viernes, 26 de abril de 2024

Libros y crimen, insisto

He estado repasando algunos libros de memorias de libreros, y por lo mismo me permito meter aquí un recuerdo de infancia, sobre la primera vez que noté que la gente que vendía libros no era de fiar.

De niño, recuerdo, participé en un concurso de dibujo interescolar. Para mi sorpresa, gané. Había dibujado un robot espantoso por el que, sin embargo, me iban a premiar. Mi madre me llevó a la ceremonia que, extrañamente, se celebraría en el edificio de oficinas de una editorial. También para mi sorpresa descubrí que varios niños fueron premiados y, para disgusto de mi madre (aún recuerdo la cara que puso), el premio consistía en sentarnos a todos en una sala para escuchar a un señor decir cualquier cosa sobre nuestros garabatos e intentar vendernos (bueno, a nuestros padres) una enciclopedia que, para entonces, ya era difícil de vender. No recuerdo nada de lo que dijo el agente de ventas pero sí que agarró un tomo de la enciclopedia y lo sostuvo desde una sola hoja, como si fuera un animal al que quería ver sufrir agarrándolo por las orejas. Pero la hoja resistió y no se desprendió: así nos demostraba que la encuadernación era de primera calidad.

Uno se divierte, entre libros y libreros. A menudo, acepto, a costa de otros. Es la sensación que me dio leer varias entradas de corrido del libro de lugares comunes Cosas raras que se oyen en librerías (2012), de Jen Campbell, un libro que lo mismo me parece simpático como un cruel espejo de lo esnob que podemos ser quienes atendemos a la gente que va a las librerías. Lo que parece un trabajo idílico, claro, también puede ser desesperante: la anécdota del cliente que busca un libro azul como de este tamaño; la de quienes preguntan por ocho libros que sí tenemos para, a la mera hora, sólo preguntar si pueden usar el baño; quien busca Crimen y castigo del Dr. Jekyll; quienes sólo van a tomarse selfis…

Lo cierto es que prefiero ese espejo aleccionador a la memoria del librero virtuoso, intachable, que con toda humildad recuerda el papel que tuvo en la formación de una conversación inteligente y pública durante varios años, creando una escuela, una comunidad y demás (algo de eso puede leerse en Memoria de la librería –también de 2012– sobre tres libreros españoles muy acá –Carlos Pascual, Paco Puche y Antonio Rivero– que yo no conocía, pero que al parecer eran geniales y admirables). Es el tipo de libros, cierto, que sólo puede escribirse tras una larga carrera y experiencia, pero creo que hay un tono más indicado para ello.

Tampoco es el tono que usó Shaun Bythell para su Diario de un librero (2018), pero se le acerca. Para empezar se trata de un género distinto (aunque muy cercano) al de la memoria, que siempre puede cojear por engrandecer el recuerdo que uno arrumbó en el sótano. Los diarios, en cambio, son atómicos y parece que en ellos siempre se lee la atribulación discontinua del oficio de vivir. Los diarios nos hacen ver más cascarrabias de lo que en realidad somos. Es como si sólo consignáramos lo que sentimos por la mañana al leer o escuchar las noticias, y no la placidez que ya llega hacia la tarde o la noche de cualquier día.

Me interesa el diario de Bythell –que también está lleno de anécdotas del tipo que compiló Campbell– porque lo estuve leyendo al mismo tiempo que Los falsificadores (2014) de Bradford Morrow, aún bajo el embrujo de los bibliomisterios. A mucha gente, creo, se le ha aparecido la fantasía de abandonarlo todo para regentar una apacible librería. Pero si encima esa librería se encuentra en un apartado pueblo de Escocia, de clima frío y húmedo y en el que abundan pubs, chimeneas y una dieta rica en grasa, ¿no parece ya de ensueño? Es lo que le pasó a Jessica Fox, que dejó su trabajo en la NASA para mudarse a Wigtown (durante un tiempo fue pareja de Bythell, pueden leer sobre su romance acá, en The Guardian); y algo similar le ocurre a los protagonistas de Los falsificadores, quienes dejan Nueva York para huir a un pequeño poblado de Irlanda.

Los falsificadores es el mejor bibliomisterio que he leído hasta ahora: no sólo es entretenido (hablo desde las apacibles aguas de la crítica cultural) sino que abundan en él escenas de librerías apetitosas, ambientes acogedores o con la marca de misterio de los mejores relatos de fantasmas. A uno le gustaría que la vida del librero fuera más así y menos como el diario de Bythell, en el que permanece la tristeza de quien se dedica a este oficio en la era de Amazon.

Como ocurre cuando uno pregunta, en alguna reunión, si alguien ha visto fantasmas alguna vez, descubro que sacar el tema de los bibliomisterios resulta en que te recomienden algunos. El escritor Guillermo Espinosa Estrada, por ejemplo, me sugirió que El miedo a los animales de Enrique Serna tenía algo de eso; la librera Paola Cuevas, por otro lado, me habló de un súper ventas que yo no conocía, El cementerio de los libros olvidados (un ciclo de cuatro novelas) de Carlos Ruiz Zafón. También leí una novela ultraviolenta, Irène (2006), de Pierre Lemaitre, que tiene su componente bibliomisterioso (los crímenes que se cometen en la novela están inspirados en obras de Brett Easton Ellis o James Ellroy). No sé si la recomendaría, pero está dentro del subgénero.

Contra la bonita idea de que el mundo editorial es un ecosistema –que es una metáfora útil pero también algo dócil–, me pregunto si no conviene verlo más bien como la trama de una novela criminal en la que todos (libreros, autores, distribuidores, editores, diseñadores, maquetadores, impresores…) estamos implicados. Pensé en esto leyendo otras memorias de librero, las de Héctor Yánover (Memorias de un librero escritas por él mismo, de 1994, y El regreso del Librero Establecido, de 2003). Son libros casi de picaresca, en ellos hay crímenes y anécdotas de todo tipo, pero sobre todo una disposición a no tomarse el oficio tan en serio. Las recomiendo.

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Libros y crimen, insisto

He estado repasando algunos libros de memorias de libreros, y por lo mismo me permito meter aquí un recuerdo de infancia, sobre la primera vez que noté que la gente que vendía libros no era de fiar.

De niño, recuerdo, participé en un concurso de dibujo interescolar. Para mi sorpresa, gané. Había dibujado un robot espantoso por el que, sin embargo, me iban a premiar. Mi madre me llevó a la ceremonia que, extrañamente, se celebraría en el edificio de oficinas de una editorial. También para mi sorpresa descubrí que varios niños fueron premiados y, para disgusto de mi madre (aún recuerdo la cara que puso), el premio consistía en sentarnos a todos en una sala para escuchar a un señor decir cualquier cosa sobre nuestros garabatos e intentar vendernos (bueno, a nuestros padres) una enciclopedia que, para entonces, ya era difícil de vender. No recuerdo nada de lo que dijo el agente de ventas pero sí que agarró un tomo de la enciclopedia y lo sostuvo desde una sola hoja, como si fuera un animal al que quería ver sufrir agarrándolo por las orejas. Pero la hoja resistió y no se desprendió: así nos demostraba que la encuadernación era de primera calidad.

Uno se divierte, entre libros y libreros. A menudo, acepto, a costa de otros. Es la sensación que me dio leer varias entradas de corrido del libro de lugares comunes Cosas raras que se oyen en librerías (2012), de Jen Campbell, un libro que lo mismo me parece simpático como un cruel espejo de lo esnob que podemos ser quienes atendemos a la gente que va a las librerías. Lo que parece un trabajo idílico, claro, también puede ser desesperante: la anécdota del cliente que busca un libro azul como de este tamaño; la de quienes preguntan por ocho libros que sí tenemos para, a la mera hora, sólo preguntar si pueden usar el baño; quien busca Crimen y castigo del Dr. Jekyll; quienes sólo van a tomarse selfis…

Lo cierto es que prefiero ese espejo aleccionador a la memoria del librero virtuoso, intachable, que con toda humildad recuerda el papel que tuvo en la formación de una conversación inteligente y pública durante varios años, creando una escuela, una comunidad y demás (algo de eso puede leerse en Memoria de la librería –también de 2012– sobre tres libreros españoles muy acá –Carlos Pascual, Paco Puche y Antonio Rivero– que yo no conocía, pero que al parecer eran geniales y admirables). Es el tipo de libros, cierto, que sólo puede escribirse tras una larga carrera y experiencia, pero creo que hay un tono más indicado para ello.

