viernes, 22 de diciembre de 2023

Tres armas, tres bosques

acumular deseos en plantas ingratas

referir lo tuyo en verdor solemne

y entonces vendrán diez caballos

a tirar la cola al viento negro

Alejandra Pizarnik, “Mi bosque”

 

Tío Vania es una pieza de Antón P. Chéjov escrita en 1899. Ya no hay bosque de niebla es una tragedia a partir de la obra de Chéjov, estrenada este año por Teatro Línea de Sombra con elenco de la Compañía Nacional de Teatro. El cambio de género dramático de pieza a tragedia en esta versión es, según entiendo, deliberado; producto del deseo y el goce de experimentar y hallar nuevos caminos dramatúrgicos. Es, además, efectivo hasta cierto punto.

La primera señal de que Ya no hay bosque de niebla es una tragedia es que Vania (interpretado por Gustavo Schaar) lo dice con todas sus letras al inicio, casi en la apertura. Parafraseo: “Debemos cocinar una tragedia y una última cena”. La mención de la última cena (la cual preparan lxs actores a lo largo de la obra) es, además, un prefacio de muerte (otra cualidad constante de la tragedia).

La segunda señal es que la obra es explícitamente intemporal. Una pista la dan los vestuarios. Me parecen incomprensibles algunas decisiones en este rubro, pero si su objetivo era subrayar la universalidad: fuere. La universalidad es inherente a la tragedia. Fuera del espacio escénico de Ya no hay bosque de niebla ocurre la vorágine social infinita. Curiosamente esta presencia toca algo que concierne a la pieza: un contexto social específico. Se habla, por ejemplo, de los mujiks que están afuera de la casa; la nueva dramaturgia no los anula para alejarnos del contexto ruso. Este termina de enmarcarse con las anécdotas personales de Octavia Popesku, quien interpreta a María, y con una serie de preguntas que formula la nana Marina en boca y cuerpo de Laura Padilla, al indagar sobre su interacción con un mujik fuera de escena.

La tercera señal de que Ya no hay bosque de niebla es una tragedia es la existencia de un error trágico o, mejor dicho, una serie de microerrores trágicos que ocurren en escena y derivan en la última señal: la transformación innegable del orden cósmico establecido, luego de la anagnórisis. En la pieza de Chéjov, donde el error trágico ya ha ocurrido mucho antes que la anécdota, la anagnórisis sirve para modificar la vida interior de lxs personajes, pero no el orden social inicial.

Aquí dan inicio los spoilers tanto de estas dos obras como de una tercera.

Tío Vania

Escena de Ya no hay bosque de niebla, de Teatro Línea de Sombra y la Compañía Nacional de Teatro. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Diez años antes de escribir Tío Vania Chéjov escribió una primera versión: Лeший (Lieshiy), que podría traducirse como El espíritu del bosque o El duende del bosque. En esta versión, con cuatro personajes más que en Tío Vania, Vania no hace el intento de asesinar de un balazo a Serebriakov luego de que este anuncia que venderá la propiedad. En cambio sale de escena enfurecido y desamparado tras su célebre reclamo (prácticamente íntegro en Tío Vania) y se da un balazo en la cabeza en el bosque. Esta acción deriva en un melancólico, incómodo y feliz nuevo orden para el resto de lxs personajes. Hay una sensación agridulce tras la muerte de Vania. Es decir que esta primera versión hizo un guiño a la tragedia.

Cabe mencionar que el espíritu Lieshiy, en la mitología eslava, es un guardián del bosque al que todos los animales obedecen. Casi siempre aparece con la forma de criatura antropomórfica, pero también adopta la forma de diferentes animales y, en ocasiones, la de algún pariente cercano de quien llega a verlo. Es un ser voluble que puede tener arranques de ira cuando alguien atenta contra su espacio. Se trata de la representación de la brutalidad del bosque.

Durante el cuarto acto de El espíritu del bosque el protagonista, Khrushov, luego de la muerte de Vania, le dice al ricachón comodino de Serebriakov: “Me consideraba a mí mismo un individuo idealista y compasivo, y al mismo tiempo no toleraba el menor error en los demás. Me creía los chismes; difamaba yo también y cuando, por ejemplo, su esposa me ofreció su amistad de buena fe, le dije desde mi pedestal: ‘¡Aléjese de mí! ¡Desprecio su amistad!’. Así soy yo. En mí habita el espíritu del bosque: soy mezquino, sin talento, ciego, ¡pero usted tampoco es un águila, profesor! Y al mismo tiempo, toda la comarca, todas las mujeres, me ven como un héroe, como una persona avanzada. Y usted es famoso en toda Rusia. Y si personas como yo son consideradas en serio como héroes, y personas como usted son así de famosas, significa que en medio de la nada […] no hay héroes verdaderos, no hay talento, no hay nadie que nos saque de este bosque oscuro; que corrija lo que arruinamos. No hay águilas de a de veras que merezcan un reconocimiento honorable”.

Khrushov (apodado, en efecto, “espíritu del bosque” por el resto de lxs personajes) es un personaje consciente de su propia mediocridad; en Tío Vania termina por convertirse en Ástrov, un médico que detesta su profesión y ama el bosque. Me pareció muy curioso que en la puesta en escena de Teatro Línea de Sombra, Ástrov (interpretado por Roldán Ramírez) no proyectara una intención claramente amorosa sino violenta para con el bosque. El actor encaja una pala en un costal de tierra y luego hurga en ese agujero con las manos en forma de pico certero. Extrae un puñado de tierra y la disemina sobre una charola de metal. Procede a “plantar” un diminuto árbol plástico en el costal. Todo esto bajo una luz verde vegetal que enfatiza la atmósfera silvestre. Me pareció una decisión inexacta, pues el enamoramiento tan profundo que siente Sonya por Ástrov tiene que ver con su amor por la naturaleza. Luego pensé que este tipo de amor no necesariamente debiera traducirse en ternura. “Lo agreste y lo salvaje también debe cuidarse”, dice Ástrov, cuya forma de amar al parecer empata con el objeto amado.

Sin embargo no me creo del todo la justificación en este montaje, pues la pasión por el bosque se apaga considerablemente en la escena en la que Ástrov le explica a Elena los mapas de los alrededores. El parlamento donde el médico describe cómo ha cambiado el área en los últimos años se recortó considerablemente, sustituyendo ciertos detalles de las dinámicas de irresponsabilidad ecológica de finales del s. XIX por otras más contemporáneas. Este recorte no permite que el actor mute su emoción de entusiasmo a decepción al notar que Elena no tiene ningún interés por saber de esas atrocidades. Sonya sí. Ella sí gusta del espíritu del bosque en las tres versiones.

Solo puedo especular, pero me parece que El espíritu del bosque es un inesperado estudio de personaje, tanto de Khrushov como de Vania, que le hizo ver a Chéjov dos cosas: que Khrushov-Ástrov no era el protagonista, sino Vania, y que este no debía matarse sino hacer un intento por matar a Serebriakov. Lo del intento es importante, pues los dos tiros que desperdicia Vania para luego arrojar la pistola al piso y caer, impotente, sobre una silla, son los que afianzan a Tío Vania como una pieza.

Lo que sí tienen en común los géneros dramáticos pieza y tragedia (también la comedia, otro género realista) es que funcionan con un mecanismo de causalidad. Los personajes no accionan guiados por una necedad anecdótica del autor, sino por su propio carácter. En Tío Vania el susodicho alega desde un principio que detesta que Serebriakov haya modificado de manera tan drástica su modus vivendi con su presencia. Lo envidia por su fama, por su estilo de vida aristocrático y sobre todo por su segunda esposa, mucho más joven que él. Le tiene rencor por no reconocer, siquiera, todo el trabajo que Vania ha hecho por él durante 25 años. La realidad social de Vania es la consciencia de que ha estado trabajando para un hombre que creía brillante. La imagen idealizada que Vania tenía de Serebriakov se desmoronó y ahora Vania no puede dejar de ver su propia vida como un desperdicio. Pero fue Vania quien decidió entregar su vida a esta misión, lo cual no significa que lo reconozca.

Es cómodo culpar a otrxs de nuestras decisiones desgraciadas. Cuando Serebriakov anuncia, tanto en Tío Vania como en Ya no hay bosque de niebla, que va a vender la propiedad, Vania alcanza la cúspide de su frustración. En la pieza de Chéjov es lógico que después de toda la trayectoria emocional de Vania, elija dispararle a Serebriakov. Por eso hay un momento de gran sorpresa al ver que en la versión de 2023 quien le dispara con éxito al profesor es Teleguin, dando así por terminada la obra. ¿Cómo es que llegamos a esto? Hay que retroceder un poco para examinar las decisiones narrativas y escénicas.

Más arriba señalé que Ya no hay bosque de niebla es una tragedia gracias a la ejecución de una serie de microerrores trágicos. Estos son cometidos por nada más y nada menos que Serebriakov, de la mano de Luis Mario Moncada (dramaturgia), Jorge Vargas (dirección) y compañía. Resulta que a lo largo de la obra hay una sucesión de interacciones que parecen menores (todas en tono cómico) entre el profesor Serebriakov y Teleguin. Consisten en que cada vez que Teleguin trata de entablar un diálogo con el profesor éste termina por ignorarlo intencionalmente, de manera muy grosera. Se salta su presencia. En los parlamentos finales, cuando Vania lo cuestiona sobre su destino, el de Sonya, el de la nana y el de Teleguin, a Serebriakov se le añade un diálogo dirigido a Vania: “¿A ti qué te importa a dónde va a parar un conserje ignorante?”.

Teleguin es un terrateniente pobre que cuenta con pocos diálogos, pero es importante en el texto original de Chéjov para establecer un contraste moral con Vania. Teleguin acepta su realidad aunque sea desgraciado. No vive en pospretérito como Vania. En Tío Vania, cuando el protagonista comienza a alterarse notoriamente ante el anuncio fatal de Serebriakov, Teleguin sale de la habitación, pues no puede tolerar esa discusión. Prefiere no involucrarse en la conversación para poder seguir existiendo en el orden moral que ya conoce. En cambio en Ya no hay bosque de niebla toma la pistola que ya habíamos visto en una escena previa con Ástrov y, sin dudarlo un instante, le dispara a Serebriakov.

