jueves, 29 de febrero de 2024

La emoción del macho

El pasado septiembre revisé algunos libros del poeta y ensayista inglés Al Alvarez. Entonces anoté una hipótesis que me dejó con la incómoda sensación de tener una tarea pendiente: no había leído aún otro par de sus libros, Poker. Crónica de un gran juego (1983) y Alimentar a la bestia (1988), pero intuí que en ellos se detectaba una especie de programa o continuación de una obsesión. Es como si su libro sobre el suicidio, El Dios Salvaje (1972), hubiese marcado un camino a seguir, en el que podría confirmarse que detrás de ciertas actividades humanas, freudianamente, se va más allá del principio de placer, “avivados”, paradójicamente, por gestos autodestructivos. Astuta o perversamente, pero siempre fiel a sus propios intereses, Alvarez enfocó esa cuestión en actividades placenteras, aparentemente inocuas, como el juego de azar o el alpinismo.

La cuestión, claro, es que ciertas personas han logrado ahondar en esas actividades más allá de la profesionalización: en cierto punto un especialista deja de apreciar su actividad como una ciencia y comienza a experimentarla como un arte. Comprendo ahora que el programa creativo de Al Alvarez es especialmente atractivo por su insistencia en valores modernistas, que ahora parecen entrar en una especie de ocaso. Cambian, también en las artes, los valores. Y los de Alvarez podrán parecer cada vez más anacrónicos: aprecia las miradas particulares de ciertos individuos, incluso la herencia romántica capaz de convertir una vida en una obra de arte (como jugador profesional de póker, como alpinista).

Mi hipótesis era correcta en el caso de Poker (publicada en nuestra lengua en Hueders, en 2011). Es una crónica extensa –escrita originalmente por entregas para la New Yorker– sobre la Serie Mundial de póker celebrada en un pequeño casino de Las Vegas, el Horeshoe, durante el mes de mayo de 1981. Por las mismas fechas Bobby Sands se dejó morir de hambre en Irlanda y dispararon cuatro veces a Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro del Vaticano. Son los eventos históricos más prominentes que se mencionan en el libro, pero el espíritu de los agrios ochenta lo atraviesa (también en 1981 inició la presidencia de Reagan en los EEUU).

Aunque tiene momentos ensayísticos, lo que abunda en la crónica son descripciones de la población y la atmósfera de la extraña ciudad de Las Vegas. No es raro encontrar, en el libro, catálogos como el siguiente: “la mayoría de ellos ancianos y vestidos para matar: mujeres viejas en pantalones verde limón o amarillo plátano o naranja Florida, que con una mano agarran firmemente vasos de papel con monedas de baja denominación, y con la otra tiran la palanca de las 50 miles máquinas tragamonedas de Las Vegas; hombres viejos con dentaduras de plástico y trajes celestes lanzan los dados por un dólar, juegan blackjack de cincuenta centavos y póker abierto con límite de tres dólares; ruinas en silla de ruedas o con muletas –el jorobado, el chueco, el flaco esquelético o el obeso– cobran cheques de la seguridad social, subvenciones por incapacidad y pensiones, con la esperanza de que un milagroso premio gordo transforme sus últimos días de pobreza. A todos los anima una jovialidad terrible de noche de Walpurgis, el optimismo de los jugadores acrecentado por la nostalgia”.

Basta enlistar lo que se ve para dar cuenta de la atmósfera trágica y vulgar que se respira en esa ciudad; es el tipo de líneas que años más tarde volverían en la vigoréxica prosa de David Foster Wallace (o, como lo puso alguna vez Carla Faesler, refiriéndose a otros despliegues de atención, “el texto mamado”). En ese sentido es un libro difícil de leer: lleva el disfraz de una crónica dirigida a los amantes del juego de azar profesional (informativa, incluso instructiva), pero cada tanto se asoman simultáneamente el asombro y el desdén causados por las vidas y decisiones ajenas. Pero en última instancia triunfa el asombro por la psicología ¿psicopática? de los hombres (y algunas mujeres) que pueden jugar con millones de dólares, con indiferencia aprendida. Bajo la mirada de Alvarez, estos individuos tienen algo de los viejos vaqueros del oeste, recurriendo a la “emoción del macho” que encuentra placer en arriesgar cantidades de dinero paralizantes. A diferencia del supuesto grado cero de humanidad necesario para tolerar y sobrevivir a entornos límite (una guerra, digamos, en la que la muerte es constante y arbitraria), en la apuesta continua de cifras obscenas sobrevive –a menudo bajo personalidades encantadoras– quien sea más agresivo.

Hasta acá alcanza, me parece, la sombra del problema del suicidio (Al Alvarez fue un suicida fracasado). Los riesgos extremos no asustan a ciertas personas de temperamento artístico: los estimulan. Pero esta hipótesis no se sostiene del todo con relación a su libro posterior, Alimentar a la bestia (publicado en nuestra lengua en Libros del Asteroide, en 2020), que funciona más bien como un ágil y breve homenaje a su amigo, el alpinista Julian “Mo” Anthoine. Al concentrarse en una sola persona, a quien conoció íntimamente, resulta un libro mucho más contenido. Por supuesto, una obsesión está en juego. Al final el alpinismo puede ser un deporte extremo, “una adicción capaz de alterar la química de la mente del mismo modo que la heroína altera la del cuerpo”. Pero la carrera y la amistad de Mo (quien era diez años más joven que Alvarez) parecen haberle ofrecido cierta luminosidad a su perspectiva vital.

Escalar montañas no deja de ser un “juego profundo”, como lo ponía Bentham. “Según Bentham, en casos así los riesgos son tan elevados que sería insensato siquiera participar; lo que se puede perder excede por mucho las exiguas utilidades que reportaría un posible triunfo”. Pero una y otra vez vuelve a insistirse, en este libro –que recorre hitos en la carrera alpinista de Anthoine, de los Dolomitas al Everest–, que el principio de placer siempre estuvo por encima de los calculados riesgos que estuvo dispuesto a tomar. Las expediciones, para Anthoine, siempre debían ser gratas: “Yo no creo que llegar a la cima sea tan importante”, predicaba Mo, “lo que uno recuerda después de un viaje así no es el momento en que pisó la cumbre, sino lo que sucedió en el trayecto hasta allí. No hay sentimiento más hermoso que confiar plenamente en otra persona y saber que esa persona confía plenamente en ti”.

En su juventud, Al Alvarez tuvo amistades intensas pero oscuras, como Ted Hughes y Sylvia Plath. Y, aunque nunca dejó de estar interesado en las vidas llevadas al límite, es agradable saber que, en su madurez, conoció a personas que tenían prioridades que no eran autodestructivas.

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La emoción del macho

El pasado septiembre revisé algunos libros del poeta y ensayista inglés Al Alvarez. Entonces anoté una hipótesis que me dejó con la incómoda sensación de tener una tarea pendiente: no había leído aún otro par de sus libros, Poker. Crónica de un gran juego (1983) y Alimentar a la bestia (1988), pero intuí que en ellos se detectaba una especie de programa o continuación de una obsesión. Es como si su libro sobre el suicidio, El Dios Salvaje (1972), hubiese marcado un camino a seguir, en el que podría confirmarse que detrás de ciertas actividades humanas, freudianamente, se va más allá del principio de placer, “avivados”, paradójicamente, por gestos autodestructivos. Astuta o perversamente, pero siempre fiel a sus propios intereses, Alvarez enfocó esa cuestión en actividades placenteras, aparentemente inocuas, como el juego de azar o el alpinismo.

La cuestión, claro, es que ciertas personas han logrado ahondar en esas actividades más allá de la profesionalización: en cierto punto un especialista deja de apreciar su actividad como una ciencia y comienza a experimentarla como un arte. Comprendo ahora que el programa creativo de Al Alvarez es especialmente atractivo por su insistencia en valores modernistas, que ahora parecen entrar en una especie de ocaso. Cambian, también en las artes, los valores. Y los de Alvarez podrán parecer cada vez más anacrónicos: aprecia las miradas particulares de ciertos individuos, incluso la herencia romántica capaz de convertir una vida en una obra de arte (como jugador profesional de póker, como alpinista).

Mi hipótesis era correcta en el caso de Poker (publicada en nuestra lengua en Hueders, en 2011). Es una crónica extensa –escrita originalmente por entregas para la New Yorker– sobre la Serie Mundial de póker celebrada en un pequeño casino de Las Vegas, el Horeshoe, durante el mes de mayo de 1981. Por las mismas fechas Bobby Sands se dejó morir de hambre en Irlanda y dispararon cuatro veces a Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro del Vaticano. Son los eventos históricos más prominentes que se mencionan en el libro, pero el espíritu de los agrios ochenta lo atraviesa (también en 1981 inició la presidencia de Reagan en los EEUU).

