La Fundación LUMA en Arlés, Francia, se localiza en el bulevar Victor Hugo, que es la continuación del bulevar Des Lices, que es la continuación del bulevar Georges Clemenceau, donde los sábados se celebra el popular mercado de productos frescos, comida tradicional, artesanía y ropa. Es una arteria de mucha vida y mucho tráfico que marca el límite del centro histórico monumental de la ciudad provenzal y los barrios de diferente nivel socioeconómico. Por su parte, el edificio de 15 mil m² diseñado por Frank Gehry se levanta en el Parc des Ateliers, once hectáreas que fueron terrenos propiedad de la Sociedad Nacional de Ferrocarriles Franceses, viejos depósitos de reparación de locomotoras de vapor cuyo estado de abandono y la necesidad de revitalizar la ciudad inspiraron el proyecto que culminó en junio de 2021 con la inauguración de la icónica torre, los jardines y los talleres destinados a usos diferentes: exposiciones, laboratorio de investigación en diseño de materiales, espacios de trabajo para artistas, etc.
La iniciativa del proyecto es de la coleccionista de arte y mecenas suiza Maja Hoffmann, rica heredera de la familia propietaria de los laboratorios Roche, con sede en Basilea, muy ligada a Arlés a través de su padre, Lukas Hoffmann, ornitólogo y fundador de la Tour du Valat, una propiedad en el corazón de la Camarga dedicada a la investigación y la conservación de las zonas húmedas mediterráneas. Los primeros pasos del proyecto del Parc des Ateliers preceden a la creación en 2004 de la Fundación LUMA –contracción de Lucas y Marina, nombres de los hijos de la mecenas–; su objetivo inicial era impulsar la creación artística aprovechando las estructuras de la zona, en el marco de los famosos Encuentros de Arlés, un festival de fotografía que atrae numerosos visitantes en los meses de verano, con exposiciones, talleres, visionados de portafolios en diferentes puntos de la ciudad, incluidos monumentos y lugares históricos, de modo que se tiene la impresión de que la fotografía artística ha tomado las calles.
Es más que probable que en la ampliación del proyecto hasta adquirir las dimensiones actuales influyera el enorme impacto que tuvo en Europa la crisis económica de 2008; en Francia los más afectados fueron los jóvenes y la población de origen inmigrante. Al respecto las cifras oficiales indican que en Arlés el índice de pobreza en 2020 era del 24% y el porcentaje de desocupados, que suele ser de los más altos de Francia, llegaba al 15%, siendo la media del país ese año del 9%. Desde esa fecha las cifras han variado poquísimo. Es decir que la ciudad no dispone de recursos para generar iniciativas que reactiven el tejido económico, por lo que la intervención de Hoffmann se consideró muy positiva si no maná caído del cielo.
La iniciativa del proyecto es de la coleccionista de arte y mecenas suiza Maja Hoffmann, rica heredera de la familia propietaria de los laboratorios Roche, con sede en Basilea, muy ligada a Arlés a través de su padre, Lukas Hoffmann.
El proyecto crece en ambición y, para dinamizar la zona no sólo con un público de paso sino atrayendo un movimiento recurrente, además de La Torre como espacio museístico, del parque de cuatro hectáreas diseñado por el paisajista Bas Smets, que pone en valor la flora mediterránea, y de los edificios adyacentes como centros de exposición, investigación y producción artística, salpicadas por un par de bares-restaurantes al aire libre, se instala la Escuela Nacional Superior de Fotografía, justo enfrente del complejo LUMA Arlés. Vale la pena subrayar que la ENSF es el único centro francés de enseñanza pública exclusivamente dedicado a la disciplina. Desde su fundación en 1982 y hasta 2019, cuando se mudaron a este moderno y amplio edificio, más adecuado para las necesidades de una enseñanza de nivel universitario, la escuela tenía su sede en un precioso palacio de la muy céntrica Rue des Arènes, el Hôtel Quiqueran de Beaujeu, que podría no tardar en ser objeto de codicia para los inversores, aunque varios partidos políticos arlesianos defienden que quede para el patrimonio público. A corta distancia del palacio está la calle que rinde homenaje a uno de sus fundadores, el fotógrafo Lucien Clergue, impulsor también de los Encuentros, que desde sus inicios han contado con el apoyo económico de Maja Hoffmann.