Tío Vania

Escena de Ya no hay bosque de niebla, de Teatro Línea de Sombra y la Compañía Nacional de Teatro. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Algo no cuadra. Se siente incompleto. No me parece suficiente que esos pocos comentarios déspotas de Serebriakov para con Teleguin lo hayan empujado a disparar con tanta certeza. Lo justifico con el hecho de que esta obra sigue el método de un laboratorio de puesta en escena, es decir que su desarrollo es un proceso constante de exploración, indagación, libertad creativa, cambios y propuestas que rozan o tocan completamente lo personal. Así es como llegamos a una bella interpretación de Кони привередливые (Koñi priveredliviye), Caballos caprichosos, de Vladimir Vysotskiy, interpretada maravillosamente por Octavia Popesku en la voz y Yurief Nieves (Teleguin) en la guitarra. Esta escena es el clímax de esta versión, puesto que todxs lxs personajes (a excepción de Serebriakov) se dejan contagiar por la verbena misteriosa que lleva un rato sonando fuera de escena. Un pedazo de la fiesta bien hecha, la bacanal violenta de los mujiks que anhelan el cambio social, se cuela en la casa y en la escena, contagiando a todxs con su Música de balas. Este suceso es sazonado con los olores de la comida que se cocina en escena. Toda la sala se inunda con el aroma del romero mientras lxs actores cantan, bailan y deshojan con furor los libros de Serebriakov. Es un momento bellísimo.

En esta puesta se ha decidido explorar a los personajes secundarios. Por eso el planteamiento de las preguntas de la nana y su vida fuera de los diálogos designados; por eso el disparo de Teleguin. Pero para que esas preguntas encuentren respuesta y el efecto del disparo sea efectivo es necesario deshilachar Tío Vania con más descaro e hilar una construcción dramatúrgica más completa, mas no más abundante en símbolos. Chéjov escribió una pieza. No se trata de serle fiel ciegamente a esta estructura sino de saber que, si se va a desmantelar, no puede hacerse tan solo cambiando la acción de dueño; cambiando la pistola de mano.

Al final de la obra, durante el conversatorio, lxs actores comentaron que Ya no hay bosque de niebla ha sido un proceso de búsqueda constante con cambios y exploraciones. Hay libertad de introducir anécdotas personales a esta versión pero también algunas premisas inamovibles que sirven para asentar la obra. Una de ellas es que no puede ser Tío Vania. Aproveché para preguntar: “¿La pistola siempre es disparada?”. Parte del elenco soltó una risa. “Depende”, respondió Schaar, “a veces falla”. “En una de las primeras funciones no se disparó”, agregó Nieves. Así que el prop no cumplió con el efecto deseado y sin querer regresó a la trama hacia sus orígenes piécicos. ¿Fue acaso el fantasma de Chéjov haciendo de guardabosques de su obra?

La falla del prop, en este caso, armoniza con el método de trabajo elegido para este montaje, y a su vez desobedece la intención de mudar de género. Sobre todo porque, si lxs actores saben que la herramienta puede fallar, sus trayectorias pasan a ya no depender de la construcción de sus personajes y sí a la fisicalidad del momento único que significa cada función. Es decir, a la obediencia del estímulo real inmediato, no tanto a las decisiones del texto. Así, como espectadores no estamos viendo una representación definitiva que se repetirá con cambios ligeros que dependen del ánimo del día; somos testigos de un proceso que quizás termine de definirse si hay suficientes funciones que le permitan no solo nutrirse de anécdotas personales, sino también depurarse de ellas, así como de otros símbolos abigarrados que no suman a la nueva obra. La canción de Vysotsky, en este caso, viene muy al caso, pues habla de los caballos salvajes que no puede controlar a la orilla de un risco. Les pide que vayan más lento. Más lento. Todo esto me hace pensar que Ya no hay bosque de niebla no es una nueva versión de Tío Vania sino de El espíritu del bosque. 

Ya no hay bosque de niebla se siente como un cúmulo de microbosques personales que se congregan en frascos sobre una mesa. Los observamos proyectados sobre un muro de madera a través de una cámara portátil, con el deseo de que sea un bosque verdadero. El título es muy adecuado en este sentido, pues el bosque se agota dejando más espacio a la niebla que, al final, en realidad parece el humo de un incendio joven. Esta catástrofe casi alegre, es la sustitución de una muerte por otra: el suicidio de Vania por el homicidio de Serebriakov. La cosa es que la trama nueva debe construirse de tal manera que como espectadores deseemos secretamente que sí le peguen un tiro a Serebriakov. Por ello debería causarnos una tremenda satisfacción que la pistola se dispare y una tremenda decepción que no.

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Tres armas, tres bosques

acumular deseos en plantas ingratas

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y entonces vendrán diez caballos

a tirar la cola al viento negro

Alejandra Pizarnik, “Mi bosque”

 

Tío Vania es una pieza de Antón P. Chéjov escrita en 1899. Ya no hay bosque de niebla es una tragedia a partir de la obra de Chéjov, estrenada este año por Teatro Línea de Sombra con elenco de la Compañía Nacional de Teatro. El cambio de género dramático de pieza a tragedia en esta versión es, según entiendo, deliberado; producto del deseo y el goce de experimentar y hallar nuevos caminos dramatúrgicos. Es, además, efectivo hasta cierto punto.

La primera señal de que Ya no hay bosque de niebla es una tragedia es que Vania (interpretado por Gustavo Schaar) lo dice con todas sus letras al inicio, casi en la apertura. Parafraseo: “Debemos cocinar una tragedia y una última cena”. La mención de la última cena (la cual preparan lxs actores a lo largo de la obra) es, además, un prefacio de muerte (otra cualidad constante de la tragedia).

La segunda señal es que la obra es explícitamente intemporal. Una pista la dan los vestuarios. Me parecen incomprensibles algunas decisiones en este rubro, pero si su objetivo era subrayar la universalidad: fuere. La universalidad es inherente a la tragedia. Fuera del espacio escénico de Ya no hay bosque de niebla ocurre la vorágine social infinita. Curiosamente esta presencia toca algo que concierne a la pieza: un contexto social específico. Se habla, por ejemplo, de los mujiks que están afuera de la casa; la nueva dramaturgia no los anula para alejarnos del contexto ruso. Este termina de enmarcarse con las anécdotas personales de Octavia Popesku, quien interpreta a María, y con una serie de preguntas que formula la nana Marina en boca y cuerpo de Laura Padilla, al indagar sobre su interacción con un mujik fuera de escena.

La tercera señal de que Ya no hay bosque de niebla es una tragedia es la existencia de un error trágico o, mejor dicho, una serie de microerrores trágicos que ocurren en escena y derivan en la última señal: la transformación innegable del orden cósmico establecido, luego de la anagnórisis. En la pieza de Chéjov, donde el error trágico ya ha ocurrido mucho antes que la anécdota, la anagnórisis sirve para modificar la vida interior de lxs personajes, pero no el orden social inicial.

Aquí dan inicio los spoilers tanto de estas dos obras como de una tercera.

Tío Vania

Escena de Ya no hay bosque de niebla, de Teatro Línea de Sombra y la Compañía Nacional de Teatro. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Diez años antes de escribir Tío Vania Chéjov escribió una primera versión: Лeший (Lieshiy), que podría traducirse como El espíritu del bosque o El duende del bosque. En esta versión, con cuatro personajes más que en Tío Vania, Vania no hace el intento de asesinar de un balazo a Serebriakov luego de que este anuncia que venderá la propiedad. En cambio sale de escena enfurecido y desamparado tras su célebre reclamo (prácticamente íntegro en Tío Vania) y se da un balazo en la cabeza en el bosque. Esta acción deriva en un melancólico, incómodo y feliz nuevo orden para el resto de lxs personajes. Hay una sensación agridulce tras la muerte de Vania. Es decir que esta primera versión hizo un guiño a la tragedia.

Cabe mencionar que el espíritu Lieshiy, en la mitología eslava, es un guardián del bosque al que todos los animales obedecen. Casi siempre aparece con la forma de criatura antropomórfica, pero también adopta la forma de diferentes animales y, en ocasiones, la de algún pariente cercano de quien llega a verlo. Es un ser voluble que puede tener arranques de ira cuando alguien atenta contra su espacio. Se trata de la representación de la brutalidad del bosque.

Durante el cuarto acto de El espíritu del bosque el protagonista, Khrushov, luego de la muerte de Vania, le dice al ricachón comodino de Serebriakov: “Me consideraba a mí mismo un individuo idealista y compasivo, y al mismo tiempo no toleraba el menor error en los demás. Me creía los chismes; difamaba yo también y cuando, por ejemplo, su esposa me ofreció su amistad de buena fe, le dije desde mi pedestal: ‘¡Aléjese de mí! ¡Desprecio su amistad!’. Así soy yo. En mí habita el espíritu del bosque: soy mezquino, sin talento, ciego, ¡pero usted tampoco es un águila, profesor! Y al mismo tiempo, toda la comarca, todas las mujeres, me ven como un héroe, como una persona avanzada. Y usted es famoso en toda Rusia. Y si personas como yo son consideradas en serio como héroes, y personas como usted son así de famosas, significa que en medio de la nada […] no hay héroes verdaderos, no hay talento, no hay nadie que nos saque de este bosque oscuro; que corrija lo que arruinamos. No hay águilas de a de veras que merezcan un reconocimiento honorable”.

Khrushov (apodado, en efecto, “espíritu del bosque” por el resto de lxs personajes) es un personaje consciente de su propia mediocridad; en Tío Vania termina por convertirse en Ástrov, un médico que detesta su profesión y ama el bosque. Me pareció muy curioso que en la puesta en escena de Teatro Línea de Sombra, Ástrov (interpretado por Roldán Ramírez) no proyectara una intención claramente amorosa sino violenta para con el bosque. El actor encaja una pala en un costal de tierra y luego hurga en ese agujero con las manos en forma de pico certero. Extrae un puñado de tierra y la disemina sobre una charola de metal. Procede a “plantar” un diminuto árbol plástico en el costal. Todo esto bajo una luz verde vegetal que enfatiza la atmósfera silvestre. Me pareció una decisión inexacta, pues el enamoramiento tan profundo que siente Sonya por Ástrov tiene que ver con su amor por la naturaleza. Luego pensé que este tipo de amor no necesariamente debiera traducirse en ternura. “Lo agreste y lo salvaje también debe cuidarse”, dice Ástrov, cuya forma de amar al parecer empata con el objeto amado.

Sin embargo no me creo del todo la justificación en este montaje, pues la pasión por el bosque se apaga considerablemente en la escena en la que Ástrov le explica a Elena los mapas de los alrededores. El parlamento donde el médico describe cómo ha cambiado el área en los últimos años se recortó considerablemente, sustituyendo ciertos detalles de las dinámicas de irresponsabilidad ecológica de finales del s. XIX por otras más contemporáneas. Este recorte no permite que el actor mute su emoción de entusiasmo a decepción al notar que Elena no tiene ningún interés por saber de esas atrocidades. Sonya sí. Ella sí gusta del espíritu del bosque en las tres versiones.