Aunque tiene momentos ensayísticos, lo que abunda en la crónica son descripciones de la población y la atmósfera de la extraña ciudad de Las Vegas. No es raro encontrar, en el libro, catálogos como el siguiente: “la mayoría de ellos ancianos y vestidos para matar: mujeres viejas en pantalones verde limón o amarillo plátano o naranja Florida, que con una mano agarran firmemente vasos de papel con monedas de baja denominación, y con la otra tiran la palanca de las 50 miles máquinas tragamonedas de Las Vegas; hombres viejos con dentaduras de plástico y trajes celestes lanzan los dados por un dólar, juegan blackjack de cincuenta centavos y póker abierto con límite de tres dólares; ruinas en silla de ruedas o con muletas –el jorobado, el chueco, el flaco esquelético o el obeso– cobran cheques de la seguridad social, subvenciones por incapacidad y pensiones, con la esperanza de que un milagroso premio gordo transforme sus últimos días de pobreza. A todos los anima una jovialidad terrible de noche de Walpurgis, el optimismo de los jugadores acrecentado por la nostalgia”.

Basta enlistar lo que se ve para dar cuenta de la atmósfera trágica y vulgar que se respira en esa ciudad; es el tipo de líneas que años más tarde volverían en la vigoréxica prosa de David Foster Wallace (o, como lo puso alguna vez Carla Faesler, refiriéndose a otros despliegues de atención, “el texto mamado”). En ese sentido es un libro difícil de leer: lleva el disfraz de una crónica dirigida a los amantes del juego de azar profesional (informativa, incluso instructiva), pero cada tanto se asoman simultáneamente el asombro y el desdén causados por las vidas y decisiones ajenas. Pero en última instancia triunfa el asombro por la psicología ¿psicopática? de los hombres (y algunas mujeres) que pueden jugar con millones de dólares, con indiferencia aprendida. Bajo la mirada de Alvarez, estos individuos tienen algo de los viejos vaqueros del oeste, recurriendo a la “emoción del macho” que encuentra placer en arriesgar cantidades de dinero paralizantes. A diferencia del supuesto grado cero de humanidad necesario para tolerar y sobrevivir a entornos límite (una guerra, digamos, en la que la muerte es constante y arbitraria), en la apuesta continua de cifras obscenas sobrevive –a menudo bajo personalidades encantadoras– quien sea más agresivo.

Hasta acá alcanza, me parece, la sombra del problema del suicidio (Al Alvarez fue un suicida fracasado). Los riesgos extremos no asustan a ciertas personas de temperamento artístico: los estimulan. Pero esta hipótesis no se sostiene del todo con relación a su libro posterior, Alimentar a la bestia (publicado en nuestra lengua en Libros del Asteroide, en 2020), que funciona más bien como un ágil y breve homenaje a su amigo, el alpinista Julian “Mo” Anthoine. Al concentrarse en una sola persona, a quien conoció íntimamente, resulta un libro mucho más contenido. Por supuesto, una obsesión está en juego. Al final el alpinismo puede ser un deporte extremo, “una adicción capaz de alterar la química de la mente del mismo modo que la heroína altera la del cuerpo”. Pero la carrera y la amistad de Mo (quien era diez años más joven que Alvarez) parecen haberle ofrecido cierta luminosidad a su perspectiva vital.

Escalar montañas no deja de ser un “juego profundo”, como lo ponía Bentham. “Según Bentham, en casos así los riesgos son tan elevados que sería insensato siquiera participar; lo que se puede perder excede por mucho las exiguas utilidades que reportaría un posible triunfo”. Pero una y otra vez vuelve a insistirse, en este libro –que recorre hitos en la carrera alpinista de Anthoine, de los Dolomitas al Everest–, que el principio de placer siempre estuvo por encima de los calculados riesgos que estuvo dispuesto a tomar. Las expediciones, para Anthoine, siempre debían ser gratas: “Yo no creo que llegar a la cima sea tan importante”, predicaba Mo, “lo que uno recuerda después de un viaje así no es el momento en que pisó la cumbre, sino lo que sucedió en el trayecto hasta allí. No hay sentimiento más hermoso que confiar plenamente en otra persona y saber que esa persona confía plenamente en ti”.

En su juventud, Al Alvarez tuvo amistades intensas pero oscuras, como Ted Hughes y Sylvia Plath. Y, aunque nunca dejó de estar interesado en las vidas llevadas al límite, es agradable saber que, en su madurez, conoció a personas que tenían prioridades que no eran autodestructivas.

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‘Biolight’, de Sandra Weil

Capas, texturas iridiscentes, explosivos toques de color: Biolight es el nombre de la recién lanzada colección primavera-verano 2024 de Sandra Weil, inspirada en la bioluminiscencia, una reacción química con la que algunos organismos vivos producen luz. Pensemos en la potencia de una luciérnaga, la ligereza de una medusa o las formas imposibles de un hongo como motivos para crear corpiños drapeados, blusas fluidas en jacquard de Bidache, amplias faldas de tafetán o jumpsuits de rejilla metalizada. 

Los diseños incorporan iridiscencia en texturas y colores que evocan la fluctuación de las ondas: contornos luminosos, ribetes resaltados, destellos plateados o cobrizos y un meticuloso uso de la artesanía en piezas bordadas a mano o aerografiadas. La colección también presume vestidos ligeros, pantalones y corpiños inspirados en el camaleón, que simboliza la intrincada relación entre el color y la iluminación. La idea de estas piezas es transformarse en una segunda piel, una extensión de la propia. Para la diseñadora, Biolight es un homenaje al arquetipo de la diosa moderna con prendas que no solo buscan revelar su luz sino honrar las diversas facetas de su identidad.

Sandra Weil

Colección Biolight SS 24, de Sandra Weil

Sandra Weil lanzó su primera colección en México en 2012. Peruana de nacimiento, la diseñadora proviene de una familia multicultural con raíces en Turquía, Alemania, Brasil y Rumania. Estudió artes visuales con especialización en diseño gráfico en la Pontificia Universidad Católica del Perú y luego se matriculó en la Universidad Felicidad Ducé en Barcelona, donde se especializó en alta costura. Su firma cuenta con tiendas en la Ciudad de México, Monterrey y Mérida, así como con una pop-up store en Miami.

Alejada de las imposiciones de la industria global y también de los estereotipos de la moda latina, la de Weil es una de las pocas firmas afincadas en México que se abre camino con fidelidad a sí misma. Temporada tras temporada su propuesta se mantiene firme: moda casi intemporal, piezas versátiles y combinables entre sí, que resaltan el poder de la feminidad con énfasis en la riqueza de los materiales. 

Sandra Weil

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‘Biolight’, de Sandra Weil

Capas, texturas iridiscentes, explosivos toques de color: Biolight es el nombre de la recién lanzada colección primavera-verano 2024 de Sandra Weil, inspirada en la bioluminiscencia, una reacción química con la que algunos organismos vivos producen luz. Pensemos en la potencia de una luciérnaga, la ligereza de una medusa o las formas imposibles de un hongo como motivos para crear corpiños drapeados, blusas fluidas en jacquard de Bidache, amplias faldas de tafetán o jumpsuits de rejilla metalizada. 

Los diseños incorporan iridiscencia en texturas y colores que evocan la fluctuación de las ondas: contornos luminosos, ribetes resaltados, destellos plateados o cobrizos y un meticuloso uso de la artesanía en piezas bordadas a mano o aerografiadas. La colección también presume vestidos ligeros, pantalones y corpiños inspirados en el camaleón, que simboliza la intrincada relación entre el color y la iluminación. La idea de estas piezas es transformarse en una segunda piel, una extensión de la propia. Para la diseñadora, Biolight es un homenaje al arquetipo de la diosa moderna con prendas que no solo buscan revelar su luz sino honrar las diversas facetas de su identidad.

Sandra Weil

Colección Biolight SS 24, de Sandra Weil

Sandra Weil lanzó su primera colección en México en 2012. Peruana de nacimiento, la diseñadora proviene de una familia multicultural con raíces en Turquía, Alemania, Brasil y Rumania. Estudió artes visuales con especialización en diseño gráfico en la Pontificia Universidad Católica del Perú y luego se matriculó en la Universidad Felicidad Ducé en Barcelona, donde se especializó en alta costura. Su firma cuenta con tiendas en la Ciudad de México, Monterrey y Mérida, así como con una pop-up store en Miami.

