lunes, 31 de enero de 2022

La voluptuosidad de la sangre

La leyenda de la condesa húngara Erzsébet Báthory (1560-1614) ha generado cualquier cantidad de referencias en la cultura popular y en el arte. La imagen de la noble bañándose en la sangre de sus sirvientas sacrificadas para preservar su belleza sigue llamando la atención de cualquier persona que se acerca a una historia que, sobra decir, se mueve entre los hechos históricos y el mito. Descendiente, según algunos estudiosos, de Vlad Tepes, el famoso empalador, la figura de Báthory se mueve en escenarios que nos fascinan: castillos rodeados por bosques crepusculares; nobles recluidos en habitaciones misteriosas; ceremonias paganas y una región de Europa que, aún en la época actual, conserva la tensión propia de un lugar disputado en innumerables batallas y cruce entre Occidente y Oriente.    

Valentine Penrose (1898-1978), artista multidisciplinaria vinculada al surrealismo, se acercó a la biografía de Báthory en La condesa sangrienta, publicada en 1962. En la cuarta de forros de Perla Ediciones, que trajo el libro al público el año pasado, se dice que estamos ante un poema en prosa. Es cierto: el lenguaje es un personaje central, pero siempre está al servicio de la historia. Más bien, la prosa de Penrose busca construir una atmósfera y, para ello, echa mano de una gran cantidad de recursos. En primer lugar tenemos una reconstrucción minuciosa de los hechos históricos obtenidos de las fuentes más acreditadas, en especial la famosa monografía del padre jesuita Laszló Turóczi quien, en 1744, recogió las bases de la leyenda, incluidos los documentos del tribunal que enjuició a la condesa y la condenó a un exilio perpetuo en la torre de su castillo. Justamente, en la introducción, se hace una prolija genealogía de los archivos y la suerte que corrieron a través de los siglos.

La otra parte, que está en continua tensión con el espíritu documental del libro, es precisamente la vocación literaria. Penrose sigue los pasos de la condesa y llena aquellos huecos que no aparecen en los papeles. El uso del narrador omnisciente le permite explorar lo que pudo haber pensado Báthory pero, sobre todo, otorga al personaje una dimensión mítica cuya raíz explora las diferentes caras de lo diabólico. Cada uno de los pasajes que ofrece Penrose están dedicados a la imagen sin sacrificar las acciones que llevarán a la protagonista a una espiral de decadencia. En muchos momentos descubrimos que estamos inmersos en un ejercicio de voyerismo no exento de culpa. Curiosamente la leyenda por la cual es más conocida la condesa –beber o bañarse en la sangre de las mujeres sacrificadas– no tiene tanto peso en el libro. Especializada en el arte de la tortura, la condesa experimentaba diferentes mecanismos para provocar dolor antes de la muerte irremediable. Aldeanas preferentemente jóvenes desaparecían de un día a otro y sus familiares tenían suerte si encontraban sus cuerpos.

No es gratuito que Valentine Penrose se haya interesado en la condesa sangrienta. Los surrealistas rescataron al Marqués de Sade –olvidado por largos años– para criticar lo civilizado y tomar partido por la provocación y el instinto. El sadismo implica llegar al éxtasis a través del sufrimiento del otro. De esta manera, la revelación se transforma en una religión cuyo centro es el sacrificio. A pesar del contexto que le dieron los surrealistas al personaje de la asesina, la historia tiene otra lectura aún más estremecedora: la clase noble, quizás sujeta a cualquier tipo de enfermedades mentales o, simplemente, fastidiada por el aburrimiento en castillos solitarios, sobre todo en épocas en las que no había guerra, daban rienda suelta a sus diversiones más macabras con la gente del pueblo. Los siervos no sólo mantenían con su trabajo a esa casta impredecible y caprichosa, sino que se jugaban la vida todos los días ya que, en cualquier momento, podían ser secuestrados para servir de conejillos de indias de sus amos.

En el prólogo de La condesa sangrienta María Negroni plantea una interesante imagen que resume la historia de Báthory y la aproximación que hace Penrose: el sacrificio como cimiento de una construcción retorcida y al borde de la locura. El mundo subterráneo –ámbito perteneciente a las víctimas– es fundamento del boato que se presume en los salones y habitaciones de los poderosos.

Valentine Penrose, La condesa sangrienta, prólogo de María Negroni, traducción del francés de María Teresa Gallego y María Isabel Reverte, Perla Ediciones, Ciudad de México, 2021

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La voluptuosidad de la sangre

La leyenda de la condesa húngara Erzsébet Báthory (1560-1614) ha generado cualquier cantidad de referencias en la cultura popular y en el arte. La imagen de la noble bañándose en la sangre de sus sirvientas sacrificadas para preservar su belleza sigue llamando la atención de cualquier persona que se acerca a una historia que, sobra decir, se mueve entre los hechos históricos y el mito. Descendiente, según algunos estudiosos, de Vlad Tepes, el famoso empalador, la figura de Báthory se mueve en escenarios que nos fascinan: castillos rodeados por bosques crepusculares; nobles recluidos en habitaciones misteriosas; ceremonias paganas y una región de Europa que, aún en la época actual, conserva la tensión propia de un lugar disputado en innumerables batallas y cruce entre Occidente y Oriente.    

Valentine Penrose (1898-1978), artista multidisciplinaria vinculada al surrealismo, se acercó a la biografía de Báthory en La condesa sangrienta, publicada en 1962. En la cuarta de forros de Perla Ediciones, que trajo el libro al público el año pasado, se dice que estamos ante un poema en prosa. Es cierto: el lenguaje es un personaje central, pero siempre está al servicio de la historia. Más bien, la prosa de Penrose busca construir una atmósfera y, para ello, echa mano de una gran cantidad de recursos. En primer lugar tenemos una reconstrucción minuciosa de los hechos históricos obtenidos de las fuentes más acreditadas, en especial la famosa monografía del padre jesuita Laszló Turóczi quien, en 1744, recogió las bases de la leyenda, incluidos los documentos del tribunal que enjuició a la condesa y la condenó a un exilio perpetuo en la torre de su castillo. Justamente, en la introducción, se hace una prolija genealogía de los archivos y la suerte que corrieron a través de los siglos.

La otra parte, que está en continua tensión con el espíritu documental del libro, es precisamente la vocación literaria. Penrose sigue los pasos de la condesa y llena aquellos huecos que no aparecen en los papeles. El uso del narrador omnisciente le permite explorar lo que pudo haber pensado Báthory pero, sobre todo, otorga al personaje una dimensión mítica cuya raíz explora las diferentes caras de lo diabólico. Cada uno de los pasajes que ofrece Penrose están dedicados a la imagen sin sacrificar las acciones que llevarán a la protagonista a una espiral de decadencia. En muchos momentos descubrimos que estamos inmersos en un ejercicio de voyerismo no exento de culpa. Curiosamente la leyenda por la cual es más conocida la condesa –beber o bañarse en la sangre de las mujeres sacrificadas– no tiene tanto peso en el libro. Especializada en el arte de la tortura, la condesa experimentaba diferentes mecanismos para provocar dolor antes de la muerte irremediable. Aldeanas preferentemente jóvenes desaparecían de un día a otro y sus familiares tenían suerte si encontraban sus cuerpos.

No es gratuito que Valentine Penrose se haya interesado en la condesa sangrienta. Los surrealistas rescataron al Marqués de Sade –olvidado por largos años– para criticar lo civilizado y tomar partido por la provocación y el instinto. El sadismo implica llegar al éxtasis a través del sufrimiento del otro. De esta manera, la revelación se transforma en una religión cuyo centro es el sacrificio. A pesar del contexto que le dieron los surrealistas al personaje de la asesina, la historia tiene otra lectura aún más estremecedora: la clase noble, quizás sujeta a cualquier tipo de enfermedades mentales o, simplemente, fastidiada por el aburrimiento en castillos solitarios, sobre todo en épocas en las que no había guerra, daban rienda suelta a sus diversiones más macabras con la gente del pueblo. Los siervos no sólo mantenían con su trabajo a esa casta impredecible y caprichosa, sino que se jugaban la vida todos los días ya que, en cualquier momento, podían ser secuestrados para servir de conejillos de indias de sus amos.

En el prólogo de La condesa sangrienta María Negroni plantea una interesante imagen que resume la historia de Báthory y la aproximación que hace Penrose: el sacrificio como cimiento de una construcción retorcida y al borde de la locura. El mundo subterráneo –ámbito perteneciente a las víctimas– es fundamento del boato que se presume en los salones y habitaciones de los poderosos.

Valentine Penrose, La condesa sangrienta, prólogo de María Negroni, traducción del francés de María Teresa Gallego y María Isabel Reverte, Perla Ediciones, Ciudad de México, 2021

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jueves, 27 de enero de 2022

El problema con Woody Allen

La primera película de Woody Allen que vi en mi vida fue Los enredos de Harry (1997). Yo trabajaba en Blockbuster (así de noventero puedo llegar a ser) y parte de mi salario consistía en poder rentar cinco pelis gratis por semana. Es importante mencionar que no existía Netflix. Allen estaba en la sección de Cine de Arte. Me pareció impresionante. La escena en la que todos los personajes se reúnen para aplaudirle a su escritor-creador me dejó muy entusiasmado. Vi todas las cintas de Allen que teníamos en esa sucursal e incluso pagué por ver las que tenían en otros clubes de videorrenta. Años después acudí a la digna piratería de DVDs en bolsas de plástico y fotocopias de portada afuera de la Cineteca o en Metro Pino Suárez.