Solo puedo especular, pero me parece que El espíritu del bosque es un inesperado estudio de personaje, tanto de Khrushov como de Vania, que le hizo ver a Chéjov dos cosas: que Khrushov-Ástrov no era el protagonista, sino Vania, y que este no debía matarse sino hacer un intento por matar a Serebriakov. Lo del intento es importante, pues los dos tiros que desperdicia Vania para luego arrojar la pistola al piso y caer, impotente, sobre una silla, son los que afianzan a Tío Vania como una pieza.

Lo que sí tienen en común los géneros dramáticos pieza y tragedia (también la comedia, otro género realista) es que funcionan con un mecanismo de causalidad. Los personajes no accionan guiados por una necedad anecdótica del autor, sino por su propio carácter. En Tío Vania el susodicho alega desde un principio que detesta que Serebriakov haya modificado de manera tan drástica su modus vivendi con su presencia. Lo envidia por su fama, por su estilo de vida aristocrático y sobre todo por su segunda esposa, mucho más joven que él. Le tiene rencor por no reconocer, siquiera, todo el trabajo que Vania ha hecho por él durante 25 años. La realidad social de Vania es la consciencia de que ha estado trabajando para un hombre que creía brillante. La imagen idealizada que Vania tenía de Serebriakov se desmoronó y ahora Vania no puede dejar de ver su propia vida como un desperdicio. Pero fue Vania quien decidió entregar su vida a esta misión, lo cual no significa que lo reconozca.

Es cómodo culpar a otrxs de nuestras decisiones desgraciadas. Cuando Serebriakov anuncia, tanto en Tío Vania como en Ya no hay bosque de niebla, que va a vender la propiedad, Vania alcanza la cúspide de su frustración. En la pieza de Chéjov es lógico que después de toda la trayectoria emocional de Vania, elija dispararle a Serebriakov. Por eso hay un momento de gran sorpresa al ver que en la versión de 2023 quien le dispara con éxito al profesor es Teleguin, dando así por terminada la obra. ¿Cómo es que llegamos a esto? Hay que retroceder un poco para examinar las decisiones narrativas y escénicas.

Más arriba señalé que Ya no hay bosque de niebla es una tragedia gracias a la ejecución de una serie de microerrores trágicos. Estos son cometidos por nada más y nada menos que Serebriakov, de la mano de Luis Mario Moncada (dramaturgia), Jorge Vargas (dirección) y compañía. Resulta que a lo largo de la obra hay una sucesión de interacciones que parecen menores (todas en tono cómico) entre el profesor Serebriakov y Teleguin. Consisten en que cada vez que Teleguin trata de entablar un diálogo con el profesor éste termina por ignorarlo intencionalmente, de manera muy grosera. Se salta su presencia. En los parlamentos finales, cuando Vania lo cuestiona sobre su destino, el de Sonya, el de la nana y el de Teleguin, a Serebriakov se le añade un diálogo dirigido a Vania: “¿A ti qué te importa a dónde va a parar un conserje ignorante?”.

Teleguin es un terrateniente pobre que cuenta con pocos diálogos, pero es importante en el texto original de Chéjov para establecer un contraste moral con Vania. Teleguin acepta su realidad aunque sea desgraciado. No vive en pospretérito como Vania. En Tío Vania, cuando el protagonista comienza a alterarse notoriamente ante el anuncio fatal de Serebriakov, Teleguin sale de la habitación, pues no puede tolerar esa discusión. Prefiere no involucrarse en la conversación para poder seguir existiendo en el orden moral que ya conoce. En cambio en Ya no hay bosque de niebla toma la pistola que ya habíamos visto en una escena previa con Ástrov y, sin dudarlo un instante, le dispara a Serebriakov.

Tío Vania

Escena de Ya no hay bosque de niebla, de Teatro Línea de Sombra y la Compañía Nacional de Teatro. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Algo no cuadra. Se siente incompleto. No me parece suficiente que esos pocos comentarios déspotas de Serebriakov para con Teleguin lo hayan empujado a disparar con tanta certeza. Lo justifico con el hecho de que esta obra sigue el método de un laboratorio de puesta en escena, es decir que su desarrollo es un proceso constante de exploración, indagación, libertad creativa, cambios y propuestas que rozan o tocan completamente lo personal. Así es como llegamos a una bella interpretación de Кони привередливые (Koñi priveredliviye), Caballos caprichosos, de Vladimir Vysotskiy, interpretada maravillosamente por Octavia Popesku en la voz y Yurief Nieves (Teleguin) en la guitarra. Esta escena es el clímax de esta versión, puesto que todxs lxs personajes (a excepción de Serebriakov) se dejan contagiar por la verbena misteriosa que lleva un rato sonando fuera de escena. Un pedazo de la fiesta bien hecha, la bacanal violenta de los mujiks que anhelan el cambio social, se cuela en la casa y en la escena, contagiando a todxs con su Música de balas. Este suceso es sazonado con los olores de la comida que se cocina en escena. Toda la sala se inunda con el aroma del romero mientras lxs actores cantan, bailan y deshojan con furor los libros de Serebriakov. Es un momento bellísimo.

En esta puesta se ha decidido explorar a los personajes secundarios. Por eso el planteamiento de las preguntas de la nana y su vida fuera de los diálogos designados; por eso el disparo de Teleguin. Pero para que esas preguntas encuentren respuesta y el efecto del disparo sea efectivo es necesario deshilachar Tío Vania con más descaro e hilar una construcción dramatúrgica más completa, mas no más abundante en símbolos. Chéjov escribió una pieza. No se trata de serle fiel ciegamente a esta estructura sino de saber que, si se va a desmantelar, no puede hacerse tan solo cambiando la acción de dueño; cambiando la pistola de mano.

Al final de la obra, durante el conversatorio, lxs actores comentaron que Ya no hay bosque de niebla ha sido un proceso de búsqueda constante con cambios y exploraciones. Hay libertad de introducir anécdotas personales a esta versión pero también algunas premisas inamovibles que sirven para asentar la obra. Una de ellas es que no puede ser Tío Vania. Aproveché para preguntar: “¿La pistola siempre es disparada?”. Parte del elenco soltó una risa. “Depende”, respondió Schaar, “a veces falla”. “En una de las primeras funciones no se disparó”, agregó Nieves. Así que el prop no cumplió con el efecto deseado y sin querer regresó a la trama hacia sus orígenes piécicos. ¿Fue acaso el fantasma de Chéjov haciendo de guardabosques de su obra?

La falla del prop, en este caso, armoniza con el método de trabajo elegido para este montaje, y a su vez desobedece la intención de mudar de género. Sobre todo porque, si lxs actores saben que la herramienta puede fallar, sus trayectorias pasan a ya no depender de la construcción de sus personajes y sí a la fisicalidad del momento único que significa cada función. Es decir, a la obediencia del estímulo real inmediato, no tanto a las decisiones del texto. Así, como espectadores no estamos viendo una representación definitiva que se repetirá con cambios ligeros que dependen del ánimo del día; somos testigos de un proceso que quizás termine de definirse si hay suficientes funciones que le permitan no solo nutrirse de anécdotas personales, sino también depurarse de ellas, así como de otros símbolos abigarrados que no suman a la nueva obra. La canción de Vysotsky, en este caso, viene muy al caso, pues habla de los caballos salvajes que no puede controlar a la orilla de un risco. Les pide que vayan más lento. Más lento. Todo esto me hace pensar que Ya no hay bosque de niebla no es una nueva versión de Tío Vania sino de El espíritu del bosque. 

Ya no hay bosque de niebla se siente como un cúmulo de microbosques personales que se congregan en frascos sobre una mesa. Los observamos proyectados sobre un muro de madera a través de una cámara portátil, con el deseo de que sea un bosque verdadero. El título es muy adecuado en este sentido, pues el bosque se agota dejando más espacio a la niebla que, al final, en realidad parece el humo de un incendio joven. Esta catástrofe casi alegre, es la sustitución de una muerte por otra: el suicidio de Vania por el homicidio de Serebriakov. La cosa es que la trama nueva debe construirse de tal manera que como espectadores deseemos secretamente que sí le peguen un tiro a Serebriakov. Por ello debería causarnos una tremenda satisfacción que la pistola se dispare y una tremenda decepción que no.

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Álbumes renegados de 2023, parte 1

Con frecuencia los álbumes que figuran en las listas de fin de año son incluidos, en parte, por la facilidad con que se ajustan a los parámetros de ciertos géneros. Las listas suelen confeccionarse para sectores específicos de público y los hábitos de escucha están cada vez más atomizados. Pero buena parte de la música que explora formas distintas y crea nuevos ámbitos de significación se encuentra fuera de las clasificaciones habituales y (no está claro si a pesar de eso o gracias a eso) puede resultar en experiencias auditivas de mayor riqueza. Los siguientes discos no aparecieron en muchas listas de lo mejor de 2023, pero merecen encontrar más pares de oídos insatisfechos.

Tesseract

Meredith Bates

Tesseract tiene todo el aspecto de ser un trabajo conceptual pero (afortunadamente) no lo es. Al contrario de tantos álbumes instrumentales tendientes a la abstracción, no hay una historia ni un marco discursivo a través del cual la violinista canadiense Meredith Bates nos obligue a escuchar sus piezas. Sucede que estas herramientas no son necesarias para apuntalar la capacidad de evocación cuando se trata de música con este grado de fuerza.

De cualquier forma, hay lecturas inevitables: de forma similar a otros álbumes que hablan del desgaste y la eventual desaparición (dos referencias obvias son The Disintegration Loops y toda la obra de The Caretaker), Tesseract parece erosionarse mientras se le escucha. Pero al contrario de esas obras, Bates no traza caminos lineales hacia esa desaparición, sino que propone una construcción de planos superpuestos en la que se fractura el tiempo una y otra vez. En ocasiones, la música parece volverse su propio fantasma. La inquietante portada, en la que aparece un grupo de bomberos luego de apagar un contenedor de basura, tiene el aspecto de una amenaza en un entorno de ciencia ficción. La pieza “Debris” está nombrada a partir de la chatarra espacial y, durante su media hora de duración, despierta certeramente el horror y la fascinación de moverse en el vacío. El conjunto de las seis piezas parecen una transmisión desde un mundo en el que ya no existimos.

En obras anteriores Meredith Bates se había probado como una instrumentista virtuosa, en un sentido más convencional. En Tesseract su talento se desplaza hacia el control de otros procesos: la manipulación de los sonidos del violín, de grabaciones de campo y de su propia voz. Los más de 120 minutos de música de este disco fueron grabados en vivo, en sesiones intensas (ella habla de más de nueve horas, a lo largo de un día y medio de sesiones), que luego fueron sometidas a un mínimo de mezcla. El propósito era registrar en directo la intensidad de su interpretación, algo que (a reserva de cotejarlo en alguna presentación de la artista) parece haberse logrado sin atenuantes.

