su perfil en Facebook.

“La casa galería El Círculo ha presenciado varios operativos policiales para impedir manifestaciones artísticas independientes, como muestras cinematográficas, exposiciones y obras de teatro”, informa el sitio CubaNet. En el mes de abril la Seguridad del Estado impidió la proyección de Nadie, documental de Miguel Coyula sobre la vida el poeta Rafael Alcides.

La censura al trabajo de artistas que residen en Cuba es recurrente: en diciembre de 2014 Tania Bruguera fue detenida para evitar que llevaba a cabo sus performances. La creadora fue acusada de “resistencia y desorden público” por intentar colocar un micrófono abierto en la Plaza de la Revolución para que los ciudadanos cubanos expresaran sus ideas sobre el futuro de la isla.



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jueves, 21 de diciembre de 2017

Chimalhuacán con escudero

Con miedo descubro el miedo con el que muchos capitalinos deciden no descubrir su ciudad, no vaya a ser que les pase algo si toman un taxi en la calle, se meten a tal o cual colonia o usan el metro, por decir. Una lástima estas creencias que a la larga producen ensimismamiento y de las cuales se abusa en no pocos medios de comunicación. Es verdad que la inseguridad ha cundido en tiempos recientes en la Ciudad de México. No extraña con gobernantes capaces de reemplazar un centro de acopio por un escenario después de un terremoto, gente que nos quiere ver la cara de votantes. Comoquiera se vuelve necesario perderle el miedo a explorar los cuatro rumbos de esta llamada mancha urbana porque es nuestra, y no olvidarnos del oriente, bien manchado y bien urbano. Y esto incluye la Zona Metropolitana.

Quedo de verme con Tamara en Pantitlán, antiguo remolino de agua famosamente señalado con banderas, para dirigirnos hacia un chipote al norte de la península de Iztapalapa que de antaño se denomina Chimalhuacán: “Donde están los poseedores de escudos”. Vaya sorpresa dar con el cronista municipal, Fernando Tomás González Valverde, de ochenta años, y treinta y cinco como pescador en el lago (“captura de mosco”, leemos en su permiso de 1963). Lo primero es mostrarnos la zona arqueológica, en buen estado de conservación y pródiga en tepalcates entre edificio y edificio. El cráneo del Hombre de Chimalhuacán, al interior del museo de sitio, es su pieza más importante: de unos once mil años, de lo más viejo en esta parte del continente. Luego visitamos la parroquia dedicada a Santo Domingo de Guzmán, muy vieja, aunque no tanto como la iglesia del otro Chimalhuacán, en Ozumba. Para allá iremos en otra ocasión, hoy toca concentrarnos en este vetusto poblado de canteros, pescadores y comparsas (Los Calaveras la más conocida), de pochotes y aceitunas, de tacos de cecina enchilada en los portales.

Y del Guerrero Chimalli. A Tamara le encanta esta estatua monumental, nuevo símbolo de identidad, acompañada de un generoso espacio público. Subimos al mirador: hacia allá queda Texcoco y del otro lado nuestras casas, cuánta gente vive por aquí, el montón de viviendas alrededor, casi ninguna más alta que otra, todo muy bien trazado y, ah, qué bello atardecer se mira, pero, ay, qué preocupante la Alerta de Violencia de Género contra las Mujeres que se activó en el municipio hace un par de años. Desde las alturas ya extrañamos a nuestro escudero Fernando Tomás, quien terminó de agasajarnos esta tarde con la cereza en el pastel, como él describe el novísimo Museo Chimaltonalli y que para nosotros constituyó un pastel entero. Los entusiastas de nuestra historia tienen que recorrerlo, sobre todo por los objetos que donaron los chimalhuaquenses: las fotos en blanco y negro, la sinfonola de los años cincuenta (“dispuesta para recreación de los locales en la nevería El Barrilito”), los utensilios para la pesca, los trajes de carnaval… Esto en un antiguo molino restaurado.

La verdadera cereza de la excursión es el mensaje de César Rodríguez que recibí en Instagram al día siguiente: “Qué bueno que se dieron un paseo por mi pueblo, ojalá se lleven una buena imagen porque los medios siempre hablan pestes de nosotros, pero la realidad es otra. Hace diecisiete años las cosas cambiaron para bien, antes vivíamos en la marginación y ahora estamos forjando una nueva historia. Están invitados para venir en la época de carnavales”.

¡Aceptamos!

Jueves 21 de diciembre de 2017



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Chimalhuacán con escudero

Con miedo descubro el miedo con el que muchos capitalinos deciden no descubrir su ciudad, no vaya a ser que les pase algo si toman un taxi en la calle, se meten a tal o cual colonia o usan el metro, por decir. Una lástima estas creencias que a la larga producen ensimismamiento y de las cuales se abusa en no pocos medios de comunicación. Es verdad que la inseguridad ha cundido en tiempos recientes en la Ciudad de México. No extraña con gobernantes capaces de reemplazar un centro de acopio por un escenario después de un terremoto, gente que nos quiere ver la cara de votantes. Comoquiera se vuelve necesario perderle el miedo a explorar los cuatro rumbos de esta llamada mancha urbana porque es nuestra, y no olvidarnos del oriente, bien manchado y bien urbano. Y esto incluye la Zona Metropolitana.