Resulta evidente que la iniciativa de la multimillonaria, en estrecha colaboración con el consistorio de Arlés –al frente del cual estaba el comunista Hervé Schiavetti, alcalde de 2001 a 2020–, pretendía reactivar esta zona “deprimida”, además de añadir un espacio a la vez monumental e interactivo al itinerario cultural de la ciudad. Sin olvidar, naturalmente, la vanidad de inscribir su nombre en la historia de la arquitectura moderna, participando así de una moda en auge entre los potentados, que algunos critican como fin en sí mismo. La pregunta clave es ¿lo ha conseguido? Y la respuesta es que parece demasiado pronto para lanzar las campanas al vuelo y asegurar que se ha producido el deseado y enriquecedor entrecruzamiento de población, pero es igualmente pronto para respaldar a quienes critican proyectos de estas dimensiones con el argumento de que un edificio-monumento diseñado por un arquitecto estrella atrae sólo a un público cosmopolita de paso, o que pernocta en alguno de los muchos apartamentos turísticos que pueden contratarse en las plataformas habituales y, los más adinerados, en los hoteles de lujo que no faltan en Arlés.
¿La Torre es parte activa en la gentrificación galopante de las ciudades con personalidad histórica? Tampoco se puede responder hoy de manera tajante porque la realidad quiere matices. Primero conviene hablar del edificio, del parque y de las instalaciones que ofrecen. De entrada es accesible a todo el mundo, literalmente, ya que el acceso es gratuito y sólo son de pago las visitas guiadas. La fachada metálica es de verdad singular, compuesta por 11 mil 500 bloques de acero inoxidable tratados para evitar el deslumbramiento de los conductores que circulan por Victor Hugo; el efecto conseguido no es del todo mate, como puede comprobar cualquiera que se acerque a la torre u observe las fotos. El clima de Arlés es tan variado que las luces, según las estaciones y el paso de las horas, crean tonalidades muy atractivas en su superficie azul-grisácea, brillos amortiguados que rebotan en las fachadas de las construcciones de entrada al parque, de típica arquitectura francesa. Observada en plano contrapicado, la mole de cristal y metal a mí me recordó una gigantesca piedra preciosa que sobresalía de la tierra. Su impulsora la define como una cascada de metal, como un faro desde el cual se puede divisar el mar. La variedad de metáforas es un indicio de su potencial para enriquecer nuestra imaginación, para sugerir imágenes mentales, una forma de reconsiderar el uso del museo-centro de arte.
¿La Torre es parte activa en la gentrificación galopante de las ciudades con personalidad histórica? Tampoco se puede responder hoy de manera tajante porque la realidad quiere matices.
En el interior, además de las salas de exposición, típicas salas cerradas de diferentes dimensiones –que hasta la fecha parece inclinarse por mostrar a vanguardistas y contemporáneos practicantes de un lenguaje integrado en el circuito de galerías y museos modernos, y por lo tanto decodificable por un público de connaisseurs–, el trazado es una invitación a deambular. A la izquierda de la altísima entrada acristalada está la escalera de caracol que culmina en un espejo circular y giratorio colgado del techo en el que se reflejan los visitantes, produciendo una fantasía de laberinto y de infinitud. También con la espiral juegan los toboganes, en la planta baja, a la izquierda, que su creador, el artista alemán afincado en Suecia, Carsten Höller, plantea como una invitación a divertirse, chicos o adultos. Ni qué decir tiene que no se corre riesgo físico pues los toboganes están construidos como esos tubos metálicos –transparentes en la parte superior– que en las fábricas se utilizan para enviar productos o paquetes a pisos inferiores. Höller explicaba en la revista Artsy la intención que alimenta su obra: “Los toboganes que yo construyo son objetos artísticos con los que espero inspirar, inducir un cuestionamiento, recalibrar la comprensión y la experiencia que una persona tiene de sí misma. La locura de un tobogán, ese ‘pánico voluptuoso’, es una forma de alegría. Es una experiencia dotada de un valor que rebasa los confines del museo o del parque infantil. Quizá sea el momento, por el bien de todos, de empezar a explorar hasta qué punto”.