Barrières mobiles

Éric la Casa

El 13 de noviembre de 2015 una serie de ataques, catalogados como terroristas, paralizaron la ciudad de París. A partir de entonces, y durante una larga temporada, se colocaron vallas metálicas para controlar el acceso a los sitios públicos más visitados. La ciudad se volvió una serie de zonas restringidas, bañadas de un sórdido silencio. El artista sonoro Éric la Casa empezó una investigación, partiendo de preguntarse si esas barreras en realidad les protegían y, sobre todo, de quiénes. Equipado con un par de micrófonos de contacto, se dio a la tarea de registrar cómo estas vallas transmitían los sonidos del entorno.

Lo importante: si esta descripción puede dar margen a esperar que Barrières mobiles sea un álbum plano o ignorable, más interesante por el concepto que por las posibilidades de escucha, sucede que el caso es el contrario. Hay momentos de tensión en los que se vuelve táctil y, en otros, la intensidad del ruido puede reflejar la potencialidad del terror que esas vallas pretendían conjurar.

Éric la Casa tiene una vasta discografía, en la que ha buscado escapar a las formas convencionales de la grabación de campo y del paisaje sonoro (tiene en su currículum haber realizado el inventivo registro del extraordinario Dancing in Tomelilla, entre muchos otros). La suma de concepto y sonido de Barrières mobiles muestra que las posibilidades de estos géneros van mucho más allá de lo testimonial.

 

Сатира и Юмор Начала XXI в.

Kvalia

El destino del postpunk ha sido ambivalente. Su vigencia, inusitadamente larga, se ve ensombrecida por su utilización como instrumento mercadotécnico. Sus formas más asépticas son hoy banda sonora habitual de cadenas de fast fashion y comerciales de perfume, cuando en su origen solía ser intimidante y contestatario. La tensión que hay entre los exponentes actuales es, tal vez, típica de cualquier subgénero, pero más acentuada: un ala busca evocar el sonido de las bandas que lo popularizaron durante sus primeros años (finales de los setenta a principios de los ochenta), sin que esté siempre claro si se trata de buscar la fidelidad a la fuente o la asimilación cómoda; la otra busca seguir la ruta de experimentación que animaba a esas primeras bandas, a riesgo de perder la etiqueta genérica en el camino (lo que también supondría una forma de fidelidad).

Квалиа (transliterado como Kvalia) se encuentra en el extremo del segundo grupo, al grado de que difícilmente se le encontrará clasificado como postpunk en artículos, reseñas o comunicados de prensa. Puede decirse que sólo es postpunk en la medida en que This Heat, por ejemplo, lo era. El dueto, originario de Siberia y asentado en Tiflis, Georgia, se especializa en bordes serrados y pasajes cáusticos. Su ferocidad se encuentra representada en una discografía de EPs breves, a la manera de la música extrema (aunque aquí haya bastante más modulación y dinamismo que en el grindcore, por ejemplo), lo que tal vez les funcione mejor para alejar el riesgo de ver disminuido su efecto. Este trabajo es la mitad de un álbum doble colaborativo (la otra mitad pertenece a Prognoz Pogody), aunque tiene más sentido si se le escucha por separado.

Desde hace una década, aproximadamente, ha llegado al hemisferio occidental una larga lista de bandas de postpunk provenientes de territorios ex soviéticos. Casi siempre se trata de versiones esquemáticas y simplificadas, casi una caricatura, de las bandas a las que emulan (40 años más viejas, en promedio). Kvalia, en contraste, es un producto difícilmente exportable: su base rítmica es demasiado inestable como para balancear la cabeza al unísono; el ruido electrónico que viste la mayoría de las canciones, demasiado agresivo como para favorecer un gesto de imperturbabilidad estilizada.

 

Techxodus

Speaker Music

Aunque la música que hace Deforrest Brown Jr. suele clasificarse como tecno (debido en gran parte a que él mismo la enmarca en la historia de este subgénero), su obra es mucho más ecléctica. En ella se pueden encontrar rastros de trap, IDM, drone y varias formas de jazz. Pero la caracterización de la música nacida en el Detroit de los ochenta no es arbitraria: Brown es enfático al señalar el olvido, de gran parte del público, del origen afroestadounidense de la música electrónica bailable. Además de músico es ensayista y ha explicitado el propósito de trabajar en la intersección de “tecnología, negritud y resistencia”. En el caso de este álbum lo ha vuelto fácil para cualquiera que busque reseñarlo: “música negra que suene tecnológica y no música hecha con tecnología”, dice una voz en los primeros segundos.

Aunque uno lo deseara (es un sonido tan sólido e intrigante que se sostendría sin problemas) es difícil escuchar a Speaker Music sin contexto. El álbum que lo dio a conocer a un público relativamente amplio, en 2020, se llama Black Nationalist Sonic Weaponry (artillería sonora del nacionalismo negro). Ese trabajo y el EP Soul-Making Theodicy (2021) son suites pensadas para escucharse continuamente. Techxodus, por su parte, está organizado en piezas discretas, aunque funciona de la misma forma que los anteriores: unos cuantos elementos, usados de forma contenida, recorren toda la duración del disco, se recombinan de formas siempre nuevas y acumulan potencia mutua sin llegar jamás a la saturación. El final elegíaco es, probablemente, la sección más elocuente de su discografía.

Techxodus es una inmersión en la historia negra y, a la vez, un lanzamiento hacia el espacio exterior, un balance que siempre ha estado en la mira del afrofuturismo.

 

Aykathani Malakon

SANAM

Aquí están representados varios de los mejores rasgos que puede tener una banda en sus inicios: la exploración, el riesgo, incluso la fricción. Hasta cierto punto, podría decirse que SANAM es una banda hecha sobre diseño. Sherif Sehnaoui, organizador de un festival musical libanés, reunió a instrumentistas provenientes del rock y la música tradicional de ese país para tocar en sesiones con Hans Joachim Irmler, integrante de los legendarios Faust. De acuerdo con Sandy Chamoun, la vocalista de la banda, aunque en esos días sucedieron algunos de los previsibles momentos de revelación, no faltaron los malos entendidos y los episodios frustrantes. Este ir y venir puede sentirse en varios momentos de este álbum, que es bastante más lleno de contrastes y variado en aproximaciones de lo que parecería a primera escucha.

Esas primeras sesiones culminaron en la presentación de SANAM en el festival Irtijal. Luego de eso, la banda decidió continuar por su cuenta. Incorporaron composiciones nuevas y desarrollaron vetas distintas de su sonido. Farah Kaddour, otra integrante de la banda (y una de las pocas mujeres que tocan el buzuq, instrumento utilizado en varios géneros autóctonos de Líbano), tenía clara la intención de separarse lo más posible de lo que se conoce como world music y derivar hacia la experimentación. De acuerdo con Chamoun, la meta era un estilo “extraterreno”. Al final, grabaron el álbum en directo.

En ocasiones la fusión de dos o más estilos que se asumirían poco compatibles puede anticiparse en sus rasgos antes de escucharse; otras, como en el caso de SANAM, el resultado sólo encuentra sentido retrospectivamente. La banda se formó en 2021, saliendo de un año inusitadamente difícil para Líbano: además de la pandemia se vivían protestas sociales por los recortes al gasto público y la enorme explosión, en la capital, de un depósito de nitrato de amonio que mató a 190 personas y dejó miles de damnificados. SANAM buscaba hacer música que se relacionara con este contexto. Chamoun recurrió a textos de poetas de su territorio, contemporáneos y clásicos, así como a letras propias, para encontrar vías hacia la comprensión de los problemas colectivos. O, al menos, para interpelarlos y sumergirse en el misterio. Las canciones de Aykathani Malakon se sienten, justamente, como eso último.

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Álbumes renegados de 2023, parte 1

Con frecuencia los álbumes que figuran en las listas de fin de año son incluidos, en parte, por la facilidad con que se ajustan a los parámetros de ciertos géneros. Las listas suelen confeccionarse para sectores específicos de público y los hábitos de escucha están cada vez más atomizados. Pero buena parte de la música que explora formas distintas y crea nuevos ámbitos de significación se encuentra fuera de las clasificaciones habituales y (no está claro si a pesar de eso o gracias a eso) puede resultar en experiencias auditivas de mayor riqueza. Los siguientes discos no aparecieron en muchas listas de lo mejor de 2023, pero merecen encontrar más pares de oídos insatisfechos.

Tesseract

Meredith Bates

Tesseract tiene todo el aspecto de ser un trabajo conceptual pero (afortunadamente) no lo es. Al contrario de tantos álbumes instrumentales tendientes a la abstracción, no hay una historia ni un marco discursivo a través del cual la violinista canadiense Meredith Bates nos obligue a escuchar sus piezas. Sucede que estas herramientas no son necesarias para apuntalar la capacidad de evocación cuando se trata de música con este grado de fuerza.

De cualquier forma, hay lecturas inevitables: de forma similar a otros álbumes que hablan del desgaste y la eventual desaparición (dos referencias obvias son The Disintegration Loops y toda la obra de The Caretaker), Tesseract parece erosionarse mientras se le escucha. Pero al contrario de esas obras, Bates no traza caminos lineales hacia esa desaparición, sino que propone una construcción de planos superpuestos en la que se fractura el tiempo una y otra vez. En ocasiones, la música parece volverse su propio fantasma. La inquietante portada, en la que aparece un grupo de bomberos luego de apagar un contenedor de basura, tiene el aspecto de una amenaza en un entorno de ciencia ficción. La pieza “Debris” está nombrada a partir de la chatarra espacial y, durante su media hora de duración, despierta certeramente el horror y la fascinación de moverse en el vacío. El conjunto de las seis piezas parecen una transmisión desde un mundo en el que ya no existimos.

En obras anteriores Meredith Bates se había probado como una instrumentista virtuosa, en un sentido más convencional. En Tesseract su talento se desplaza hacia el control de otros procesos: la manipulación de los sonidos del violín, de grabaciones de campo y de su propia voz. Los más de 120 minutos de música de este disco fueron grabados en vivo, en sesiones intensas (ella habla de más de nueve horas, a lo largo de un día y medio de sesiones), que luego fueron sometidas a un mínimo de mezcla. El propósito era registrar en directo la intensidad de su interpretación, algo que (a reserva de cotejarlo en alguna presentación de la artista) parece haberse logrado sin atenuantes.

Barrières mobiles

Éric la Casa

El 13 de noviembre de 2015 una serie de ataques, catalogados como terroristas, paralizaron la ciudad de París. A partir de entonces, y durante una larga temporada, se colocaron vallas metálicas para controlar el acceso a los sitios públicos más visitados. La ciudad se volvió una serie de zonas restringidas, bañadas de un sórdido silencio. El artista sonoro Éric la Casa empezó una investigación, partiendo de preguntarse si esas barreras en realidad les protegían y, sobre todo, de quiénes. Equipado con un par de micrófonos de contacto, se dio a la tarea de registrar cómo estas vallas transmitían los sonidos del entorno.