Recuerdo cuando fui a ver Pícaros ladrones (2000) al ahora extinto Cinemex WTC. Sólo estábamos un señor y yo, además de sus nietos, que meneaban la pantalla sobre la que se proyectaba la peli, gritando y corriendo durante toda la función. Esta anécdota me encanta porque ilustra cómo nadie veía el cine de Woody Allen en aquel entonces. Había una opinión unánime de que todas sus películas son iguales y nomás se la pasa burlándose de los judíos. Allen es un director que siempre ha provocado repelús. Se decía, en aquellos tiempos también, que los gringos lo odian pero a los franceses les encanta y por eso sigue haciendo pelis.

Muchos años después me di cuenta de que Los enredos de Harry no era sino un homenaje o fusil o copia de Fresas salvajes. Digámoslo mejor: una versión allenesca. Lo mismo me pasó con El gran amante (1999) y La strada, con Días de radio (1987) y Amarcord, con Comedia sexual de una noche de verano y… vaya, todo el cine de Woody Allen padece del mal de los gringos: apoderarse de la belleza mundial adaptándola a sus fines y cuentas bancarias. Esta circunstancia no medró mi cariño por el director neoyorquino. Por el contrario, siempre he pensado que su cine lleva tácitamente al descubrimiento de otros cineastas. Allen arroja su ancla y uno acaba viendo a Bergman, a Fellini, a los dulces franceses, a Hitchcock. El cine de Allen se divide en perfectas etapas. La fama mediática que consiguió a inicios de siglo con La provocación (2005) y Vicky Cristina Barcelona (2008) se vio opacada por los escándalos y juicios respecto a su vida personal. No es el tema de este texto.

Hay en cartelera ahora mismo una película nueva de Woody Allen. Juro que no lo sabía. Me tomó por sorpresa. Han sido años duros de gitana pandemia y el regreso a ver cine en las salas está entre lo insensato y lo necio. Rifkin’s Festival (2020) es una película horrenda, aburrida y caduca. Da la sensación de que hubiera sido mejor no filmarla, de que es una película de despedida, pero ¿de qué? (Toda creación artística es de por sí un ¡áhi nos vidrios!) Los recursos, la comedia, los personajes… todo en esta película es tan soso como el bobo segundo título que le pusieron para su distribución en México (Un romance equivocado, en el lugar adecuado).

El problema con Rifkin’s Festival es que Woody Allen filma parodias de películas que lleva años robando o versionando o imitando u homenajeando. Que cada quién se haga bolas. Recrea escenas inmortales de , de El séptimo sello y de Persona, pero de la forma más chafa y manipulada. Mete a los personajes de su película inerme en fragmentos sólidos de Historia del Cine. Lo repito: Allen lleva años imitando a grandes cineastas, y en esta última película de plano filmó pastiches del cine que lo formó como creador. Agh. Hay en esto una altísima traición, un chiste que posiblemente se veía bien en el guion e hizo reír a los productores. Yo, que crecí aceptando el cine de Allen, quedé petrificado.

Allen ya no es Allen, o precisamente el problema es que siga siéndolo. El día que no lo dejen filmar una película se nos muere. Ya es insostenible la idea de hacer una película al año. Qué héroe, por lo demás. (Pese a todo, en esta última etapa ha entregado tres obras maestras: El hombre irracional [2015], Los inquebrantables [2007] y la primorosa La rueda de la maravilla [2017].) El cine de Woody Allen me reconfortó durante muchas etapas de mi vida. Muchas. Estoy convencido de que generaciones de seres humanos que aún no tienen rostro ni ojos ni cerebro lo descubrirán en un futuro y no podrán sino asombrarse, ver las cintas con una sonrisa (aún inexistente). La rosa púrpura del Cairo (1985), Zelig (1983), Poderosa Afrodita (1995), Balas sobre Broadway (1994). Cine hermoso, divertido y que hace feliz.

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El problema con Woody Allen

La primera película de Woody Allen que vi en mi vida fue Los enredos de Harry (1997). Yo trabajaba en Blockbuster (así de noventero puedo llegar a ser) y parte de mi salario consistía en poder rentar cinco pelis gratis por semana. Es importante mencionar que no existía Netflix. Allen estaba en la sección de Cine de Arte. Me pareció impresionante. La escena en la que todos los personajes se reúnen para aplaudirle a su escritor-creador me dejó muy entusiasmado. Vi todas las cintas de Allen que teníamos en esa sucursal e incluso pagué por ver las que tenían en otros clubes de videorrenta. Años después acudí a la digna piratería de DVDs en bolsas de plástico y fotocopias de portada afuera de la Cineteca o en Metro Pino Suárez.

Recuerdo cuando fui a ver Pícaros ladrones (2000) al ahora extinto Cinemex WTC. Sólo estábamos un señor y yo, además de sus nietos, que meneaban la pantalla sobre la que se proyectaba la peli, gritando y corriendo durante toda la función. Esta anécdota me encanta porque ilustra cómo nadie veía el cine de Woody Allen en aquel entonces. Había una opinión unánime de que todas sus películas son iguales y nomás se la pasa burlándose de los judíos. Allen es un director que siempre ha provocado repelús. Se decía, en aquellos tiempos también, que los gringos lo odian pero a los franceses les encanta y por eso sigue haciendo pelis.

Muchos años después me di cuenta de que Los enredos de Harry no era sino un homenaje o fusil o copia de Fresas salvajes. Digámoslo mejor: una versión allenesca. Lo mismo me pasó con El gran amante (1999) y La strada, con Días de radio (1987) y Amarcord, con Comedia sexual de una noche de verano y… vaya, todo el cine de Woody Allen padece del mal de los gringos: apoderarse de la belleza mundial adaptándola a sus fines y cuentas bancarias. Esta circunstancia no medró mi cariño por el director neoyorquino. Por el contrario, siempre he pensado que su cine lleva tácitamente al descubrimiento de otros cineastas. Allen arroja su ancla y uno acaba viendo a Bergman, a Fellini, a los dulces franceses, a Hitchcock. El cine de Allen se divide en perfectas etapas. La fama mediática que consiguió a inicios de siglo con La provocación (2005) y Vicky Cristina Barcelona (2008) se vio opacada por los escándalos y juicios respecto a su vida personal. No es el tema de este texto.

Hay en cartelera ahora mismo una película nueva de Woody Allen. Juro que no lo sabía. Me tomó por sorpresa. Han sido años duros de gitana pandemia y el regreso a ver cine en las salas está entre lo insensato y lo necio. Rifkin’s Festival (2020) es una película horrenda, aburrida y caduca. Da la sensación de que hubiera sido mejor no filmarla, de que es una película de despedida, pero ¿de qué? (Toda creación artística es de por sí un ¡áhi nos vidrios!) Los recursos, la comedia, los personajes… todo en esta película es tan soso como el bobo segundo título que le pusieron para su distribución en México (Un romance equivocado, en el lugar adecuado).

El problema con Rifkin’s Festival es que Woody Allen filma parodias de películas que lleva años robando o versionando o imitando u homenajeando. Que cada quién se haga bolas. Recrea escenas inmortales de , de El séptimo sello y de Persona, pero de la forma más chafa y manipulada. Mete a los personajes de su película inerme en fragmentos sólidos de Historia del Cine. Lo repito: Allen lleva años imitando a grandes cineastas, y en esta última película de plano filmó pastiches del cine que lo formó como creador. Agh. Hay en esto una altísima traición, un chiste que posiblemente se veía bien en el guion e hizo reír a los productores. Yo, que crecí aceptando el cine de Allen, quedé petrificado.

Allen ya no es Allen, o precisamente el problema es que siga siéndolo. El día que no lo dejen filmar una película se nos muere. Ya es insostenible la idea de hacer una película al año. Qué héroe, por lo demás. (Pese a todo, en esta última etapa ha entregado tres obras maestras: El hombre irracional [2015], Los inquebrantables [2007] y la primorosa La rueda de la maravilla [2017].) El cine de Woody Allen me reconfortó durante muchas etapas de mi vida. Muchas. Estoy convencido de que generaciones de seres humanos que aún no tienen rostro ni ojos ni cerebro lo descubrirán en un futuro y no podrán sino asombrarse, ver las cintas con una sonrisa (aún inexistente). La rosa púrpura del Cairo (1985), Zelig (1983), Poderosa Afrodita (1995), Balas sobre Broadway (1994). Cine hermoso, divertido y que hace feliz.

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miércoles, 26 de enero de 2022

Nostalgia de las cosas

Ante la sobreabundancia de información, estamos inmersos en el duelo por las cosas. Por los objetos físicos, concretamente. De eso va el nuevo libro de Byung-Chul Han, No-cosas. Quiebras del mundo de hoy (2021; Taurus). Uno lee al filósofo surcoreano a la vez con curiosidad y sospecha: tiene intuiciones poderosas, pero sus reflexiones, cuando no son aplicaciones de Heidegger o Foucault a problemas que la modernidad apenas vislumbró, poseen un tufillo moral, incluso religioso. No desconoce la tradición marxista, pero en su obra el capitalismo es más una maquinaria simbólica que un sistema socioeconómico. Han sólo (no pun intended) sabe que las cosas, los objetos a los que otorgamos un significado, están cediendo su lugar a la información. Y sin embargo…

Que hay una nostalgia por la materialidad lo sabe, antes que nadie, el mercado. Lo que el consumidor contemporáneo extraña es, para usar el título de otro libro de Han, el aroma del tiempo. Volvieron los vinilos y los tornamesas, la ropa de segunda mano gana terreno, los libros de papel superaron la amenaza del e-book… El diseño de interiores contemporáneo es sintomático de esta tendencia: en este siglo se abandonaron la abstracción y el plástico y volvieron la madera y la piedra, la iluminación cálida y las piezas “recuperadas”. El vértigo que produce la aceleración sin rumbo del régimen comunicativo es contrarrestado con superficies táctiles y formas que remiten al pasado, ya que el presente es fugitivo y el futuro es algo en lo que no vale la pena pensar (para eso está el cine de catástrofes).