Es diversión y desenfado, compensación de las líneas rectas que encontramos por doquier, por ejemplo en las terrazas que rodean una parte de la torre en el segundo piso. Asomadas al parque, ponen a prueba el vértigo y el equilibrio, sobre todo cuando sopla el mistral, y vienen a sumarse a las muchas atalayas y miradores que regala Arlés. La altura total de la torre es de 56 metros, divididos en nueve pisos. Un punto esencial del parque es el estanque artificial y la gran extensión de césped, que puede parecer incongruente como si se pretendiera evocar la campiña inglesa en la Provenza, región que forma parte de lo que los franceses llaman el Gran Sur. Lo cierto es que ese césped se ha plantado sobre la formación artificial de un montículo, fertilizando un área que antes, durante el período industrial del lugar, era puro cemento, y que por hallarse cerca de vestigios arqueológicos interesa conservar.
Aunque imaginamos un gentío colorido en verano, público cosmopolita de inauguraciones o talleres o performances, un ventoso sábado de octubre antes de mediodía solo había un par de muchachas muy jóvenes árabes, la cabeza cubierta con pañuelos azul y rosa pastel, jugando a perseguirse con un niño de cuatro años. Sentado en el césped, en lo alto del montículo desde donde se tiene una espectacular vista del conjunto, un adolescente rubio dibujaba del natural en un bloc. En toda el área ajardinada, que apenas en 2020 era simple proyecto, se han plantado quinientos árboles; el paseante curioso se fijará en la variedad de plantas típicas del mediterráneo y por lo tanto adaptadas a un clima cambiante en el que abundan los días de sol.
Maja Hoffmann en todas partes
El límite posterior del parque linda, salvando el muro que rodea el recinto y atravesando una estrecha carretera poco transitada, con una senda de plátanos altos y de grueso tronco, muy frondosos, que en estas fechas lucen las hojas doradas de un otoño inusualmente cálido; al borde de un riachuelo esmirriado prosperan los cañaverales e higueras silvestres que en parte pertenecen a los vastos jardines de casonas restauradas y modernizadas. Si a pie o en cualquier vehículo alguien decide averiguar quién y cómo se vive en esos alrededores, al girar a la derecha encontrará un conglomerado de desangelados bloques de pisos de fachadas lisas con tristes balcones, calles en mal estado y algún parquecillo embarrado donde entretener a los niños en columpios diseñados en el último cuarto del siglo XX. Es la típica barriada de HLM –hábitat de alquiler controlado–, que los franceses llaman “les quartiers”, los barrios “sensibles” cuya arquitectura exhibe ese odio al pobre característico de las construcciones de la segunda mitad del siglo XX. Fueron concebidas para alojar a la emigración, aquí mayoritariamente magrebí, sin darles buenos servicios, siquiera en la recogida de basuras, o un asfaltado decente.
Si a pie o en cualquier vehículo alguien decide averiguar quién y cómo se vive en esos alrededores, al girar a la derecha encontrará un conglomerado de desangelados bloques de pisos de fachadas lisas con tristes balcones, calles en mal estado y algún parquecillo embarrado.
Bordeando ese quartier de regreso a los bulevares se llevará la sorpresa de entrar en un barrio residencial de casas y villas, probablemente construido desde mediados del pasado siglo, de diferentes niveles socioeconómicos; algunas verdaderamente modestas tienen enfrente fincas que ocupan media manzana, casas con jardines, árboles altos y añejos y párking privados. Es el barrio de les Alyscamps –Campos Elíseos en provenzal. Allí me llamó la atención un edificio, precisamente por lo mucho que me gusta el estilo de la década de los cincuenta, distintivo del distrito art déco de Miami y de barrios como Nuevo Vedado en La Habana. Es una de tantas fincas ceñidas por un jardín y protegidas por un murete que exhibe el cartelón del permiso de obras otorgado por la alcaldía de Arlés. Este edificio de varias plantas con aspecto de hotel de temporada había sido la sede de una conocida clínica, la Paoli, especializada en el tratamiento y estudio del cáncer, recientemente adquirida por… Maja Hoffmann para transformarla en un campus estudiantil. Este dato no llamaría mucho más la atención si no fuera porque la mecenas suiza, y arlesiana de corazón pues nació en la Camarga, es también propietaria del hotel de lujo L’Arlatan –4 estrellas, más restaurante, más panadería–, que renovado y modernizado se inauguró en 2018. Sito en el centro histórico, a pocos pasos del Museo Réattu y de la plaza del Forum, donde también adquirió el famoso hotel Nord Pinus.