Quedo de verme con Tamara en Pantitlán, antiguo remolino de agua famosamente señalado con banderas, para dirigirnos hacia un chipote al norte de la península de Iztapalapa que de antaño se denomina Chimalhuacán: “Donde están los poseedores de escudos”. Vaya sorpresa dar con el cronista municipal, Fernando Tomás González Valverde, de ochenta años, y treinta y cinco como pescador en el lago (“captura de mosco”, leemos en su permiso de 1963). Lo primero es mostrarnos la zona arqueológica, en buen estado de conservación y pródiga en tepalcates entre edificio y edificio. El cráneo del Hombre de Chimalhuacán, al interior del museo de sitio, es su pieza más importante: de unos once mil años, de lo más viejo en esta parte del continente. Luego visitamos la parroquia dedicada a Santo Domingo de Guzmán, muy vieja, aunque no tanto como la iglesia del otro Chimalhuacán, en Ozumba. Para allá iremos en otra ocasión, hoy toca concentrarnos en este vetusto poblado de canteros, pescadores y comparsas (Los Calaveras la más conocida), de pochotes y aceitunas, de tacos de cecina enchilada en los portales.

Y del Guerrero Chimalli. A Tamara le encanta esta estatua monumental, nuevo símbolo de identidad, acompañada de un generoso espacio público. Subimos al mirador: hacia allá queda Texcoco y del otro lado nuestras casas, cuánta gente vive por aquí, el montón de viviendas alrededor, casi ninguna más alta que otra, todo muy bien trazado y, ah, qué bello atardecer se mira, pero, ay, qué preocupante la Alerta de Violencia de Género contra las Mujeres que se activó en el municipio hace un par de años. Desde las alturas ya extrañamos a nuestro escudero Fernando Tomás, quien terminó de agasajarnos esta tarde con la cereza en el pastel, como él describe el novísimo Museo Chimaltonalli y que para nosotros constituyó un pastel entero. Los entusiastas de nuestra historia tienen que recorrerlo, sobre todo por los objetos que donaron los chimalhuaquenses: las fotos en blanco y negro, la sinfonola de los años cincuenta (“dispuesta para recreación de los locales en la nevería El Barrilito”), los utensilios para la pesca, los trajes de carnaval… Esto en un antiguo molino restaurado.

La verdadera cereza de la excursión es el mensaje de César Rodríguez que recibí en Instagram al día siguiente: “Qué bueno que se dieron un paseo por mi pueblo, ojalá se lleven una buena imagen porque los medios siempre hablan pestes de nosotros, pero la realidad es otra. Hace diecisiete años las cosas cambiaron para bien, antes vivíamos en la marginación y ahora estamos forjando una nueva historia. Están invitados para venir en la época de carnavales”.

¡Aceptamos!

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El límite entre el arte y la decoración

A través de su trabajo con formas sintéticas y colores brillantes, y por medio de un lenguaje esencial, el creador italiano Agostino Iacurci es capaz de manejar múltiples capas de interpretación. Su enfoque posiciona a sus historias en el umbral perenne entre la inocencia y el artificio, la serenidad y la catástrofe, en una tensión magnética que es la clave interpretativa de nuestra propia existencia. Aquí, una charla con Iacurci, que trabaja y vive en Berlín, que estos días expone Trompe-L’oeil en la Celaya Brothers Gallery de la Ciudad de México.

 

Como artista, ¿qué te motivó a hacer una residencia y una exposición en la Ciudad de México?

Primero que nada, la relación con la Celaya Brothers Gallery: me invitaron a México por primera vez el año pasado y me enamoré de la ciudad, la cultura y sus colores. En general, me siento atraído por ciudades caóticas y complejas, tal vez porque desde hace diez años que dejé de vivir en Roma. Además, mi trabajo es sobre los colores y México es un lugar muy inspirador por la riqueza y la audacia de sus colores, desde la luz del cielo hasta su vegetación, tradiciones y arquitecturas. También soy un gran admirador de los sabores e ingredientes mexicanos, y afortunadamente el período de mi residencia coincidió con las celebraciones del Día de Muertos, por lo que también fue un momento interesante.

Hay una expresión de color muy interesante en tu obra. Las piezas en Trompe-L’oeil se caracterizan, precisamente, por su colorido. ¿Cuál fue el enfoque formal para ocupar el espacio de la galería?

La idea era crear un cuerpo de obra que pudiera integrarse al espacio de la galería y formar un solo organismo, crear un diálogo con el exterior y la atmósfera del vecindario.

Los colores, que juegan un papel clave en esta muestra, fueron inspirados por mis caminatas diarias alrededor de la colonia Roma y las calles de México en general. Mi intención fue resaltar algunos elementos arquitectónicos de la antigua casa que alberga la galería, como su gran arco, las escaleras de madera y la pequeña puerta del baño, que tiene algunas columnas de madera talladas a mano. Estos elementos en muchas de los exposiciones anteriores de la galería fueron ocultados o simplemente ignorados. Por un lado, decidí resaltar estos elementos con el uso de los colores, y por el otro, los utilicé para construir una gramática que afectó a toda la muestra.

El juego y la imaginación son dos líneas narrativas en tus creaciones. ¿Cómo encajan estos temas en Trompe-L’oeil?