¿Pasamos de vituperar el fetichismo de la mercancía y la sociedad de consumo al aprecio agonista por las cosas? Han termina No-cosas con una auténtica carta de amor a su rocola, en una especie de versión erótica del Ensayo sobre el jukebox de Peter Handke a la que le hubiera venido bien una dosis de perversidad ballardiana. Lo que no hay en su libro –y extraña por el potencial debate entre heideggerianos– son indicios de que se haya propuesto contrastar sus ideas con las de la ontología orientada a objetos, para la cual éstos pueden no ser físicos o incluso ser ficcionales. A Byung-Chul Han no le interesa revisar a Graham Harman sino convencernos de que una imagen digital “rompe la relación mágica que conecta el objeto con la fotografía a través de la luz”. De ahí a condenar el sexo sin amor hay una distancia corta.

No-cosas se propone articular, y ésta es su mayor virtud, dos crisis de nuestro tiempo: la de la temporalidad y la de la habitabilidad. Por un lado, la indistinción cada vez más marcada entre ritmo productivo y ritmo de vida; por otro, la creciente incapacidad de volver familiares los espacios, de demorarse en ellos para hacerlos propios. Pero, a diferencia de Hartmut Rosa, que postula la resonancia como antídoto, Byung-Chul Han parece elegir la nostalgia, y con ello pierde la oportunidad de aportar algo más que una proclama ética a una discusión pertinente. ¿No será que en realidad necesitamos una teoría de los objetos digitales, con los que convivimos de forma cada vez más intensa? ¿No hay nada que decir sobre el giro hacia la producción inmaterial del capitalismo contemporáneo, en buena medida responsable del proceso de informatización? ¿De qué son síntoma los NFTs y las nuevas formas de propiedad?

Nuestro modelo económico y productivo nos ha puesto en una encrucijada que, de no resolverse, podría resultar en la inviabilidad de la vida en la Tierra, y no parece que las cualidades lumínicas y sonoras de la rocola vayan a ser de mucha utilidad. Hace tiempo que el capital nos declaró la guerra e inició una ofensiva para la privatización del común y la producción de subjetividades ajustadas a ese modelo. Ni el recogimiento ni el cuidado del jardín, opciones al alcance de una minoría, pueden distraernos de la amenaza que tenemos enfrente. Por bienintencionado que sea, el peligro mayor del cariño nostálgico por los objetos no es el fetichismo, sino que pasemos de usarlos a sacralizarlos.

En ese sentido, Sara Ahmed abre caminos de pensamiento más fructíferos en ¿Para qué sirve? Sobre los usos del uso (2019; Bellaterra), donde plantea una aproximación queer a las cosas: que las usen personas para las que no estaban destinadas, que se usen de un modo para el que no fueron diseñadas. Vamos, un mundo de readymades. Pero pensemos también en la autonomía de los objetos, en su independencia de nuestra percepción y nuestra melancolía. A partir de ahí podríamos cambiar nuestra forma de relacionarnos con el entorno. Una discreta esperanza.

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Nostalgia de las cosas

Ante la sobreabundancia de información, estamos inmersos en el duelo por las cosas. Por los objetos físicos, concretamente. De eso va el nuevo libro de Byung-Chul Han, No-cosas. Quiebras del mundo de hoy (2021; Taurus). Uno lee al filósofo surcoreano a la vez con curiosidad y sospecha: tiene intuiciones poderosas, pero sus reflexiones, cuando no son aplicaciones de Heidegger o Foucault a problemas que la modernidad apenas vislumbró, poseen un tufillo moral, incluso religioso. No desconoce la tradición marxista, pero en su obra el capitalismo es más una maquinaria simbólica que un sistema socioeconómico. Han sólo (no pun intended) sabe que las cosas, los objetos a los que otorgamos un significado, están cediendo su lugar a la información. Y sin embargo…

Que hay una nostalgia por la materialidad lo sabe, antes que nadie, el mercado. Lo que el consumidor contemporáneo extraña es, para usar el título de otro libro de Han, el aroma del tiempo. Volvieron los vinilos y los tornamesas, la ropa de segunda mano gana terreno, los libros de papel superaron la amenaza del e-book… El diseño de interiores contemporáneo es sintomático de esta tendencia: en este siglo se abandonaron la abstracción y el plástico y volvieron la madera y la piedra, la iluminación cálida y las piezas “recuperadas”. El vértigo que produce la aceleración sin rumbo del régimen comunicativo es contrarrestado con superficies táctiles y formas que remiten al pasado, ya que el presente es fugitivo y el futuro es algo en lo que no vale la pena pensar (para eso está el cine de catástrofes).

¿Pasamos de vituperar el fetichismo de la mercancía y la sociedad de consumo al aprecio agonista por las cosas? Han termina No-cosas con una auténtica carta de amor a su rocola, en una especie de versión erótica del Ensayo sobre el jukebox de Peter Handke a la que le hubiera venido bien una dosis de perversidad ballardiana. Lo que no hay en su libro –y extraña por el potencial debate entre heideggerianos– son indicios de que se haya propuesto contrastar sus ideas con las de la ontología orientada a objetos, para la cual éstos pueden no ser físicos o incluso ser ficcionales. A Byung-Chul Han no le interesa revisar a Graham Harman sino convencernos de que una imagen digital “rompe la relación mágica que conecta el objeto con la fotografía a través de la luz”. De ahí a condenar el sexo sin amor hay una distancia corta.

No-cosas se propone articular, y ésta es su mayor virtud, dos crisis de nuestro tiempo: la de la temporalidad y la de la habitabilidad. Por un lado, la indistinción cada vez más marcada entre ritmo productivo y ritmo de vida; por otro, la creciente incapacidad de volver familiares los espacios, de demorarse en ellos para hacerlos propios. Pero, a diferencia de Hartmut Rosa, que postula la resonancia como antídoto, Byung-Chul Han parece elegir la nostalgia, y con ello pierde la oportunidad de aportar algo más que una proclama ética a una discusión pertinente. ¿No será que en realidad necesitamos una teoría de los objetos digitales, con los que convivimos de forma cada vez más intensa? ¿No hay nada que decir sobre el giro hacia la producción inmaterial del capitalismo contemporáneo, en buena medida responsable del proceso de informatización? ¿De qué son síntoma los NFTs y las nuevas formas de propiedad?

Nuestro modelo económico y productivo nos ha puesto en una encrucijada que, de no resolverse, podría resultar en la inviabilidad de la vida en la Tierra, y no parece que las cualidades lumínicas y sonoras de la rocola vayan a ser de mucha utilidad. Hace tiempo que el capital nos declaró la guerra e inició una ofensiva para la privatización del común y la producción de subjetividades ajustadas a ese modelo. Ni el recogimiento ni el cuidado del jardín, opciones al alcance de una minoría, pueden distraernos de la amenaza que tenemos enfrente. Por bienintencionado que sea, el peligro mayor del cariño nostálgico por los objetos no es el fetichismo, sino que pasemos de usarlos a sacralizarlos.

En ese sentido, Sara Ahmed abre caminos de pensamiento más fructíferos en ¿Para qué sirve? Sobre los usos del uso (2019; Bellaterra), donde plantea una aproximación queer a las cosas: que las usen personas para las que no estaban destinadas, que se usen de un modo para el que no fueron diseñadas. Vamos, un mundo de readymades. Pero pensemos también en la autonomía de los objetos, en su independencia de nuestra percepción y nuestra melancolía. A partir de ahí podríamos cambiar nuestra forma de relacionarnos con el entorno. Una discreta esperanza.

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lunes, 24 de enero de 2022

Derivas terrestres de Fernando Zarur

En uno de mis cuentos supongo un desplazamiento humano que se resguarda de la hecatombe. Se trata de un grupo que expulsa toda forma de vida a viejos sitios desocupados, al tiempo que deshabilita los nuevos lugares silvestres y salvajes. “Alguien estará para habitar la catástrofe”, se sugiere todo el tiempo en la narración mientras otras biologías se reorganizan desde las ruinas. En el relato alguien registra las formas de mutualismo que brotan y tratan de seguir el ritmo a una nueva actualización de mitos sobre los bosques y las piedras. En las narrativas especulativas del fin del mundo es constante anhelar flujos que imiten a los líquenes, aquella lava verde diseñada con algas y hongos conocida por alentar ciclos.

El agotamiento que nuestros sistemas de producción representan para los ritmos planetarios explica múltiples fenómenos que amenazan la vida en la Tierra. Sin arrojarse sobre los cataclismos o las ideas sustentables, Fernando Zarur manifiesta el riesgo de perder los ensamblajes de la naturaleza, aquellos de diseño e inteligencia particular alentados por un ritmo multiespecie de acciones y reacciones. En Insurrección de la naturaleza, a la vista en la Galería Fernando Cano de la Universidad Autónoma del Estado de México, el artista introduce las estrías entre lo que resiste y se pudre para presagiar nuevos estomas e insurgencias.

Con una sucesión de metabolismos, Zarur plantea un aparente idilio natural que comparte lengua y sitúa en un mismo momento a distintos sistemas vivos que no andan en nombre de la fragilidad de las ecologías sino que urden una transición en defensa propia. Ante los comportamientos de una humanidad recalcitrante, esta muestra implica dos lecturas: una futura y otra impostergable. Ambas transgreden su residencia en la erosión presente del entorno cuando reconsideran el extravío radical del hogar, resultado de la grave incomprensión de corte instrumentalista que entiende al entorno natural como telón de fondo, que afirma el dominio de la imagen e insiste en que la humanidad puede adueñarse, ocupar o agotar la tierra.