Se dice que no pudo comprar el de mayor solera, el Hôtel du Forum, pero sí otro edificio en un rincón pintoresco que languidecía casi como basurero y donde ha construido un hotelito, como todos los suyos con decoración y piezas de arte modernos, el Hôtel du Cloître, a dos pasos del antiguo teatro romano, clasificado monumento histórico. La entrada delantera de ese hotel queda enfrente de otro edificio de gran interés patrimonial, cuya fachada de varias plantas se ve desde hace pocas semanas tapada por tablones de madera y andamios, en previsión de obras de gran calado. Y sí, también se trata de una finca histórica de la ciudad que estaba desmoronándose y también la ha comprado la coleccionista suiza. El proyecto aquí es convertirlo en residencia de artistas. En la Camarga tiene un restaurante bio con su correspondiente estrella Michelin y no hay ni que decir que el precio está a la altura. Muy cerca del río Ródano y de la carretera que atraviesa el puente que lleva a Trinquetaille, barrio proletarizado y degradado, la fachada muy deteriorada de las Nouvelles Galleries parece implorar socorro. La señora Hoffmann fue sensible al lamento y en una de sus plantas instaló las oficinas de su sociedad civil inmobiliaria Ateliers d’Arles Immobilier, con un capital social que supera los 70 millones de euros. Esta es una pequeña porción de la fortuna total de Maja Hoffmann, y aunque afirma pagar impuestos en Francia también es conocido el trato fiscal muy ventajoso concedido a inversiones como la Fundación LUMA. Cuando se dispone de esta información no extraña tanto que surjan voces críticas sobre el destino de sus inversiones, habida cuenta de las carencias que sufre Arlés, que la pandemia puso de relieve. En las paredes del casco antiguo han aparecido carteles protestando por la falta de inversión en “los barrios” y el agravio con respecto al centro que amenaza con la guetización de toda zona no turística.
Un pilar ineludible de la Fundación LUMA es la compra de archivos. Precisamente para enriquecer el programa Archivos Vivos, en 2017 se hizo con los de la famosa fotógrafa Annie Leibovitz, que arrastraba desde años atrás problemas económicos.
Un pilar ineludible de la Fundación LUMA es la compra de archivos. Precisamente para enriquecer el programa Archivos Vivos, en 2017 se hizo con los de la famosa fotógrafa Annie Leibovitz, que arrastraba desde años atrás problemas económicos para mantener el exigente nivel de producción de su obra. El pago por el fondo compuesto por ocho mil obras de la artista norteamericana se mantiene en secreto; se especula con cifras de varias decenas de millones de euros, aunque la declaración de bancarrota de la artista seguramente favoreció en la negociación a la parte compradora. Con todo, a nadie se le escapa que, por cara que haya sido la transacción, y tratándose de una fortuna privada, el partido que puede extraer ya de esos fondos en un momento como el actual, muy maduro tanto en el aspecto teórico como técnico de cara a materializar su difusión en exposiciones, libros y productos audiovisuales, la vertiente comercial a corto y largo plazo de esta operación no es despreciable.
Diane Arbus en La Torre
Con motivo del centenario del nacimiento de la fotógrafa norteamericana Diane Arbus (1923-1971), LUMA Arlés presenta Constellation, la exposición más completa a día de hoy de su obra. En forma de instalación inmersiva reúne el conjunto de pruebas de impresión de más de 450 imágenes, algunas inéditas hasta esta fecha. Las copias han sido realizadas por Neil Selkirk, uno de sus estudiantes y la única persona autorizada, desde la muerte de la artista, a positivar sus negativos. Esta exposición, presentada en el marco de la Colección Maja Hoffmann / Fundación LUMA, permite al visitante descubrir o redescubrir libremente la obra de Arbus. No es la primera vez que LUMA expone su obra, ya que entre junio de 2021 y mayo de 2022 su nombre formó parte de La cara oculta del Archivo junto a Nan Goldin, Derek Jarman, la revista suiza especializada en arte contemporáneo Parkett con Sigmar Polke y Annie Leibovitz. La sección de Arbus se titulaba A Box of Ten Photographs, de 1970. Se trata del portafolios que la artista neoyorquina preparó ese año con una decena de sus imágenes icónicas en un formato 40 x 50 cm. De los ocho que salieron a la venta por mil dólares solo se vendieron cuatro en vida de la fotógrafa. Los comisarios de la exposición detectan en el proyecto, ideado para forjarse un perfil ante los coleccionistas, la sombra del inminente suicidio –en 1971– y leen el conjunto como una especie de testamento.