Creo que juegan un papel muy importante en estas obras. Lo que es interesante para mí de la noción de juego es que se trata de inventar un conjunto de reglas e instrucciones (en un tiempo y espacio determinados) que rigen los comportamientos de cualquiera que decida formar parte de él. Como señaló el historiador holandés Johan Huizinga en su ensayo de 1938 “Homo Ludens”, el juego es una condición primaria y necesaria (aunque no suficiente) de la generación de la cultura: esta lectura podría adoptarse en cada aspecto de la vida humana, desde la religión a la organización social, y creo que encaja muy bien con el proceso de crear y experimentar en el arte. En este caso apliqué una especie de subversión del papel de los ornamentos: los elementos accesorios se convirtieron en fundamentales en mis composiciones. La imaginación, por otro lado, es lo que impulsa mi proceso creativo en general. La mayoría de las veces mis trabajos surgen a partir de visiones que vienen a mi mente, a veces son claras, a veces muy turbias, y luego a través del proceso de trabajo cotidiano se convirtieron en realidades.

El título de la exposición alude a un juego perceptivo. ¿Cuáles son sus intenciones y objetivos como creador de imágenes?

Más que el juego óptico en general, trompe l’oeil se refiere a ese tipo de pintura que crea la ilusión de una tercera dimensión, y que representa paisajes falsos, ventanas, jardines, etc. Tiene una larga tradición; hoy en día es fácil encontrarla como decoración en restaurantes y hoteles de moda. Encontré varios ejemplos de ella en muchos restaurantes alrededor de la galería. En el baño de la misma, por ejemplo, hay una ventana falsa con un acuario, peces y cactus. Quise hacer un trabajo relacionado con la arquitectura y el papel de los ornamentos y la decoración. Así que utilicé algunos de los elementos recurrentes, como los arcos decorados, las columnas talladas, los marcos de puertas y ventanas, los frisos y los balcones, incluso las macetas, para construir la gramática de mi lenguaje. Como el curador de la muestra, Vittorio Parisi, destacó en su introducción, la exposición podría leerse como “Un trompe l’oeil en un sentido figurado: no se supone que debe engañar al ojo del observador –el aspecto casi abstracto de los lienzos lúdicos y coloridos nunca podrían tener éxito en esto– sino engañar nuestra comprensión de los límites comunes entre el arte y la decoración”.

En el caso de las esculturas Wooden Plants, por ejemplo, el truco está en el proceso. Por ejemplo, se crean imágenes de plantas vivas usando madera, materiales sintéticos y el trabajo de diferentes artesanos. En el caso de Apuntalar, que consiste en una columna hecha de otras pequeñas columnas de yeso, el nombre de la pieza sugiere un apoyo, a pesar del hecho de que está hecha de un material muy frágil y colocada en una posición estructural inútil.

“Los colores, que juegan un papel clave en esta muestra, fueron inspirados por mis caminatas diarias alrededor de la colonia Roma y las calles de México en general”

Has realizado exposiciones en todo el mundo. ¿Qué posibilidades estéticas ofrece la Ciudad de México como un territorio real y simbólico en tu producción artística?

México tiene una estética y cultura únicas y audaces, ricas en sorprendentes contrastes. Me sentí constantemente golpeado por información de cualquier tipo. Llegar justo después del terremoto me dio una visión aún más compleja de esta realidad, porque todo estaba relacionado con ese evento. Por ejemplo, los edificios eclécticos de la colonia Roma –que fueron la principal fuente de inspiración para estas obras debido a su diversidad y colores– también me generaron una sensación de fragilidad y vulnerabilidad, yuxtapuestos a los escombros de las construcciones caídas. Me expuse a esta corriente de información como una película expuesta a la luz en el proceso de creación de una fotografía, e intenté capturar el momento y devolver una imagen parcial pero honesta de mi estancia en la Ciudad de México.



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El límite entre el arte y la decoración

A través de su trabajo con formas sintéticas y colores brillantes, y por medio de un lenguaje esencial, el creador italiano Agostino Iacurci es capaz de manejar múltiples capas de interpretación. Su enfoque posiciona a sus historias en el umbral perenne entre la inocencia y el artificio, la serenidad y la catástrofe, en una tensión magnética que es la clave interpretativa de nuestra propia existencia. Aquí, una charla con Iacurci, que trabaja y vive en Berlín, que estos días expone Trompe-L’oeil en la Celaya Brothers Gallery de la Ciudad de México.

 

Como artista, ¿qué te motivó a hacer una residencia y una exposición en la Ciudad de México?

Primero que nada, la relación con la Celaya Brothers Gallery: me invitaron a México por primera vez el año pasado y me enamoré de la ciudad, la cultura y sus colores. En general, me siento atraído por ciudades caóticas y complejas, tal vez porque desde hace diez años que dejé de vivir en Roma. Además, mi trabajo es sobre los colores y México es un lugar muy inspirador por la riqueza y la audacia de sus colores, desde la luz del cielo hasta su vegetación, tradiciones y arquitecturas. También soy un gran admirador de los sabores e ingredientes mexicanos, y afortunadamente el período de mi residencia coincidió con las celebraciones del Día de Muertos, por lo que también fue un momento interesante.

Hay una expresión de color muy interesante en tu obra. Las piezas en Trompe-L’oeil se caracterizan, precisamente, por su colorido. ¿Cuál fue el enfoque formal para ocupar el espacio de la galería?

La idea era crear un cuerpo de obra que pudiera integrarse al espacio de la galería y formar un solo organismo, crear un diálogo con el exterior y la atmósfera del vecindario.

Los colores, que juegan un papel clave en esta muestra, fueron inspirados por mis caminatas diarias alrededor de la colonia Roma y las calles de México en general. Mi intención fue resaltar algunos elementos arquitectónicos de la antigua casa que alberga la galería, como su gran arco, las escaleras de madera y la pequeña puerta del baño, que tiene algunas columnas de madera talladas a mano. Estos elementos en muchas de los exposiciones anteriores de la galería fueron ocultados o simplemente ignorados. Por un lado, decidí resaltar estos elementos con el uso de los colores, y por el otro, los utilicé para construir una gramática que afectó a toda la muestra.