Fernando Zarur

Fernando Zarur, de la serie Insurrección de la naturaleza

Lo impostergable comparte la visión de Donna J. Haraway y Anna Tsing, ya que desde los fragmentados sistemas de opresión, dominación e invasión que capturaron a la naturaleza como terreno de producción y competencia, propone reinventar las relaciones humanas con la naturaleza al imaginarlas genuinamente sociales y activamente relacionales. La pintura reacciona a las prácticas comunitarias donde el agotamiento del mundo es tan constante que es irremediable para cada elemento. Fernando Zarur reflexiona sobre el despojo de recursos al norte del Estado de México, el tiempo suspendido por el descuido y el olvido gubernamental; así, postula que lo natural vive en igualdad de condiciones con el resto de las especies, que cada movimiento afecta a todos y las amenazas son compartidas.

El artista está interesado tanto en los frutos como en lo que parece un residuo del bosque, ensaya el momento en que lo natural negocia sus respiraciones con el entorno, momento en que la espera y los temporales no pueden silenciarse. En esta suspensión de espacio y tiempo, por olvido o negligencia, ocurre una alianza entre las especies. La pintura cultiva las relaciones de las comunidades animales y los conjuntos vegetales para que ahí emerja la profecía de una nueva posibilidad: otro espacio social natural. Con todo esto pasando, y a través de fluctuaciones insistentes de contornos imprecisos, la serie que se expone en la galería del Edificio de Rectoría de la UAEMéx, en Toluca, hasta finales de febrero, manifiesta las biopolíticas que mutaron a oportunidad de conservación.

Fernando Zarur

Fernando Zarur, de la serie Insurrección de la naturaleza

El resultado pictórico es que no existe tratamiento privilegiado. La pintura como entorno natural no admite punto que no sea afectado por otro, pues acumula, libera y congrega reacciones simultáneas. Charco, animal, agave, insecto y humanidad asimilan el abandono de igual forma, la gobernabilidad empobrecida les cruza de tajo, la humedad los alienta a crecer y los sistemas de destrucción los vuelven indeterminados. Los linderos entre especies se presionan, migran y reparten mediante texturas pactadas. Algunas de estas mudanzas promueven la sensación de estar frente a la catástrofe, pero les cruza un brillo radioactivo que impulsa la ambigüedad de una esperanza; ahí donde late una urdimbre que promueve nuevas interpretaciones.

Lo que se presenta en Insurrección de la naturaleza se escabulle entre los primeros y los últimos encuentros de la humanidad en el espacio abierto. El entorno natural acusa las marcas de violencia y constantemente nos cuestiona si estamos frente a sobrevivientes o ante los primeros indicios de vida terrícola, aquellas pequeñas organizaciones celulares que conformaron otras existencias como resultado de ser resistiendo y de hacerlo en conjunto. La obra también incluye la perspectiva de otras especies: tenemos narraciones desde el ojo de un cacomixtle que pasa la tarde cambiando de residencia entre árboles y relatos que parecen pertenecer a un renacuajo que, esperando a ras de un charco, tiene la certeza de que las líneas en el revés de una hoja son ineludibles a toda puesta de Sol, estrella que no le parece semejante a un círculo brillante. Fabulaciones especulativas que nos recuerdan que como lengua futura y multiespecie, la naturaleza recela de nuestra mirada y se descubre cada tanto pensando en los ojos de un insecto.

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Derivas terrestres de Fernando Zarur

En uno de mis cuentos supongo un desplazamiento humano que se resguarda de la hecatombe. Se trata de un grupo que expulsa toda forma de vida a viejos sitios desocupados, al tiempo que deshabilita los nuevos lugares silvestres y salvajes. “Alguien estará para habitar la catástrofe”, se sugiere todo el tiempo en la narración mientras otras biologías se reorganizan desde las ruinas. En el relato alguien registra las formas de mutualismo que brotan y tratan de seguir el ritmo a una nueva actualización de mitos sobre los bosques y las piedras. En las narrativas especulativas del fin del mundo es constante anhelar flujos que imiten a los líquenes, aquella lava verde diseñada con algas y hongos conocida por alentar ciclos.

El agotamiento que nuestros sistemas de producción representan para los ritmos planetarios explica múltiples fenómenos que amenazan la vida en la Tierra. Sin arrojarse sobre los cataclismos o las ideas sustentables, Fernando Zarur manifiesta el riesgo de perder los ensamblajes de la naturaleza, aquellos de diseño e inteligencia particular alentados por un ritmo multiespecie de acciones y reacciones. En Insurrección de la naturaleza, a la vista en la Galería Fernando Cano de la Universidad Autónoma del Estado de México, el artista introduce las estrías entre lo que resiste y se pudre para presagiar nuevos estomas e insurgencias.

Con una sucesión de metabolismos, Zarur plantea un aparente idilio natural que comparte lengua y sitúa en un mismo momento a distintos sistemas vivos que no andan en nombre de la fragilidad de las ecologías sino que urden una transición en defensa propia. Ante los comportamientos de una humanidad recalcitrante, esta muestra implica dos lecturas: una futura y otra impostergable. Ambas transgreden su residencia en la erosión presente del entorno cuando reconsideran el extravío radical del hogar, resultado de la grave incomprensión de corte instrumentalista que entiende al entorno natural como telón de fondo, que afirma el dominio de la imagen e insiste en que la humanidad puede adueñarse, ocupar o agotar la tierra.

Fernando Zarur

Fernando Zarur, de la serie Insurrección de la naturaleza

Lo impostergable comparte la visión de Donna J. Haraway y Anna Tsing, ya que desde los fragmentados sistemas de opresión, dominación e invasión que capturaron a la naturaleza como terreno de producción y competencia, propone reinventar las relaciones humanas con la naturaleza al imaginarlas genuinamente sociales y activamente relacionales. La pintura reacciona a las prácticas comunitarias donde el agotamiento del mundo es tan constante que es irremediable para cada elemento. Fernando Zarur reflexiona sobre el despojo de recursos al norte del Estado de México, el tiempo suspendido por el descuido y el olvido gubernamental; así, postula que lo natural vive en igualdad de condiciones con el resto de las especies, que cada movimiento afecta a todos y las amenazas son compartidas.

El artista está interesado tanto en los frutos como en lo que parece un residuo del bosque, ensaya el momento en que lo natural negocia sus respiraciones con el entorno, momento en que la espera y los temporales no pueden silenciarse. En esta suspensión de espacio y tiempo, por olvido o negligencia, ocurre una alianza entre las especies. La pintura cultiva las relaciones de las comunidades animales y los conjuntos vegetales para que ahí emerja la profecía de una nueva posibilidad: otro espacio social natural. Con todo esto pasando, y a través de fluctuaciones insistentes de contornos imprecisos, la serie que se expone en la galería del Edificio de Rectoría de la UAEMéx, en Toluca, hasta finales de febrero, manifiesta las biopolíticas que mutaron a oportunidad de conservación.

Fernando Zarur

Fernando Zarur, de la serie Insurrección de la naturaleza

El resultado pictórico es que no existe tratamiento privilegiado. La pintura como entorno natural no admite punto que no sea afectado por otro, pues acumula, libera y congrega reacciones simultáneas. Charco, animal, agave, insecto y humanidad asimilan el abandono de igual forma, la gobernabilidad empobrecida les cruza de tajo, la humedad los alienta a crecer y los sistemas de destrucción los vuelven indeterminados. Los linderos entre especies se presionan, migran y reparten mediante texturas pactadas. Algunas de estas mudanzas promueven la sensación de estar frente a la catástrofe, pero les cruza un brillo radioactivo que impulsa la ambigüedad de una esperanza; ahí donde late una urdimbre que promueve nuevas interpretaciones.

Lo que se presenta en Insurrección de la naturaleza se escabulle entre los primeros y los últimos encuentros de la humanidad en el espacio abierto. El entorno natural acusa las marcas de violencia y constantemente nos cuestiona si estamos frente a sobrevivientes o ante los primeros indicios de vida terrícola, aquellas pequeñas organizaciones celulares que conformaron otras existencias como resultado de ser resistiendo y de hacerlo en conjunto. La obra también incluye la perspectiva de otras especies: tenemos narraciones desde el ojo de un cacomixtle que pasa la tarde cambiando de residencia entre árboles y relatos que parecen pertenecer a un renacuajo que, esperando a ras de un charco, tiene la certeza de que las líneas en el revés de una hoja son ineludibles a toda puesta de Sol, estrella que no le parece semejante a un círculo brillante. Fabulaciones especulativas que nos recuerdan que como lengua futura y multiespecie, la naturaleza recela de nuestra mirada y se descubre cada tanto pensando en los ojos de un insecto.

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viernes, 21 de enero de 2022

Arte y autonomía: Colectivo Cherani

Bajo el lema “Usos y costumbres, no partidos políticos”, la comunidad autónoma de Cherán, en Michoacán, es un laboratorio del futuro. El 15 de abril de 2011 la localidad purépecha se organizó en contra de la depredación de los talamontes asociados con el crimen organizado. Sus habitantes dieron la espalda a las negligentes autoridades estatales y comenzaron un proceso de autogestión. En Cherán cada barrio elige a sus representantes por tres años, sin mediación partidista, para luego someter las decisiones de gobierno al Consejo Mayor. La seguridad está en manos de la comunidad.

Este proceso político inventivo, de democracia directa, ha sido acompañado por un movimiento artístico que ya puede caracterizarse como renovador. Se trata de una tendencia plástica que, orientada a la pintura mural y de gran formato, “pone en cuestión los estereotipos que la cultura oficial suele atribuir a la producción de la diversidad étnica de nuestra región del globo y nos invita a los otros a entrenarnos en un cosmopolitismo verdadero”, escribe Cuauhtémoc Medina, curador de Uinapikua, pieza del Colectivo Cherani que se exhibe en el Ágora del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México hasta el 3 de julio.

