jueves, 14 de diciembre de 2017

‘El limonero real’

La editorial Elefanta publicará en breve El limonero real, novela del escritor argentino Juan José Saer que se editó por primera vez en 1974. El libro, que el año pasado fue adaptado al cine por Gustavo Fontán, es considerado una de las obras más radicales de la obra de Saer.

 

AMANECE

          Y YA ESTÁ CON LOS OJOS ABIERTOS.

          Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba, respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de perros lejanos que vienen desde la otra orilla del río. La voz de los gallos viene de muchas direcciones. Con los ojos abiertos, echado de espaldas, las manos cruzadas flojas sobre el abdomen, Wenceslao no oye nada salvo el tumulto oscuro del sueño, que se retira de su mente como cuando una nube negra va deslizándose en el cielo y deja ver el círculo brillante de la luna; no oye nada, porque cincuenta años de oír en el amanecer la voz de los gallos, de los perros y de los pájaros, la voz de los caballos, no le permiten en el presente escuchar otra cosa que no sea el silencio. Al flexionar la pierna derecha, apoyando la planta del pie sobre la cama, la sábana se eleva y arrastra el borde descubriendo un poco su pecho desnudo y el hombro de ella, que está echada boca abajo, también despierta aunque con los ojos cerrados. Ella gruñe, de un modo casi inaudible. Apenas abre los ojos Wenceslao sabe que está despierta —ha parecido, durante esos treinta años, despertar siempre una fracción de segundo antes que él— aunque no habla ni suspira ni se mueve. Suspirará después, cuando él se incorpore y salga de la cama. Mientras está acostado, moviendo una que otra vez el brazo o la pierna, rascándose o suspirando, ella o bien simula dormir, o bien quiere creer que duerme todavía, o bien cree de veras que sigue durmiendo y que todavía no ha despertado y que recién despertará cuando él se levante y salga de la cama.

Al flexionar la pierna, la vieja cama de hierro y bronce cruje en el elástico y chirrea en las muescas de hierro donde el elástico se apoya en el espaldar. En el interior del rancho apenas si alcanzan a divisarse los objetos más grandes: el ropero y su luna ovalada, alto y débil, el arcón a un costado de la cama, pegado a la pared de adobe, justo bajo el ventanuco de madera lleno de hendijas verticales por las que entra en el recinto la primera claridad gris del alba. Lo demás se esfuma en una penumbra gris que se hace más densa y negra en los rincones y arriba, en la juntura del techo de paja de dos aguas. Es en esa oscuridad en la que Wenceslao fija cada amanecer la mirada cuando abre los ojos: la oscuridad de afuera confirma que la oscuridad de adentro se ha retirado y que por lo tanto está despierto.