Alejada de las imposiciones de la industria global y también de los estereotipos de la moda latina, la de Weil es una de las pocas firmas afincadas en México que se abre camino con fidelidad a sí misma. Temporada tras temporada su propuesta se mantiene firme: moda casi intemporal, piezas versátiles y combinables entre sí, que resaltan el poder de la feminidad con énfasis en la riqueza de los materiales. 

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miércoles, 28 de febrero de 2024

Snøhetta: leer bajo los árboles

Como si se tratara de un bosque para refugiarse en busca de serenidad, la recién inaugurada Biblioteca Municipal de Pekín es el espacio de lectura climatizado más grande del mundo. Diseñado por el estudio noruego Snøhetta, que ganó un concurso internacional en 2018 junto a su socio local ECADI, el edificio se sitúa en el distrito de Tongzhou y apuesta a reflejar una visión transformadora de las bibliotecas en la era digital. El proyecto consiguió la tercera estrella GBEL de China, el nivel de sostenibilidad más alto que se puede alcanzar en el país, gracias a su esfuerzo por reducir el uso de carbono.

Snøhetta alcanzó notoriedad internacional con proyectos como la Bibliotheca Alexandrina (1989-2001), que revivió la antigua biblioteca de Alejandría en Egipto; la Ópera y el Ballet Nacionales de Noruega (2000-2008), parte de la revitalización del frente marítimo industrial de Oslo; y el Pabellón del Museo Nacional Conmemorativo del 11 de Septiembre (2004-2014) en el World Trade Center de Nueva York. Su obra más reciente es un centro contemporáneo para el aprendizaje, el intercambio de conocimientos y la interacción social, una biblioteca que forma parte del ambicioso plan urbanístico de Tongzhou.

Snøhetta

Interior de la Biblioteca Municipal de Pekín (2018-2023), de Snøhetta. Fotografía: Yumeng Zhu

El diseño de la Biblioteca Municipal de Pekín enfatiza la materialidad del libro y el acto de pasar páginas como experiencia principal. Hay además espacios dedicados a exposiciones, espectáculos, conferencias y restauración de libros antiguos. El núcleo del edificio es un amplio foro de casi 16 metros de altura desde el que se elevan terrazas escalonadas, que siguen curvas suaves y rítmicas y un serpenteante camino central conocido como El Valle, que espejea el curso del vecino río Tonghui. El diseño de estas colinas articula estanterías de libros con asientos de lectura y superficies de estudio.

Las columnas y la cubierta emulan un conjunto de árboles ginkgo que invitan a leer en su sombra. Este principio formal dialoga con la naturaleza circundante, presente en los interiores –un auténtico paisaje– gracias a las extensas fachadas de vidrio. Snøhetta plantea su nuevo proyecto como una defensa de la lectura en soporte físico, sin que ello implique el aislamiento social o dar la espalda a la experiencia digital. Para ello ha creado un espacio estimulante, un nodo cultural cuyas características podrían resultar una atracción para potenciales lectores chinos.

Snøhetta

Interior de la Biblioteca Municipal de Pekín (2018-2023), de Snøhetta. Fotografía: Yumeng Zhu

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Snøhetta: leer bajo los árboles

Como si se tratara de un bosque para refugiarse en busca de serenidad, la recién inaugurada Biblioteca Municipal de Pekín es el espacio de lectura climatizado más grande del mundo. Diseñado por el estudio noruego Snøhetta, que ganó un concurso internacional en 2018 junto a su socio local ECADI, el edificio se sitúa en el distrito de Tongzhou y apuesta a reflejar una visión transformadora de las bibliotecas en la era digital. El proyecto consiguió la tercera estrella GBEL de China, el nivel de sostenibilidad más alto que se puede alcanzar en el país, gracias a su esfuerzo por reducir el uso de carbono.

Snøhetta alcanzó notoriedad internacional con proyectos como la Bibliotheca Alexandrina (1989-2001), que revivió la antigua biblioteca de Alejandría en Egipto; la Ópera y el Ballet Nacionales de Noruega (2000-2008), parte de la revitalización del frente marítimo industrial de Oslo; y el Pabellón del Museo Nacional Conmemorativo del 11 de Septiembre (2004-2014) en el World Trade Center de Nueva York. Su obra más reciente es un centro contemporáneo para el aprendizaje, el intercambio de conocimientos y la interacción social, una biblioteca que forma parte del ambicioso plan urbanístico de Tongzhou.

Snøhetta

Interior de la Biblioteca Municipal de Pekín (2018-2023), de Snøhetta. Fotografía: Yumeng Zhu

El diseño de la Biblioteca Municipal de Pekín enfatiza la materialidad del libro y el acto de pasar páginas como experiencia principal. Hay además espacios dedicados a exposiciones, espectáculos, conferencias y restauración de libros antiguos. El núcleo del edificio es un amplio foro de casi 16 metros de altura desde el que se elevan terrazas escalonadas, que siguen curvas suaves y rítmicas y un serpenteante camino central conocido como El Valle, que espejea el curso del vecino río Tonghui. El diseño de estas colinas articula estanterías de libros con asientos de lectura y superficies de estudio.

Las columnas y la cubierta emulan un conjunto de árboles ginkgo que invitan a leer en su sombra. Este principio formal dialoga con la naturaleza circundante, presente en los interiores –un auténtico paisaje– gracias a las extensas fachadas de vidrio. Snøhetta plantea su nuevo proyecto como una defensa de la lectura en soporte físico, sin que ello implique el aislamiento social o dar la espalda a la experiencia digital. Para ello ha creado un espacio estimulante, un nodo cultural cuyas características podrían resultar una atracción para potenciales lectores chinos.

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Dos pintores viajeros

Peregrino transparente (Periférica, 2023), la novela de Juan Cárdenas, obliga a volver, inmediatamente después de terminar su lectura, a uno de los libros señeros de César Aira, Un episodio en la vida del pintor viajero (Beatriz Viterbo, 2000). Cuando se amontonan palabras en Google aparece una entrevista con el colombiano donde comenta que, efectivamente, el relato del argentino está en el origen del proyecto. Novelas sobre pintores viajeros, europeos, al promediar el siglo XIX, en Sudamérica. Pero lo más interesante es que esta suerte de apropiación o reescritura no reduce en lo más mínimo la singularidad de Peregrino transparente, notable por derecho propio, en todo caso aporta una capa más a la recepción de un texto complejo, evocativo, lleno de imágenes fulgurantes, capaz de mezclar una suerte de arqueología del presente con la novela de aventuras y la teoría del arte.

La comparación de ambos libros, separados por un par de décadas, alumbra lo mismo el de Aira que el de Cárdenas. Como ocurre con otros relatos del argentino, la lectura de Un episodio en la vida del pintor viajero instala una sensación enigmática. Ahí está esa prosa dúctil, que parece surgir de la improvisación y al mismo tiempo tener un fuerte anclaje clásico, que al final produce una novelita de viaje, llena de ideas sobre el arte y, al mismo tiempo, con un núcleo vacío. ¿De qué habla ese relato? De un momento traumático en el trayecto de su personaje, el pintor alemán Johann Moritz Rugendas, que sobrevive al impacto de dos rayos consecutivos en una planicie, en su viaje hacia la pampa. Pero ¿por qué se narra ese episodio? Pese a la perspicaz lectura de Martín Kohan (revista Ramona, no. 32, mayo-junio de 2003), que identifica una suerte de nacimiento conceptual del cine –electrificado, con el rostro transfigurado, Rugendas se obsesiona con capturar el movimiento– se impone, me temo, la libertad del arte narrativo, sin metáforas evidentes ni mensajes subyacentes. La escritura parece cabalgar hacia la creación de imágenes y de momentos reflexivos que operan como puestas en abismo:

Todas estas escenas eran mucho más de cuadros que de la realidad. En los cuadros se las puede pensar, se las puede inventar; con lo cual pueden sobrepasarse en extrañeza, en incoherencia, en locura. En la realidad, en cambio, suceden, sin invención previa. Frente al Tambo estaban sucediendo, y a la vez era como si se estuvieran inventando a sí mismas, como si manaran de las ubres de las vacas negras.

Juan Cárdenas elige a otro pintor histórico, el inglés Henry Price, obsesionado con la obra de un enigmático colega, el genial Pandiguando. Como miembro de la Comisión Corográfica, pinta el paisaje humano y natural de distintas regiones de la República de la Nueva Granada, hoy Colombia. La intención es identificar el potencial económico y político de zonas donde las posibilidades están aún abiertas, en disputa entre liberales y conservadores, a pocas décadas de consumada la Independencia. Pero donde Aira narra sin detenerse en meditaciones históricas o políticas, Cárdenas flexiona el viaje una y otra vez: cuenta la gestación misma de la novela, imagina el destino de Price, cava en la historia del capitalismo en América Latina.