Colectivo Cherani

Fragmento de Uinapikua, del Colectivo Cherani, en el Ágora del MUAC. Fotografía: Barry Domínguez

En febrero de 2019 el Salón ACME albergó una exposición que puede entenderse como precedente: con Michoacán como estado invitado, Noé Martínez seleccionó un conjunto de piezas de artistas de Cherán, una de las propuestas más destacadas de aquella semana del arte en la Ciudad de México. El Centro Cultural Clavijero de Morelia presentó en noviembre de ese mismo año Cherani: empoderamiento de la propia identidad. En ambas muestras pudo verse obra de Ariel Pañeda, Francisco Huaroco, Bethel Cucué, Alain Silva y Giovanni Fabián, los miembros del Colectivo Cherani que participaron en la pieza comisionada por el MUAC.

Uinapikua (fuerza, energía creadora, en purépecha) ensambla 75 paneles que manifiestan las tensiones entre historia, sociedad, cultura y política. El Colectivo Cherani tiene como centro de operaciones la Casa de la Cultura de Cherán, donde se discute y se pone en práctica la relación entre movimiento social y labor artística. El políptico conjunta así temáticas y técnicas, componiendo un mosaico de imágenes alegóricas. Sobre todo, la obra traza una línea abiertamente política: sobre el retrato del presidente de México puede leerse “No esperes sumisión”.

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Arte y autonomía: Colectivo Cherani

Bajo el lema “Usos y costumbres, no partidos políticos”, la comunidad autónoma de Cherán, en Michoacán, es un laboratorio del futuro. El 15 de abril de 2011 la localidad purépecha se organizó en contra de la depredación de los talamontes asociados con el crimen organizado. Sus habitantes dieron la espalda a las negligentes autoridades estatales y comenzaron un proceso de autogestión. En Cherán cada barrio elige a sus representantes por tres años, sin mediación partidista, para luego someter las decisiones de gobierno al Consejo Mayor. La seguridad está en manos de la comunidad.

Este proceso político inventivo, de democracia directa, ha sido acompañado por un movimiento artístico que ya puede caracterizarse como renovador. Se trata de una tendencia plástica que, orientada a la pintura mural y de gran formato, “pone en cuestión los estereotipos que la cultura oficial suele atribuir a la producción de la diversidad étnica de nuestra región del globo y nos invita a los otros a entrenarnos en un cosmopolitismo verdadero”, escribe Cuauhtémoc Medina, curador de Uinapikua, pieza del Colectivo Cherani que se exhibe en el Ágora del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México hasta el 3 de julio.

Colectivo Cherani

Fragmento de Uinapikua, del Colectivo Cherani, en el Ágora del MUAC. Fotografía: Barry Domínguez

En febrero de 2019 el Salón ACME albergó una exposición que puede entenderse como precedente: con Michoacán como estado invitado, Noé Martínez seleccionó un conjunto de piezas de artistas de Cherán, una de las propuestas más destacadas de aquella semana del arte en la Ciudad de México. El Centro Cultural Clavijero de Morelia presentó en noviembre de ese mismo año Cherani: empoderamiento de la propia identidad. En ambas muestras pudo verse obra de Ariel Pañeda, Francisco Huaroco, Bethel Cucué, Alain Silva y Giovanni Fabián, los miembros del Colectivo Cherani que participaron en la pieza comisionada por el MUAC.

Uinapikua (fuerza, energía creadora, en purépecha) ensambla 75 paneles que manifiestan las tensiones entre historia, sociedad, cultura y política. El Colectivo Cherani tiene como centro de operaciones la Casa de la Cultura de Cherán, donde se discute y se pone en práctica la relación entre movimiento social y labor artística. El políptico conjunta así temáticas y técnicas, componiendo un mosaico de imágenes alegóricas. Sobre todo, la obra traza una línea abiertamente política: sobre el retrato del presidente de México puede leerse “No esperes sumisión”.

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Uno necesita el arte para amar la vida

No es difícil escribir acerca de lo que nos sucede cuando leemos un poema malo, pero es prácticamente imposible hacerlo sobre lo que sentimos cuando leemos uno bueno. A Paul Chowder, el protagonista de El antólogo (2009), de Nicholson Baker (Nueva York, 1957), le sucede lo mismo: sabe qué tipo de poesía le gusta pero no consigue explicarse por qué; su perro está perdiendo pelo, su mujer lo ha dejado, está en la ruina y su editor lo presiona para que escriba un prólogo a una antología de poesía rimada que ha preparado hace tiempo. Chowder simplemente no puede hacerlo, sin embargo: se encuentra en ese punto (habitual en la vida de muchos escritores, al igual que en la de los taxistas y de los empleados de comercio) en el que ya son demasiadas las oportunidades perdidas y poco el tiempo que queda, y Chowder se odia a sí mismo con la misma vehemencia con la que odia el canto de los pájaros, las cartas de rechazo de los editores del New Yorker, las personas que declaman poemas, los medicamentos para evitar el llanto, las antologías, los jueves, el pentámetro yámbico, las clases de literatura en la universidad (“la muerte en canapé” las llama), los poemas que califica de “gramos de flacidez” o “trenecito de juguete de falsas estrofas de basura picada” y el haiku en inglés. Pero sobre todo se odia a sí mismo y a su incapacidad para escribir “un poemita minúsculo de cinco versos acerca de un ciempiés en la pernera de mi pantalón” que lo haga sentir nuevamente un poeta.

Chowder pasa horas enteras en el granero de su casa entre cajas con libros y polvo procurando escribir un prólogo a su antología, pero todo lo que se le ocurre son melodías para sus poemas favoritos y afirmaciones que no caben en el prólogo requerido. Muchas de ellas son brillantes y ejemplifican la forma en que el poeta (y Baker) conciben la poesía: “Un poema de Ted Roethke es como un zapato vacío que te encuentras en la cuneta, abandonado en el paseo de un demente, pero los poemas de Louise Bogan son como cuidados zapatos en un armario, tersos y ceñidos a sus hormas crujientes”, por ejemplo. “La poesía todavía está recuperándose de Swinburne” o “La poesía americana perecerá con la lengua; pero, por su parte, los sitcoms son una novedad en la evolución humana, y por lo tanto, menos perecederos”.

Según Chowder, “suprimir tan completamente la rima fue un error, fue un error olvidarse de que era necesario marcar el ritmo con el pie, pero fue un error útil, un error bello, porque nos enseñó cosas nuevas”. Quizás no sea sorprendente que William Carlos Williams haya pensado algo similar: “El ‘verso libre’ […] nos ha llevado a la deriva. Como los líderes de la Revolución francesa antes de él, Whitman quedó cautivado por la idea abstracta de la libertad […] Pero era una idea letal para toda clase de orden, particularmente para ese orden que tiene que ver con el poema […] No hay verso que pueda ser libre, debe ser gobernado por  algún tipo de medida, mas no la vieja medida”.

Williams solucionó el problema del “desorden” inducido por el “verso libre” mediante la invención de lo que llamó el “pie variable”, un tipo de ritmo y de organización del poema que surgía de la necesidad de una nueva forma poética “que nos permita poner orden en nuestros poemas al igual que en nuestras vidas”. Para Chowder, para quien el desorden del “verso libre” es también uno de índole existencial, la solución pasa, sin embargo, por un viaje a un congreso de poesía en Suiza en el que un hombre le pregunta: “¿Cómo adquiere usted la presencia de ánimo necesaria para iniciar la composición de un poema?”. La respuesta es de una puerilidad y de una simpleza inesperadas pero es todo lo que Chowder necesitaba para volver a escribir poesía, para acabar el prólogo (que es, algún lector puede haberlo intuido ya, el volumen que éste tiene en sus manos) y comenzar de nuevo, de alguna forma.

“Uno necesita el arte para amar la vida”, dice Chowder, y su afirmación es válida tanto para la poesía como para este libro de Nicholson Baker y para otros, por ejemplo los relatos de Miel del desierto (2015), de Edith Pearlman (Providence, Estados Unidos, 1936): a menudo los personajes de Pearlman no tienen nombre o tienen uno que el lector olvida, pero lo que les otorga personalidad (y, por consiguiente, sentido) es el tipo de amor por la vida que para Baker sólo es posible sentir si uno se recuesta en el arte, así como una relación muy particular con los espacios: el torreón desde el cual un hombre espía a una pedicura (y la consulta de la pedicura, desde la que ésta puede ver perfectamente el torreón), una habitación demasiado pequeña en la que una niñera hace un descubrimiento involuntario, el bar de un hotel, el dormitorio de un profesor que yace junto a su esposa, la biblioteca de un crucero por el Caribe, un hospital que parece un castillo, el “salón monocromático” de una pareja que necesita algo más de color en su vida, un anticuariado por el que circulan personas no mucho más jóvenes que los objetos exhibidos en él, un internado para señoritas; la vida de la Ingrid (de “Piedra”) sólo adquiere interés cuando ésta deja Nueva York por una ciudad del sur de los Estados Unidos, las amigas de la narradora de “Calle sin salida” se definen exclusivamente por el valor potencial de las casas que ocupan (“estilo victoriano, necesitada de restauración”) y el centro emocional de “Niños soñados” no es sólo el tipo de saber que la niñera posee por venir “de otro lugar”, sino también la destrucción lenta pero deliberada de la casa de enfrente.