Lo importante: si esta descripción puede dar margen a esperar que Barrières mobiles sea un álbum plano o ignorable, más interesante por el concepto que por las posibilidades de escucha, sucede que el caso es el contrario. Hay momentos de tensión en los que se vuelve táctil y, en otros, la intensidad del ruido puede reflejar la potencialidad del terror que esas vallas pretendían conjurar.

Éric la Casa tiene una vasta discografía, en la que ha buscado escapar a las formas convencionales de la grabación de campo y del paisaje sonoro (tiene en su currículum haber realizado el inventivo registro del extraordinario Dancing in Tomelilla, entre muchos otros). La suma de concepto y sonido de Barrières mobiles muestra que las posibilidades de estos géneros van mucho más allá de lo testimonial.

 

Сатира и Юмор Начала XXI в.

Kvalia

El destino del postpunk ha sido ambivalente. Su vigencia, inusitadamente larga, se ve ensombrecida por su utilización como instrumento mercadotécnico. Sus formas más asépticas son hoy banda sonora habitual de cadenas de fast fashion y comerciales de perfume, cuando en su origen solía ser intimidante y contestatario. La tensión que hay entre los exponentes actuales es, tal vez, típica de cualquier subgénero, pero más acentuada: un ala busca evocar el sonido de las bandas que lo popularizaron durante sus primeros años (finales de los setenta a principios de los ochenta), sin que esté siempre claro si se trata de buscar la fidelidad a la fuente o la asimilación cómoda; la otra busca seguir la ruta de experimentación que animaba a esas primeras bandas, a riesgo de perder la etiqueta genérica en el camino (lo que también supondría una forma de fidelidad).

Квалиа (transliterado como Kvalia) se encuentra en el extremo del segundo grupo, al grado de que difícilmente se le encontrará clasificado como postpunk en artículos, reseñas o comunicados de prensa. Puede decirse que sólo es postpunk en la medida en que This Heat, por ejemplo, lo era. El dueto, originario de Siberia y asentado en Tiflis, Georgia, se especializa en bordes serrados y pasajes cáusticos. Su ferocidad se encuentra representada en una discografía de EPs breves, a la manera de la música extrema (aunque aquí haya bastante más modulación y dinamismo que en el grindcore, por ejemplo), lo que tal vez les funcione mejor para alejar el riesgo de ver disminuido su efecto. Este trabajo es la mitad de un álbum doble colaborativo (la otra mitad pertenece a Prognoz Pogody), aunque tiene más sentido si se le escucha por separado.

Desde hace una década, aproximadamente, ha llegado al hemisferio occidental una larga lista de bandas de postpunk provenientes de territorios ex soviéticos. Casi siempre se trata de versiones esquemáticas y simplificadas, casi una caricatura, de las bandas a las que emulan (40 años más viejas, en promedio). Kvalia, en contraste, es un producto difícilmente exportable: su base rítmica es demasiado inestable como para balancear la cabeza al unísono; el ruido electrónico que viste la mayoría de las canciones, demasiado agresivo como para favorecer un gesto de imperturbabilidad estilizada.

 

Techxodus

Speaker Music

Aunque la música que hace Deforrest Brown Jr. suele clasificarse como tecno (debido en gran parte a que él mismo la enmarca en la historia de este subgénero), su obra es mucho más ecléctica. En ella se pueden encontrar rastros de trap, IDM, drone y varias formas de jazz. Pero la caracterización de la música nacida en el Detroit de los ochenta no es arbitraria: Brown es enfático al señalar el olvido, de gran parte del público, del origen afroestadounidense de la música electrónica bailable. Además de músico es ensayista y ha explicitado el propósito de trabajar en la intersección de “tecnología, negritud y resistencia”. En el caso de este álbum lo ha vuelto fácil para cualquiera que busque reseñarlo: “música negra que suene tecnológica y no música hecha con tecnología”, dice una voz en los primeros segundos.

Aunque uno lo deseara (es un sonido tan sólido e intrigante que se sostendría sin problemas) es difícil escuchar a Speaker Music sin contexto. El álbum que lo dio a conocer a un público relativamente amplio, en 2020, se llama Black Nationalist Sonic Weaponry (artillería sonora del nacionalismo negro). Ese trabajo y el EP Soul-Making Theodicy (2021) son suites pensadas para escucharse continuamente. Techxodus, por su parte, está organizado en piezas discretas, aunque funciona de la misma forma que los anteriores: unos cuantos elementos, usados de forma contenida, recorren toda la duración del disco, se recombinan de formas siempre nuevas y acumulan potencia mutua sin llegar jamás a la saturación. El final elegíaco es, probablemente, la sección más elocuente de su discografía.

Techxodus es una inmersión en la historia negra y, a la vez, un lanzamiento hacia el espacio exterior, un balance que siempre ha estado en la mira del afrofuturismo.

 

Aykathani Malakon

SANAM

Aquí están representados varios de los mejores rasgos que puede tener una banda en sus inicios: la exploración, el riesgo, incluso la fricción. Hasta cierto punto, podría decirse que SANAM es una banda hecha sobre diseño. Sherif Sehnaoui, organizador de un festival musical libanés, reunió a instrumentistas provenientes del rock y la música tradicional de ese país para tocar en sesiones con Hans Joachim Irmler, integrante de los legendarios Faust. De acuerdo con Sandy Chamoun, la vocalista de la banda, aunque en esos días sucedieron algunos de los previsibles momentos de revelación, no faltaron los malos entendidos y los episodios frustrantes. Este ir y venir puede sentirse en varios momentos de este álbum, que es bastante más lleno de contrastes y variado en aproximaciones de lo que parecería a primera escucha.

Esas primeras sesiones culminaron en la presentación de SANAM en el festival Irtijal. Luego de eso, la banda decidió continuar por su cuenta. Incorporaron composiciones nuevas y desarrollaron vetas distintas de su sonido. Farah Kaddour, otra integrante de la banda (y una de las pocas mujeres que tocan el buzuq, instrumento utilizado en varios géneros autóctonos de Líbano), tenía clara la intención de separarse lo más posible de lo que se conoce como world music y derivar hacia la experimentación. De acuerdo con Chamoun, la meta era un estilo “extraterreno”. Al final, grabaron el álbum en directo.

En ocasiones la fusión de dos o más estilos que se asumirían poco compatibles puede anticiparse en sus rasgos antes de escucharse; otras, como en el caso de SANAM, el resultado sólo encuentra sentido retrospectivamente. La banda se formó en 2021, saliendo de un año inusitadamente difícil para Líbano: además de la pandemia se vivían protestas sociales por los recortes al gasto público y la enorme explosión, en la capital, de un depósito de nitrato de amonio que mató a 190 personas y dejó miles de damnificados. SANAM buscaba hacer música que se relacionara con este contexto. Chamoun recurrió a textos de poetas de su territorio, contemporáneos y clásicos, así como a letras propias, para encontrar vías hacia la comprensión de los problemas colectivos. O, al menos, para interpelarlos y sumergirse en el misterio. Las canciones de Aykathani Malakon se sienten, justamente, como eso último.

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jueves, 21 de diciembre de 2023

Arquitectura brutalista mexicana

Con cierta regularidad, los usuarios de redes sociales con intereses en la arquitectura y el diseño se topan con publicaciones referidas al llamado brutalismo. Vive una especie de auge. Surgido en el Reino Unido de la posguerra, este estilo arquitectónico se caracterizó por volúmenes masivos y geometrías estrictas, con un uso desnudo de los materiales, principalmente concreto. Especie de art brut edilicio, su presencia declinó en la década de los ochenta, dejando una marca indeleble en ciudades de los cinco continentes, principalmente Europa y América.

La revaloración mundial de los edificios brutalistas llega ahora a México con la exposición Brutalismo arquitectónico en México, que presenta, a través de fotografías, maquetas y planos, 65 proyectos de los años sesenta a la actualidad. Curada por Axel Arañó, la muestra podrá visitarse del 13 de diciembre de 2023 al 7 de abril de 2024 en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México. Que la exposición ya esté siendo discutida en algunos círculos habla de que su abordaje abre espacios a la reflexión.

Lo cierto es que el brutalismo arraigó en México a partir de la década del setenta, y esta muestra permite acercarse a una variedad de edificios que, en muchos casos, el aficionado a la arquitectura no habría asociado a una tendencia vinculada a la economía de medios y la reacción al Estilo Internacional en el que derivó el funcionalismo. Resulta de interés la forma en que Arañó encuentra en edificios contemporáneos una vocación brutalista, acaso nacida de la reevaluación de ciertos proyectos en años recientes.

Brutalismo

Joaquín Álvarez Ordóñez, Ignacio Machorro, Hilario Galguera, Guillermo Bernard y Edmundo Rodríguez Saldívar, Centro Social y Deportivo Guelatao, Ciudad de México, 1975. Fotografía: Marcos Betanzos

Edificios públicos y viviendas multifamiliares en Ciudad de México, Estado de México, Guadalajara, Veracruz y Nuevo León se suceden en la Sala 1 del MAM y son puestos a dialogar con objetos artísticos (pinturas, esculturas, secuencias de cine y video) con los que se relacionan formal y matéricamente. Brutalismo arquitectónico en México está organizada a partir de cuatro núcleos temáticos –retícula, prismas escultóricos, vivienda colectiva y espacio ceremonial– donde pueden apreciarse trabajos que van de Abraham Zabludovsky y Agustín Hernández a Manuel Rocha y Productora, pasando por diseños de Teodoro González de León, Augusto H. Álvarez, Fernando González Gortázar, Alejandro Zohn o Tatiana Bilbao.

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Arquitectura brutalista mexicana

Con cierta regularidad, los usuarios de redes sociales con intereses en la arquitectura y el diseño se topan con publicaciones referidas al llamado brutalismo. Vive una especie de auge. Surgido en el Reino Unido de la posguerra, este estilo arquitectónico se caracterizó por volúmenes masivos y geometrías estrictas, con un uso desnudo de los materiales, principalmente concreto. Especie de art brut edilicio, su presencia declinó en la década de los ochenta, dejando una marca indeleble en ciudades de los cinco continentes, principalmente Europa y América.

La revaloración mundial de los edificios brutalistas llega ahora a México con la exposición Brutalismo arquitectónico en México, que presenta, a través de fotografías, maquetas y planos, 65 proyectos de los años sesenta a la actualidad. Curada por Axel Arañó, la muestra podrá visitarse del 13 de diciembre de 2023 al 7 de abril de 2024 en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México. Que la exposición ya esté siendo discutida en algunos círculos habla de que su abordaje abre espacios a la reflexión.