Tampoco es el tono que usó Shaun Bythell para su Diario de un librero (2018), pero se le acerca. Para empezar se trata de un género distinto (aunque muy cercano) al de la memoria, que siempre puede cojear por engrandecer el recuerdo que uno arrumbó en el sótano. Los diarios, en cambio, son atómicos y parece que en ellos siempre se lee la atribulación discontinua del oficio de vivir. Los diarios nos hacen ver más cascarrabias de lo que en realidad somos. Es como si sólo consignáramos lo que sentimos por la mañana al leer o escuchar las noticias, y no la placidez que ya llega hacia la tarde o la noche de cualquier día.

Me interesa el diario de Bythell –que también está lleno de anécdotas del tipo que compiló Campbell– porque lo estuve leyendo al mismo tiempo que Los falsificadores (2014) de Bradford Morrow, aún bajo el embrujo de los bibliomisterios. A mucha gente, creo, se le ha aparecido la fantasía de abandonarlo todo para regentar una apacible librería. Pero si encima esa librería se encuentra en un apartado pueblo de Escocia, de clima frío y húmedo y en el que abundan pubs, chimeneas y una dieta rica en grasa, ¿no parece ya de ensueño? Es lo que le pasó a Jessica Fox, que dejó su trabajo en la NASA para mudarse a Wigtown (durante un tiempo fue pareja de Bythell, pueden leer sobre su romance acá, en The Guardian); y algo similar le ocurre a los protagonistas de Los falsificadores, quienes dejan Nueva York para huir a un pequeño poblado de Irlanda.

Los falsificadores es el mejor bibliomisterio que he leído hasta ahora: no sólo es entretenido (hablo desde las apacibles aguas de la crítica cultural) sino que abundan en él escenas de librerías apetitosas, ambientes acogedores o con la marca de misterio de los mejores relatos de fantasmas. A uno le gustaría que la vida del librero fuera más así y menos como el diario de Bythell, en el que permanece la tristeza de quien se dedica a este oficio en la era de Amazon.

Como ocurre cuando uno pregunta, en alguna reunión, si alguien ha visto fantasmas alguna vez, descubro que sacar el tema de los bibliomisterios resulta en que te recomienden algunos. El escritor Guillermo Espinosa Estrada, por ejemplo, me sugirió que El miedo a los animales de Enrique Serna tenía algo de eso; la librera Paola Cuevas, por otro lado, me habló de un súper ventas que yo no conocía, El cementerio de los libros olvidados (un ciclo de cuatro novelas) de Carlos Ruiz Zafón. También leí una novela ultraviolenta, Irène (2006), de Pierre Lemaitre, que tiene su componente bibliomisterioso (los crímenes que se cometen en la novela están inspirados en obras de Brett Easton Ellis o James Ellroy). No sé si la recomendaría, pero está dentro del subgénero.

Contra la bonita idea de que el mundo editorial es un ecosistema –que es una metáfora útil pero también algo dócil–, me pregunto si no conviene verlo más bien como la trama de una novela criminal en la que todos (libreros, autores, distribuidores, editores, diseñadores, maquetadores, impresores…) estamos implicados. Pensé en esto leyendo otras memorias de librero, las de Héctor Yánover (Memorias de un librero escritas por él mismo, de 1994, y El regreso del Librero Establecido, de 2003). Son libros casi de picaresca, en ellos hay crímenes y anécdotas de todo tipo, pero sobre todo una disposición a no tomarse el oficio tan en serio. Las recomiendo.

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jueves, 25 de abril de 2024

El negocio de torturar poetas

No por haber sido predecible deja de ser intimidante: el día del lanzamiento el álbum acumuló más de 300 millones de escuchas en Spotify. Se trató, claro, de una marca histórica, que antes pertenecía a otro título de la misma artista, por cierto. Y es que todo en ese álbum, el nuevo, fue concebido para resultar enorme, incluyendo el número de pistas, que en la edición extendida son 31, a lo largo de 122 minutos de duración (una obvia artimaña para multiplicar la métrica de reproducciones). Estaba destinado a ser enorme en el aspecto comercial, pero para que sucediera el truco era presentarlo como un documento íntimo: una colección de relatos de no ficción, a veces sardónicos y a veces conmovedores. El álbum entero está hecho con un solo crédito por canción (productor, instrumentista, coautor), además del de la misma estrella. Como una cinta de bedroom pop (pensemos en Daniel Johnston antes de que lo corrompiera la tentación de los cheques con más de dos ceros), sólo que tratándose del álbum más grande de la historia. Ésa era la premisa.

Entre esas 31 canciones se encontraba la que también se convertiría en la más reproducida en un solo día en la historia de Spotify (40 millones de veces, si tomamos la palabra de la empresa). Se anticipa, no podía esperarse otra cosa, que la versión física también sea la que se venda más rápidamente en la historia y que su próxima gira sea la que recaude más utilidades. La amplitud de la lista de marcas, con relación a este álbum, que conjunten las palabras “el/la más de la historia” es, con toda probabilidad, un récord en sí mismo. La forma en que se despliega mediáticamente es un operativo para reducir ya no la crítica, sino cualquier objeción al ridículo. Sus fans han internalizado el protocolo y se suman al operativo siguiendo reglas que ni siquiera necesitan enunciar: ella es intocable. Sólo puede discutirse su obra con cierto rigor (es un eufemismo que apunta apenas un poco abajo del máximo grado de devoción) al interior del grupo que se ha manifestado como incondicional.

Para su público, su lugar es análogo al de cualquiera de las mayores corporaciones: demasiado grande como para tomar en serio la resistencia, pero también investida de una apariencia vulnerable, que pueda blandirse ante el menor riesgo de legitimidad en la crítica: se trata de trozos de la vida privada de una mujer que ha pasado por más de lo que podemos concebir, desde el otro lado de la cerca que la separa de nosotros, dueños de vidas pequeñas y sin sobresaltos. Hay una cantidad incontable de gestos (algunos demasiado aparatosos como para recibir ese sustantivo) destinados a apuntalar esta coartada, empezando por el título y la profusión de detalles intimistas. Hay una instalación (llamarla así es estirar un poco el término), inaugurada en Los Ángeles, para coincidir con el lanzamiento del álbum, que trata de imponer esta lectura romántica de la poeta solitaria, con recursos que son casi ingenuos para el tamaño del negocio involucrado: una especie de biblioteca particular / habitación propia, ocupada en su interior por máquinas de escribir en las que recién se teclearon algunas de las líneas contenidas en estas canciones. La impresión general es la de estar ante los props usados en el trabajo final de un curso cinematográfico de preparatoria. Aunque aquí se trata de una activación patrocinada por Spotify, la plataforma que entregará la métrica para sustentar su título de la artista (de hecho, la persona) más omnipresente.

Ella no necesita siquiera hacer un gesto para echar a andar los operativos que la defienden. A estas alturas, es una maquinaria automatizada. En 2024 quisiera dar la impresión de que ha estado en el centro de la vida mediática desde siempre (y que no hay alguien en el horizonte capaz de rivalizar con ella). Esta proyección de su dominio, acentuada en su impresión de inevitable por la forma en que colecciona arquetipos (su apariencia física, su estatus como pareja de un campeón de la NFL, su incapacidad de ofender a la conciencia moral más conservadora), la arroja del dominio humano, algo que trata de compensarse con su estilo y parafernalia confesionales. Pero no hay planteamiento que aguante, sin desbordarse, la colección de hechos justa o falsamente atribuidos a ella: heroína en la lucha de lxs autores frente a los buitres empresarios (una lucha que le ha llevado a grabar de nuevo su catálogo), su campeonato como la celebridad que arroja más CO₂ a la atmósfera, el hecho de que una de cada 78 escuchas en línea en Estados Unidos, durante 2024, fueron de canciones suyas y su protagonismo en los índices económicos de cualquier geografía que toca sus giras. Esto último la coloca en un lugar parecido al de las corporaciones que tienen su poder asegurado, sólo por el hecho de que las instituciones gubernamentales están obligadas a ser su red de seguridad: “demasiado grandes para caer”.