La diversidad de registros de Peregrino transparente apuntala su condición de novela extraordinaria, por razones muy distintas a las que vuelven extraordinario su modelo, Un episodio en la vida del pintor viajero. Y sin embargo está el tema central, el artista cuya mirada trata de apresar lo que ve. Estas novelas, más bien, hacen ver. Son pictóricas, piensan lo pictórico, y en buena medida sus reflexiones pretenden inscribir una mirada más amplia sobre la relación entre arte e historia. Pese a lo explícito de sus intenciones, que tienen de guía Peregrinación de Alpha (1853), de Manuel Ancízar, Juan Cárdenas logra construir su propio enigma. Intuimos un montón de cosas pero, al final, ¿qué hemos leído? En esa apertura de posibilidades ocurre, aún, la literatura, como leemos en Peregrino transparente tras un excurso sobre un poema de Mario Montalbetti:

Es la literalidad de la literatura lo que resulta insoportable. Es la literalidad –la desobediencia radical del lenguaje literario a cualquier programa o algoritmo– lo que la ideología de nuestro tiempo intenta desesperadamente reconducir, domesticar, amaestrar. Así que, por favor, dejen de decir que el problema es que somos muy literales. Ojalá fuera así. El problema es justamente que no podemos soportar la literalidad, el vacío central del significante o el vacío central de las partículas elementales, tanto da. El pivote inmaterial de toda la materia. El truco de la ideología no es la literalidad, sino su habilidad para establecer un significado fijo para cada cosa que decimos y hacer que esa operación fraudulenta parezca siempre natural.

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Dos pintores viajeros

Peregrino transparente (Periférica, 2023), la novela de Juan Cárdenas, obliga a volver, inmediatamente después de terminar su lectura, a uno de los libros señeros de César Aira, Un episodio en la vida del pintor viajero (Beatriz Viterbo, 2000). Cuando se amontonan palabras en Google aparece una entrevista con el colombiano donde comenta que, efectivamente, el relato del argentino está en el origen del proyecto. Novelas sobre pintores viajeros, europeos, al promediar el siglo XIX, en Sudamérica. Pero lo más interesante es que esta suerte de apropiación o reescritura no reduce en lo más mínimo la singularidad de Peregrino transparente, notable por derecho propio, en todo caso aporta una capa más a la recepción de un texto complejo, evocativo, lleno de imágenes fulgurantes, capaz de mezclar una suerte de arqueología del presente con la novela de aventuras y la teoría del arte.

La comparación de ambos libros, separados por un par de décadas, alumbra lo mismo el de Aira que el de Cárdenas. Como ocurre con otros relatos del argentino, la lectura de Un episodio en la vida del pintor viajero instala una sensación enigmática. Ahí está esa prosa dúctil, que parece surgir de la improvisación y al mismo tiempo tener un fuerte anclaje clásico, que al final produce una novelita de viaje, llena de ideas sobre el arte y, al mismo tiempo, con un núcleo vacío. ¿De qué habla ese relato? De un momento traumático en el trayecto de su personaje, el pintor alemán Johann Moritz Rugendas, que sobrevive al impacto de dos rayos consecutivos en una planicie, en su viaje hacia la pampa. Pero ¿por qué se narra ese episodio? Pese a la perspicaz lectura de Martín Kohan (revista Ramona, no. 32, mayo-junio de 2003), que identifica una suerte de nacimiento conceptual del cine –electrificado, con el rostro transfigurado, Rugendas se obsesiona con capturar el movimiento– se impone, me temo, la libertad del arte narrativo, sin metáforas evidentes ni mensajes subyacentes. La escritura parece cabalgar hacia la creación de imágenes y de momentos reflexivos que operan como puestas en abismo:

Todas estas escenas eran mucho más de cuadros que de la realidad. En los cuadros se las puede pensar, se las puede inventar; con lo cual pueden sobrepasarse en extrañeza, en incoherencia, en locura. En la realidad, en cambio, suceden, sin invención previa. Frente al Tambo estaban sucediendo, y a la vez era como si se estuvieran inventando a sí mismas, como si manaran de las ubres de las vacas negras.

Juan Cárdenas elige a otro pintor histórico, el inglés Henry Price, obsesionado con la obra de un enigmático colega, el genial Pandiguando. Como miembro de la Comisión Corográfica, pinta el paisaje humano y natural de distintas regiones de la República de la Nueva Granada, hoy Colombia. La intención es identificar el potencial económico y político de zonas donde las posibilidades están aún abiertas, en disputa entre liberales y conservadores, a pocas décadas de consumada la Independencia. Pero donde Aira narra sin detenerse en meditaciones históricas o políticas, Cárdenas flexiona el viaje una y otra vez: cuenta la gestación misma de la novela, imagina el destino de Price, cava en la historia del capitalismo en América Latina.

La diversidad de registros de Peregrino transparente apuntala su condición de novela extraordinaria, por razones muy distintas a las que vuelven extraordinario su modelo, Un episodio en la vida del pintor viajero. Y sin embargo está el tema central, el artista cuya mirada trata de apresar lo que ve. Estas novelas, más bien, hacen ver. Son pictóricas, piensan lo pictórico, y en buena medida sus reflexiones pretenden inscribir una mirada más amplia sobre la relación entre arte e historia. Pese a lo explícito de sus intenciones, que tienen de guía Peregrinación de Alpha (1853), de Manuel Ancízar, Juan Cárdenas logra construir su propio enigma. Intuimos un montón de cosas pero, al final, ¿qué hemos leído? En esa apertura de posibilidades ocurre, aún, la literatura, como leemos en Peregrino transparente tras un excurso sobre un poema de Mario Montalbetti:

Es la literalidad de la literatura lo que resulta insoportable. Es la literalidad –la desobediencia radical del lenguaje literario a cualquier programa o algoritmo– lo que la ideología de nuestro tiempo intenta desesperadamente reconducir, domesticar, amaestrar. Así que, por favor, dejen de decir que el problema es que somos muy literales. Ojalá fuera así. El problema es justamente que no podemos soportar la literalidad, el vacío central del significante o el vacío central de las partículas elementales, tanto da. El pivote inmaterial de toda la materia. El truco de la ideología no es la literalidad, sino su habilidad para establecer un significado fijo para cada cosa que decimos y hacer que esa operación fraudulenta parezca siempre natural.

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martes, 27 de febrero de 2024

Ecoficción, dos puertas a la

Relatos con árboles

Al hablar sobre las múltiples dificultades que tuvo al empezar su carrera literaria pasados los setenta, con los relatos que conforman la colección de nouvelles llamada A River Runs through It (traducida al español como El río de la vida), Norman Maclean describió muy bien cierto prejuicio: “Para añadir más problemas, estas historias resultaron ser westerns, o, como lo planteó un editor al devolverlas, son ‘relatos con árboles’”. Con contadas excepciones (Willa Cather o John Williams, por ejemplo), la narrativa norteamericana del siglo XX parece haber dejado de lado la naturaleza y optado por entornos urbanos o semiurbanos. Los entornos como los que aparecen en las historias de Maclean carecen del glamour de las novelas de Fitzgerald o de las multitudes de las de Saul Bellow. Con una blanca y enorme excepción, los grandes clásicos norteamericanos tienden a ser novelas citadinas.

Maclean aborda el tipo de escepticismo sobre cierta escritura postwaldeniana que prevalecía entre los editores. Una posible explicación de la negativa a publicar “relatos con árboles” la da Edward Abbey al explicar que él no considera que escriba sobre la naturaleza, y que tampoco ve mucho provecho en hacer arte sobre la naturaleza cuando basta con salir a caminar y contemplarla. Existe también, claro, una explicación cínica de esta negativa. Las historias sobre árboles, no obstante, siguieron brotando discretamente a lo largo del siglo XX: tenemos Los vagabundos del Dharma de Kerouac y La pesca de la trucha en Norteamérica de Richard Brautigan, como ejemplos populares, o Into the Wild de John Krakauer. En el siglo XXI también es posible encontrar novelas que continúan con esta tradición discreta, como Sukkwan Island de David Vann, novela con una visión más desencantada sobre el regreso de los humanos a la naturaleza que cualquiera de las anteriores. El caso paradigmático, no obstante, es El clamor de los bosques, novela con la que Richard Powers ganó el premio Pulitzer en 2019 y que Alianza de Novelas editó en español al año siguiente.