Aunque los personajes de Pearlman exhiben profesiones singulares (pedicuras, anestesiólogos, anticuarios, escritores de “ficciónhistoriografía”, sic), sus vidas rotas y malamente recompuestas, sus destinos algo banales en los que imperan la soledad y la vejez, llevan a que su única singularidad esté precisamente en la forma en que se constituyen en relación con el espacio que ocupan. Algo de todo ello (quizá la ironía de la autora, o su tendencia a los finales melancólicos pero felices) recuerda a la literatura de O’Henry y ratifica el hecho de que, a pesar de que su tema es a menudo el transcurso irreversible del tiempo, los cuentos de Pearlman procuran situarse “fuera de su época”, en la carencia deliberada de referentes temporales que caracteriza a la cuentística norteamericana canónica de la primera mitad del siglo XX. Al final, personajes y autora de estos cuentos se parecen más de lo que posiblemente desearían a esa planta en “Bendito Harry” que nadie sabe cómo llegó allí y a la que se alimenta con café, enjuague bucal, ceniza de tabaco y comida para peces y, sin embargo, resiste y prospera.

Nicholson Baker, El antólogo, trad. del inglés de Ramón García, Duomo, Barcelona, 2010

Edith Pearlman, Miel del desierto, trad. del inglés de Ramón Buenaventura, Alianza de Novelas, Madrid, 2017

 

Publicado originalmente en El Boomeran(g), 2010 y 2017

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Uno necesita el arte para amar la vida

No es difícil escribir acerca de lo que nos sucede cuando leemos un poema malo, pero es prácticamente imposible hacerlo sobre lo que sentimos cuando leemos uno bueno. A Paul Chowder, el protagonista de El antólogo (2009), de Nicholson Baker (Nueva York, 1957), le sucede lo mismo: sabe qué tipo de poesía le gusta pero no consigue explicarse por qué; su perro está perdiendo pelo, su mujer lo ha dejado, está en la ruina y su editor lo presiona para que escriba un prólogo a una antología de poesía rimada que ha preparado hace tiempo. Chowder simplemente no puede hacerlo, sin embargo: se encuentra en ese punto (habitual en la vida de muchos escritores, al igual que en la de los taxistas y de los empleados de comercio) en el que ya son demasiadas las oportunidades perdidas y poco el tiempo que queda, y Chowder se odia a sí mismo con la misma vehemencia con la que odia el canto de los pájaros, las cartas de rechazo de los editores del New Yorker, las personas que declaman poemas, los medicamentos para evitar el llanto, las antologías, los jueves, el pentámetro yámbico, las clases de literatura en la universidad (“la muerte en canapé” las llama), los poemas que califica de “gramos de flacidez” o “trenecito de juguete de falsas estrofas de basura picada” y el haiku en inglés. Pero sobre todo se odia a sí mismo y a su incapacidad para escribir “un poemita minúsculo de cinco versos acerca de un ciempiés en la pernera de mi pantalón” que lo haga sentir nuevamente un poeta.

Chowder pasa horas enteras en el granero de su casa entre cajas con libros y polvo procurando escribir un prólogo a su antología, pero todo lo que se le ocurre son melodías para sus poemas favoritos y afirmaciones que no caben en el prólogo requerido. Muchas de ellas son brillantes y ejemplifican la forma en que el poeta (y Baker) conciben la poesía: “Un poema de Ted Roethke es como un zapato vacío que te encuentras en la cuneta, abandonado en el paseo de un demente, pero los poemas de Louise Bogan son como cuidados zapatos en un armario, tersos y ceñidos a sus hormas crujientes”, por ejemplo. “La poesía todavía está recuperándose de Swinburne” o “La poesía americana perecerá con la lengua; pero, por su parte, los sitcoms son una novedad en la evolución humana, y por lo tanto, menos perecederos”.

Según Chowder, “suprimir tan completamente la rima fue un error, fue un error olvidarse de que era necesario marcar el ritmo con el pie, pero fue un error útil, un error bello, porque nos enseñó cosas nuevas”. Quizás no sea sorprendente que William Carlos Williams haya pensado algo similar: “El ‘verso libre’ […] nos ha llevado a la deriva. Como los líderes de la Revolución francesa antes de él, Whitman quedó cautivado por la idea abstracta de la libertad […] Pero era una idea letal para toda clase de orden, particularmente para ese orden que tiene que ver con el poema […] No hay verso que pueda ser libre, debe ser gobernado por  algún tipo de medida, mas no la vieja medida”.

Williams solucionó el problema del “desorden” inducido por el “verso libre” mediante la invención de lo que llamó el “pie variable”, un tipo de ritmo y de organización del poema que surgía de la necesidad de una nueva forma poética “que nos permita poner orden en nuestros poemas al igual que en nuestras vidas”. Para Chowder, para quien el desorden del “verso libre” es también uno de índole existencial, la solución pasa, sin embargo, por un viaje a un congreso de poesía en Suiza en el que un hombre le pregunta: “¿Cómo adquiere usted la presencia de ánimo necesaria para iniciar la composición de un poema?”. La respuesta es de una puerilidad y de una simpleza inesperadas pero es todo lo que Chowder necesitaba para volver a escribir poesía, para acabar el prólogo (que es, algún lector puede haberlo intuido ya, el volumen que éste tiene en sus manos) y comenzar de nuevo, de alguna forma.

“Uno necesita el arte para amar la vida”, dice Chowder, y su afirmación es válida tanto para la poesía como para este libro de Nicholson Baker y para otros, por ejemplo los relatos de Miel del desierto (2015), de Edith Pearlman (Providence, Estados Unidos, 1936): a menudo los personajes de Pearlman no tienen nombre o tienen uno que el lector olvida, pero lo que les otorga personalidad (y, por consiguiente, sentido) es el tipo de amor por la vida que para Baker sólo es posible sentir si uno se recuesta en el arte, así como una relación muy particular con los espacios: el torreón desde el cual un hombre espía a una pedicura (y la consulta de la pedicura, desde la que ésta puede ver perfectamente el torreón), una habitación demasiado pequeña en la que una niñera hace un descubrimiento involuntario, el bar de un hotel, el dormitorio de un profesor que yace junto a su esposa, la biblioteca de un crucero por el Caribe, un hospital que parece un castillo, el “salón monocromático” de una pareja que necesita algo más de color en su vida, un anticuariado por el que circulan personas no mucho más jóvenes que los objetos exhibidos en él, un internado para señoritas; la vida de la Ingrid (de “Piedra”) sólo adquiere interés cuando ésta deja Nueva York por una ciudad del sur de los Estados Unidos, las amigas de la narradora de “Calle sin salida” se definen exclusivamente por el valor potencial de las casas que ocupan (“estilo victoriano, necesitada de restauración”) y el centro emocional de “Niños soñados” no es sólo el tipo de saber que la niñera posee por venir “de otro lugar”, sino también la destrucción lenta pero deliberada de la casa de enfrente.

Aunque los personajes de Pearlman exhiben profesiones singulares (pedicuras, anestesiólogos, anticuarios, escritores de “ficciónhistoriografía”, sic), sus vidas rotas y malamente recompuestas, sus destinos algo banales en los que imperan la soledad y la vejez, llevan a que su única singularidad esté precisamente en la forma en que se constituyen en relación con el espacio que ocupan. Algo de todo ello (quizá la ironía de la autora, o su tendencia a los finales melancólicos pero felices) recuerda a la literatura de O’Henry y ratifica el hecho de que, a pesar de que su tema es a menudo el transcurso irreversible del tiempo, los cuentos de Pearlman procuran situarse “fuera de su época”, en la carencia deliberada de referentes temporales que caracteriza a la cuentística norteamericana canónica de la primera mitad del siglo XX. Al final, personajes y autora de estos cuentos se parecen más de lo que posiblemente desearían a esa planta en “Bendito Harry” que nadie sabe cómo llegó allí y a la que se alimenta con café, enjuague bucal, ceniza de tabaco y comida para peces y, sin embargo, resiste y prospera.

Nicholson Baker, El antólogo, trad. del inglés de Ramón García, Duomo, Barcelona, 2010

Edith Pearlman, Miel del desierto, trad. del inglés de Ramón Buenaventura, Alianza de Novelas, Madrid, 2017

 

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jueves, 20 de enero de 2022

Descolonizar la memoria

De vez en cuando aparece en los medios internacionales el tema de Haití. Vemos en las noticias pandillas en las calles, golpes de Estado, escasez de alimentos, magnicidios, desastre ecológico. Parecería que Haití comparte el destino fatal de muchos países del llamado Sur Global. El análisis, como casi siempre sucede, se queda en la superficie y, a menudo, culpabiliza a la población de estos países por no romper las inercias que los hunden en la miseria, la corrupción y la violencia. Sin embargo, la historia de Haití fue, en el momento de su independencia en 1804, una señal esperanzadora del fin del colonialismo europeo en América. Poco conocida en las lecciones que se enseñan en las escuelas, la rebelión haitiana ha permanecido como un hecho casi anónimo al cual se acercan sólo los especialistas.

El sistema colonial develado, texto-manifiesto cuya segunda parte no pudo ser escrita, es un documento muy importante para entender la historia del subdesarrollo y sus raíces. Jean-Louis Vastey (1781-1820) perteneció a los affranchis, mulatos libres dueños de plantaciones y de esclavos. Sin embargo, este grupo era segregado por la élite blanca que dominaba la isla. Vastey pertenece a aquella estirpe de luchadores sociales que aprovecha el conocimiento para llevarlo a la rebelión social.

Hay varios elementos importantes en El sistema colonial develado que lo hacen precursor de la manera en cómo entendemos el colonialismo en nuestros tiempos. Quizás el más destacable es que la liberación de los negros debía dar la batalla en el plano ideológico. Adelantándose por muchos años a autores como Frantz Fanon quien, ya en el siglo XX, definieron el “blanqueamiento” como un modo de perpetuar la dominación del blanco sobre los antiguos colonizados, Vastey supo que sus compatriotas tendrían que consolidar su posición en el mundo legitimando su cultura y combatiendo los innumerables prejuicios de los europeos hacia los esclavos recién liberados. El autor previó que el colonialismo tendría una segunda etapa, mucho más sutil pero igualmente dañina para los países recién independizados de América Latina: la opresión ahora sería a través de boicots comerciales, tratados desventajosos y, sobre todo, diferentes tipos de coacciones para explotar sus recursos naturales. La industrialización de los siglos XIX y XX se nutrió de ese sistema.