Todo esto alimenta la percepción de que es la única persona que se acerca a encarnar lo que Timothy Morton llama un hiperobjeto: algo, una entidad, de cuya existencia no podemos dar cuenta en los términos de descripción, causalidad o delimitación que estamos acostumbrados a usar, porque los rebasa, haciendo imposible para nosotros abarcarlo. Una cosa como el clima (o el desastre climático), Internet o el universo. No hay un camino sencillo para hablar de ella, porque no existe consenso acerca de dónde empezar: la historia de su obra y de su fama es un campo minado de sobreentendidos y datos que son intocables: si se les menciona, se corre el riesgo de la obviedad (cualquier persona medianamente enterada los conoce) o de lo intrascendente (cualquier persona no enterada los encontrará estúpidos). La mayoría de las reseñas sobre este álbum nos lanza inmediatamente a una serie de bifurcaciones: antes de terminar el primer párrafo crítico sobre su obra nos tropezamos con hipervínculos que nos llevan a historias que involucran a Kanye, Ticketmaster, la revista Time, la lista de multimillonarios de Forbes o cinco de sus parejas recientes, efímeras o no tanto, pero invariablemente pertenecientes al circuito de la celebridad. Es un acto de prestidigitación que vuelve imposible ver a la cosa misma. 

Acaso su mayor mérito sea haber logrado este acto de equilibrismo durante más años, más ciclos de lanzamientos de álbumes, que cualquier otra persona en el siglo XXI. Pero no es difícil el ejercicio de imaginar a otra en su sitio (puede ocurrir el año que viene, incluso el siguiente verano). Como fenómeno mediático no destaca por excéntrico, sino por su minuciosa voluntad de lograr la normalidad. Su caso, a partes iguales, fascina por sus dimensiones y aburre por el resto de sus rasgos. Su apariencia de hiperobjeto sólo persiste mientras no se le contemple desde todos los ángulos y se constate que, sí, todo este tiempo fue bidimensional.

(No llegué a hablar de su música. Fue intencional. Muy probablemente no se notó la omisión.)

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El negocio de torturar poetas

No por haber sido predecible deja de ser intimidante: el día del lanzamiento el álbum acumuló más de 300 millones de escuchas en Spotify. Se trató, claro, de una marca histórica, que antes pertenecía a otro título de la misma artista, por cierto. Y es que todo en ese álbum, el nuevo, fue concebido para resultar enorme, incluyendo el número de pistas, que en la edición extendida son 31, a lo largo de 122 minutos de duración (una obvia artimaña para multiplicar la métrica de reproducciones). Estaba destinado a ser enorme en el aspecto comercial, pero para que sucediera el truco era presentarlo como un documento íntimo: una colección de relatos de no ficción, a veces sardónicos y a veces conmovedores. El álbum entero está hecho con un solo crédito por canción (productor, instrumentista, coautor), además del de la misma estrella. Como una cinta de bedroom pop (pensemos en Daniel Johnston antes de que lo corrompiera la tentación de los cheques con más de dos ceros), sólo que tratándose del álbum más grande de la historia. Ésa era la premisa.

Entre esas 31 canciones se encontraba la que también se convertiría en la más reproducida en un solo día en la historia de Spotify (40 millones de veces, si tomamos la palabra de la empresa). Se anticipa, no podía esperarse otra cosa, que la versión física también sea la que se venda más rápidamente en la historia y que su próxima gira sea la que recaude más utilidades. La amplitud de la lista de marcas, con relación a este álbum, que conjunten las palabras “el/la más de la historia” es, con toda probabilidad, un récord en sí mismo. La forma en que se despliega mediáticamente es un operativo para reducir ya no la crítica, sino cualquier objeción al ridículo. Sus fans han internalizado el protocolo y se suman al operativo siguiendo reglas que ni siquiera necesitan enunciar: ella es intocable. Sólo puede discutirse su obra con cierto rigor (es un eufemismo que apunta apenas un poco abajo del máximo grado de devoción) al interior del grupo que se ha manifestado como incondicional.

Para su público, su lugar es análogo al de cualquiera de las mayores corporaciones: demasiado grande como para tomar en serio la resistencia, pero también investida de una apariencia vulnerable, que pueda blandirse ante el menor riesgo de legitimidad en la crítica: se trata de trozos de la vida privada de una mujer que ha pasado por más de lo que podemos concebir, desde el otro lado de la cerca que la separa de nosotros, dueños de vidas pequeñas y sin sobresaltos. Hay una cantidad incontable de gestos (algunos demasiado aparatosos como para recibir ese sustantivo) destinados a apuntalar esta coartada, empezando por el título y la profusión de detalles intimistas. Hay una instalación (llamarla así es estirar un poco el término), inaugurada en Los Ángeles, para coincidir con el lanzamiento del álbum, que trata de imponer esta lectura romántica de la poeta solitaria, con recursos que son casi ingenuos para el tamaño del negocio involucrado: una especie de biblioteca particular / habitación propia, ocupada en su interior por máquinas de escribir en las que recién se teclearon algunas de las líneas contenidas en estas canciones. La impresión general es la de estar ante los props usados en el trabajo final de un curso cinematográfico de preparatoria. Aunque aquí se trata de una activación patrocinada por Spotify, la plataforma que entregará la métrica para sustentar su título de la artista (de hecho, la persona) más omnipresente.

Ella no necesita siquiera hacer un gesto para echar a andar los operativos que la defienden. A estas alturas, es una maquinaria automatizada. En 2024 quisiera dar la impresión de que ha estado en el centro de la vida mediática desde siempre (y que no hay alguien en el horizonte capaz de rivalizar con ella). Esta proyección de su dominio, acentuada en su impresión de inevitable por la forma en que colecciona arquetipos (su apariencia física, su estatus como pareja de un campeón de la NFL, su incapacidad de ofender a la conciencia moral más conservadora), la arroja del dominio humano, algo que trata de compensarse con su estilo y parafernalia confesionales. Pero no hay planteamiento que aguante, sin desbordarse, la colección de hechos justa o falsamente atribuidos a ella: heroína en la lucha de lxs autores frente a los buitres empresarios (una lucha que le ha llevado a grabar de nuevo su catálogo), su campeonato como la celebridad que arroja más CO₂ a la atmósfera, el hecho de que una de cada 78 escuchas en línea en Estados Unidos, durante 2024, fueron de canciones suyas y su protagonismo en los índices económicos de cualquier geografía que toca sus giras. Esto último la coloca en un lugar parecido al de las corporaciones que tienen su poder asegurado, sólo por el hecho de que las instituciones gubernamentales están obligadas a ser su red de seguridad: “demasiado grandes para caer”.

Todo esto alimenta la percepción de que es la única persona que se acerca a encarnar lo que Timothy Morton llama un hiperobjeto: algo, una entidad, de cuya existencia no podemos dar cuenta en los términos de descripción, causalidad o delimitación que estamos acostumbrados a usar, porque los rebasa, haciendo imposible para nosotros abarcarlo. Una cosa como el clima (o el desastre climático), Internet o el universo. No hay un camino sencillo para hablar de ella, porque no existe consenso acerca de dónde empezar: la historia de su obra y de su fama es un campo minado de sobreentendidos y datos que son intocables: si se les menciona, se corre el riesgo de la obviedad (cualquier persona medianamente enterada los conoce) o de lo intrascendente (cualquier persona no enterada los encontrará estúpidos). La mayoría de las reseñas sobre este álbum nos lanza inmediatamente a una serie de bifurcaciones: antes de terminar el primer párrafo crítico sobre su obra nos tropezamos con hipervínculos que nos llevan a historias que involucran a Kanye, Ticketmaster, la revista Time, la lista de multimillonarios de Forbes o cinco de sus parejas recientes, efímeras o no tanto, pero invariablemente pertenecientes al circuito de la celebridad. Es un acto de prestidigitación que vuelve imposible ver a la cosa misma. 

Acaso su mayor mérito sea haber logrado este acto de equilibrismo durante más años, más ciclos de lanzamientos de álbumes, que cualquier otra persona en el siglo XXI. Pero no es difícil el ejercicio de imaginar a otra en su sitio (puede ocurrir el año que viene, incluso el siguiente verano). Como fenómeno mediático no destaca por excéntrico, sino por su minuciosa voluntad de lograr la normalidad. Su caso, a partes iguales, fascina por sus dimensiones y aburre por el resto de sus rasgos. Su apariencia de hiperobjeto sólo persiste mientras no se le contemple desde todos los ángulos y se constate que, sí, todo este tiempo fue bidimensional.

(No llegué a hablar de su música. Fue intencional. Muy probablemente no se notó la omisión.)