El clamor de los bosques se mueve en múltiples direcciones. Al igual que otras novelas del autor, como Galatea 2.2, busca ser un diálogo, a la manera de C.P. Snow, entre “las dos culturas”, es decir las ciencias y las humanidades. Uno de sus personajes principales, Patricia Westerford, se basa parcialmente en Suzanne Simmard, la autora de una investigación sobre el funcionamiento de los bosques como ecosistemas e inteligencias colectivas en comunicación constante. Westerford se aparta durante un tiempo de la comunidad científica, pues ésta rechaza no sólo sus hipótesis sino incluso la posibilidad de que puedan ser probadas por medio de experimentos y observaciones. Sólo hasta tiempo después descubre que parte de su investigación ha inspirado a biólogos más jóvenes a seguir por el camino que había trazado.

Richard Powers pone en perspectiva diversos aspectos de la civilización humana y su dependencia histórica de los árboles. Otra de sus preocupaciones son las diferencias que hay entre los tiempos de vida de los humanos y de los árboles.

Powers pone en perspectiva diversos aspectos de la civilización humana y su dependencia histórica de los árboles. Otra de sus preocupaciones son las diferencias que hay entre los tiempos de vida de los humanos y de los árboles. Nicholas Hoel, uno de sus personajes, hereda, junto a un juego de fotografías de un castaño tomadas por sus antepasados, la tarea de seguir fotografiando a mismo árbol. El narrador omnisciente recurre a diversos recursos para poner en perspectiva estas diferencias temporales: “Varios kilómetros más abajo y tres siglos antes, una avispa cubierta de polen se introdujo por un agujero en el extremo de un higo y puso huevos por todo el intrincado jardín de flores oculto en su interior”. O: “Bajo tierra, los troncos octogenarios tienen, como poco, cien mil años. No le sorprendería que esta enorme criatura clónica, única y compuesta que parece un bosque hubiera estado aquí desde hace un millón de años”.

La novela sigue temáticas científicas pero no es presa del realismo, y es posible encontrar en ciertos puntos trazos de melodrama e incluso de realismo mágico (un personaje muere y luego resucita gracias a unos seres que le indican que debe defender los bosques). Tiene nueve personajes principales, cuyos intereses sirven como distintos modos de abordar tres temas principales: la deforestación, los bosques como entidades y el ecoactivismo. Las historias convergen cuando los protagonistas deciden actuar en contra de los intereses corporativos y estatales para defender los bosques.

El clamor de los bosques entra de lleno en lo que hoy se conoce como “ecoficción”, concepto relativamente nuevo pero cuyos orígenes se remontan al menos hasta el romanticismo. Una de sus principales temáticas es la crítica al cinismo con el que suelen abordarse cuestiones ecológicas como la destrucción industrializada de los bosques. Adam Appich, un psicólogo que busca estudiar el perfil de los ecoactivistas, es el personaje en el que se encarnan algunos de los puntos de vista más cínicos de la novela, pero finalmente termina uniéndose a su propio objeto de estudio. A Powers no se le escapa que uno de los argumentos más comunes para defender la deforestación es que esta actividad industrial “genera empleos”: “En los últimos quince años un tercio de los puestos de trabajo han pasado a realizarlos las máquinas. Ahora se talan más árboles y hay menos gente trabajando”.

ecoficción

Edward Abbey retratado por Ed Lallo. © Getty Images

La banda de la tenaza

El arco iris de gravedad no sería el compendio temático-estilístico posmoderno que es si no incorporara preocupaciones ecológicas dentro de su multitud de temas. Ya avanzada la novela, durante un ataque de culpa, Tyrone Slothrop se pregunta qué puede hacer si su familia “hizo su fortuna matando árboles, amputándolos, separándolos de sus raíces, rajándolos, triturándolos hasta convertirlos en pulpa, blanqueando esa pulpa hasta transformarla en papel, por el que les pagaban con más papel”, a lo que un pino cercano contesta: “La próxima vez que te tropieces con una tala por aquí, procura encontrar alguno de los tractores que no esté vigilado y quítale el filtro del aceite. Es algo que está a tu alcance”. Remover el filtro de aceite… o quizá también es posible verter algo de arena o jarabe de maple en el tanque de la gasolina o simplemente subirse a una de las máquinas, encenderla y, ceremoniosamente, provocar que caiga por un barranco.

Y qué hay de las presas, ¿no afean tremendamente el paisaje? Los proyectos del grupo de amigos que forman La banda de la tenaza (The Monkey Wrench Gang) no son menos ambiciosos que esto. Con la publicación de esta novela en 1975, Edward Abbey dio al mundo el que posiblemente sea el primer clásico de la ecoficción. El libro ha inspirado a diversas agrupaciones, entre ellas Earth First!, que tuvo nexos directos con Abbey en sus inicios y cuyas acciones, como la defensa de árboles y bosques usando escudos humanos, inspiraron en parte El clamor de los bosques.

En la novela de Abbey un grupo informal, que incluye a una estudiante semihippie, un ex boina verde, un Jack Mormon que trabaja como guía de turistas y un doctor cascarrabias, comete diversos delitos contra individuos, corporaciones e iniciativas gubernamentales que atentan contra el ambiente y el paisaje de zonas de Arizona, Utah, Colorado y Nuevo México. La narración y la caracterización hiperbólicas que utiliza Abbey en esta novela funcionan en parte como recursos dramáticos y en parte para no obviar que aboga por diversas acciones que podrían calificarse sin problema como ecoterrorismo (aunque todas pertenecientes a la variante “sin muertos”). Estos recursos caricaturescos encontraron su complemento perfecto en las ilustraciones que hizo Robert Crumb para acompañar una de las tantas reediciones del libro.

En El camino de Ida de Ricardo Piglia una descripción de la novela de Abbey lleva los aspectos caricaturescos al extremo: uno de los personajes hace “su tesis sobre The Monkey Gang [sic], la novela de Edward Abbey, con dibujos de Robert Crumb, sobre la banda de forajidos anarquistas medio punks que defendían la naturaleza matando a los que devastaban los bosques y destruyendo las máquinas excavadoras, las palas mecánicas y las motosierras […] una violenta ficción gore que retomaba, según él, las tradiciones de las country songs y el bandolerismo rural”.

La narración y la caracterización hiperbólicas que utiliza Edward Abbey en esta novela funcionan en parte como recursos dramáticos y en parte para no obviar que aboga por diversas acciones que podrían calificarse sin problemas como ecoterrorismo.

La novela deja claro que sus intereses son abiertamente luditas, otra cosa que la emparienta con Pynchon. Al igual que al autor de Vineland y a Richard Powers, a Abbey le interesa hablar abiertamente de la manera en la que los intereses corporativos y la avaricia han destruido el alma de las personas y el entorno en el que viven. Hay también una celebración de la destrucción y la violencia. La primera vez que encontramos a Doc Sarvis en la novela es acompañado de Bonnie Abbzug en un viaje en carretera en el que se dedican a quemar anuncios publicitarios. George Washington Hayduke, el ex boina verde, también es dado a buscar pelea en bares. Al huir del lugar en el que se encuentra un puente de ferrocarriles que van a volar, Abbzug les pide que se detengan y vuelvan pues no ve razón alguna para volar un puente y no quedarse a observar el espectáculo.

El personaje de Doc Sarvis sirve a Abbey para examinar algunos aspectos de la contracultura sesentera. Su evaluación del lugar en el que vive Bonnie Abbzug, edificio que cuenta con una de las cúpulas diseñadas por Buckminster Fuller, bastión cultural del “modernismo hippie” (según Greg Castillo, profesor asociado de arquitectura de la Universidad de Berkley), es negativa. De igual manera, Doc detesta a los grupos de rock como “los Konks, los Scarababs, los Hateful Dead, los Green Crotch”, pasión en la que encuentra un aliado en Robert Crumb, aunque Doc Sarvis también odie a Big Brother and the Holding Company.