El manifiesto de Vastey es una arenga para que no se olviden los motivos profundos de la independencia. En la segunda parte del documento el autor hace una extensa recopilación de las atrocidades de los blancos sobre la población negra: torturas, asesinatos, despojos e infinidad de suplicios para someter a sus víctimas. En estos pasajes, además, hay una ironía: Vastey contrasta la cultura ancestral negra –por ejemplo, la egipcia– con innumerables ejemplos de la barbarie blanca en sus países de origen: campesinos violentos, grupos sociales sin ningún rastro de empatía y, mucho menos, de organización pacífica. En una época en la que no se ponía en duda el concepto occidental de civilización, El sistema colonial develado cuestiona el desarrollo y el progreso, pretextos que fueron y siguen siendo usados para legitimar el discurso de dominación europeo y, posteriormente, estadounidense.

El manifiesto de Vastey sufrió la misma suerte que la efímera independencia de Haití. El rey Henri Christophe se suicidó ante la amenaza de un golpe de Estado y el imperio Francés, que nunca se resignó a perder sus dominios en América, terminó por imponer una deuda que destruyó el futuro del país. Vastey fue asesinado pocos días después. El experimento monárquico –aun con todas sus contradicciones– fue la primera vez que los esclavos tomaron el control de su destino y echaron a sus opresores. Esto no es poca cosa, pues el resto de los países de América Latina –independizados en los años posteriores– siguieron una ruta que, simplemente, traspasó el poder de una élite a otra, creando un gatopardismo político que aún nos sigue cobrando factura.

La primera rebelión de esclavos en América fue inspiración suficiente para obras como El reino de este mundo de Alejo Carpentier o La Tragédie du Roi Christophe de Aimé Césaire; sin embargo, sus fuentes intelectuales habían sido ignoradas hasta el rescate, en español, de El sistema colonial develado hecho por Viandante Cooperativa Editorial. Conocer la obra de personajes como Jean-Louis Vastey nos permite situar las luchas del siglo XXI desde una posibilidad pasada que, aparentemente, quedó amputada, pero que nos sigue enseñando y marcando una ruta que no se puede abandonar si se desea, realmente, combatir las viejas y nuevas desigualdades que sufrimos.

Jean-Louis Vastey, El sistema colonial develado, edición y estudio preliminar de Juan Francisco Martínez Peria, prólogo de Marlene Daut, epílogo de Agustín Laó-Montes, traducción del francés de Laura Léger, Viandante Cooperativa Editorial, Ciudad de México, 2021

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Descolonizar la memoria

De vez en cuando aparece en los medios internacionales el tema de Haití. Vemos en las noticias pandillas en las calles, golpes de Estado, escasez de alimentos, magnicidios, desastre ecológico. Parecería que Haití comparte el destino fatal de muchos países del llamado Sur Global. El análisis, como casi siempre sucede, se queda en la superficie y, a menudo, culpabiliza a la población de estos países por no romper las inercias que los hunden en la miseria, la corrupción y la violencia. Sin embargo, la historia de Haití fue, en el momento de su independencia en 1804, una señal esperanzadora del fin del colonialismo europeo en América. Poco conocida en las lecciones que se enseñan en las escuelas, la rebelión haitiana ha permanecido como un hecho casi anónimo al cual se acercan sólo los especialistas.

El sistema colonial develado, texto-manifiesto cuya segunda parte no pudo ser escrita, es un documento muy importante para entender la historia del subdesarrollo y sus raíces. Jean-Louis Vastey (1781-1820) perteneció a los affranchis, mulatos libres dueños de plantaciones y de esclavos. Sin embargo, este grupo era segregado por la élite blanca que dominaba la isla. Vastey pertenece a aquella estirpe de luchadores sociales que aprovecha el conocimiento para llevarlo a la rebelión social.

Hay varios elementos importantes en El sistema colonial develado que lo hacen precursor de la manera en cómo entendemos el colonialismo en nuestros tiempos. Quizás el más destacable es que la liberación de los negros debía dar la batalla en el plano ideológico. Adelantándose por muchos años a autores como Frantz Fanon quien, ya en el siglo XX, definieron el “blanqueamiento” como un modo de perpetuar la dominación del blanco sobre los antiguos colonizados, Vastey supo que sus compatriotas tendrían que consolidar su posición en el mundo legitimando su cultura y combatiendo los innumerables prejuicios de los europeos hacia los esclavos recién liberados. El autor previó que el colonialismo tendría una segunda etapa, mucho más sutil pero igualmente dañina para los países recién independizados de América Latina: la opresión ahora sería a través de boicots comerciales, tratados desventajosos y, sobre todo, diferentes tipos de coacciones para explotar sus recursos naturales. La industrialización de los siglos XIX y XX se nutrió de ese sistema.

El manifiesto de Vastey es una arenga para que no se olviden los motivos profundos de la independencia. En la segunda parte del documento el autor hace una extensa recopilación de las atrocidades de los blancos sobre la población negra: torturas, asesinatos, despojos e infinidad de suplicios para someter a sus víctimas. En estos pasajes, además, hay una ironía: Vastey contrasta la cultura ancestral negra –por ejemplo, la egipcia– con innumerables ejemplos de la barbarie blanca en sus países de origen: campesinos violentos, grupos sociales sin ningún rastro de empatía y, mucho menos, de organización pacífica. En una época en la que no se ponía en duda el concepto occidental de civilización, El sistema colonial develado cuestiona el desarrollo y el progreso, pretextos que fueron y siguen siendo usados para legitimar el discurso de dominación europeo y, posteriormente, estadounidense.

El manifiesto de Vastey sufrió la misma suerte que la efímera independencia de Haití. El rey Henri Christophe se suicidó ante la amenaza de un golpe de Estado y el imperio Francés, que nunca se resignó a perder sus dominios en América, terminó por imponer una deuda que destruyó el futuro del país. Vastey fue asesinado pocos días después. El experimento monárquico –aun con todas sus contradicciones– fue la primera vez que los esclavos tomaron el control de su destino y echaron a sus opresores. Esto no es poca cosa, pues el resto de los países de América Latina –independizados en los años posteriores– siguieron una ruta que, simplemente, traspasó el poder de una élite a otra, creando un gatopardismo político que aún nos sigue cobrando factura.

La primera rebelión de esclavos en América fue inspiración suficiente para obras como El reino de este mundo de Alejo Carpentier o La Tragédie du Roi Christophe de Aimé Césaire; sin embargo, sus fuentes intelectuales habían sido ignoradas hasta el rescate, en español, de El sistema colonial develado hecho por Viandante Cooperativa Editorial. Conocer la obra de personajes como Jean-Louis Vastey nos permite situar las luchas del siglo XXI desde una posibilidad pasada que, aparentemente, quedó amputada, pero que nos sigue enseñando y marcando una ruta que no se puede abandonar si se desea, realmente, combatir las viejas y nuevas desigualdades que sufrimos.

Jean-Louis Vastey, El sistema colonial develado, edición y estudio preliminar de Juan Francisco Martínez Peria, prólogo de Marlene Daut, epílogo de Agustín Laó-Montes, traducción del francés de Laura Léger, Viandante Cooperativa Editorial, Ciudad de México, 2021

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miércoles, 19 de enero de 2022

Voz pública: arte, activismo y feminismo

El trabajo de Dora Bartilotti (Veracruz, 1988) busca generar diálogos críticos entre arte, diseño, pedagogía y tecnología. Esa voluntad es palpable en Voz pública. Arte, activismo y feminismo, el proyecto participativo que actualmente se exhibe en el Museo Universitario del Chopo de la Ciudad de México. La exposición consiste en una serie de fotografías que, realizadas a partir de 2018, trabajan la visibilización de la violencia de género en diversas urbes latinoamericanas.

El proyecto tiene distintas facetas, que amplían lo contenido en la galería Arnold Belkin del museo. La primera es una plataforma en línea que compila testimonios anónimos de personas no binarias que han vivido violencia. La base de datos albergada ahí se vincula a las otras partes: la prenda-dispositivo Textil electrónico, que se activa en el espacio público, y La rebelión textil: laboratorios de textiles electrónicos y activismo feminista, espacios de diálogo y convivencia. La obra de Bartilotti, así, conjunta dispositivos tecnológicos con prácticas tradicionales para crear cajas de resonancia de la lucha de las mujeres en América Latina.

Dora Bartilotti

Dora Bartilotti, Textil electrónico (2019)

Para la escritora Mónica Nepote, “Voz pública es testimonio, rastro, mapa y manifiesto. Es un límite y una decisión. No sólo es el cuerpo de una mujer, es un cuerpo colectivo integrado por las palabras de muchas, por el hilar y deshilar de varias que juntas hacen un grito que dice estamos vivas, cuyo deseo es reescribir la forma en que ocupan el espacio y la ciudad”.

Afincada en la Ciudad de México, Dora Bartilotti ha presentado sus propuestas en distintos espacios del país y del extranjero. Desde 2017 forma parte de Medialabmx, proyecto orientado a la investigación y el desarrollo de los vínculos entre arte, tecnología y política. En esa línea puede inscribirse su trabajo en curso Costurero electrónico, programa pedagógico de arte contemporáneo y encuentro tecnofeminista.

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Voz pública: arte, activismo y feminismo

El trabajo de Dora Bartilotti (Veracruz, 1988) busca generar diálogos críticos entre arte, diseño, pedagogía y tecnología. Esa voluntad es palpable en Voz pública. Arte, activismo y feminismo, el proyecto participativo que actualmente se exhibe en el Museo Universitario del Chopo de la Ciudad de México. La exposición consiste en una serie de fotografías que, realizadas a partir de 2018, trabajan la visibilización de la violencia de género en diversas urbes latinoamericanas.