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miércoles, 24 de abril de 2024

Rita en el espejo roto

Pocos vocablos del habla inglesa han tenido un trayecto tan curioso como alien: extranjero, ajeno, pero también indocumentado o ilegal. No obstante su procedencia grecolatina –desciende del griego ἄλλος o allos, pasando por el latín alius, en ambos casos “diferente”, “distinto” o “el otro”–, terminó enraizado en una lengua sajona cargado de una profunda raíz ideológica e identitaria. Incluso su acepción más popular en la cultura mediática, la de extraterrestre, está imbuida por la amenaza de lo ajeno, la irrupción súbita en el hogar de un ente que debe neutralizarse expulsándolo. En el espacio nadie te escucha gritar. En una estación migratoria, tampoco.

La mujer de estrellas y montañas (2023), tercer largometraje del documentalista mexicano Santiago Esteinou, parte de un misterio policiaco, un enigma con olor de leyenda local, para acercarnos a su protagonista y arrojarnos, finalmente, de cara a un drama sobre discriminación lingüística que es, en un sentido más amplio, una tragedia sobre el reconocimiento del otro –del alius– y la voluntad para resarcir la dignidad de forma retroactiva, si tal cosa es posible.

La mujer del título, Rita Quintero López, parece materializarse un día saliendo del desierto a mediados de los años ochenta. A solas, se adentra en un poblado yermo de Kansas en donde, a falta de alguien que entienda su lengua o su procedencia, termina aislada en un centro psiquiátrico tras refugiarse en una iglesia vacía. Reacciona con violencia cuando alguien intenta auxiliarla y termina al resguardo de los servicios sociales del lugar. Alien, se registra en los documentos: sin idioma conocido, nombre, papeles ni historia. Es diagnosticada con esquizofrenia, medicada y recluida. Afirma haber caído del cielo y ser Dios. Cuando alguien vuelve a interesarse por su identidad han pasado doce años.

Santiago Esteinou

Fotograma de La mujer de estrellas y montañas (2023), de Santiago Esteinou

Como un enigma que se desenvuelve a fuego lento, entre pistas y testimonios fragmentados como en un ejercicio Rashōmon, la vida de Rita empieza a formarse como piezas de un espejo roto: ella habla una mezcla de español con una variante regional de la lengua tarahumara llamada rarámuri raicha. Su origen no es extraterrestre ni caído del cielo, sino la comunidad de Cerocahui en Urique, Chihuahua, una región de fuerte ascendencia tarahumara enclavada entre las barrancas desérticas de la Sierra Madre Occidental. Haciendo gala de la estirpe rarámuri como corredores y caminantes infatigables Rita había, supuestamente, caminado de Chihuahua a Kansas. Atrás dejó a un hijo, una sobrina y una vida de continuo despojo, violencia y saña al interior de su misma comunidad. Se le acusa ahí de haber matado a su esposo al calor del alcohol durante una teshuinada –el equivalente de la Semana Santa– y de secuestrar a su propio hijo a pesar de su supuesta incapacidad para hacerse cargo de él.

La presencia de culturas originarias en la filmografía nacional permanece como una discusión parcial y partidista con poca o nula participación de artistas pertenecientes a las mismas. En pantalla, las culturas del norte rarámuri aparecen de forma esporádica en nuestro cine, en un rango que va del romanticismo militante al documental etnográfico, con pocos matices intermedios. Tarahumara: cada vez más lejos (Luis Alcoriza, 1965) permanece como el caso más destacado de lo primero; Teshuinada: semana santa tarahumara (Nicolás Echevarría, 1979), de lo segundo. Con excepciones como la bienintencionada y olvidable En el país de los pies ligeros (Marcela Fernández Violante, 1982), la película de Santiago Esteinou es el primer acercamiento memorable en varias décadas a la identidad rarámuri, con el beneficio añadido de que el cineasta –quizás en deuda con su formación como psicólogo, y plenamente consciente de que describe una realidad que le es ajena– se interesa por explorar la psique de su protagonista y su entorno comunitario como un drama plenamente humano en el cual podemos reconocernos, y no como meros figurines antropológicos.

Santiago Esteinou

Fotograma de La mujer de estrellas y montañas (2023), de Santiago Esteinou

Es una salida digna e inteligente a las inescapables acusaciones de apropiación cultural, hoy omnipresentes y, en su mayoría, reactivas y viscerales. Esteinou cuenta la historia de Rita con la suficiente distancia analítica y cercanía humana, sin aspavientos dramáticos ni cursilería militante. Permite a la audiencia dirimir sus propias conclusiones, conocer al personaje sin juzgarlo y entender la profunda tristeza de su historia. Un antecedente directo es La mujer que cayó del cielo (1999), la pieza teatral de Victor Hugo Rascón Banda, actualmente en temporada en el Teatro La Capilla, coincidiendo en cartelera con el estreno de la cinta. Para su siamesa cinematográfica el director atravesó la fatal coincidencia de que Rita muriera durante el primer año –de cuatro– de rodaje, convirtiendo a la cinta en un enigma cuya verdad solo puede ser reconstruida a través de un prisma de testimonios. Este caleidoscopio se completa con una arista curiosa: la participación de la actriz y cineasta Ángeles Cruz representando a Rita a través del recuerdo. Es un recurso arriesgado, que fácilmente podría confundirse con manipulación, pero Esteinou y Cruz tienen tacto y pericia para integrarlo de forma natural a la narración.

La mujer de estrellas y montañas, como las flores nocturnas, es un misterio que espera a huir de la luz para revelarse por completo. Aunque documental, usa la estructura de un policial para explorar la memoria de una comunidad y terminar indagando en la tristeza sin nombre de su protagonista. Relato de frontera y migración único en su tipo, la travesía vital de Rita –quien, más que un personaje, tiene la presencia de un paisaje o un clima– forma el retrato panorámico de un territorio, una cultura y una personalidad indómitas. Acompañarla es dejarse transformar junto a ella, y Santiago Esteinou ofrece, tanto a la audiencia como a su protagonista, esa posibilidad tan rara en nuestros días: reconstruir una dignidad fragmentada a través del cine. No es logro menor, y la sensibilidad narrativa involucrada hace de la película uno de los estrenos más destacados en cartelera.

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Rita en el espejo roto

Pocos vocablos del habla inglesa han tenido un trayecto tan curioso como alien: extranjero, ajeno, pero también indocumentado o ilegal. No obstante su procedencia grecolatina –desciende del griego ἄλλος o allos, pasando por el latín alius, en ambos casos “diferente”, “distinto” o “el otro”–, terminó enraizado en una lengua sajona cargado de una profunda raíz ideológica e identitaria. Incluso su acepción más popular en la cultura mediática, la de extraterrestre, está imbuida por la amenaza de lo ajeno, la irrupción súbita en el hogar de un ente que debe neutralizarse expulsándolo. En el espacio nadie te escucha gritar. En una estación migratoria, tampoco.

La mujer de estrellas y montañas (2023), tercer largometraje del documentalista mexicano Santiago Esteinou, parte de un misterio policiaco, un enigma con olor de leyenda local, para acercarnos a su protagonista y arrojarnos, finalmente, de cara a un drama sobre discriminación lingüística que es, en un sentido más amplio, una tragedia sobre el reconocimiento del otro –del alius– y la voluntad para resarcir la dignidad de forma retroactiva, si tal cosa es posible.

La mujer del título, Rita Quintero López, parece materializarse un día saliendo del desierto a mediados de los años ochenta. A solas, se adentra en un poblado yermo de Kansas en donde, a falta de alguien que entienda su lengua o su procedencia, termina aislada en un centro psiquiátrico tras refugiarse en una iglesia vacía. Reacciona con violencia cuando alguien intenta auxiliarla y termina al resguardo de los servicios sociales del lugar. Alien, se registra en los documentos: sin idioma conocido, nombre, papeles ni historia. Es diagnosticada con esquizofrenia, medicada y recluida. Afirma haber caído del cielo y ser Dios. Cuando alguien vuelve a interesarse por su identidad han pasado doce años.

Santiago Esteinou

Fotograma de La mujer de estrellas y montañas (2023), de Santiago Esteinou

Como un enigma que se desenvuelve a fuego lento, entre pistas y testimonios fragmentados como en un ejercicio Rashōmon, la vida de Rita empieza a formarse como piezas de un espejo roto: ella habla una mezcla de español con una variante regional de la lengua tarahumara llamada rarámuri raicha. Su origen no es extraterrestre ni caído del cielo, sino la comunidad de Cerocahui en Urique, Chihuahua, una región de fuerte ascendencia tarahumara enclavada entre las barrancas desérticas de la Sierra Madre Occidental. Haciendo gala de la estirpe rarámuri como corredores y caminantes infatigables Rita había, supuestamente, caminado de Chihuahua a Kansas. Atrás dejó a un hijo, una sobrina y una vida de continuo despojo, violencia y saña al interior de su misma comunidad. Se le acusa ahí de haber matado a su esposo al calor del alcohol durante una teshuinada –el equivalente de la Semana Santa– y de secuestrar a su propio hijo a pesar de su supuesta incapacidad para hacerse cargo de él.