Wenceslao alza la sábana y sale de la cama. El calzoncillo blanco le llega hasta las rodillas, y como es demasiado holgado se sostiene gracias a la turgencia leve del abdomen y deja ver el ombligo. Wenceslao se viste con rapidez mientras ella, en la cama, suspira, bufa y se mueve, simulando no estar acabando de despertar, sino haber estado a punto de hacerlo, como si no supiera también ella que durante treinta años ha estado despertando cada amanecer una fracción de segundo antes que él. La luz continúa creciendo y la claridad que se cuela por entre las hendijas verticales del ventanuco ya no es gris y destella. Wenceslao se pone la camisa, una camisa que ha perdido todo color después de cincuenta lavadas —tiene apenas la virtud de sugerir el color original sin la fuerza suficiente como para hacer preguntarse cuál ha sido en realidad ese color, aunque parezca saberse— y después el pantalón, levantando primero la pierna izquierda y después la derecha, haciendo un equilibrio jovial que en un momento dado lo obliga a dar un salto hacia adelante, apoyado en una sola pierna, cuando la botamanga queda por un segundo enganchada en el talón. Mete los pies en las alpargatas sin calzárselas, haciéndolo sin pararse recién después de atravesar la cortina de cretona ordinaria que separa el dormitorio del otro recinto que forma con el dormitorio el cuerpo total del rancho. A este recinto ellos lo llaman “el comedor”, aunque nunca comen ahí, sino en la chocita alzada a un costado del rancho, a la que ellos llaman “la cocina”, o bien en el patio, si es que hace calor; los dos ambientes están divididos por un tabique delgado de adobe que no llega hasta el techo de paja y que cubre tres cuartos de la habitación. A partir del borde del tabique no hay nada, salvo la cortina, que queda moviéndose detrás de Wenceslao cuando éste penetra en el comedor y se calza las alpargatas. A través de las hendijas de la puerta de madera que da al patio, despareja lo mismo que el ventanuco, se cuelan unos destellos verticales y rectos de luz rojiza. En el comedor hay una vasta mesa rectangular y cuatro sillas de madera amarilla y asiento de paja. Wenceslao tose, abre la puerta alzando la traba de madera y sale al patio, arrimando la puerta detrás suyo. Como salidos de la gran mancha roja del horizonte en el este, el Negro y el Chiquito rodean a Wenceslao sin ladrar, ronroneando. El Negro es tan alto que Wenceslao no necesita inclinarse para tocarle el lomo: y aparte de la altura, es también su pelambre negra, lisa y brillante, lo que impresiona, y los ojos negros saltones que emiten reflejos húmedos mientras su lengua rosa cuelga temblorosa y larga a un costado del hocico abierto por el que pueden verse las gruesas encías rosas y los dientes blancos. Wenceslao repite dos o tres veces “Buenos días” —dice “buenosh díash”, como si hablara con un niño, empleando ese tono adecuado a las mentes inferiores que demuestra que las mentes inferiores tienen la superioridad suficiente como para reducir a las mentes superiores a su nivel— y avanza deteniéndose a cada momento ante los saltos del Chiquito, que ronronea y trata de alcanzar su cara para lamérsela. “Vamos, vamos, fuera, vá- yase de aquí”, dice Wenceslao, simulando una voz enérgica, mezclada a una risa breve. Por fin se acuclilla en medio del patio delantero y acaricia el lomo del Chiquito, que queda inmóvil, con las patas abiertas y la cabeza alzada, mirándolo fijo. Wenceslao deja de reírse y le acaricia el pelo blanco del lomo, salpicado de manchas negras, algunas chicas y otras más grandes, en especial la que le cubre la cabeza y termina confundiéndose por delante con el hocico negro. Da la impresión de que alguien le hubiese echado encima un baldazo de brea, un baldazo que en gran parte no ha hecho más que salpicarlo. El Negro ha apoyado sus patas delanteras en el muslo de Wenceslao y también lo mira. Wenceslao se queda un momento inmóvil, en cuclillas, horadado por los ojos negros y por los ojos dorados, una mano apoyada quieta en el lomo manchado del Chiquito, la otra en la cabeza del Negro, frente al sol cuyo semicírculo superior ha emergido entero del horizonte manchando a su alrededor el cielo de rojo. No sopla ningún viento. En el centro del patio delantero, el paraíso está quieto, lleno de pájaros que saltan cantando. Todavía no proyecta ninguna sombra, pero en la copa algunas hojas están nimbadas por resplandores dorados, como si la luz brotara de él y no del sol, y un rayo de luz, inesperado y también como brotando del árbol mismo y no del sol, centellea en el centro de la fronda. En seguida el árbol proyectará de golpe una sombra larga, cubriendo la mesa apoyada en el tronco. La sombra decrecerá gradual hasta mediodía, para desaparecer por un momento, y reaparecer en seguida del lado opuesto a la mesa, estirándose ahora lenta y gradual hasta que el sol se borre y no quede otra cosa que sombra. Es, para Wenceslao y para ella, en efecto, así: “la mesa”; ahí almuerzan y cenan de octubre a marzo, a no ser que llueva o sople viento del norte. En esos casos comen en “la mesita chica”, dentro del rancho al que le dicen la cocina. La mesa de madera rodeada por las sillas amarillas se llama “la otra mesa”. Nunca han comido en ella, salvo cuando él murió, ya que lloviznaba y mucha gente se quedó a comer, de modo que en la “mesita chica” no podían caber todos, como tampoco en la cocina.