Lo cierto es que el brutalismo arraigó en México a partir de la década del setenta, y esta muestra permite acercarse a una variedad de edificios que, en muchos casos, el aficionado a la arquitectura no habría asociado a una tendencia vinculada a la economía de medios y la reacción al Estilo Internacional en el que derivó el funcionalismo. Resulta de interés la forma en que Arañó encuentra en edificios contemporáneos una vocación brutalista, acaso nacida de la reevaluación de ciertos proyectos en años recientes.

Brutalismo

Joaquín Álvarez Ordóñez, Ignacio Machorro, Hilario Galguera, Guillermo Bernard y Edmundo Rodríguez Saldívar, Centro Social y Deportivo Guelatao, Ciudad de México, 1975. Fotografía: Marcos Betanzos

Edificios públicos y viviendas multifamiliares en Ciudad de México, Estado de México, Guadalajara, Veracruz y Nuevo León se suceden en la Sala 1 del MAM y son puestos a dialogar con objetos artísticos (pinturas, esculturas, secuencias de cine y video) con los que se relacionan formal y matéricamente. Brutalismo arquitectónico en México está organizada a partir de cuatro núcleos temáticos –retícula, prismas escultóricos, vivienda colectiva y espacio ceremonial– donde pueden apreciarse trabajos que van de Abraham Zabludovsky y Agustín Hernández a Manuel Rocha y Productora, pasando por diseños de Teodoro González de León, Augusto H. Álvarez, Fernando González Gortázar, Alejandro Zohn o Tatiana Bilbao.

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El apocalipsis como fábula política

Dejar el mundo atrás, película estrenada recientemente en la plataforma Netflix, sería una obra apocalíptica más en estos tiempos en los que la catástrofe se ha vuelto un producto masivo de consumo, de no ser por los personajes que están detrás del proyecto: Barack y Michelle Obama y su productora Higher Ground. Su empresa, a juzgar por reportajes en medios como The New York Times, intenta competir con los grandes de la industria aunque los Obama afirman que no consideran el cine como un trabajo de tiempo completo. Como sea, hay una lista de cintas por estrenarse en los próximos años teniendo como guía a los políticos estadounidenses.

El filme dirigido por Sam Esmail –una adaptación del bestseller del mismo nombre escrito por Rumaan Alam– es una mezcla de géneros como el thriller, la distopía e incluso cierta dosis de terror absurdo que recuerdan los planteamientos de M. Night Shyamalan. Sin embargo, la perspectiva es aquí la de la fábula política. Dejar el mundo atrás –más allá de sus fallas argumentales o sus giros forzados– es una suerte de advertencia del liberalismo ilustrado al pueblo estadounidense, un mea culpa que, sin embargo, no profundiza demasiado en sus razones y apela a una ambigüedad que, muchas veces, va en contra de sus intenciones iniciales.

La película sigue a una pareja neoyorquina formada por Amanda Sandford (una publirrelacionista interpretada por Julia Roberts) y su esposo Clay (un profesor universitario interpretado por Ethan Hawke). Con sus dos hijos alquilan una casa de lujo en las afueras de Nueva York en un intento de escapar de la neurosis de sus trabajos y sus vidas. A partir de su llegada la historia comienza a dosificar algunos elementos –lugares comunes– de las cintas con tema apocalíptico: un enorme buque pierde el rumbo y encalla en la costa a la vista los vacacionistas y la señal de Internet se pierde sin que se ofrezcan más detalles al respecto. Poco después llega, inesperadamente, G.H. Scott (el dueño de la casa, intepretado por Mahershala Ali) y su hija Ruth (interpretada por Myha’la Herrold). Scott pide a los Sandford que los dejen pasar la noche con ellos, pues han quedado varados por un apagón en la ciudad mientras se dirigían a la ópera. A partir de este detonante, Sam Esmail llevará la trama a los terrenos de la sospecha, la duda y una creciente amenaza cuyas expectativas no son satisfechas a lo largo de las más de dos horas del largometraje.

Lo que interesa, más allá de lo que se muestra en la superficie, es desentrañar el mensaje político presente en el filme. Los Sandford y los Scott son representantes de la clase que ha cosechado los frutos de la democracia y el libre mercado made in USA. Ciudadanos globales, se enfrentan a sus propios demonios cuando tienen que convivir bajo un mismo techo. Los Scott –afroamericanos– tienen que lidiar con la paranoia de Amanda que, en varios momentos, no puede contener sus prejuicios raciales, pues se muestra incrédula de que una familia de color sea dueña de una mansión con alberca incluida, mientras ellos viven en un departamento. Finalmente los vacacionistas y sus anfitriones se asumen impotentes para resolver el enigma. ¿Estados Unidos es atacado por terroristas? ¿Todo es una simulación? ¿Hay en proceso un golpe de Estado silencioso? Si en las películas con temática similar los protagonistas, al menos, tienen los arrestos para investigar y mirar la amenaza con sus propios ojos, en Dejar el mundo atrás son involuntariamente cómicos: apenas pueden explorar algunos kilómetros alrededor de la casa y regresan asustados por algún suceso extraño. En uno de esos pasajes la familia no puede seguir su camino por la autopista pues decenas de autos Tesla de conducción autónoma se estrellan uno tras otro en una fila que llega hasta la gran ciudad. Al final, regresan a la mansión incapaces de actuar mientras venados y flamencos rodean la propiedad como testigos hieráticos de su infortunio.

Dejar el mundo atrás es un ajuste de cuentas superficial con el statu quo estadounidense, pues la ambigüedad que recorre todo el filme hace que las culpas se diluyan. Cuando todos somos culpables nadie lo es en realidad. Las películas apocalípticas de la segunda mitad del siglo XX –en plena Guerra Fría– optaban por una militancia explícita (los villanos eran los soviéticos y, posteriormente, los árabes, entre otros). Ahora, en esta actualización del miedo, todo queda en el vacío: apenas imágenes lejanas de la destrucción de la ciudad y mensajes confusos en los celulares o en la televisión.

Hay, en el embrollo presentado en la película, dos elementos que intentan decirnos algo más aunque tienen un mal planteamiento: el de Rose, la hija menor de los Sandford (interpretada por Farrah Mackenzie), y el de Danny (interpretado por Kevin Bacon), un vecino que, aparentemente, está mejor informado acerca del apocalipsis que se cierne sobre Estados Unidos. La niña tiene, como única motivación, entretenerse con la serie Friends, símbolo ineludible de los felices años noventa. Cuando se va la señal de Internet, su mundo queda suspendido y ella sufre una suerte de síndrome de abstinencia. En los noventa, justamente, los demócratas consolidaron su poder durante el gobierno de Bill Clinton y la democracia liberal gozaba de cabal salud. Danny, por su parte, es un representante de la llamada América profunda. Identificado con una gorra de los Vaqueros de Dallas y una bandera estadounidense al frente de su casa, recuerda al votante trumpista que compra cualquier teoría de la conspiración mientras defiende su territorio con una escopeta. El personaje, al inicio irracional y violento, cede ante las peticiones de ayuda de Scott y Clay, pues el hijo de este último ha perdido los dientes después de la picadura de un insecto en el bosque. Irónicamente la caricatura que se presenta a través de Danny parece tener mejor control de la situación que sus asustados vecinos que siempre regresan al punto de inicio.

Dejar el mundo atrás es una película fallida, pues juega un doble juego: intenta aleccionar pero, al mismo tiempo, deja abierta la interpretación traicionando al espectador. También muestra las costuras cuando la voz del autor se mete en la voz de los personajes y, desde ahí, dispara sus dardos contra la indiferente sociedad estadounidense. Amanda Sandford, impotente ante la situación que sufre su familia, dice: “Nos jodemos entre todos. Todo el tiempo, sin tan siquiera notarlo. Jodemos a todos los seres vivos en el planeta y creemos que no hay problema porque usamos popotes de papel y ordenamos pollo de corral. Y lo enfermo es que creo que en el fondo sabemos que no engañamos a nadie. Sabemos que vivimos una mentira. Y aceptamos la fantasía colectiva para ayudarnos a ignorar y seguir ignorando lo terrible que somos”. Parece que este inútil ejercicio de sinceridad colectiva –puesto en boca de uno de los personajes– es el límite máximo al que está dispuesto a llegar el filme.

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El apocalipsis como fábula política

Dejar el mundo atrás, película estrenada recientemente en la plataforma Netflix, sería una obra apocalíptica más en estos tiempos en los que la catástrofe se ha vuelto un producto masivo de consumo, de no ser por los personajes que están detrás del proyecto: Barack y Michelle Obama y su productora Higher Ground. Su empresa, a juzgar por reportajes en medios como The New York Times, intenta competir con los grandes de la industria aunque los Obama afirman que no consideran el cine como un trabajo de tiempo completo. Como sea, hay una lista de cintas por estrenarse en los próximos años teniendo como guía a los políticos estadounidenses.

El filme dirigido por Sam Esmail –una adaptación del bestseller del mismo nombre escrito por Rumaan Alam– es una mezcla de géneros como el thriller, la distopía e incluso cierta dosis de terror absurdo que recuerdan los planteamientos de M. Night Shyamalan. Sin embargo, la perspectiva es aquí la de la fábula política. Dejar el mundo atrás –más allá de sus fallas argumentales o sus giros forzados– es una suerte de advertencia del liberalismo ilustrado al pueblo estadounidense, un mea culpa que, sin embargo, no profundiza demasiado en sus razones y apela a una ambigüedad que, muchas veces, va en contra de sus intenciones iniciales.

La película sigue a una pareja neoyorquina formada por Amanda Sandford (una publirrelacionista interpretada por Julia Roberts) y su esposo Clay (un profesor universitario interpretado por Ethan Hawke). Con sus dos hijos alquilan una casa de lujo en las afueras de Nueva York en un intento de escapar de la neurosis de sus trabajos y sus vidas. A partir de su llegada la historia comienza a dosificar algunos elementos –lugares comunes– de las cintas con tema apocalíptico: un enorme buque pierde el rumbo y encalla en la costa a la vista los vacacionistas y la señal de Internet se pierde sin que se ofrezcan más detalles al respecto. Poco después llega, inesperadamente, G.H. Scott (el dueño de la casa, intepretado por Mahershala Ali) y su hija Ruth (interpretada por Myha’la Herrold). Scott pide a los Sandford que los dejen pasar la noche con ellos, pues han quedado varados por un apagón en la ciudad mientras se dirigían a la ópera. A partir de este detonante, Sam Esmail llevará la trama a los terrenos de la sospecha, la duda y una creciente amenaza cuyas expectativas no son satisfechas a lo largo de las más de dos horas del largometraje.