La presencia de culturas originarias en la filmografía nacional permanece como una discusión parcial y partidista con poca o nula participación de artistas pertenecientes a las mismas. En pantalla, las culturas del norte rarámuri aparecen de forma esporádica en nuestro cine, en un rango que va del romanticismo militante al documental etnográfico, con pocos matices intermedios. Tarahumara: cada vez más lejos (Luis Alcoriza, 1965) permanece como el caso más destacado de lo primero; Teshuinada: semana santa tarahumara (Nicolás Echevarría, 1979), de lo segundo. Con excepciones como la bienintencionada y olvidable En el país de los pies ligeros (Marcela Fernández Violante, 1982), la película de Santiago Esteinou es el primer acercamiento memorable en varias décadas a la identidad rarámuri, con el beneficio añadido de que el cineasta –quizás en deuda con su formación como psicólogo, y plenamente consciente de que describe una realidad que le es ajena– se interesa por explorar la psique de su protagonista y su entorno comunitario como un drama plenamente humano en el cual podemos reconocernos, y no como meros figurines antropológicos.

Santiago Esteinou

Fotograma de La mujer de estrellas y montañas (2023), de Santiago Esteinou

Es una salida digna e inteligente a las inescapables acusaciones de apropiación cultural, hoy omnipresentes y, en su mayoría, reactivas y viscerales. Esteinou cuenta la historia de Rita con la suficiente distancia analítica y cercanía humana, sin aspavientos dramáticos ni cursilería militante. Permite a la audiencia dirimir sus propias conclusiones, conocer al personaje sin juzgarlo y entender la profunda tristeza de su historia. Un antecedente directo es La mujer que cayó del cielo (1999), la pieza teatral de Victor Hugo Rascón Banda, actualmente en temporada en el Teatro La Capilla, coincidiendo en cartelera con el estreno de la cinta. Para su siamesa cinematográfica el director atravesó la fatal coincidencia de que Rita muriera durante el primer año –de cuatro– de rodaje, convirtiendo a la cinta en un enigma cuya verdad solo puede ser reconstruida a través de un prisma de testimonios. Este caleidoscopio se completa con una arista curiosa: la participación de la actriz y cineasta Ángeles Cruz representando a Rita a través del recuerdo. Es un recurso arriesgado, que fácilmente podría confundirse con manipulación, pero Esteinou y Cruz tienen tacto y pericia para integrarlo de forma natural a la narración.

La mujer de estrellas y montañas, como las flores nocturnas, es un misterio que espera a huir de la luz para revelarse por completo. Aunque documental, usa la estructura de un policial para explorar la memoria de una comunidad y terminar indagando en la tristeza sin nombre de su protagonista. Relato de frontera y migración único en su tipo, la travesía vital de Rita –quien, más que un personaje, tiene la presencia de un paisaje o un clima– forma el retrato panorámico de un territorio, una cultura y una personalidad indómitas. Acompañarla es dejarse transformar junto a ella, y Santiago Esteinou ofrece, tanto a la audiencia como a su protagonista, esa posibilidad tan rara en nuestros días: reconstruir una dignidad fragmentada a través del cine. No es logro menor, y la sensibilidad narrativa involucrada hace de la película uno de los estrenos más destacados en cartelera.

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martes, 23 de abril de 2024

Damián Ortega: el juego del espacio

Durante el tiempo que se extendió la charla con Damián Ortega (Ciudad de México, 1967), en la azotea de su estudio se escucharon varios aviones cruzar el cielo. Aunque Tlalpan parece un mundo aparte y marcha a un ritmo distinto de la Ciudad de México, el ruido sirve como recordatorio de que estamos en ella. “En Tlalpan no hay tantas actividades. Aquí hay conventos y psiquiátricos, y eso me funciona para entrar en otra dinámica. Esto era un departamento que rentaba y se fue expandiendo, primero sólo usaba la planta baja y el garage, después el dueño se fue y me ofreció quedarme con la parte de arriba. Ha sido un proceso de irlo colonizando y entendiendo. No es bonito, no es del todo funcional pero es muy orgánico porque se ha ido haciendo solito”. 

El estudio del artista está compuesto por diversas habitaciones en las que se encarnan varios talleres de producción, una oficina con archiveros, el espacio en donde se hacen las mezclas de color y el cuarto dedicado a Alias, la editorial que fundó hace 17 años. En los muros y techos hay diagramas, rezagos de obras; se reconocen (aunque no para alguien ajenx a ese universo) anotaciones y dibujos para montajes, memorias: los puntos anaranjados son de una pieza, los azules de otra. El oficio de Ortega es primordialmente manual: aunque realice procesos de digitalización, se mantiene atravesado por lo físico, por lo artesanal, y ahí radica la importancia de tener esas notas a la vista.

En los muros y techos hay diagramas, rezagos de obras; se reconocen (aunque no para alguien ajenx a ese universo) anotaciones y dibujos para montajes, memorias: los puntos anaranjados son de una pieza, los azules de otra.

Hice cálculos sobre el paso del tiempo y los encuentros: hace más de nueve años coincidí por primera vez con el artista en una galería donde yo era becaria. Él supervisaba la gestación de un compilado de textos críticos sobre su obra bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Años después volvimos a encontrarnos, esta vez en una entrevista vía telefónica con motivo de Damián Ortega: Pico y elote, primera retrospectiva del artista en el país, montada en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO). Se trata de la misma exposición que hoy ocupa cuatro salas del Museo del Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México, con las respectivas modificaciones en función del espacio. Bajo el cielo de primavera, en el abril más caluroso de la historia (hasta ahora), nos reencontramos para hablar de sus procesos creativos, la dinámica del taller en el que trabaja, inquietudes y anécdotas.

Damián Ortega

Diagramas en el techo del estudio de Damián Ortega. © Ignacio Ponce

Damián Ortega ha dicho en varias ocasiones que su fuerte nunca fue la academia, “era un pésimo estudiante, sabía que no lo estaba haciendo bien y empecé a buscar hacia dónde moverme porque sentía que no estaba aprendiendo”. Su hermano mayor conocía a Gabriel Orozco de tiempo atrás y le sugirió buscarlo. Orozco acababa de regresar del extranjero, donde había estudiado una maestría, y llegó deseoso de problematizar diversos tópicos. “Ahí empezamos todos y empezamos a pintar, porque eso era ser artista, pero tuvimos mucha conciencia de lo que estábamos haciendo y vimos que la pintura también era un material que tenía algo de escultórico: la tela, la lámina o la tabla con la que pintábamos podían ser un soporte”. Entender el mundo desde la plasticidad le hizo saber hacia dónde desplazarse; en algún punto de la conversación mencionó que se le cruzó por la mente ser muralista, pero que en el proceso del desdoblamiento de la pintura supo que podría sacarla de su formato original y volverla objeto.

En esos primeros años lo acompañó también un cuestionamiento sobre la noción de lo mexicano: “Había una efervescencia por el mexicanismo, pero era un mexicanismo exótico y turístico, un cliché. ¿Cómo asumir lo mexicano desde un lugar más honesto, más comprometido con el día a día y no una convención de lo que ya no era? Fue justo cuando volteamos a ver los objetos, lo que teníamos alrededor, para tratar de hacer arte no con materiales académicos o históricos sino a partir de la basura, de lo que había en los mercados de segunda mano, para tratar de ubicar esa nueva identidad”.

En el trabajo de Ortega hay una pregunta constante por los efectos formales que aporta cada material, para problematizarlo. Entre muchos otros gestos se ha valido del humor, que lo encaminó como caricaturista al inicio de su carrera.

En el trabajo de Ortega hay una pregunta constante por los efectos formales que aporta cada material, para problematizarlo. Entre muchos otros gestos se ha valido del humor, que lo encaminó como caricaturista al inicio de su carrera y que anima diversas piezas de su producción. “Mandaba las caricaturas por fax y ya hasta tenía un personaje que aparecía adolorido por las veces en que se trababa el fax”. En la escultura el humor apareció un poco después: “Tenía una pintura de esmalte muy densa, que estaba sobre una lámina, y no me gustaba. Entonces le puse un removedor, raspé todo y la pintura quedó compactada. Me gustaba la idea de hacer una pintura al cubo, cambiarle la materialidad y volverla algo tridimensional”.