Constellation presenta una verdadera antología de Diane Arbus sin buscar el efectismo emotivo pero sí el visual: las fotografías, en diferentes tamaños, cuelgan a distintas alturas enganchadas en estructuras metálicas de color negro, o de las paredes, sin una triste tarjeta que identifique el título y el año de la pieza con los datos técnicos de la copia. El fondo de la sala está cubierto por un espejo que dobla el espacio y multiplica la perspectiva. Matthieu Huméry, comisario de la exposición, explicaba que se invitaba al visitante a realizar asociaciones mentales libres con el trabajo de la artista. En las fotografías que ilustran este reportaje pueden distinguirse algunas de las imágenes más conocidas, y aunque también están la mayoría, si no todas las series que la hicieron famosa y revelaron su estilo, el desorden de la presentación puede generar confusión o desinterés, aunque también, según el ánimo, animar a repetir la visita. La experiencia del espectador será muy distinta según conozca o no la obra de Diane Arbus y su biografía.
‘Constellation’ presenta una verdadera antología de Diane Arbus sin buscar el efectismo emotivo pero sí el visual: las fotografías, en diferentes tamaños, cuelgan a distintas alturas enganchadas en estructuras metálicas de color negro, o de las paredes, sin una triste tarjeta que identifique el título y el año de la pieza.
Podemos pensar que esa sala es una representación de la mente de la fotógrafa, donde las personas que retrató aparecen como una constelación de fotogramas en un orden y una intensidad privados, chispazos del subconsciente. Lo que en su época resultó chocante –los llamados freaks: enanos, gigantes, travestis, invertidos, retrasados mentales, bailarinas de clubes baratos, gente del circo, nudistas, parejas melancólicas de distintas edades, viejas extravagantes abrigadas con pieles o jóvenes casadas de la Quinta Avenida vestidas de punta y blanco para recoger un envío en la estafeta– hoy está integrado y categorizado como minorías o rescatado de cualquier indulgencia con una etiqueta de orgullo de clase. Pero cuando la Arbus, tras divorciarse, salió a la calle a buscar a la gente, a perfeccionar el estilo, a pulir la mirada con un formato medio que regala a la posteridad negativos perfectos, también iba a encontrarse consigo misma. Si al visitante de hoy no se le dan pistas sobre el contexto social y biográfico, un adulto nacido después de los ochenta puede encontrarse sin asideros para disfrutar de la riqueza, complejidad, interrogantes, que anidan en la obra de Diane Arbus.
Apartándonos de la crítica feroz que le hizo Susan Sontag, acusándola de perseguir los aspectos degradados de las personas retratadas y provocar los momentos chocantes, y sin caer en la complacencia posmoderna, recordemos que la diferencia entre una obra artística y otra efectista pero superficial es la verdad que aflora con el tiempo. En las fotos de famosos pintores, escritores y socialités observamos que Arbus sabía plegarse no sólo a las reglas formales del retrato convencional para su publicación en revistas especializadas, también sabía adular la imagen que esas celebridades querían dar. Su definición de la energía que se crea en una sesión fotográfica era: “hacer un retrato es como seducir a alguien”. No se sintieron seducidas algunas celebridades a las que fotografió para Squire u otras publicaciones modernas como New York, que censuraron su comportamiento a lo paparazzi lanzada sobre su presa “como un buitre”. Norman Mailer, cuyo retrato con aire receloso está en LUMA, dijo: “Darle una cámara a Diane Arbus es como darle una granada de mano a un bebé”. No llevaba armas sino dos cámaras Mamiya, dos flashes, a veces una Rollei, lentes, carretes y fotómetros, un equipo pesado para una mujer menuda pero indispensable para quien creía que el arte no es fácil.
Probablemente habría podido triunfar más rápidamente y para un público más amplio de haberse convertido en una versión ligeramente, pero sólo ligeramente friqui, de Richard Avedon, que la admiraba y asumió algo de su mirada en su extraordinario In the American West (1978-1985). Al perseguir la profundidad psicológica con cada disparo, como un reflejo distorsionado de su propia mente, Diane Arbus reveló la soledad, la pobreza, la melancolía, la resignación y también el desafío del ser distinto en unas décadas –cincuenta y sesenta– en que Estados Unidos resquebrajaba sus máscaras.
La entrada La Fundación LUMA en Arlés se publicó primero en La Tempestad.
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