Lo que interesa, más allá de lo que se muestra en la superficie, es desentrañar el mensaje político presente en el filme. Los Sandford y los Scott son representantes de la clase que ha cosechado los frutos de la democracia y el libre mercado made in USA. Ciudadanos globales, se enfrentan a sus propios demonios cuando tienen que convivir bajo un mismo techo. Los Scott –afroamericanos– tienen que lidiar con la paranoia de Amanda que, en varios momentos, no puede contener sus prejuicios raciales, pues se muestra incrédula de que una familia de color sea dueña de una mansión con alberca incluida, mientras ellos viven en un departamento. Finalmente los vacacionistas y sus anfitriones se asumen impotentes para resolver el enigma. ¿Estados Unidos es atacado por terroristas? ¿Todo es una simulación? ¿Hay en proceso un golpe de Estado silencioso? Si en las películas con temática similar los protagonistas, al menos, tienen los arrestos para investigar y mirar la amenaza con sus propios ojos, en Dejar el mundo atrás son involuntariamente cómicos: apenas pueden explorar algunos kilómetros alrededor de la casa y regresan asustados por algún suceso extraño. En uno de esos pasajes la familia no puede seguir su camino por la autopista pues decenas de autos Tesla de conducción autónoma se estrellan uno tras otro en una fila que llega hasta la gran ciudad. Al final, regresan a la mansión incapaces de actuar mientras venados y flamencos rodean la propiedad como testigos hieráticos de su infortunio.

Dejar el mundo atrás es un ajuste de cuentas superficial con el statu quo estadounidense, pues la ambigüedad que recorre todo el filme hace que las culpas se diluyan. Cuando todos somos culpables nadie lo es en realidad. Las películas apocalípticas de la segunda mitad del siglo XX –en plena Guerra Fría– optaban por una militancia explícita (los villanos eran los soviéticos y, posteriormente, los árabes, entre otros). Ahora, en esta actualización del miedo, todo queda en el vacío: apenas imágenes lejanas de la destrucción de la ciudad y mensajes confusos en los celulares o en la televisión.

Hay, en el embrollo presentado en la película, dos elementos que intentan decirnos algo más aunque tienen un mal planteamiento: el de Rose, la hija menor de los Sandford (interpretada por Farrah Mackenzie), y el de Danny (interpretado por Kevin Bacon), un vecino que, aparentemente, está mejor informado acerca del apocalipsis que se cierne sobre Estados Unidos. La niña tiene, como única motivación, entretenerse con la serie Friends, símbolo ineludible de los felices años noventa. Cuando se va la señal de Internet, su mundo queda suspendido y ella sufre una suerte de síndrome de abstinencia. En los noventa, justamente, los demócratas consolidaron su poder durante el gobierno de Bill Clinton y la democracia liberal gozaba de cabal salud. Danny, por su parte, es un representante de la llamada América profunda. Identificado con una gorra de los Vaqueros de Dallas y una bandera estadounidense al frente de su casa, recuerda al votante trumpista que compra cualquier teoría de la conspiración mientras defiende su territorio con una escopeta. El personaje, al inicio irracional y violento, cede ante las peticiones de ayuda de Scott y Clay, pues el hijo de este último ha perdido los dientes después de la picadura de un insecto en el bosque. Irónicamente la caricatura que se presenta a través de Danny parece tener mejor control de la situación que sus asustados vecinos que siempre regresan al punto de inicio.

Dejar el mundo atrás es una película fallida, pues juega un doble juego: intenta aleccionar pero, al mismo tiempo, deja abierta la interpretación traicionando al espectador. También muestra las costuras cuando la voz del autor se mete en la voz de los personajes y, desde ahí, dispara sus dardos contra la indiferente sociedad estadounidense. Amanda Sandford, impotente ante la situación que sufre su familia, dice: “Nos jodemos entre todos. Todo el tiempo, sin tan siquiera notarlo. Jodemos a todos los seres vivos en el planeta y creemos que no hay problema porque usamos popotes de papel y ordenamos pollo de corral. Y lo enfermo es que creo que en el fondo sabemos que no engañamos a nadie. Sabemos que vivimos una mentira. Y aceptamos la fantasía colectiva para ayudarnos a ignorar y seguir ignorando lo terrible que somos”. Parece que este inútil ejercicio de sinceridad colectiva –puesto en boca de uno de los personajes– es el límite máximo al que está dispuesto a llegar el filme.

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miércoles, 20 de diciembre de 2023

Las mangas como declaración

Centrales en las piezas de Cristóbal Balenciaga, Thierry Mugler o Marc Bohan, las mangas son uno de los elementos más versátiles del diseño de moda, pero quizá también uno de los menos apreciados. A través de la exposición Statement Sleeves el museo del Fashion Institute of Technology (FIT) de Nueva York busca devolverle la importancia que merece. Colleen Hill, curadora de la muestra, propone una revisión histórica de los tipos de mangas que han existido durante siglos, lo que termina por ser también una historia de la moda a través de este componente. 

Según las investigaciones de Hill, el ejemplo más antiguo del que hay registro es un vestido egipcio de lino de hace 5 mil años. La pieza más añeja en la exhibición, sin embargo, data de 1770: un corsé con mangas desmontables sujetas con lazos. En total se exhibirán 80 piezas, todas procedentes del acervo del Instituto, en las que este elemento es el protagonista. 

Para la curadora las mangas resultan una de las mejores maneras de tomar el pulso de las distintas épocas (las influencias orientales del kimono en los vestidos decimonónicos, por ejemplo, hablan de la apertura de Occidente en cuestiones socioeconómicas); sin embargo, la propuesta curatorial evita el orden cronológico y separa por categorías. En la parte introductoria se exhiben siete piezas negras de distintos períodos que dan cuenta de los estilos fundacionales de la manga, como la farol (fruncida) o la abullonada (también conocida como “manga jamón”). El resto está organizado por temas como “Transparencia y apertura”, “Plisado y volantes” o “Embellecimiento y adorno”, y en todos se puede ver alta costura firmada por Hubert de Givenchy, Marc Bohan para Dior y algunos célebres diseños del rey en este apartado, Balenciaga, entre otros grandes diseñadores.  

mangas

Madame Grès, vestido de noche (detalle), tafetán de seda azul marino, hacia 1980. Donación de Mrs. Mildred Hilson. Cortesía de The Museum at FIT, Nueva York

A través del recorrido la muestra deja claro que la creatividad y la estética de las mangas siempre ha estado relacionada con el estatus y la funcionalidad. Es notorio lo mismo en las que van bordadas en una pieza renacentista y un vestido de mangas abombadas de Carolina Herrera –diseñado para lucir en cenas y eventos, mientras la portadora está sentada– que en la comodidad que regalan dos aperturas en los codos a una ajustada chaqueta noventera de piel de Helmut Lang.

Statement Sleeves se abrirá al público el 24 de enero de 2024 y podrá visitarse hasta el 25 de agosto en The Museum at FIT de Manhattan.

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Las mangas como declaración

Centrales en las piezas de Cristóbal Balenciaga, Thierry Mugler o Marc Bohan, las mangas son uno de los elementos más versátiles del diseño de moda, pero quizá también uno de los menos apreciados. A través de la exposición Statement Sleeves el museo del Fashion Institute of Technology (FIT) de Nueva York busca devolverle la importancia que merece. Colleen Hill, curadora de la muestra, propone una revisión histórica de los tipos de mangas que han existido durante siglos, lo que termina por ser también una historia de la moda a través de este componente. 

Según las investigaciones de Hill, el ejemplo más antiguo del que hay registro es un vestido egipcio de lino de hace 5 mil años. La pieza más añeja en la exhibición, sin embargo, data de 1770: un corsé con mangas desmontables sujetas con lazos. En total se exhibirán 80 piezas, todas procedentes del acervo del Instituto, en las que este elemento es el protagonista. 

Para la curadora las mangas resultan una de las mejores maneras de tomar el pulso de las distintas épocas (las influencias orientales del kimono en los vestidos decimonónicos, por ejemplo, hablan de la apertura de Occidente en cuestiones socioeconómicas); sin embargo, la propuesta curatorial evita el orden cronológico y separa por categorías. En la parte introductoria se exhiben siete piezas negras de distintos períodos que dan cuenta de los estilos fundacionales de la manga, como la farol (fruncida) o la abullonada (también conocida como “manga jamón”). El resto está organizado por temas como “Transparencia y apertura”, “Plisado y volantes” o “Embellecimiento y adorno”, y en todos se puede ver alta costura firmada por Hubert de Givenchy, Marc Bohan para Dior y algunos célebres diseños del rey en este apartado, Balenciaga, entre otros grandes diseñadores.  

mangas

Madame Grès, vestido de noche (detalle), tafetán de seda azul marino, hacia 1980. Donación de Mrs. Mildred Hilson. Cortesía de The Museum at FIT, Nueva York

A través del recorrido la muestra deja claro que la creatividad y la estética de las mangas siempre ha estado relacionada con el estatus y la funcionalidad. Es notorio lo mismo en las que van bordadas en una pieza renacentista y un vestido de mangas abombadas de Carolina Herrera –diseñado para lucir en cenas y eventos, mientras la portadora está sentada– que en la comodidad que regalan dos aperturas en los codos a una ajustada chaqueta noventera de piel de Helmut Lang.

Statement Sleeves se abrirá al público el 24 de enero de 2024 y podrá visitarse hasta el 25 de agosto en The Museum at FIT de Manhattan.

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Adrián White: borradura y posibilidad

Hablar de la práctica artística de Adrián White (Puebla, 1983) es hablar de los pequeños gestos que dislocan la lógica del mundo para adentrarnos en un estado de contemplación activa, donde una línea o un trazo se convierten en un espacio por descubrir. Más que ejercicios de representación y memoria a través del dibujo, lo que propone son nuevas maneras de mirar para repensar la concepción del paisaje a partir de la borradura. La producción de White sucede en tiempos prolongados que se vuelven meditativos, como si estableciera una relación de movimiento corporal y afectivo con cada una de sus piezas, donde la prisa no existe.

Aunque su dibujo tiene como origen un pensamiento cercano a la pintura, el artista se rebela a las lógicas de lo pictórico mediante guiños contrarios, como no interesarse en la opacidad de la imagen sino en la transparencia.