Damián Ortega

Damián Ortega enmascarado. © Ignacio Ponce

Otro factor que sobresale en su trabajo, y que revela mucho de su personalidad, tiene que ver con la espacialidad: “Me parece interesante estudiar el espacio como niño, y esto sucede siempre a través del juego”. Damián Ortega ha llevado a gran escala maquetas o manuales que corresponden a otras dimensiones. Cosmic Thing (2002), el famoso vocho desmantelado, por ejemplo, surgió de su fascinación por entender cómo se componen las cosas: “Cuando hicimos la pieza, la armamos en este taller, pero no había dónde colgarla completa. Teníamos algunas armellas en el techo donde enganchábamos una parte u otra, pero fue hasta que llegamos al museo en Filadelfia que la montamos entera. Durante el montaje me decían: ‘¿No tienes un plano?’, y yo les contestaba: ‘No, pero yo me pongo aquí y te digo: más para arriba o más para abajo, ahí mero. Ahora échate un pasito para atrás…’”. Una o dos instalaciones más se hicieron con la milenaria técnica del “ojímetro”, en parte porque una de las características de la pieza es que se adapta al espacio donde se expone de manera orgánica.

“Me parece interesante estudiar el espacio como niño, y esto sucede siempre a través del juego”. Damián Ortega ha llevado a gran escala maquetas o manuales que corresponden a otras dimensiones.

De Cosmic Thing destacan muchas cosas, y entre ellas no deja de maravillarme el no-lugar que ocupa en su definición: es una obra que existe entre lo escultórico, por ser un cuerpo tridimensional que habita el espacio, y lo pictórico, porque corresponde a un diagrama que originalmente es una impresión 2D. Al verla en el museo la dimensión de la pieza nos refiere a un mural. Aunque el proceso de concepción y creación de las obras pertenece al artista, hay algo más profundo en este trabajo: icono en sí, el vocho aparece como una pieza con vida autónoma.

“Mi papá era muy obsesivo con eso y me preguntaba ‘¿Cuál es tu postura? Defínela, es importante, dila’, etcétera… Tengo esa formación y trato de pensar cómo creo que deben ser las cosas al concebirse, cuál es el sentido para mí en la hechura de las piezas. Después, en el espacio público, el espectador es un librepensador. Tiene el derecho de pensar y hacer lo que quiera. Mientras produzco no, pero una vez que las muestro, las piezas ya no me pertenecen”.

Damián Ortega

Una maqueta de Cosmic Thing (2002), obra señera de Damián Ortega. © Ignacio Ponce

Sobre los tiempos que pasa en el taller, Ortega menciona que va casi diario. Por lo general hay invitaciones o proyectos concretos a desarrollar: “Antes lo hacía por necesidad, por ganas de hacer cosas. Ese gusto no era muy bien remunerado. Cuando surgió la galería Kurimanzutto empezó a haber más eventos y más trabajo. En el taller hay un equipo pequeño de gente, algunos llevan conmigo muchos años. Es una forma de aprendizaje: creo que la gente que ha estado aquí sale con una forma de trabajar. Somos casi como una forma renacentista de taller”.

Durante la entrevista el artista recibe una llamada y, a partir de ahí, reflexiona sobre la necesidad de articular lo público y lo privado: “A veces la gente me dice ‘¿Así te vistes?’ o ‘¿Ése es tu coche?’. Y sí, no sé qué imagen tienen de lo que yo o alguien debería ser. Hay un mundo de necesidades familiares que te aterrizan, a veces el arte cumple o resuelve estas necesidades. Es también muy sano, muy humano”.

El intercambio con Damián Ortega se entabló desde la genuina sorpresa por la creación, que comienza con una idea y encuentra cabida en las posibilidades inherentes de los materiales. La concepción del espacio, las maquetas que habitan los recovecos de las habitaciones y la arquitectura improvisada de tipo racionalista dan a la visita la sensación de haber formado parte de un proceso vivo, siempre cambiante, lúdico. El estudio transmite el gusto de seguir sorprendiéndonos.

Damián Ortega

Damián Ortega retratado en su estudio por Ignacio Ponce

Damián Ortega: Pico y elote puede visitarse en el Museo del Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México, hasta el 30 de junio

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Damián Ortega: el juego del espacio

Durante el tiempo que se extendió la charla con Damián Ortega (Ciudad de México, 1967), en la azotea de su estudio se escucharon varios aviones cruzar el cielo. Aunque Tlalpan parece un mundo aparte y marcha a un ritmo distinto de la Ciudad de México, el ruido sirve como recordatorio de que estamos en ella. “En Tlalpan no hay tantas actividades. Aquí hay conventos y psiquiátricos, y eso me funciona para entrar en otra dinámica. Esto era un departamento que rentaba y se fue expandiendo, primero sólo usaba la planta baja y el garage, después el dueño se fue y me ofreció quedarme con la parte de arriba. Ha sido un proceso de irlo colonizando y entendiendo. No es bonito, no es del todo funcional pero es muy orgánico porque se ha ido haciendo solito”. 

El estudio del artista está compuesto por diversas habitaciones en las que se encarnan varios talleres de producción, una oficina con archiveros, el espacio en donde se hacen las mezclas de color y el cuarto dedicado a Alias, la editorial que fundó hace 17 años. En los muros y techos hay diagramas, rezagos de obras; se reconocen (aunque no para alguien ajenx a ese universo) anotaciones y dibujos para montajes, memorias: los puntos anaranjados son de una pieza, los azules de otra. El oficio de Ortega es primordialmente manual: aunque realice procesos de digitalización, se mantiene atravesado por lo físico, por lo artesanal, y ahí radica la importancia de tener esas notas a la vista.

En los muros y techos hay diagramas, rezagos de obras; se reconocen (aunque no para alguien ajenx a ese universo) anotaciones y dibujos para montajes, memorias: los puntos anaranjados son de una pieza, los azules de otra.

Hice cálculos sobre el paso del tiempo y los encuentros: hace más de nueve años coincidí por primera vez con el artista en una galería donde yo era becaria. Él supervisaba la gestación de un compilado de textos críticos sobre su obra bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Años después volvimos a encontrarnos, esta vez en una entrevista vía telefónica con motivo de Damián Ortega: Pico y elote, primera retrospectiva del artista en el país, montada en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO). Se trata de la misma exposición que hoy ocupa cuatro salas del Museo del Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México, con las respectivas modificaciones en función del espacio. Bajo el cielo de primavera, en el abril más caluroso de la historia (hasta ahora), nos reencontramos para hablar de sus procesos creativos, la dinámica del taller en el que trabaja, inquietudes y anécdotas.

Damián Ortega

Diagramas en el techo del estudio de Damián Ortega. © Ignacio Ponce

Damián Ortega ha dicho en varias ocasiones que su fuerte nunca fue la academia, “era un pésimo estudiante, sabía que no lo estaba haciendo bien y empecé a buscar hacia dónde moverme porque sentía que no estaba aprendiendo”. Su hermano mayor conocía a Gabriel Orozco de tiempo atrás y le sugirió buscarlo. Orozco acababa de regresar del extranjero, donde había estudiado una maestría, y llegó deseoso de problematizar diversos tópicos. “Ahí empezamos todos y empezamos a pintar, porque eso era ser artista, pero tuvimos mucha conciencia de lo que estábamos haciendo y vimos que la pintura también era un material que tenía algo de escultórico: la tela, la lámina o la tabla con la que pintábamos podían ser un soporte”. Entender el mundo desde la plasticidad le hizo saber hacia dónde desplazarse; en algún punto de la conversación mencionó que se le cruzó por la mente ser muralista, pero que en el proceso del desdoblamiento de la pintura supo que podría sacarla de su formato original y volverla objeto.

En esos primeros años lo acompañó también un cuestionamiento sobre la noción de lo mexicano: “Había una efervescencia por el mexicanismo, pero era un mexicanismo exótico y turístico, un cliché. ¿Cómo asumir lo mexicano desde un lugar más honesto, más comprometido con el día a día y no una convención de lo que ya no era? Fue justo cuando volteamos a ver los objetos, lo que teníamos alrededor, para tratar de hacer arte no con materiales académicos o históricos sino a partir de la basura, de lo que había en los mercados de segunda mano, para tratar de ubicar esa nueva identidad”.