El juego y la imaginación son dos líneas narrativas en tus creaciones. ¿Cómo encajan estos temas en Trompe-L’oeil?

Creo que juegan un papel muy importante en estas obras. Lo que es interesante para mí de la noción de juego es que se trata de inventar un conjunto de reglas e instrucciones (en un tiempo y espacio determinados) que rigen los comportamientos de cualquiera que decida formar parte de él. Como señaló el historiador holandés Johan Huizinga en su ensayo de 1938 “Homo Ludens”, el juego es una condición primaria y necesaria (aunque no suficiente) de la generación de la cultura: esta lectura podría adoptarse en cada aspecto de la vida humana, desde la religión a la organización social, y creo que encaja muy bien con el proceso de crear y experimentar en el arte. En este caso apliqué una especie de subversión del papel de los ornamentos: los elementos accesorios se convirtieron en fundamentales en mis composiciones. La imaginación, por otro lado, es lo que impulsa mi proceso creativo en general. La mayoría de las veces mis trabajos surgen a partir de visiones que vienen a mi mente, a veces son claras, a veces muy turbias, y luego a través del proceso de trabajo cotidiano se convirtieron en realidades.

El título de la exposición alude a un juego perceptivo. ¿Cuáles son sus intenciones y objetivos como creador de imágenes?

Más que el juego óptico en general, trompe l’oeil se refiere a ese tipo de pintura que crea la ilusión de una tercera dimensión, y que representa paisajes falsos, ventanas, jardines, etc. Tiene una larga tradición; hoy en día es fácil encontrarla como decoración en restaurantes y hoteles de moda. Encontré varios ejemplos de ella en muchos restaurantes alrededor de la galería. En el baño de la misma, por ejemplo, hay una ventana falsa con un acuario, peces y cactus. Quise hacer un trabajo relacionado con la arquitectura y el papel de los ornamentos y la decoración. Así que utilicé algunos de los elementos recurrentes, como los arcos decorados, las columnas talladas, los marcos de puertas y ventanas, los frisos y los balcones, incluso las macetas, para construir la gramática de mi lenguaje. Como el curador de la muestra, Vittorio Parisi, destacó en su introducción, la exposición podría leerse como “Un trompe l’oeil en un sentido figurado: no se supone que debe engañar al ojo del observador –el aspecto casi abstracto de los lienzos lúdicos y coloridos nunca podrían tener éxito en esto– sino engañar nuestra comprensión de los límites comunes entre el arte y la decoración”.

En el caso de las esculturas Wooden Plants, por ejemplo, el truco está en el proceso. Por ejemplo, se crean imágenes de plantas vivas usando madera, materiales sintéticos y el trabajo de diferentes artesanos. En el caso de Apuntalar, que consiste en una columna hecha de otras pequeñas columnas de yeso, el nombre de la pieza sugiere un apoyo, a pesar del hecho de que está hecha de un material muy frágil y colocada en una posición estructural inútil.

“Los colores, que juegan un papel clave en esta muestra, fueron inspirados por mis caminatas diarias alrededor de la colonia Roma y las calles de México en general”

Has realizado exposiciones en todo el mundo. ¿Qué posibilidades estéticas ofrece la Ciudad de México como un territorio real y simbólico en tu producción artística?

México tiene una estética y cultura únicas y audaces, ricas en sorprendentes contrastes. Me sentí constantemente golpeado por información de cualquier tipo. Llegar justo después del terremoto me dio una visión aún más compleja de esta realidad, porque todo estaba relacionado con ese evento. Por ejemplo, los edificios eclécticos de la colonia Roma –que fueron la principal fuente de inspiración para estas obras debido a su diversidad y colores– también me generaron una sensación de fragilidad y vulnerabilidad, yuxtapuestos a los escombros de las construcciones caídas. Me expuse a esta corriente de información como una película expuesta a la luz en el proceso de creación de una fotografía, e intenté capturar el momento y devolver una imagen parcial pero honesta de mi estancia en la Ciudad de México.



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Ulrich Seidl trabaja en su próximo filme

Hace unos días se estrenó en México Safari (2016), el filme más reciente del creador austriaco Ulrich Seidl en el que documenta los viajes de familias europeas a África, éstas tienen un objetivo claro: cazar animales como zebras y antílopes. El director tiene un nuevo proyecto, Böse Spiele, que se encuentra filmando actualmente.

La sinopsis oficial de la cinta de ficción, cuya traducción al español es Juegos malvados, es la siguiente: “Dos hombres, dos hermanos. La casa de su infancia. Beben en honor de su madre muerte, a la que entierran. Luego vuelven a sus vidas reales. Uno de regreso a Rumania, para continuar viviendo su recién iniciada vida, el otro a Rimini, para volver a soñar con su viejo sueño. Pero, tarde o temprano, su pasado ​​los alcanzará”. “Como mi Trilogía Paraíso trata de mujeres esta nueva película es, quizá, un filme masculino. No quiero contar mucho más, porque ni siquiera sé adónde va este proyecto”, dijo Seidl hace unos días al sitio austriaco Kurier.