Hay dos momentos en su práctica: el que dedica al trabajo de campo, donde replica procedimientos cercanos a la arqueología, como el levantamiento de imagen de sitio, por ejemplo, y otro que sucede en su estudio, donde el dibujo es herramienta y posibilidad en la traducción visual. En este segundo momento el tiempo adquiere un sentido de materia prima, no sólo por las horas que dedica a cada dibujo sino porque los procesos están hechos justamente de eso: trazo sobre trazo a través del tiempo. En la obra de Adrián White se reconocen gestos que oscilan entre lo sutil y lo metódico, un encuentro entre el oficio y el material. Aunque su dibujo tiene como origen un pensamiento cercano a la pintura, el artista se rebela a las lógicas de lo pictórico mediante guiños contrarios, como no interesarse en la opacidad de la imagen sino en la transparencia, o buscar los espacios negativos de la representación, siempre hacia un punto extremadamente frágil. “Lo que hago es construir el dibujo por capas, utilizo grafito suspendido en capas de medio acrílico y, aunque requiero diagramas para ir construyendo las imágenes, nunca sé exactamente qué va a resultar”, nos explica en su estudio en la Ciudad de México. Su proceso es muy cercano a la meditación o la danza, un movimiento consciente de (y atento a) las posibilidades del otrx.

Procesos de producción tan largos modifican las características intrínsecas de la materia con la que trabaja: White suele producir varias piezas a la vez, en un constante ir y venir entre el dibujo y la imagen retrabajada. “Me interesa participar en una cosa geológica de transformación. Si hablamos a nivel visual, lo que estoy intentando es que existan fuerzas habitando la imagen, llegar a un momento de tensión en donde no es claro si la forma se está creando o se está desintegrando porque es justamente eso lo que está sucediendo durante el proceso”. Mientras nos habla toca uno de sus lienzos e insiste en lo importante que es reconocer esa transformación a nivel táctil: la superficie de madera se ha trabajado de tal manera con el grafito y el acrílico que la sensación es la de estar tocando una piedra. “Esto tiene que ver con capas materiales pero también de pensamiento, de reflexión. De repente hay umbrales: si te tardas seis meses en un dibujo no puedes pensar de la misma manera durante esos seis meses. Ese tipo de resistencia a partir del dibujo, la abstracción y el silencio es lo que me gusta”.

Adrián White

Adrián White en su mesa de trabajo. © Ignacio Ponce

Caminar, dibujar, pensar

Adrián White estudió en el Savannah College of Art and Design en Estados Unidos, institución que le solicitaba una especialización desde el comienzo. Consciente de la dirección de sus impulsos creativos, estuvo siempre entre la pintura y la escultura, pero en el departamento de dibujo reconoció experimentos y formas de pensamiento que comulgaban con sus intereses. Su obra hoy día tiene gestos cercanos a ambas disciplinas. “Creo que los artistas nos metemos en procesos psicoanalíticos para entender por qué hacemos lo que hacemos o por qué nos obsesionan ciertas ideas, y me interesa esto porque al final los procesos de creación son espacios de preguntas, casi como modelos de pensamiento en cada obra”.

La idea que ha configurado sobre el paisaje comienza con una experiencia de juventud: “Mis papás tienen una armería y yo fui de cacería desde que era chico; aunque sé que el dibujo no lo contiene, esta práctica me enseñó a observar hacia abajo. Cuando caminas lo haces viendo hacia abajo porque tienes que ir con mucho cuidado por las víboras. Hay algo en mi caminar, como una memoria corporal en la que siempre miro hacia el piso. Las cosas que me interesan tienen que ver con la mirada hacia abajo. Casi con lo escondido: tengo muchos procesos de sacar piedras, copiar el hueco que deja la piedra, por ejemplo”. Aunque estos gestos suceden en la vida cotidiana de White casi de manera intuitiva, se ha hecho más consciente de cómo entiende el paisaje, comúnmente relacionado con la vastedad y el horizonte cuando para él más bien se encuentra en la escala pequeña, en lo que guarda el suelo que tenemos bajo los pies.

“Hay algo en mi caminar, como una memoria corporal en la que siempre miro hacia el piso. Las cosas que me interesan tienen que ver con la mirada hacia abajo. Casi con lo escondido: tengo muchos procesos de sacar piedras, copiar el hueco que deja la piedra, por ejemplo.”

Al escucharlo hablar comienzan a surgir preguntas sobre qué define al horizonte, por ejemplo, si acaso es la mirada la que construye el paisaje o si el paisaje existe per se, independientemente de quien lo observa. Actualmente Adrián White trabaja en la posibilidad de la borradura como forma de evocar otro tipo de presencias en el paisaje; para él “la agencia del artista está en el acto de crear”, e implementa procesos que tienen que ver con una mirada comprometida: “Con la idea de la borradura exploro las implicaciones que tiene cancelar la mirada momentáneamente”. Uno de sus procesos creativos consiste en tomar fotografías de un lugar –jardín, bosque, exterior–, montar en el muro un bastidor y cubrirlo con papel carbón para posteriormente proyectar encima la fotografía y tratar de copiarla. En este proceso resuenan las ideas de Jacques Derrida con relación al dibujo y la ceguera. ¿Qué implica abolir la domesticación de la mirada con relación al paisaje? ¿Qué ocurre con las lógicas del lenguaje? “Producir un dibujo es generar una marca; crear un dibujo sin saber lo que está sucediendo implica una potencia”.

Adrián White

Adrián White ante una de sus piezas. © Ignacio Ponce

El interés de White no es producir una imagen en específico sino reconocerse dentro de un proceso que puede llevar a otro tipo de reflexiones. ¿Cómo hemos aprendido a mirar las imágenes? “Hay una suerte de estructura abierta en la contemplación, y no tenemos el control total de la mirada. Esto implica, en el dibujo que integra un tipo de pensamiento espacial, otro tipo de dislocamiento que permite involucrar la forma en que las personas recorren los dibujos”.

Hacia la abstracción

Los emplazamientos del artista no recaen sólo en la mirada de lxs espectadorxs sino también en los espacios físicos donde monta su obra, pues se pregunta de qué manera pueden llevarse los dibujos a otros lugares y qué comportamiento pueden tener en esos espacios. El encuentro con la lógica arquitectónica de un sitio no sucede desde la pasividad o el límite de lienzo: la experiencia se expande. “Me interesa investigar qué significa borrar o cómo puedes acercarte a la idea de la borradura de una forma ralentizada para construir algo o para evocar otro tipo de presencias o el nacimiento de otras formas”, explica Adrián White. Durante la conversación recuerda la conferencia de Manuel DeLanda en el SITAC IX: Teoría y práctica de la catástrofe, donde el filósofo mexicano habló del nacimiento de las formas, las intensidades y la expresividad de la materia. “No tienes que controlar todo, hay cierta expresividad dentro de los mismos materiales y procesos, que en espacios desconocidos comienzan a soltar otro tipo de respuestas temporales”. Para el artista no es suficiente preguntarse qué significa la borradura sino atreverse a tomar posturas.

“Hay algo en mi caminar, como una memoria corporal en la que siempre miro hacia el piso. Las cosas que me interesan tienen que ver con la mirada hacia abajo. Casi con lo escondido: tengo muchos procesos de sacar piedras, copiar el hueco que deja la piedra, por ejemplo.”

“Me gusta la borradura como una cosa operativa donde suceden eventos interesantes, como pensar qué tipo de borradura estamos haciendo: tachar o velar tienen dos implicaciones completamente distintas. Saber qué está sucediendo de manera metafórica es otra cuestión”. La borradura parece venir siempre después del trazo, pero lo cierto es que una no es consecuencia de la otra. La borradura es un gesto en sí, como cuando el artista sobrepone trazos arriba de trazos, que se van borrando y, al mismo tiempo, producen otro tipo de formas. “Me gusta la idea casi absurda de copiar geológicamente lo que ves dentro de un paisaje. Y me refiero a absurda porque construyo una imagen durante dos meses que después se va a ir borrando con otros trazos, con otras veladuras”. Acostumbrados al ritmo de producción actual en el sector de las artes visuales, White reconoce que no se considera un artista de galería, porque sus tiempos de producción son otros. En tiempos de inmediatez, donde todo se capitaliza, sus procesos parecen gestos de rebeldía.

Adrián White

Una de las piezas en el estudio de Adrián White. © Ignacio Ponce

La obra de Adrián White sucede en el lugar donde comienza a construirse la imagen abstracta, cuando encuentra su autonomía y de libera del referente. “Lo que busco es la intimidad con ciertas cosas. La idea de la mancha y la manera en que la gente se relaciona con ella genera cierto tipo de distancia pero ese acercamiento implica un descubrimiento de la cosa y un extrañamiento: mientras más te acercas, más intimidad encuentras con el trazo, con el todo, pero más misterioso se vuelve el objeto”. Este proceso sucede fuera de la imagen y representa también la voluntad de la materia como un gesto escultórico y procesual.

Intención y desconcierto

Para White llegar a la mancha o a la síntesis visual de un paisaje sin caer en la representación es un pretexto para dibujar. “Al final son excusas para producir otro tipo de imágenes y espacios reflexivos. Producir una marca desde el capricho es un gran error en la abstracción, pues está vacía de intención. Todas mis decisiones tienen intención, por eso en mi proceso hay diagramas, pues aunque involucre caos e intuición es algo que decido en ese momento. Trabajar con imágenes que implican el paisaje o la experiencia dentro del paisaje, junto a sus procesos afectivos e intuitivos, me permite reconocer el material que sirve de pretexto para producir esa marca”.

Aunque la práctica del artista se desarrolla principalmente en solitario, le interesan las situaciones donde se puede dialogar a partir del dibujo o de cualquier otra cosa. A lo largo de su trayectoria ha desarrollado proyectos con otrxs artistas y agentes.

Aunque la práctica del artista se desarrolla principalmente en solitario, le interesan las situaciones donde se puede dialogar a partir del dibujo o de cualquier otra cosa. A lo largo de su trayectoria ha desarrollado proyectos con otrxs artistas y agentes. En septiembre pasado presentó la instalación Evocación sobre un paisaje ausente en el Museo Amparo, como parte de la exposición colectiva Flash 2.0: Focus de arte contemporáneo en Puebla, en la que investigó las consecuencias afectivas, sociales y políticas de la extinción del glaciar Ayoloco en el Iztaccíhuatl. Durante la visita nos enseña unas piezas delicadas y blancas que encapsulan, bañadas en pasta de yeso, diversos objetos de la naturaleza como una rama o un ramo de flores haciendo alusión a un tiempo suspendido. Nos muestra también vistas de la instalación en el museo poblano para hablar de la incomodidad que le interesa incorporar a la presentación de su trabajo, del que surgen preguntas como ¿qué es esto para mí, como espectadorx? o ¿cómo me coloco frente a estas piezas?

Adrián White

Adrián White en su estudio. © Ignacio Ponce

La práctica de Adrián White nos descoloca con gestos sutiles y potentes que resultan de largos procesos de producción. Después de la visita me quedo con la sensación de haber acariciado una piedra de río que ha sido tallada durante años bajo el agua, aunque en realidad sepa que lo que toqué fue un lienzo trabajado una y otra vez hasta alcanzar una cualidad casi pétrea: el tiempo como materia y la borradura como posibilidad.

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