En La banda de la tenaza (editada en español por Books4Pocket) hay un profundo odio hacia el mundo contemporáneo, con sus máquinas automatizadas y sus alambres de púas. Siguiendo el pensamiento de George Hayduke el narrador nos dice: “Cuando las ciudades se borraran y se hubiesen acabado todos los líos, cuando los girasoles llenaran las cintas de asfalto y cemento de las olvidadas carreteras interestatales, cuando el Pentágono y el Kremlin se hubieran convertido en residencias de ancianos para generales, presidentes y otros cabezas huecas, cuando los rascacielos de vidrio y aluminio de Phoenix Arizona fuesen cubiertos por dunas de arena, entonces, entonces, entonces por Dios que puede que por fin hombres libres y mujeres salvajes a caballo, mujeres libres y hombres salvajes a caballo, podrían vagar a gusto entre las artemisas de aquellas tierras –maldita sea– pastoreando el ganado salvaje, y darse atracones de carne cruda y putas vísceras, y danzar toda la noche a la música de los violines, y banjos, y guitarras aceradas a la luz de la luna renacida”.

La banda de la tenaza equipara y opone simultáneamente la fuga y el combate: los personajes buscan fugarse del mundo contemporáneo atacando directamente algunos de sus pilares, y su combate los obliga a huir de las autoridades, escondiéndose en la naturaleza y huyendo momentáneamente del mundo. Esta oposición continúa fuera de la novela, con el activismo y las agrupaciones inspiradas por Abbey y sus escritos. En ciertos círculos se utiliza aún el verbo to monkeywrench para referirse a un tipo específico de sabotaje.

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Ecoficción, dos puertas a la

Relatos con árboles

Al hablar sobre las múltiples dificultades que tuvo al empezar su carrera literaria pasados los setenta, con los relatos que conforman la colección de nouvelles llamada A River Runs through It (traducida al español como El río de la vida), Norman Maclean describió muy bien cierto prejuicio: “Para añadir más problemas, estas historias resultaron ser westerns, o, como lo planteó un editor al devolverlas, son ‘relatos con árboles’”. Con contadas excepciones (Willa Cather o John Williams, por ejemplo), la narrativa norteamericana del siglo XX parece haber dejado de lado la naturaleza y optado por entornos urbanos o semiurbanos. Los entornos como los que aparecen en las historias de Maclean carecen del glamour de las novelas de Fitzgerald o de las multitudes de las de Saul Bellow. Con una blanca y enorme excepción, los grandes clásicos norteamericanos tienden a ser novelas citadinas.

Maclean aborda el tipo de escepticismo sobre cierta escritura postwaldeniana que prevalecía entre los editores. Una posible explicación de la negativa a publicar “relatos con árboles” la da Edward Abbey al explicar que él no considera que escriba sobre la naturaleza, y que tampoco ve mucho provecho en hacer arte sobre la naturaleza cuando basta con salir a caminar y contemplarla. Existe también, claro, una explicación cínica de esta negativa. Las historias sobre árboles, no obstante, siguieron brotando discretamente a lo largo del siglo XX: tenemos Los vagabundos del Dharma de Kerouac y La pesca de la trucha en Norteamérica de Richard Brautigan, como ejemplos populares, o Into the Wild de John Krakauer. En el siglo XXI también es posible encontrar novelas que continúan con esta tradición discreta, como Sukkwan Island de David Vann, novela con una visión más desencantada sobre el regreso de los humanos a la naturaleza que cualquiera de las anteriores. El caso paradigmático, no obstante, es El clamor de los bosques, novela con la que Richard Powers ganó el premio Pulitzer en 2019 y que Alianza de Novelas editó en español al año siguiente.

El clamor de los bosques se mueve en múltiples direcciones. Al igual que otras novelas del autor, como Galatea 2.2, busca ser un diálogo, a la manera de C.P. Snow, entre “las dos culturas”, es decir las ciencias y las humanidades. Uno de sus personajes principales, Patricia Westerford, se basa parcialmente en Suzanne Simmard, la autora de una investigación sobre el funcionamiento de los bosques como ecosistemas e inteligencias colectivas en comunicación constante. Westerford se aparta durante un tiempo de la comunidad científica, pues ésta rechaza no sólo sus hipótesis sino incluso la posibilidad de que puedan ser probadas por medio de experimentos y observaciones. Sólo hasta tiempo después descubre que parte de su investigación ha inspirado a biólogos más jóvenes a seguir por el camino que había trazado.

Richard Powers pone en perspectiva diversos aspectos de la civilización humana y su dependencia histórica de los árboles. Otra de sus preocupaciones son las diferencias que hay entre los tiempos de vida de los humanos y de los árboles.

Powers pone en perspectiva diversos aspectos de la civilización humana y su dependencia histórica de los árboles. Otra de sus preocupaciones son las diferencias que hay entre los tiempos de vida de los humanos y de los árboles. Nicholas Hoel, uno de sus personajes, hereda, junto a un juego de fotografías de un castaño tomadas por sus antepasados, la tarea de seguir fotografiando a mismo árbol. El narrador omnisciente recurre a diversos recursos para poner en perspectiva estas diferencias temporales: “Varios kilómetros más abajo y tres siglos antes, una avispa cubierta de polen se introdujo por un agujero en el extremo de un higo y puso huevos por todo el intrincado jardín de flores oculto en su interior”. O: “Bajo tierra, los troncos octogenarios tienen, como poco, cien mil años. No le sorprendería que esta enorme criatura clónica, única y compuesta que parece un bosque hubiera estado aquí desde hace un millón de años”.

La novela sigue temáticas científicas pero no es presa del realismo, y es posible encontrar en ciertos puntos trazos de melodrama e incluso de realismo mágico (un personaje muere y luego resucita gracias a unos seres que le indican que debe defender los bosques). Tiene nueve personajes principales, cuyos intereses sirven como distintos modos de abordar tres temas principales: la deforestación, los bosques como entidades y el ecoactivismo. Las historias convergen cuando los protagonistas deciden actuar en contra de los intereses corporativos y estatales para defender los bosques.

El clamor de los bosques entra de lleno en lo que hoy se conoce como “ecoficción”, concepto relativamente nuevo pero cuyos orígenes se remontan al menos hasta el romanticismo. Una de sus principales temáticas es la crítica al cinismo con el que suelen abordarse cuestiones ecológicas como la destrucción industrializada de los bosques. Adam Appich, un psicólogo que busca estudiar el perfil de los ecoactivistas, es el personaje en el que se encarnan algunos de los puntos de vista más cínicos de la novela, pero finalmente termina uniéndose a su propio objeto de estudio. A Powers no se le escapa que uno de los argumentos más comunes para defender la deforestación es que esta actividad industrial “genera empleos”: “En los últimos quince años un tercio de los puestos de trabajo han pasado a realizarlos las máquinas. Ahora se talan más árboles y hay menos gente trabajando”.

ecoficción

Edward Abbey retratado por Ed Lallo. © Getty Images

La banda de la tenaza

El arco iris de gravedad no sería el compendio temático-estilístico posmoderno que es si no incorporara preocupaciones ecológicas dentro de su multitud de temas. Ya avanzada la novela, durante un ataque de culpa, Tyrone Slothrop se pregunta qué puede hacer si su familia “hizo su fortuna matando árboles, amputándolos, separándolos de sus raíces, rajándolos, triturándolos hasta convertirlos en pulpa, blanqueando esa pulpa hasta transformarla en papel, por el que les pagaban con más papel”, a lo que un pino cercano contesta: “La próxima vez que te tropieces con una tala por aquí, procura encontrar alguno de los tractores que no esté vigilado y quítale el filtro del aceite. Es algo que está a tu alcance”. Remover el filtro de aceite… o quizá también es posible verter algo de arena o jarabe de maple en el tanque de la gasolina o simplemente subirse a una de las máquinas, encenderla y, ceremoniosamente, provocar que caiga por un barranco.

Y qué hay de las presas, ¿no afean tremendamente el paisaje? Los proyectos del grupo de amigos que forman La banda de la tenaza (The Monkey Wrench Gang) no son menos ambiciosos que esto. Con la publicación de esta novela en 1975, Edward Abbey dio al mundo el que posiblemente sea el primer clásico de la ecoficción. El libro ha inspirado a diversas agrupaciones, entre ellas Earth First!, que tuvo nexos directos con Abbey en sus inicios y cuyas acciones, como la defensa de árboles y bosques usando escudos humanos, inspiraron en parte El clamor de los bosques.

En la novela de Abbey un grupo informal, que incluye a una estudiante semihippie, un ex boina verde, un Jack Mormon que trabaja como guía de turistas y un doctor cascarrabias, comete diversos delitos contra individuos, corporaciones e iniciativas gubernamentales que atentan contra el ambiente y el paisaje de zonas de Arizona, Utah, Colorado y Nuevo México. La narración y la caracterización hiperbólicas que utiliza Abbey en esta novela funcionan en parte como recursos dramáticos y en parte para no obviar que aboga por diversas acciones que podrían calificarse sin problema como ecoterrorismo (aunque todas pertenecientes a la variante “sin muertos”). Estos recursos caricaturescos encontraron su complemento perfecto en las ilustraciones que hizo Robert Crumb para acompañar una de las tantas reediciones del libro.