En el trabajo de Ortega hay una pregunta constante por los efectos formales que aporta cada material, para problematizarlo. Entre muchos otros gestos se ha valido del humor, que lo encaminó como caricaturista al inicio de su carrera.

En el trabajo de Ortega hay una pregunta constante por los efectos formales que aporta cada material, para problematizarlo. Entre muchos otros gestos se ha valido del humor, que lo encaminó como caricaturista al inicio de su carrera y que anima diversas piezas de su producción. “Mandaba las caricaturas por fax y ya hasta tenía un personaje que aparecía adolorido por las veces en que se trababa el fax”. En la escultura el humor apareció un poco después: “Tenía una pintura de esmalte muy densa, que estaba sobre una lámina, y no me gustaba. Entonces le puse un removedor, raspé todo y la pintura quedó compactada. Me gustaba la idea de hacer una pintura al cubo, cambiarle la materialidad y volverla algo tridimensional”.

Damián Ortega

Damián Ortega enmascarado. © Ignacio Ponce

Otro factor que sobresale en su trabajo, y que revela mucho de su personalidad, tiene que ver con la espacialidad: “Me parece interesante estudiar el espacio como niño, y esto sucede siempre a través del juego”. Damián Ortega ha llevado a gran escala maquetas o manuales que corresponden a otras dimensiones. Cosmic Thing (2002), el famoso vocho desmantelado, por ejemplo, surgió de su fascinación por entender cómo se componen las cosas: “Cuando hicimos la pieza, la armamos en este taller, pero no había dónde colgarla completa. Teníamos algunas armellas en el techo donde enganchábamos una parte u otra, pero fue hasta que llegamos al museo en Filadelfia que la montamos entera. Durante el montaje me decían: ‘¿No tienes un plano?’, y yo les contestaba: ‘No, pero yo me pongo aquí y te digo: más para arriba o más para abajo, ahí mero. Ahora échate un pasito para atrás…’”. Una o dos instalaciones más se hicieron con la milenaria técnica del “ojímetro”, en parte porque una de las características de la pieza es que se adapta al espacio donde se expone de manera orgánica.

“Me parece interesante estudiar el espacio como niño, y esto sucede siempre a través del juego”. Damián Ortega ha llevado a gran escala maquetas o manuales que corresponden a otras dimensiones.

De Cosmic Thing destacan muchas cosas, y entre ellas no deja de maravillarme el no-lugar que ocupa en su definición: es una obra que existe entre lo escultórico, por ser un cuerpo tridimensional que habita el espacio, y lo pictórico, porque corresponde a un diagrama que originalmente es una impresión 2D. Al verla en el museo la dimensión de la pieza nos refiere a un mural. Aunque el proceso de concepción y creación de las obras pertenece al artista, hay algo más profundo en este trabajo: icono en sí, el vocho aparece como una pieza con vida autónoma.

“Mi papá era muy obsesivo con eso y me preguntaba ‘¿Cuál es tu postura? Defínela, es importante, dila’, etcétera… Tengo esa formación y trato de pensar cómo creo que deben ser las cosas al concebirse, cuál es el sentido para mí en la hechura de las piezas. Después, en el espacio público, el espectador es un librepensador. Tiene el derecho de pensar y hacer lo que quiera. Mientras produzco no, pero una vez que las muestro, las piezas ya no me pertenecen”.

Damián Ortega

Una maqueta de Cosmic Thing (2002), obra señera de Damián Ortega. © Ignacio Ponce

Sobre los tiempos que pasa en el taller, Ortega menciona que va casi diario. Por lo general hay invitaciones o proyectos concretos a desarrollar: “Antes lo hacía por necesidad, por ganas de hacer cosas. Ese gusto no era muy bien remunerado. Cuando surgió la galería Kurimanzutto empezó a haber más eventos y más trabajo. En el taller hay un equipo pequeño de gente, algunos llevan conmigo muchos años. Es una forma de aprendizaje: creo que la gente que ha estado aquí sale con una forma de trabajar. Somos casi como una forma renacentista de taller”.

Durante la entrevista el artista recibe una llamada y, a partir de ahí, reflexiona sobre la necesidad de articular lo público y lo privado: “A veces la gente me dice ‘¿Así te vistes?’ o ‘¿Ése es tu coche?’. Y sí, no sé qué imagen tienen de lo que yo o alguien debería ser. Hay un mundo de necesidades familiares que te aterrizan, a veces el arte cumple o resuelve estas necesidades. Es también muy sano, muy humano”.

El intercambio con Damián Ortega se entabló desde la genuina sorpresa por la creación, que comienza con una idea y encuentra cabida en las posibilidades inherentes de los materiales. La concepción del espacio, las maquetas que habitan los recovecos de las habitaciones y la arquitectura improvisada de tipo racionalista dan a la visita la sensación de haber formado parte de un proceso vivo, siempre cambiante, lúdico. El estudio transmite el gusto de seguir sorprendiéndonos.

Damián Ortega

Damián Ortega retratado en su estudio por Ignacio Ponce

Damián Ortega: Pico y elote puede visitarse en el Museo del Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México, hasta el 30 de junio

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lunes, 22 de abril de 2024

Henrik Björnsson: un infierno personal

Conocido por proyectos como Singapore Sling, Dead Skeletons y algunos más recónditos (y hasta personales) como Hank & Tank o The Go-Go Darkness, el islandés Henrik Björnsson ha forjado una obra abundante en más de 25 años de trayectoria, lo que le ha permitido explorar todas las aristas de su solitaria figura para apropiarse de aquello que ama: el rock.

Con un sonido oscuro y melancólico, Björnsson ha llegado a un punto de su carrera en el que entiende el valor de la libertad creativa, que defiende a cabalidad en su proyecto quizá más definitorio, The Cult of One. El pasado enero Maquiladora Studio, en la colonia Roma de la Ciudad de México, fue testigo de este culto, donde los asistentes fuimos transportados a través de siniestros planos sonoros.

Para el músico islandés llegar a este punto no ha sido una tarea sencilla, aunque encuentra un eco de sus inicios en el proyecto actual: “Estoy más cerca de cómo hacía las cosas hace 25 años; no tuve una computadora hasta 2007, y era una muy mala… Hacer música, especialmente rock n’ roll, no debería empezar por un computadora, la vida no debería empezar con una pantalla enfrente. Nada de eso importa, la gente usará lo que le ayude a terminar el trabajo de buena forma, y así es como hago la música de The Cult of One, con un par de pistas y mi voz sobre ellas”, asegura.

El sonido de Henrik Björnsson es, por decirlo de alguna manera, claro: una guitarra distorsionada, una batería secuenciada, un bajo de ultratumba y, en ocasiones, un sintetizador que acompaña la distorsión sin dejar claro donde empieza uno y termina la otra. Su música trae al recuerdo grandes bandas que han jugado con los mismos elementos –The Jesus & Mary Chain, The Cramps, Spacemen 3 o Suicide–, aunque en ocasiones se escapa algo de surf y country, con guitarras metálicas que evocan el sonido de Buddy Emmons en una versión industrial.

“Estoy más cerca de cómo hacía las cosas hace 25 años; no tuve una computadora hasta 2007, y era una muy mala… Hacer música, especialmente rock n’ roll, no debería empezar por un computadora, la vida no debería empezar con una pantalla enfrente.”

Para Björnsson, sin embargo, este mar de referencias es más una inspiración que una influencia: “En realidad estoy cansado de esta palabra, influencia. Cualquier cabrón puede tener influencias, pero la mayoría no tiene inspiración. Cuando escuché esta música por primera vez me inspiró. Cuando escuchas algo que realmente te gusta significa que te identificas con ello”. Esto no le ha impedido explorar junto a otros artistas temas como la soledad y la muerte, el deseo y el placer o el purgatorio en el que se ha convertido la vida humana. El trabajo de un artista es crear sus propios mundo y atmósfera, como una especie de dios retorcido, considera el músico.

Henrik Björnsson

Henrik Björnsson en Maquiladora Studio, Ciudad de México, el pasado enero. Fotografía: Mauricio Guerrero Martínez

“Antes de ‘empezar’ con Singapore Sling pensé dos cosas: qué tipo de música es más necesaria y qué tipo de música quiero escuchar más. La respuesta obvia fue el rock n’ roll, aunque siempre he hecho música de todo tipo, desde temas lentos, tristes y en su mayoría acústicos hasta temas inspirados en Badalamenti y todo tipo de rarezas electrónicas. Con Hank & Tank discutimos lo que queríamos hacer y partimos de ahí. Aunque, por supuesto, debes dejar que cada canción cobre vida propia. Con Dead Skeletons no estaba nada decidido. Nonni Dead me pidió acompañarlo en una instalación, y a partir de ahí tomamos el resto. Con The Go-Go Darkness había principalmente dos razones: inicialmente quería hacer música usando solo una caja de ritmos y un sintetizador (basura vieja y barata, por supuesto), y quería poder pasar más tiempo con Elsa [su esposa], que es la gogó. Yo soy la oscuridad, por supuesto”, describe sus proyectos.