Wenceslao se para y el Negro se aleja, moviendo la cola, desapareciendo detrás de la casa. El Chiquito se queda inmóvil, mirando fijo el aire, la cabeza alzada, las orejas verticales y tensas, la cola arqueada hacia arriba, como si estuviese invadido por un recuerdo más que por un pensamiento. En el suelo por el que camina Wenceslao no crece una sola mata de pasto y es tan duro que las alpargatas no dejan en él ninguna huella. Apenas si en algunas porciones del patio delantero la tierra parece más floja —los lugares menos transitados—, liberando una capa delgada de arena cuyos cristalitos producen un brillo seco. Todo alrededor del patio —separado del resto de la isla por un alambrado— crecen los árboles que nadie plantó nunca, los algarrobos, los espinillos y los ceibos y los sauces, los yuyos de sapo, las amapolas salvajes y las verbenas del campo y las manzanillas y las plantas venenosas. Pero desde la puerta de alambre que separa el patio del campo, una puertita que tiene la altura del alambrado —un poco más de un metro— arranca el sendero angosto de tierra arenosa en el que los pies dejan una huella profunda y que se ensancha al llegar a la playa amarilla que bordea el río. En el patio no hay nada más que el frente del rancho, árido y débil como un telón pintado, el paraíso y “la mesa”, y Wenceslao deja de avanzar hacia el paraíso y “la mesa” y rascándose la coronilla de la cabeza veteada de gris se da vuelta y se dirige a la parte trasera de la casa pasando por entre el rancho y la cocina, a través de un espacio abierto entre los dos y cubierto por una angosta techumbre de troncos y pajabrava que ellos llaman “la galería”. El Chiquito se ha echado en el suelo enroscándose en sí mismo, dormitando, como si el recuerdo del que ha estado haciendo memoria hubiese parecido tan digno de atención que solamente desentendiéndose del cuerpo y de gran parte de la mente podría aprehenderlo a fondo. Antes de acabar de verlo, pasando junto a él y después bajo la galería, Wenceslao ve otra vez al Negro, que hurga y humea un tarro lleno de restos de pescado crudo que huele a podrido. El tarro está en la parte trasera, contra la esquina del rancho. Wenceslao tira una patada suave que el perro esquiva sin asustarse, haciéndose rápido a un lado y volviendo a hurgar el tarro con el hocico y la pata, inclinándolo hasta casi volcarlo. Wenceslao está ya en el patio trasero, al que ellos le dicen “atrás”. El patio delantero es “adelante”. “Atrás” hay naranjos, mandarinos y limoneros plantados a tresbolillo, y paraísos y una higuera, y debajo de uno de los paraísos una chocita endeble que es el excusado. Sostenida por travesaños y puntales de madera, una parra cargada de hojas y de racimos que ya negrean forma una techumbre apretada, adherida a todo lo largo de la pared trasera del rancho. Hay tantos árboles que desde el fondo del patio el rancho apenas si se vería. Durante treinta años Wenceslao ha trabajado esa tierra con sus propias manos, ha cuidado los árboles, podándolos y curándolos de plagas y enfermedades, ha orientado paciente la parra con puntales y travesaños para que forme cada verano esa techumbre entretejida de hojas y racimos, ha levantado los ranchos y eso a lo que le dicen la galería, y sin embargo, seis años atrás, cuando él murió, durante por lo menos dos años la tierra que Wenceslao ha ganado a ese ejército sin origen de ceibos y de sauces y de espinillos y de verbenas del campo, estuvo visitada por arañas y por víboras y se llenó de plantas venenosas.

Amanece

y ya está con los ojos abiertos

Se ha levantado y se ha vestido y ha estado jugando un momento con los perros y ahora orina en el excusado, con la puerta abierta.

Ella viene desde el interior del rancho. Wenceslao oye cómo abre y cierra la puerta y el bisbiseo de sus chancletas arrastrándose por el piso duro de tierra va haciéndose cada vez más próximo y nítido. Cuando sale del excusado, abrochándose la bragueta, la ve doblar la esquina del rancho y dirigirse hacia él bajo la parra. Tiene puesto el batón negro descolorido y escotado que le llega hasta más abajo de las rodillas, y camina con lentitud sobrellevando ese aire peculiar de modorra y distracción que tienen las personas que han dormido demasiado bien o no han dormido en absoluto.

 

 



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