El proyecto tiene distintas facetas, que amplían lo contenido en la galería Arnold Belkin del museo. La primera es una plataforma en línea que compila testimonios anónimos de personas no binarias que han vivido violencia. La base de datos albergada ahí se vincula a las otras partes: la prenda-dispositivo Textil electrónico, que se activa en el espacio público, y La rebelión textil: laboratorios de textiles electrónicos y activismo feminista, espacios de diálogo y convivencia. La obra de Bartilotti, así, conjunta dispositivos tecnológicos con prácticas tradicionales para crear cajas de resonancia de la lucha de las mujeres en América Latina.

Dora Bartilotti

Dora Bartilotti, Textil electrónico (2019)

Para la escritora Mónica Nepote, “Voz pública es testimonio, rastro, mapa y manifiesto. Es un límite y una decisión. No sólo es el cuerpo de una mujer, es un cuerpo colectivo integrado por las palabras de muchas, por el hilar y deshilar de varias que juntas hacen un grito que dice estamos vivas, cuyo deseo es reescribir la forma en que ocupan el espacio y la ciudad”.

Afincada en la Ciudad de México, Dora Bartilotti ha presentado sus propuestas en distintos espacios del país y del extranjero. Desde 2017 forma parte de Medialabmx, proyecto orientado a la investigación y el desarrollo de los vínculos entre arte, tecnología y política. En esa línea puede inscribirse su trabajo en curso Costurero electrónico, programa pedagógico de arte contemporáneo y encuentro tecnofeminista.

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El cine de 2021 (segunda parte)

No es fácil pensar el año que inicia como el tercero de una década que se ha sentido, más bien, como la expansión en loop de un mismo silencio congelado. Durante la segunda mitad del año pasado –más o menos del Festival de Cannes en adelante– brotaron las primeras películas rodadas, terminadas de rodar o posproducidas durante la pandemia. El futuro dirá si algún síntoma retrospectivo puede verse en ellas, tal como hoy hablamos del cine de entreguerras, el alemanista mexicano o el de la Perestroika como etapas cuya claridad discursiva sólo puede distinguirse desde la tranquilidad futura. ¿Existirá, en ese sentido, un cine pandémico? ¿Existe ya, ha comenzado a producirse?

Nuevas miradas

Las óperas primas La hija oscura (Estados Unidos), de Maggie Gyllenhaal, y Playground (Bélgica), de Laura Wandel, estrenadas respectivamente en Venecia y Cannes, destacan entre las varias filmografías autorales que nacieron en medio del confinamiento. La primera, basada en una novela publicada por Elena Ferrante en 2006, es un sensible y minucioso estudio de personaje interpretado en edades –y crisis– distintas por Jessie Buckley y Olivia Colman. Gyllenhaal tuvo el buen cálculo de no dirigirse a sí misma en ningún personaje, permitiendo a su voz, invisible y madura, expresarse a través de un montaje preciso y un tono elegante, elegiaco y contenido.

el cine de 2021

Fotograma de La hija oscura, de Maggie Gyllenhaal

En una arista diferente, la de la infancia escolar, Playground dibuja la experiencia del acoso estudiantil desde la perspectiva de una niña, Nora, que termina siendo la única testigo de la violencia que rodea a su hermano ligeramente mayor. Al adoptar su punto de vista en todo momento, desde la altura de la cámara hasta el sonido, la película de Wandel echa por tierra la demagogia construida desde la adultez sobre el bullying, para convertir la experiencia individual de Nora en un relato angustiante, intimista y silencioso que acierta al absorbernos en una mirada infantil que no idealiza ni minimiza a su protagonista: la desarrolla como un personaje completo con –como indica el título original, Un monde– un mundo interior propio y complejo.

La cercanía del Oriente lejano

Es interesante notar que mientras Occidente tuvo la atención partida entre la economía pandémica y la vacuidad industrial de los superhéroes, el cine de Asia oriental y Asia menor –casi esquina con los Balcanes– presentó relatos maduros e intemporales, reposados y sabios, cuya precisión y buen oficio parecen ir a contrapelo de su entorno. El caso más sorprendente es el del ya indispensable Ryūsuke Hamaguchi (Asako I y II, 2018; Happy Hour, 2015), quien presentó Drive My Car y La ruleta de la fortuna y la fantasía (Japón), dos obras maestras con exploraciones narrativas colindantes, en los festivales de Cannes y Berlín con apenas tres meses de distancia, ambas después de ser posproducidas durante la pandemia. Sencillas en forma y profundamente modernistas en la estructura de caja china que las soporta, este díptico está entre lo mejor de este y varios años.

Aunque el primero es un largometraje lineal y el segundo una antología de tres relatos independientes sobre el deseo, ambos se comunican por una misma poética basada en la reelaboración oral de aquello que ya ha sucedido cuando inicia el relato, otorgando a la memoria de los personajes un matiz delicado de ambigüedad que, al mismo tiempo, nos sumerge en relatos de simpleza cotidiana mientras nos empuja a cuestionar la naturaleza de lo que estamos viendo. Drive My Car, además, tiene la virtud de ser una de esas extrañas películas que se comunican con Antón Chéjov precisamente por no adaptarlo, sino interpretarlo. Si se recuerdan Vania en la calle 42 (1994), de Louis Malle, o Sueño de invierno (2014), de Nuri Bilge Ceylan, también exploraciones libres y creativas a partir de Chéjov, se entenderá mejor lo que Hamaguchi hace al insertar a Tío Vania como trasfondo, pretexto y detonante para el trayecto del protagonista.

el cine de 2021

Fotograma de La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryūsuke Hamaguchi

El otro título asiático destacado en el año es ¿Qué vemos cuando miramos el cielo?, de Alexandre Koberidze, estrenada en Berlín y actualmente en la plataforma MUBI. Aunque como industria la de Georgia parece una migaja en el panorama de su región, habría que recordar que, durante su dura etapa como territorio soviético, ese país de profunda raíz tradicional, mitad eslava y mitad balcánica, con acento mediterráneo, fue patria de Mijaíl Kalatózov, Serguéi Paradzhánov y, más recientemente, Otar Iosseliani. La película de Koberidze, una fábula amorosa revisada aquí a detalle por Laura Pardo, es una tierna indagación en la cultura de una ciudad georgiana de provincias, un cuento de realismo mágico en clave de “cine dentro del cine” y un meticuloso ejercicio de montaje visual y sonoro que no por exotista o distante debería pasarse por alto.

Pasado y futuro: los consagrados

Finalmente, varias películas presentadas por cineastas de trayectoria larga y consolidada destacaron por su cambio de registro, voluntad para tomar riesgos o por la sostenida calidad de sus propuestas. En los meses por venir se hablará mucho de Licorice Pizza (Estados Unidos), noveno largometraje de Paul Thomas Anderson, quizás el autor más sólido e impredecible de la Norteamérica de este siglo. Ubicada en la misma California setentera resucitada hace poco por Quentin Tarantino, Licorice Pizza es una manzana envenenada sobre la ingenuidad juvenil y el primer romance entre un actor infantil –que a los quince ya está en decadencia– y una estudiante diez años mayor quienes, en medio de una década efervescente y alocada, terminan por intentar todas las versiones posibles del Sueño Americano, desde emprender negocios de camas de agua o maquinitas (“son el futuro”) hasta sumarse a campañas políticas, especular con los precios del petróleo durante la crisis de 1973 y poner en su lugar a una versión extravagante de Kris Kristofferson (Bradley Cooper). Tierna y cínica a la vez, es una película mayor de su realizador.

el cine de 2021

Fotograma de Licorice Pizza, Paul Thomas Anderson

Dado que el score de Licorice Pizza está compuesto por el colega habitual de Anderson, Jonny Greenwood, habrá que mencionar también las piezas fantasmales y sincopadas compuestas para la lograda y expresiva Spencer (Reino Unido), de Pablo Larraín. Sin embargo, otros dos relatos sobre mujeres al borde de un ataque de nervios son igualmente meritorios: Benedetta (Francia), de Paul Verhoeven, es un ejercicio de equilibrio. Es probable que el director holandés sea una de las tres o cuatro personas en el mundo eruditas en el extinto nunsploitation, un género guarro, precario y a veces disfrutable cuyo único propósito era someter a monjas de ficción a todo tipo de excesos: satánicos, eróticos o gore. En México las dudosas pero divertidas Alucarda (1977) y Satánico Pandemonium (1975) son dos ejemplos que continúan en la memoria de aquel subgénero que nació y murió en las funciones nocturnas de las salas llamadas “piojito” y en la contracultura. Verhoeven tuvo el buen y el mal gusto de revivir esa tradición filmando Benedetta con la elegancia formal de una coproducción europea de arte y ensayo, lo que la vuelve una de las cintas de género más arriesgadas, y por lo tanto afortunadas, del año recién terminado.

Para quien busque un personaje femenino que sea revolucionario en un registro distinto, en La peor persona del mundo (Noruega), del escandinavo Joachim Trier, encontrará lo que busca. Es cierto que su protagonista, Julie –¿guiño a Strindberg?–, está escrito a cuatro manos por dos hombres (uno de los cuales, Eskil Vogt, dirigió este año el hipertenso thriller Los inocentes), pero curiosamente eso no es detrimento para el liberador desarrollo del personaje, que avanza entre varias facultades, relaciones amorosas y expectativas a lo largo de los años, incluyendo una complicada relación con la maternidad, para terminar siendo lo único que de verdad buscaba ser: libre. Emotiva, fresca y elegiaca en su tramo final, es otra muestra palpable de la buena salud que siempre muestra el cine del norte de Europa, a pesar de su breve producción.

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