Queda claro que su música y sus motivos están orientados en un sentido contrario a la sensibilidad actual, que rechaza lo lúgubre y tiende a lo amigable. La rareza de la música de The Cult of One radica en buena medida en la figura misma de Henrik Björnsson: un tipo alto de piel muy blanca y pelo grisáceo que hace pensar en algún personaje de Jim Jarmusch inserto en una cinta de Mario Bava. “Lo que hago completamente solo fluye más fácilmente”, declara tajante, “siento que soy una especie de dispositivo que la inspiración utiliza para realizar el trabajo. Hablas de concentración. Esa, por supuesto, es la clave. Así que no debes tener absolutamente ninguna distracción. Por eso vivo una vida de soledad”.

Henrik Björnsson

Henrik Björnsson en Maquiladora Studio, Ciudad de México, el pasado enero. Fotografía: Mauricio Guerrero Martínez

“Todo lo que escuché en México fue inspirador, desde la música de Lola Beltrán y un instrumento pequeño que encontré en las pirámides hasta las bandas que me acompañaron en el camino: Has a Shadow, Muerte en Aceite o David Villegas.”

En los sutiles cambios entre un proyecto y otro podemos encontrar las distintas caras de Björnsson, como si se negara a entregar piezas pulidas y enceradas, manufacturadas con la mejor calidad, para entregarse a piezas perdidas en su mente. Cuando el glitch, el ruido y la repetición comienzan a carecer de sentido se instala el sentido hipnótico de esta música psicodélica, casi gótica.

Pese a la serenidad que proyecta, Henrik Björnsson sigue buscando obras que lo interpelen. “Todo lo que escuché en México fue inspirador, desde la música de Lola Beltrán y un instrumento pequeño que encontré en las pirámides hasta las bandas que me acompañaron en el camino: Has a Shadow, Muerte en Aceite o David Villegas. Espero regresar pronto a México, ya sea con The Cult of One o con otro proyecto, quizá Singapore Sling, que volverá a la acción en un momento u otro”.

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Henrik Björnsson: un infierno personal

Conocido por proyectos como Singapore Sling, Dead Skeletons y algunos más recónditos (y hasta personales) como Hank & Tank o The Go-Go Darkness, el islandés Henrik Björnsson ha forjado una obra abundante en más de 25 años de trayectoria, lo que le ha permitido explorar todas las aristas de su solitaria figura para apropiarse de aquello que ama: el rock.

Con un sonido oscuro y melancólico, Björnsson ha llegado a un punto de su carrera en el que entiende el valor de la libertad creativa, que defiende a cabalidad en su proyecto quizá más definitorio, The Cult of One. El pasado enero Maquiladora Studio, en la colonia Roma de la Ciudad de México, fue testigo de este culto, donde los asistentes fuimos transportados a través de siniestros planos sonoros.

Para el músico islandés llegar a este punto no ha sido una tarea sencilla, aunque encuentra un eco de sus inicios en el proyecto actual: “Estoy más cerca de cómo hacía las cosas hace 25 años; no tuve una computadora hasta 2007, y era una muy mala… Hacer música, especialmente rock n’ roll, no debería empezar por un computadora, la vida no debería empezar con una pantalla enfrente. Nada de eso importa, la gente usará lo que le ayude a terminar el trabajo de buena forma, y así es como hago la música de The Cult of One, con un par de pistas y mi voz sobre ellas”, asegura.

El sonido de Henrik Björnsson es, por decirlo de alguna manera, claro: una guitarra distorsionada, una batería secuenciada, un bajo de ultratumba y, en ocasiones, un sintetizador que acompaña la distorsión sin dejar claro donde empieza uno y termina la otra. Su música trae al recuerdo grandes bandas que han jugado con los mismos elementos –The Jesus & Mary Chain, The Cramps, Spacemen 3 o Suicide–, aunque en ocasiones se escapa algo de surf y country, con guitarras metálicas que evocan el sonido de Buddy Emmons en una versión industrial.

“Estoy más cerca de cómo hacía las cosas hace 25 años; no tuve una computadora hasta 2007, y era una muy mala… Hacer música, especialmente rock n’ roll, no debería empezar por un computadora, la vida no debería empezar con una pantalla enfrente.”

Para Björnsson, sin embargo, este mar de referencias es más una inspiración que una influencia: “En realidad estoy cansado de esta palabra, influencia. Cualquier cabrón puede tener influencias, pero la mayoría no tiene inspiración. Cuando escuché esta música por primera vez me inspiró. Cuando escuchas algo que realmente te gusta significa que te identificas con ello”. Esto no le ha impedido explorar junto a otros artistas temas como la soledad y la muerte, el deseo y el placer o el purgatorio en el que se ha convertido la vida humana. El trabajo de un artista es crear sus propios mundo y atmósfera, como una especie de dios retorcido, considera el músico.

Henrik Björnsson

Henrik Björnsson en Maquiladora Studio, Ciudad de México, el pasado enero. Fotografía: Mauricio Guerrero Martínez

“Antes de ‘empezar’ con Singapore Sling pensé dos cosas: qué tipo de música es más necesaria y qué tipo de música quiero escuchar más. La respuesta obvia fue el rock n’ roll, aunque siempre he hecho música de todo tipo, desde temas lentos, tristes y en su mayoría acústicos hasta temas inspirados en Badalamenti y todo tipo de rarezas electrónicas. Con Hank & Tank discutimos lo que queríamos hacer y partimos de ahí. Aunque, por supuesto, debes dejar que cada canción cobre vida propia. Con Dead Skeletons no estaba nada decidido. Nonni Dead me pidió acompañarlo en una instalación, y a partir de ahí tomamos el resto. Con The Go-Go Darkness había principalmente dos razones: inicialmente quería hacer música usando solo una caja de ritmos y un sintetizador (basura vieja y barata, por supuesto), y quería poder pasar más tiempo con Elsa [su esposa], que es la gogó. Yo soy la oscuridad, por supuesto”, describe sus proyectos.

Queda claro que su música y sus motivos están orientados en un sentido contrario a la sensibilidad actual, que rechaza lo lúgubre y tiende a lo amigable. La rareza de la música de The Cult of One radica en buena medida en la figura misma de Henrik Björnsson: un tipo alto de piel muy blanca y pelo grisáceo que hace pensar en algún personaje de Jim Jarmusch inserto en una cinta de Mario Bava. “Lo que hago completamente solo fluye más fácilmente”, declara tajante, “siento que soy una especie de dispositivo que la inspiración utiliza para realizar el trabajo. Hablas de concentración. Esa, por supuesto, es la clave. Así que no debes tener absolutamente ninguna distracción. Por eso vivo una vida de soledad”.

Henrik Björnsson

Henrik Björnsson en Maquiladora Studio, Ciudad de México, el pasado enero. Fotografía: Mauricio Guerrero Martínez

“Todo lo que escuché en México fue inspirador, desde la música de Lola Beltrán y un instrumento pequeño que encontré en las pirámides hasta las bandas que me acompañaron en el camino: Has a Shadow, Muerte en Aceite o David Villegas.”

En los sutiles cambios entre un proyecto y otro podemos encontrar las distintas caras de Björnsson, como si se negara a entregar piezas pulidas y enceradas, manufacturadas con la mejor calidad, para entregarse a piezas perdidas en su mente. Cuando el glitch, el ruido y la repetición comienzan a carecer de sentido se instala el sentido hipnótico de esta música psicodélica, casi gótica.

Pese a la serenidad que proyecta, Henrik Björnsson sigue buscando obras que lo interpelen. “Todo lo que escuché en México fue inspirador, desde la música de Lola Beltrán y un instrumento pequeño que encontré en las pirámides hasta las bandas que me acompañaron en el camino: Has a Shadow, Muerte en Aceite o David Villegas. Espero regresar pronto a México, ya sea con The Cult of One o con otro proyecto, quizá Singapore Sling, que volverá a la acción en un momento u otro”.

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