En El camino de Ida de Ricardo Piglia una descripción de la novela de Abbey lleva los aspectos caricaturescos al extremo: uno de los personajes hace “su tesis sobre The Monkey Gang [sic], la novela de Edward Abbey, con dibujos de Robert Crumb, sobre la banda de forajidos anarquistas medio punks que defendían la naturaleza matando a los que devastaban los bosques y destruyendo las máquinas excavadoras, las palas mecánicas y las motosierras […] una violenta ficción gore que retomaba, según él, las tradiciones de las country songs y el bandolerismo rural”.

La narración y la caracterización hiperbólicas que utiliza Edward Abbey en esta novela funcionan en parte como recursos dramáticos y en parte para no obviar que aboga por diversas acciones que podrían calificarse sin problemas como ecoterrorismo.

La novela deja claro que sus intereses son abiertamente luditas, otra cosa que la emparienta con Pynchon. Al igual que al autor de Vineland y a Richard Powers, a Abbey le interesa hablar abiertamente de la manera en la que los intereses corporativos y la avaricia han destruido el alma de las personas y el entorno en el que viven. Hay también una celebración de la destrucción y la violencia. La primera vez que encontramos a Doc Sarvis en la novela es acompañado de Bonnie Abbzug en un viaje en carretera en el que se dedican a quemar anuncios publicitarios. George Washington Hayduke, el ex boina verde, también es dado a buscar pelea en bares. Al huir del lugar en el que se encuentra un puente de ferrocarriles que van a volar, Abbzug les pide que se detengan y vuelvan pues no ve razón alguna para volar un puente y no quedarse a observar el espectáculo.

El personaje de Doc Sarvis sirve a Abbey para examinar algunos aspectos de la contracultura sesentera. Su evaluación del lugar en el que vive Bonnie Abbzug, edificio que cuenta con una de las cúpulas diseñadas por Buckminster Fuller, bastión cultural del “modernismo hippie” (según Greg Castillo, profesor asociado de arquitectura de la Universidad de Berkley), es negativa. De igual manera, Doc detesta a los grupos de rock como “los Konks, los Scarababs, los Hateful Dead, los Green Crotch”, pasión en la que encuentra un aliado en Robert Crumb, aunque Doc Sarvis también odie a Big Brother and the Holding Company.

En La banda de la tenaza (editada en español por Books4Pocket) hay un profundo odio hacia el mundo contemporáneo, con sus máquinas automatizadas y sus alambres de púas. Siguiendo el pensamiento de George Hayduke el narrador nos dice: “Cuando las ciudades se borraran y se hubiesen acabado todos los líos, cuando los girasoles llenaran las cintas de asfalto y cemento de las olvidadas carreteras interestatales, cuando el Pentágono y el Kremlin se hubieran convertido en residencias de ancianos para generales, presidentes y otros cabezas huecas, cuando los rascacielos de vidrio y aluminio de Phoenix Arizona fuesen cubiertos por dunas de arena, entonces, entonces, entonces por Dios que puede que por fin hombres libres y mujeres salvajes a caballo, mujeres libres y hombres salvajes a caballo, podrían vagar a gusto entre las artemisas de aquellas tierras –maldita sea– pastoreando el ganado salvaje, y darse atracones de carne cruda y putas vísceras, y danzar toda la noche a la música de los violines, y banjos, y guitarras aceradas a la luz de la luna renacida”.

La banda de la tenaza equipara y opone simultáneamente la fuga y el combate: los personajes buscan fugarse del mundo contemporáneo atacando directamente algunos de sus pilares, y su combate los obliga a huir de las autoridades, escondiéndose en la naturaleza y huyendo momentáneamente del mundo. Esta oposición continúa fuera de la novela, con el activismo y las agrupaciones inspiradas por Abbey y sus escritos. En ciertos círculos se utiliza aún el verbo to monkeywrench para referirse a un tipo específico de sabotaje.

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‘Justicia perseguida’: álbum familiar

Entre 2018 y 2021 el fotógrafo sueco Johan Sundgren visitó la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, en la alcaldía Benito Juárez, con el fin de desarrollar un proyecto documental que en 2022 se plasmó en el fotolibro Justicia perseguida, editado por el sello sueco Journal con epílogo de Sandra Rozental. Ofrecemos el texto que Nirvana Paz leyó en la presentación del volumen el pasado 31 de enero, en el Centro de la Imagen, así como una selección de fotografías de Sundgren.

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

Papeles amontonados, un horno de microondas entre oficios, anuncios y reglas de trabajo, sepultado por papeles y cajas. También la gente que escribe esos oficios, la que llena esas cajas, la que usa el microondas: todos sepultados en el caos. Pienso en Johan Sundgren parado en el centro, mirando a los lados, tratando de entender ese síndrome de Diógenes ministerial. ¿Por dónde empezar? ¿Qué puede hacer ante esto una fotografía? ¿Alcanza? Quizá al visibilizarlo, al volverse huella, este caos muestra sus fisuras: son una unidad, una alianza, un pacto que permite sobrevivirlo.

La violencia tiene ya demasiados apellidos, aunque el más preciso tal vez sea “sistémica”. Para muchos artistas el tema ha sido inevitable. “¿De qué otra cosa podríamos hablar?”, dijo ya Teresa Margolles. Ante eso, tal vez lo que se nos impone es cómo hablarlo. Sundgren lanza su respuesta desde el espacio judicial, donde la legalidad enmarca la vulnerabilidad de la víctima. El foco se mueve al rostro de los procesos y logra alumbrar otras violencias, esta vez reglamentadas, con tiempos y formas específicas. Pensar de manera tangencial el tema logra señalarlo con otros alcances. Pienso en el trabajo de Zahara Gómez, Recetario para la memoria, realizado en conjunto con mujeres buscadoras de desaparecidos para dejar constancia de la comida preferida de sus seres queridos. En el mundo de la cocina, vinculado al hogar y a la madre, la receta toma otra dimensión, la apabullante presencia de la silla vacía en el comedor. 

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

Si las palabras hacen cosas, las fotografías también. Aquí nos muestran el otro lado de la ventanilla para intuir los horarios, la exigencia de productividad y el precario salario de quien atiende: los espacios administrativos-burocráticos destinados a gestionar y resolver situaciones de violencia se convierten así en espacios para desactivar y desestimar el reclamo de justicia. Presenciar la espera continua y angustiante de quien acude a esta oficina en busca de ayuda. ¡Ay, la espera! Llena de amenazas, desgastante, intenta convencernos de lo inútil de todo para que, finalmente, desistamos. Entonces queda claro que las incapacidades de la burocracia de la legalidad no son por ineficacia, son calculadas y esperadas.

En este lugar donde la principal acción es la inacción, Johan Sundgren apuesta por una mirada de 360 grados. Así, invita a los visitantes y empleados de la fiscalía a apretar el control que les ha puesto en la mano y disparar el obturador de su cámara. Los autorretratos que surgen fisuran por un instante la muralla deshumanizada que divide a la ejecución de la demanda de justicia. Como testigo que busca unir los pedazos, ¿qué encontró el autor entre los pliegues?

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

Tal vez por las imágenes panorámicas del libro, donde la línea de horizonte recorre dos páginas, pienso en límites, el aquí y el allá, en eso que nos separa. O un lugar de contacto y encuentro. Como conjuro kafkiano creado a través de preguntas: ¿quiénes son?, ¿de qué violencias son sujetos ellos?, ¿qué violencias reproducen?, ¿qué piensan y sienten al hacerlo?

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

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‘Justicia perseguida’: álbum familiar

Entre 2018 y 2021 el fotógrafo sueco Johan Sundgren visitó la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, en la alcaldía Benito Juárez, con el fin de desarrollar un proyecto documental que en 2022 se plasmó en el fotolibro Justicia perseguida, editado por el sello sueco Journal con epílogo de Sandra Rozental. Ofrecemos el texto que Nirvana Paz leyó en la presentación del volumen el pasado 31 de enero, en el Centro de la Imagen, así como una selección de fotografías de Sundgren.

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

Papeles amontonados, un horno de microondas entre oficios, anuncios y reglas de trabajo, sepultado por papeles y cajas. También la gente que escribe esos oficios, la que llena esas cajas, la que usa el microondas: todos sepultados en el caos. Pienso en Johan Sundgren parado en el centro, mirando a los lados, tratando de entender ese síndrome de Diógenes ministerial. ¿Por dónde empezar? ¿Qué puede hacer ante esto una fotografía? ¿Alcanza? Quizá al visibilizarlo, al volverse huella, este caos muestra sus fisuras: son una unidad, una alianza, un pacto que permite sobrevivirlo.