El guion de la cinta lo escribió el realizador en colaboración con Veronika Franz, su esposa, que también es directora de cine. Los actores Georg Friedrich y Michael Thomas son quienes interpretan a los hermanos de la historia. Por otro lado, el actor alemán Hans-Michael Rehberg fue quien dio vida al padre, justo antes de su muerte. “Sabía que estaba muriendo y deliberadamente me arriesgué. Él fue el mejor actor que encontré para este papel. Él definitivamente quiso hacerlo”, confesó Seidl a la misma publicación.

El austriaco expresó, también, que le gustaría hacer una serie sobre el ladrón checo Johann Georg Grasel, que fue ahorcado en Viena en 1818. “Eso sería algo completamente diferente. Sería un gran desafío para mí”, dijo.



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Ulrich Seidl trabaja en su próximo filme

Hace unos días se estrenó en México Safari (2016), el filme más reciente del creador austriaco Ulrich Seidl en el que documenta los viajes de familias europeas a África, éstas tienen un objetivo claro: cazar animales como zebras y antílopes. El director tiene un nuevo proyecto, Böse Spiele, que se encuentra filmando actualmente.

La sinopsis oficial de la cinta de ficción, cuya traducción al español es Juegos malvados, es la siguiente: “Dos hombres, dos hermanos. La casa de su infancia. Beben en honor de su madre muerte, a la que entierran. Luego vuelven a sus vidas reales. Uno de regreso a Rumania, para continuar viviendo su recién iniciada vida, el otro a Rimini, para volver a soñar con su viejo sueño. Pero, tarde o temprano, su pasado ​​los alcanzará”. “Como mi Trilogía Paraíso trata de mujeres esta nueva película es, quizá, un filme masculino. No quiero contar mucho más, porque ni siquiera sé adónde va este proyecto”, dijo Seidl hace unos días al sitio austriaco Kurier.

El guion de la cinta lo escribió el realizador en colaboración con Veronika Franz, su esposa, que también es directora de cine. Los actores Georg Friedrich y Michael Thomas son quienes interpretan a los hermanos de la historia. Por otro lado, el actor alemán Hans-Michael Rehberg fue quien dio vida al padre, justo antes de su muerte. “Sabía que estaba muriendo y deliberadamente me arriesgué. Él fue el mejor actor que encontré para este papel. Él definitivamente quiso hacerlo”, confesó Seidl a la misma publicación.

El austriaco expresó, también, que le gustaría hacer una serie sobre el ladrón checo Johann Georg Grasel, que fue ahorcado en Viena en 1818. “Eso sería algo completamente diferente. Sería un gran desafío para mí”, dijo.



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miércoles, 20 de diciembre de 2017

Anticlímax para la élite

Después de un corto prólogo, la película de Sion Sono de 2016 Antiporno nos propone distanciarnos de la verosimilitud: en un encuadre tipo lego, una sala de estridentes paredes amarillas contiene una cama cubierta de satín azul donde yace una mujer desnuda y boca abajo. Sus calzones hasta las rodillas nos invita a sospechar la presencia de un tercero que, pronto entendemos, es nuestro ojo espectador. La actuación buscadamente torpe y poco fina de la protagonista, así como las líneas de diálogo superficiales, se suman a la escenografía para aludir al género del porno romantizado con la intención de deconstruirlo. Usando los códigos del pop junto a un cierto guiño al arte conceptual como es usual en varias otras producciones del director, Sono nos quiere hacer ver ––tal vez con demasiada transparencia, insistiendo hasta el cansancio–– que la excitación que nos recorre al ver a cuerpos en el acto sexual no es más que un artificio. Pero esto, ¿no lo sabíamos ya?

La anécdota de la película ocurre en un tránsito similar, desviándose en posibilidades que se desdicen unas a otras: puede que la película se trate de una famosa artista-escritora que, a la espera de una entrevista, humilla a su asistente personal hasta invitarnos a ver una violación colectiva ejercida por otras mujeres. Puede ser que se trate de una película que se está filmando, donde la protagonista es en verdad una actriz novel y sin talento que es humillada por la otra actriz. O puede que la película sea un delirio de una artista-escritora traumatizada por el suicidio de su hermana y por haber visto a su padre tener sexo con su madrastra. O de una actriz novel y sin talento con traumas similares. Puede también que sea todo esto el ejercicio avant-garde de la artista que quiere experimentar a sus personajes antes de escribirlos, haciendo del proceso una instalación artística fashion. Si la fórmula no suena para nada interesante, es porque no lo es ––como tampoco lo son las tramas de las mayoría de las películas pornográficas––. Más que el contenido de la película, inmediatamente olvidable, me interesan las potenciales intervenciones que quiere hacer este enfant terrible del cine pop japonés: ¿a qué público dirige esta crítica tan transparente? ¿En qué medida el aburrimiento transforma las posibilidades del género pornográfico?

Se ha escrito que esta película es “una mirada feminista sobre la sexualidad femenina”, pero dudo de eso, a menos que se crea que el feminismo se trate de una mera ruptura de algunos aspectos de la representación (y se descarte la radicalidad existente en nunca entrar en una economía sexual que tiene al cuerpo de la mujer como fetiche de transacción para el placer masculino y capitalista). La película de Sono, claro está, no llega a tales extremos: hay placer en usar el cuerpo de la mujer una vez más como objeto fetiche del porno heterosexual y lo instiga a padecer sólo hasta que toca las reglas de la producción del estudio y del género que intenta resucitar, el roman porno. Pero aun si la película se mueve a través de estos choques y colisiones, las imágenes sexuales icónicas plagan la película. Imágenes a las que bien podríamos acceder si nuestro visionado ocurriese en los sitios donde por lo general vemos el porno: en la intimidad de la casa en una pantalla de video, computador o teléfono. Cualquier lugar donde eventualmente podríamos apretar pausa y deleitarnos en el bello cuerpo que se nos entrega sexualizado.

