martes, 19 de diciembre de 2017

Apuntes sobre Lydia Mendoza

Eañana, 20 de diciembre, se cumplen diez años de la muerte de Lydia Mendoza, la llamada Alondra de la Frontera. Nacida en 1916 en Houston, su carrera es interesante por diversos factores: se trata de la primera gran celebridad de la música mexicana en los Estados Unidos, que no es lo mismo que decir, como se repite con frecuencia, que sea la primera cantante tex-mex, al menos no como se entiende actualmente. Es decir, que su obra no inventó un subgénero con sus respectivos códigos particulares, sino que internó tradiciones previas (las de los boleros, las rancheras o la música norteña) en un nuevo entorno. Para explicarlo con un ejemplo: Selena Quintanilla es una cantante tex-mex, porque su música ya no deriva directamente de tradiciones regionales específicas y, por lo tanto, puede permitirse gestos más originales; Lydia Mendoza no lo es aún, porque está demasiado atada a ellas, aunque en el preludio de una gran transformación: en su caso, la colisión de lo tex y de lo mex no es frontal, por lo que sus posibles entrecruces se reducen. Impensable, por ejemplo, que Lydia hubiera cantado en inglés (¿una ranchera en inglés en aquella época?), como sí lo hizo Selena en el álbum póstumo Dreaming of You, donde además se acerca a géneros como el R&B y el pop estadounidenses. Lo anterior, por cierto, no es un juicio de valor sobre sus carreras, sólo la descripción de los matices de las obras y de los momentos históricos de dos cantantes paradigmáticas.

Otro factor a considerar en la carrera de Mendoza es su época: su celebridad, hasta la fecha casi exclusiva de los Estados Unidos (en 2013, el correo norteamericano emitió un sello postal con su imagen y en 2011 la National Public Radio la incluyó en su listado de las 50 mejores voces de la historia, junto a cantantes como Ella Fitzgerald o Elis Regina, por poner dos ejemplos recientes), es inconcebible sin el éxodo masivo post-revolucionario de mexicanos al país del norte (un éxodo que se agudizaría con el proceso de explosión demográfica en las ciudades y el abandono del campo a mediados del siglo pasado en México); su primer repertorio, sobre todo junto a La Familia Mendoza y Las Hermanas Mendoza, era todavía subsidiario de la canción popular mexicana, proveniente, podríamos decir, de la nostalgia provocada por ese éxodo, pero también de su voluntad de afianzarse un lugar propio en un territorio extraño –escenario poco propicio para la libre búsqueda de fusiones (no hay que olvidar, además, que su carrera comienza con presentaciones en plazas públicas, mercados o en la calle, donde debía interpretar temas conocidos del cancionero nacional y, de alguna forma aprovechar esa nostalgia identitaria, para ganar algunas monedas).

En 1934, una todavía jovencísima Mendoza grabaría la que, hasta la fecha, es su canción más famosa, “Mal hombre”, un tango. A partir de ésta, y por los siguientes seis años, acaso su período más fértil, produciría casi 200 temas con el sello Bluebird. Aquella canción, sin embargo, concentraría muchas de sus virtudes: su personalidad, su registro vocal y su temática. “Mal hombre / Tan ruin es tu alma que no tiene nombre / Eres un canalla / eres un malvado”, decía su letra, inédita para un entorno donde las cantantes escaseaban; la potencia de esas palabras sería después caricaturizada, por lo tanto domesticada y puesta a trabajar para la propia cultura machista, en personajes como los de Paquita la del Barrio, pero la apuesta de Lydia Mendoza siempre fue más sutil y por lo tanto más compleja.

Cuando Lydia dejó atrás sus agrupaciones familiares, también dejó atrás la instrumentación básica de la canción ranchera o norteña: tan sólo se acompañó de su guitarra. Y si no era común la interpretación femenina de ese cancionero, menos lo era tal economía de instrumentos. En este sitio liberado, Mendoza tuvo el espacio suficiente para desarrollar matices interpretativos y temáticos que la hacen única (aquí es útil compararla con obras como las de Carmen y Laura o Las Hermanas Padilla, con su canto más bien plano o estereotipado). Hay que escuchar igualmente canciones como “Sola” («Sola / siempre sola / con esta soledad tranquila»), donde desarrolla tonalidades afectivas que ya no giran en torno al despecho y que, con su progresión hacia acordes menores, permiten otro tipo de lecturas por parte del escucha. O “Pajarito herido” («Igual que tú / cautiva muero»), donde convierte una analogía simple en un mensaje de potencia incluso política. Pero es en “La boda negra” (poema original del venezolano Carlos Borges), donde Mendoza alcanza una cima de singularidad, al cantar una historia de amor necrofílico: “Allí en su habitación sola y sombría / de un cirio fúnebre a la luz incierta / sentó a su lado la osamenta fría / y celebró sus bodas con la muerta”. Semejante interpretación, y el nuevo umbral de oscuridad al que accedía, se podría describir con la letra del tango de Homero Manzi: “Su voz de alondra tomó ese tono oscuro de callejón”.

Los diez años de su muerte podrían servirnos, creemos, para reconsiderar su música a la luz de nuevas lecturas históricas, sociales, estéticas y políticas (porque, dicho sea de paso, hace falta internar en ese proceso crítico a casi todos los grandes cantantes y compositores populares mexicanos: Toña La Negra, Miguel Aceves Mejía, Cri Cri o José Alfredo Jiménez, son siempre leídos superficialmente, en relación exclusiva con el fetiche de la identidad mexicana o de forma condescendiente). Tiempo, entonces, para reencontrarse con el canto de la alondra.

 



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