La violencia tiene ya demasiados apellidos, aunque el más preciso tal vez sea “sistémica”. Para muchos artistas el tema ha sido inevitable. “¿De qué otra cosa podríamos hablar?”, dijo ya Teresa Margolles. Ante eso, tal vez lo que se nos impone es cómo hablarlo. Sundgren lanza su respuesta desde el espacio judicial, donde la legalidad enmarca la vulnerabilidad de la víctima. El foco se mueve al rostro de los procesos y logra alumbrar otras violencias, esta vez reglamentadas, con tiempos y formas específicas. Pensar de manera tangencial el tema logra señalarlo con otros alcances. Pienso en el trabajo de Zahara Gómez, Recetario para la memoria, realizado en conjunto con mujeres buscadoras de desaparecidos para dejar constancia de la comida preferida de sus seres queridos. En el mundo de la cocina, vinculado al hogar y a la madre, la receta toma otra dimensión, la apabullante presencia de la silla vacía en el comedor. 

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

Si las palabras hacen cosas, las fotografías también. Aquí nos muestran el otro lado de la ventanilla para intuir los horarios, la exigencia de productividad y el precario salario de quien atiende: los espacios administrativos-burocráticos destinados a gestionar y resolver situaciones de violencia se convierten así en espacios para desactivar y desestimar el reclamo de justicia. Presenciar la espera continua y angustiante de quien acude a esta oficina en busca de ayuda. ¡Ay, la espera! Llena de amenazas, desgastante, intenta convencernos de lo inútil de todo para que, finalmente, desistamos. Entonces queda claro que las incapacidades de la burocracia de la legalidad no son por ineficacia, son calculadas y esperadas.

En este lugar donde la principal acción es la inacción, Johan Sundgren apuesta por una mirada de 360 grados. Así, invita a los visitantes y empleados de la fiscalía a apretar el control que les ha puesto en la mano y disparar el obturador de su cámara. Los autorretratos que surgen fisuran por un instante la muralla deshumanizada que divide a la ejecución de la demanda de justicia. Como testigo que busca unir los pedazos, ¿qué encontró el autor entre los pliegues?

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

Tal vez por las imágenes panorámicas del libro, donde la línea de horizonte recorre dos páginas, pienso en límites, el aquí y el allá, en eso que nos separa. O un lugar de contacto y encuentro. Como conjuro kafkiano creado a través de preguntas: ¿quiénes son?, ¿de qué violencias son sujetos ellos?, ¿qué violencias reproducen?, ¿qué piensan y sienten al hacerlo?

Johan Sundgren

Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

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Del proyecto Justicia perseguida. © Johan Sundgren

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lunes, 26 de febrero de 2024

Diseño latinoamericano en el MoMA

“El diseño está ahí para conectarnos con una comunidad y con la vida cotidiana”, comentó Ana Elena Mallet en la entrevista que publicamos el año pasado. 2024 es un punto de quiebre en la trayectoria de la curadora mexicana especializada en la disciplina, pues el 8 de marzo se inaugura Crafting Modernity: Design in Latin America, 1940–1980 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Luego de dos décadas de llevar las formas útiles a las salas de las instituciones mexicanas, con énfasis en creadores locales, ahora el lienzo se extiende a una región y un amplio período en uno de los principales espacios expositivos del mundo.

Con trabajos procedentes de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Venezuela, Crafting Modernity es la primera exhibición del museo neoyorquino dedicada el diseño latinoamericano a esta escala. Las cuatro décadas que recorre son las de los proyectos modernizadores en estos países, con un impulso a la industrialización: el llamado desarrollismo. 150 objetos, la mitad procedentes de la colección del MoMA, atestiguan este momento: mobiliario, diseño gráfico, textiles, cerámica y fotografía. El diseño es pensado aquí como plataforma para “examinar y comprender transformaciones políticas, sociales y culturales más amplias en la región”.

Crafting Modernity

Antonio Bonet, Juan Kurchan y Jorge Ferrari Hardoy, silla BKF (1938). Colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York. © 2024 The Museum of Modern Art, New York

Sin bibliografía o antecedentes expositivos que articulen la totalidad de los materiales presentados, la propuesta de Ana Elena Mallet –en la que colaboró Amanda Forment, asistente curatorial del Departamento de Arquitectura y Diseño del MoMA– se presenta como la apertura de una senda de investigación sobre la forma en que el trabajo artesanal dio un carácter particular al diseño moderno de los países incluidos. La sustenta trabajo de campo, viajes a estudios de diversos creadores en distintas ciudades, así como una revisión crítica de la Industrial Design Competition del museo, que dio pie a la muestra Organic Design in Home Furnishings (1941), donde se alentaba a los diseñadores latinoamericanos a “usar materiales y métodos de construcción locales”.

Crafting Modernity: Design in Latin America, 1940–1980, que podrá visitarse hasta el 22 de septiembre, se organiza en núcleos que van de los interiores domésticos de la Casa de Vidrio (Lina Bo Bardi, 1951), la Casa sobre el Arroyo (Amancio Williams y Delfina Gálvez Bunge, 1943–1946) o la casa de Alfredo Boulton en Pampatar (Miguel Arroyo, 1953) al papel de los diseñadores como empresarios y su colaboración con marcas internacionales como Knoll y Herman Miller. Los aportes de mujeres y la incidencia de la inmigración son algunos ejes de la muestra, así como el protagonismo de las tradiciones artesanales en un contexto de industralización (un tema ya presente en Una modernidad hecha a mano, MUAC, 2022).

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Diseño latinoamericano en el MoMA

“El diseño está ahí para conectarnos con una comunidad y con la vida cotidiana”, comentó Ana Elena Mallet en la entrevista que publicamos el año pasado. 2024 es un punto de quiebre en la trayectoria de la curadora mexicana especializada en la disciplina, pues el 8 de marzo se inaugura Crafting Modernity: Design in Latin America, 1940–1980 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Luego de dos décadas de llevar las formas útiles a las salas de las instituciones mexicanas, con énfasis en creadores locales, ahora el lienzo se extiende a una región y un amplio período en uno de los principales espacios expositivos del mundo.

Con trabajos procedentes de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Venezuela, Crafting Modernity es la primera exhibición del museo neoyorquino dedicada el diseño latinoamericano a esta escala. Las cuatro décadas que recorre son las de los proyectos modernizadores en estos países, con un impulso a la industrialización: el llamado desarrollismo. 150 objetos, la mitad procedentes de la colección del MoMA, atestiguan este momento: mobiliario, diseño gráfico, textiles, cerámica y fotografía. El diseño es pensado aquí como plataforma para “examinar y comprender transformaciones políticas, sociales y culturales más amplias en la región”.

Crafting Modernity

Antonio Bonet, Juan Kurchan y Jorge Ferrari Hardoy, silla BKF (1938). Colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York. © 2024 The Museum of Modern Art, New York

Sin bibliografía o antecedentes expositivos que articulen la totalidad de los materiales presentados, la propuesta de Ana Elena Mallet –en la que colaboró Amanda Forment, asistente curatorial del Departamento de Arquitectura y Diseño del MoMA– se presenta como la apertura de una senda de investigación sobre la forma en que el trabajo artesanal dio un carácter particular al diseño moderno de los países incluidos. La sustenta trabajo de campo, viajes a estudios de diversos creadores en distintas ciudades, así como una revisión crítica de la Industrial Design Competition del museo, que dio pie a la muestra Organic Design in Home Furnishings (1941), donde se alentaba a los diseñadores latinoamericanos a “usar materiales y métodos de construcción locales”.

Crafting Modernity: Design in Latin America, 1940–1980, que podrá visitarse hasta el 22 de septiembre, se organiza en núcleos que van de los interiores domésticos de la Casa de Vidrio (Lina Bo Bardi, 1951), la Casa sobre el Arroyo (Amancio Williams y Delfina Gálvez Bunge, 1943–1946) o la casa de Alfredo Boulton en Pampatar (Miguel Arroyo, 1953) al papel de los diseñadores como empresarios y su colaboración con marcas internacionales como Knoll y Herman Miller. Los aportes de mujeres y la incidencia de la inmigración son algunos ejes de la muestra, así como el protagonismo de las tradiciones artesanales en un contexto de industralización (un tema ya presente en Una modernidad hecha a mano, MUAC, 2022).

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