Pero tal gesto del espectador del porno es imposible en un circuito de festivales cinematográficos, en el que por lo general circulan las películas de Sion Sono. En aquellas salas de cine abarrotadas de críticos, programadores y espectadores serios, sólo podríamos experimentar el aburrimiento frente a la crítica más bien fallida que hace esta película. Acaso ese “anti” que se antepone al género del desnudo y del follar no sea más que una pequeña venganza de Sono, no al sistema de producción ni a la industria de la pornografía, sino al sistema del cine de élite incapacitado de excitarse colectivamente junto a sus colegas. Tal como anuncia el título de la película, con esta película Sono les hace padecer un anticlímax.



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Anticlímax para la élite

Después de un corto prólogo, la película de Sion Sono de 2016 Antiporno nos propone distanciarnos de la verosimilitud: en un encuadre tipo lego, una sala de estridentes paredes amarillas contiene una cama cubierta de satín azul donde yace una mujer desnuda y boca abajo. Sus calzones hasta las rodillas nos invita a sospechar la presencia de un tercero que, pronto entendemos, es nuestro ojo espectador. La actuación buscadamente torpe y poco fina de la protagonista, así como las líneas de diálogo superficiales, se suman a la escenografía para aludir al género del porno romantizado con la intención de deconstruirlo. Usando los códigos del pop junto a un cierto guiño al arte conceptual como es usual en varias otras producciones del director, Sono nos quiere hacer ver ––tal vez con demasiada transparencia, insistiendo hasta el cansancio–– que la excitación que nos recorre al ver a cuerpos en el acto sexual no es más que un artificio. Pero esto, ¿no lo sabíamos ya?

La anécdota de la película ocurre en un tránsito similar, desviándose en posibilidades que se desdicen unas a otras: puede que la película se trate de una famosa artista-escritora que, a la espera de una entrevista, humilla a su asistente personal hasta invitarnos a ver una violación colectiva ejercida por otras mujeres. Puede ser que se trate de una película que se está filmando, donde la protagonista es en verdad una actriz novel y sin talento que es humillada por la otra actriz. O puede que la película sea un delirio de una artista-escritora traumatizada por el suicidio de su hermana y por haber visto a su padre tener sexo con su madrastra. O de una actriz novel y sin talento con traumas similares. Puede también que sea todo esto el ejercicio avant-garde de la artista que quiere experimentar a sus personajes antes de escribirlos, haciendo del proceso una instalación artística fashion. Si la fórmula no suena para nada interesante, es porque no lo es ––como tampoco lo son las tramas de las mayoría de las películas pornográficas––. Más que el contenido de la película, inmediatamente olvidable, me interesan las potenciales intervenciones que quiere hacer este enfant terrible del cine pop japonés: ¿a qué público dirige esta crítica tan transparente? ¿En qué medida el aburrimiento transforma las posibilidades del género pornográfico?

Se ha escrito que esta película es “una mirada feminista sobre la sexualidad femenina”, pero dudo de eso, a menos que se crea que el feminismo se trate de una mera ruptura de algunos aspectos de la representación (y se descarte la radicalidad existente en nunca entrar en una economía sexual que tiene al cuerpo de la mujer como fetiche de transacción para el placer masculino y capitalista). La película de Sono, claro está, no llega a tales extremos: hay placer en usar el cuerpo de la mujer una vez más como objeto fetiche del porno heterosexual y lo instiga a padecer sólo hasta que toca las reglas de la producción del estudio y del género que intenta resucitar, el roman porno. Pero aun si la película se mueve a través de estos choques y colisiones, las imágenes sexuales icónicas plagan la película. Imágenes a las que bien podríamos acceder si nuestro visionado ocurriese en los sitios donde por lo general vemos el porno: en la intimidad de la casa en una pantalla de video, computador o teléfono. Cualquier lugar donde eventualmente podríamos apretar pausa y deleitarnos en el bello cuerpo que se nos entrega sexualizado.

Pero tal gesto del espectador del porno es imposible en un circuito de festivales cinematográficos, en el que por lo general circulan las películas de Sion Sono. En aquellas salas de cine abarrotadas de críticos, programadores y espectadores serios, sólo podríamos experimentar el aburrimiento frente a la crítica más bien fallida que hace esta película. Acaso ese “anti” que se antepone al género del desnudo y del follar no sea más que una pequeña venganza de Sono, no al sistema de producción ni a la industria de la pornografía, sino al sistema del cine de élite incapacitado de excitarse colectivamente junto a sus colegas. Tal como anuncia el título de la película, con esta película Sono les hace padecer un anticlímax.



