Pocos vocablos del habla inglesa han tenido un trayecto tan curioso como alien: extranjero, ajeno, pero también indocumentado o ilegal. No obstante su procedencia grecolatina –desciende del griego ἄλλος o allos, pasando por el latín alius, en ambos casos “diferente”, “distinto” o “el otro”–, terminó enraizado en una lengua sajona cargado de una profunda raíz ideológica e identitaria. Incluso su acepción más popular en la cultura mediática, la de extraterrestre, está imbuida por la amenaza de lo ajeno, la irrupción súbita en el hogar de un ente que debe neutralizarse expulsándolo. En el espacio nadie te escucha gritar. En una estación migratoria, tampoco.
La mujer de estrellas y montañas (2023), tercer largometraje del documentalista mexicano Santiago Esteinou, parte de un misterio policiaco, un enigma con olor de leyenda local, para acercarnos a su protagonista y arrojarnos, finalmente, de cara a un drama sobre discriminación lingüística que es, en un sentido más amplio, una tragedia sobre el reconocimiento del otro –del alius– y la voluntad para resarcir la dignidad de forma retroactiva, si tal cosa es posible.
La mujer del título, Rita Quintero López, parece materializarse un día saliendo del desierto a mediados de los años ochenta. A solas, se adentra en un poblado yermo de Kansas en donde, a falta de alguien que entienda su lengua o su procedencia, termina aislada en un centro psiquiátrico tras refugiarse en una iglesia vacía. Reacciona con violencia cuando alguien intenta auxiliarla y termina al resguardo de los servicios sociales del lugar. Alien, se registra en los documentos: sin idioma conocido, nombre, papeles ni historia. Es diagnosticada con esquizofrenia, medicada y recluida. Afirma haber caído del cielo y ser Dios. Cuando alguien vuelve a interesarse por su identidad han pasado doce años.
Como un enigma que se desenvuelve a fuego lento, entre pistas y testimonios fragmentados como en un ejercicio Rashōmon, la vida de Rita empieza a formarse como piezas de un espejo roto: ella habla una mezcla de español con una variante regional de la lengua tarahumara llamada rarámuri raicha. Su origen no es extraterrestre ni caído del cielo, sino la comunidad de Cerocahui en Urique, Chihuahua, una región de fuerte ascendencia tarahumara enclavada entre las barrancas desérticas de la Sierra Madre Occidental. Haciendo gala de la estirpe rarámuri como corredores y caminantes infatigables Rita había, supuestamente, caminado de Chihuahua a Kansas. Atrás dejó a un hijo, una sobrina y una vida de continuo despojo, violencia y saña al interior de su misma comunidad. Se le acusa ahí de haber matado a su esposo al calor del alcohol durante una teshuinada –el equivalente de la Semana Santa– y de secuestrar a su propio hijo a pesar de su supuesta incapacidad para hacerse cargo de él.
La presencia de culturas originarias en la filmografía nacional permanece como una discusión parcial y partidista con poca o nula participación de artistas pertenecientes a las mismas. En pantalla, las culturas del norte rarámuri aparecen de forma esporádica en nuestro cine, en un rango que va del romanticismo militante al documental etnográfico, con pocos matices intermedios. Tarahumara: cada vez más lejos (Luis Alcoriza, 1965) permanece como el caso más destacado de lo primero; Teshuinada: semana santa tarahumara (Nicolás Echevarría, 1979), de lo segundo. Con excepciones como la bienintencionada y olvidable En el país de los pies ligeros (Marcela Fernández Violante, 1982), la película de Santiago Esteinou es el primer acercamiento memorable en varias décadas a la identidad rarámuri, con el beneficio añadido de que el cineasta –quizás en deuda con su formación como psicólogo, y plenamente consciente de que describe una realidad que le es ajena– se interesa por explorar la psique de su protagonista y su entorno comunitario como un drama plenamente humano en el cual podemos reconocernos, y no como meros figurines antropológicos.
Es una salida digna e inteligente a las inescapables acusaciones de apropiación cultural, hoy omnipresentes y, en su mayoría, reactivas y viscerales. Esteinou cuenta la historia de Rita con la suficiente distancia analítica y cercanía humana, sin aspavientos dramáticos ni cursilería militante. Permite a la audiencia dirimir sus propias conclusiones, conocer al personaje sin juzgarlo y entender la profunda tristeza de su historia. Un antecedente directo es La mujer que cayó del cielo (1999), la pieza teatral de Victor Hugo Rascón Banda, actualmente en temporada en el Teatro La Capilla, coincidiendo en cartelera con el estreno de la cinta. Para su siamesa cinematográfica el director atravesó la fatal coincidencia de que Rita muriera durante el primer año –de cuatro– de rodaje, convirtiendo a la cinta en un enigma cuya verdad solo puede ser reconstruida a través de un prisma de testimonios. Este caleidoscopio se completa con una arista curiosa: la participación de la actriz y cineasta Ángeles Cruz representando a Rita a través del recuerdo. Es un recurso arriesgado, que fácilmente podría confundirse con manipulación, pero Esteinou y Cruz tienen tacto y pericia para integrarlo de forma natural a la narración.
La mujer de estrellas y montañas, como las flores nocturnas, es un misterio que espera a huir de la luz para revelarse por completo. Aunque documental, usa la estructura de un policial para explorar la memoria de una comunidad y terminar indagando en la tristeza sin nombre de su protagonista. Relato de frontera y migración único en su tipo, la travesía vital de Rita –quien, más que un personaje, tiene la presencia de un paisaje o un clima– forma el retrato panorámico de un territorio, una cultura y una personalidad indómitas. Acompañarla es dejarse transformar junto a ella, y Santiago Esteinou ofrece, tanto a la audiencia como a su protagonista, esa posibilidad tan rara en nuestros días: reconstruir una dignidad fragmentada a través del cine. No es logro menor, y la sensibilidad narrativa involucrada hace de la película uno de los estrenos más destacados en cartelera.
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