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Conciencia triste del mundo

Casi todas las reseñas del último filme de Claire Denis coinciden en que poco o nada de los Fragmentos de un discurso amoroso (1977), de Roland Barthes, quedó en él, una afirmación que podría pasar por cierta si no se tuviera conciencia de que sus películas siempre estuvieron marcadas por recorridos “hacia algo” que nunca se aprehende o se consigue del todo: la armonía entre cuerpo y pasión interior, por ejemplo, en Beau Travail (1999), o entre cuerpo y deseo, en Trouble every day (2001)o entre cuerpo y pulsión, en la extraordinaria Los canallas (2013), sólo como ejemplos de esa falla, de ese apartamiento crucial entre un presunto objetivo y los resultados imprevisibles de su búsqueda. Vale decir, entonces, que Denis no intenta adaptar a Barthes, sino utilizarlo como pretexto para la exploración lírica de esa realidad en la que el personaje de Isabelle (Juliette Binoche), una artísta plástica en la madurez de su vida, empieza a tomar conciencia de que se está quedando sola. Hay estaciones sentimentales en el tránsito hacia esa toma de conciencia, principalmente un banquero y un actor que aparecen como alternativas posibles, aunque efímeras, a esa soledad, pero el impulso inicial del film, puesto en marcha por esa escena íntima e “interrumpida” del comienzo, los va dejando atrás así como el texto de Barthes avanzaba enhebrando figuras, accesos, acepciones sentimentales. Un bello sol interior (2017) es una comedia triste sobre la imposibilidad del encuentro definitivo entre seres, una película muy conversada en la que, paradójicamente, los personajes tienen tremendas dificultades para descifrarse entre ellos, como si hablaran idiomas diferentes o su íntima desazón oficiara como un aparato de traducción descompuesto, desajustado, que mezclara giros y expresiones incompatibles apelando a una gramática absurda que deja ver la realidad pero no comprenderla. Esto es muy nuevo en el cine de Denis, no sólo porque, hasta aquí, sus películas habían sido tremendamente físicas, sino, y principalmente, porque sus mejores momentos consistían en conexiones mudas y salvajes con una memoria carnal que resistía los límites de la piel. Tal vez por eso, y sólo hacia el final, cuando Isabelle visita a esa mezcla de vidente y operador amoroso –en una escena que recupera el peso de la palabra hablada en el cine de una manera que hacía tiempo, mucho tiempo no se veía por aquí– la dimensión de la fe ocupa de una vez por todas el espacio que el metraje anterior había ofrecido a la escasa probabilidad de una verdad objetiva, y la película entera se cierra como lo que fue desde el principio, aunque esa intención, como en toda película que confía en el espectador, no haya sido nunca adelantada con trucos: un teorema stendhaliano sobre el peligro de una idealización abstracta del amor que, en el mejor de los casos, lleva directamente al fracaso o, como aquí, en esta película construída como un largo camino de Swann, replica en todos sus personajes el modelo de una conciencia triste del mundo. Haciendo pasar ese camino por Barthes, Claire Denis ha hecho una película conceptual, acaso el primer film sobre un amor verdaderamente platónico de la historia del cine. Un cuento melancólico y hermoso sobre una mujer enamorada de una idea que no puede encontrar en la realidad.



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Conciencia triste del mundo

Casi todas las reseñas del último filme de Claire Denis coinciden en que poco o nada de los Fragmentos de un discurso amoroso (1977), de Roland Barthes, quedó en él, una afirmación que podría pasar por cierta si no se tuviera conciencia de que sus películas siempre estuvieron marcadas por recorridos “hacia algo” que nunca se aprehende o se consigue del todo: la armonía entre cuerpo y pasión interior, por ejemplo, en Beau Travail (1999), o entre cuerpo y deseo, en Trouble every day (2001)o entre cuerpo y pulsión, en la extraordinaria Los canallas (2013), sólo como ejemplos de esa falla, de ese apartamiento crucial entre un presunto objetivo y los resultados imprevisibles de su búsqueda. Vale decir, entonces, que Denis no intenta adaptar a Barthes, sino utilizarlo como pretexto para la exploración lírica de esa realidad en la que el personaje de Isabelle (Juliette Binoche), una artísta plástica en la madurez de su vida, empieza a tomar conciencia de que se está quedando sola. Hay estaciones sentimentales en el tránsito hacia esa toma de conciencia, principalmente un banquero y un actor que aparecen como alternativas posibles, aunque efímeras, a esa soledad, pero el impulso inicial del film, puesto en marcha por esa escena íntima e “interrumpida” del comienzo, los va dejando atrás así como el texto de Barthes avanzaba enhebrando figuras, accesos, acepciones sentimentales. Un bello sol interior (2017) es una comedia triste sobre la imposibilidad del encuentro definitivo entre seres, una película muy conversada en la que, paradójicamente, los personajes tienen tremendas dificultades para descifrarse entre ellos, como si hablaran idiomas diferentes o su íntima desazón oficiara como un aparato de traducción descompuesto, desajustado, que mezclara giros y expresiones incompatibles apelando a una gramática absurda que deja ver la realidad pero no comprenderla. Esto es muy nuevo en el cine de Denis, no sólo porque, hasta aquí, sus películas habían sido tremendamente físicas, sino, y principalmente, porque sus mejores momentos consistían en conexiones mudas y salvajes con una memoria carnal que resistía los límites de la piel. Tal vez por eso, y sólo hacia el final, cuando Isabelle visita a esa mezcla de vidente y operador amoroso –en una escena que recupera el peso de la palabra hablada en el cine de una manera que hacía tiempo, mucho tiempo no se veía por aquí– la dimensión de la fe ocupa de una vez por todas el espacio que el metraje anterior había ofrecido a la escasa probabilidad de una verdad objetiva, y la película entera se cierra como lo que fue desde el principio, aunque esa intención, como en toda película que confía en el espectador, no haya sido nunca adelantada con trucos: un teorema stendhaliano sobre el peligro de una idealización abstracta del amor que, en el mejor de los casos, lleva directamente al fracaso o, como aquí, en esta película construída como un largo camino de Swann, replica en todos sus personajes el modelo de una conciencia triste del mundo. Haciendo pasar ese camino por Barthes, Claire Denis ha hecho una película conceptual, acaso el primer film sobre un amor verdaderamente platónico de la historia del cine. Un cuento melancólico y hermoso sobre una mujer enamorada de una idea que no puede encontrar en la realidad.



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martes, 19 de diciembre de 2017

Nominados al premio Hugo Boss

El Museo Solomon R. Guggenheim y la Fundación Hugo Boss revelaron a los creadores que optan por el premio Hugo Boss 2018. Los seis creadores nominados por el jurado son: Bouchra Khalili (Marruecos), Simone Leigh (Estados Unidos), Teresa Margolles (México), Emeka Ogboh (Nigeria), Frances Stark (Estados Unidos) y Wu Tsang (Estados Unidos).

‘The Tempest Society’ (2017), de Bouchra Khalili. © Bouchra Khalil

El objetivo del premio Hugo Boss, dotado con 100 mil dólares, en honrar a artistas cuyo trabajo se encuentra entre los más innovadores e influyentes dentro del paisaje del arte contemporáneo.

‘The Way Earthly Things Are Going’ (2017), de Emeka Ogboh. © Documenta 14

Los ganadores anteriores del galardón son Anicka Yi, Paul Chan, Danh Vo, Hans-Peter Feldmann, Emilu Jacir, Tacita Dean, Rirkit Tiravanija, Pierre Huyghe, Marjetica Potrč, Douglas Gordon y Matthew Barney.

‘Behold Man (Nancy and Sluggo recto verso pendant pair)’ (2017), de Frances Stark. © Institute of Contemporary Art, Miami

El ganador del premio se anunciará en el otoño de 2018.

‘We hold where study’ (2017), de Wu Tsang. © Galerie Isabella Bortolozzi

‘Dunham II’ (2017), de Simone Leigh. © Simone Leigh



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Nominados al premio Hugo Boss

El Museo Solomon R. Guggenheim y la Fundación Hugo Boss revelaron a los creadores que optan por el premio Hugo Boss 2018. Los seis creadores nominados por el jurado son: Bouchra Khalili (Marruecos), Simone Leigh (Estados Unidos), Teresa Margolles (México), Emeka Ogboh (Nigeria), Frances Stark (Estados Unidos) y Wu Tsang (Estados Unidos).

‘The Tempest Society’ (2017), de Bouchra Khalili. © Bouchra Khalil

El objetivo del premio Hugo Boss, dotado con 100 mil dólares, en honrar a artistas cuyo trabajo se encuentra entre los más innovadores e influyentes dentro del paisaje del arte contemporáneo.

‘The Way Earthly Things Are Going’ (2017), de Emeka Ogboh. © Documenta 14

Los ganadores anteriores del galardón son Anicka Yi, Paul Chan, Danh Vo, Hans-Peter Feldmann, Emilu Jacir, Tacita Dean, Rirkit Tiravanija, Pierre Huyghe, Marjetica Potrč, Douglas Gordon y Matthew Barney.

‘Behold Man (Nancy and Sluggo recto verso pendant pair)’ (2017), de Frances Stark. © Institute of Contemporary Art, Miami

El ganador del premio se anunciará en el otoño de 2018.

‘We hold where study’ (2017), de Wu Tsang. © Galerie Isabella Bortolozzi

‘Dunham II’ (2017), de Simone Leigh. © Simone Leigh



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‘Mosaic’: una serie que funciona como app

Steven Soderbergh, que este año estrenó el filme Logan Lucky, creó una serie en forma de aplicación que le otorga la posibilidad al espectador de cambiar el punto de vista en el desarrollo de la historia. Mosaic, título del proyecto realizado en colaboración con HBO, es protagonizado por la actriz Sharon Stone.

Cada uno de los seis episodios de Mosaic, para la que se creó una app disponible en sistemas operativos de iOS y Android, giran en torno a la muerte del personaje de Stone, que encarna a una escritora de libros para niños.

Ed Solomon, guionista de la serie, planteó la historia pensando que “cada personaje puede tener su propia película”. La mecánica de la aplicación, que consiste en que los usuarios elijan la perspectiva de algún personaje, permite que se hagan ciertos descubrimientos (como videos, audios y correos electrónicos) que ayudan a entender y profundizar en los motivos de su comportamiento, alterando su comprensión de la historia. 

Soderbergh, por otro lado, también ha creado una edición para televisión: Mosaic se transmitirá a partir del 22 de enero por HBO.     

 



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‘Mosaic’: una serie que funciona como app

Steven Soderbergh, que este año estrenó el filme Logan Lucky, creó una serie en forma de aplicación que le otorga la posibilidad al espectador de cambiar el punto de vista en el desarrollo de la historia. Mosaic, título del proyecto realizado en colaboración con HBO, es protagonizado por la actriz Sharon Stone.

Cada uno de los seis episodios de Mosaic, para la que se creó una app disponible en sistemas operativos de iOS y Android, giran en torno a la muerte del personaje de Stone, que encarna a una escritora de libros para niños.

Ed Solomon, guionista de la serie, planteó la historia pensando que “cada personaje puede tener su propia película”. La mecánica de la aplicación, que consiste en que los usuarios elijan la perspectiva de algún personaje, permite que se hagan ciertos descubrimientos (como videos, audios y correos electrónicos) que ayudan a entender y profundizar en los motivos de su comportamiento, alterando su comprensión de la historia. 

Soderbergh, por otro lado, también ha creado una edición para televisión: Mosaic se transmitirá a partir del 22 de enero por HBO.     



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