jueves, 31 de agosto de 2023

Avenida Juárez

Una avenida resume, de muchas maneras, otras avenidas. En todas ellas hay historias que se entrecruzan, superponen y contradicen. Habitamos, en realidad, las calles, más allá de nuestras casas y departamentos. Conforme transcurre el tiempo nos damos cuenta de que parte de nuestra memoria está en los recorridos cotidianos que hacemos y que, un buen día, se revelan como elementos esenciales de nuestras biografías.

La avenida Juárez, en la ciudad de Puebla, une a dos partes de la ciudad: el Paseo Bravo y la colonia La Paz. El primer lugar –según el historiador Hugo Leicht– fue escenario de fusilamientos de varios caudillos insurgentes durante la Guerra de Independencia y, el segundo, que termina en un cerro coronado por una iglesia, es una zona residencial para las familias ricas de la ciudad que aún no han migrado a los fraccionamientos de la periferia. Juárez debe ser la referencia más repetida en la cartografía urbana de México. Se pone el apellido después de una calle, avenida o escuela y adquiere, como por arte de magia, un prestigio patriótico que pocos intentan debatir.

Cualquier ciudad está en continua metamorfosis: inmuebles completos son demolidos para construir versiones que requieren los nuevos tiempos y, entonces, los transeúntes se enfrentan a un territorio conocido y extraño al mismo tiempo. A veces los edificios se mantienen, como un cascarón, y su interior cambia. Cuando sucede esto, la ficción puede sustituir a la historia real. El resultado es que los muros de las casas parecen los difusos límites de una novela. En la avenida Juárez existe una casa que ejemplifica muy bien esto: la mansión que está en la esquina con la calle 17 Sur es, aún para muchos, la Casa de los Enanos, pues atrás de sus muros se entreveían, hace varios años, muebles diminutos en el jardín principal. El imaginario popular inventó una trágica historia: una maldición familiar que involucraba deformaciones físicas y enanismo. Sin embargo, el mobiliario pequeño era para los hijos de uno de los tantos propietarios del inmueble que se instalaron ya en el siglo XX.

La historia trágica late, muchas veces, atrás de la historia original o de su mito. La memoria que debería capturar la imaginación pasa desapercibida en la avenida Juárez al igual que en todas las avenidas del mundo, siempre sujetas a la dictadura de lo instantáneo. Un vistazo a las noticias de los años recientes en la avenida es suficiente para descubrir asesinatos o muertes anónimas en la vía pública que apenas son recordadas. Parecería que el flujo continuo de transeúntes –sumado a la habitual indiferencia de nuestra época– erosiona este tipo de eventos hasta desaparecerlos. Es, curiosamente, el destino de todas nuestras ciudades. En Huellas. En busca del mundo que dejaremos atrás (2020), David Farrier –profesor de literatura inglesa en la Universidad de Edimburgo– plantea el futuro de nuestras ciudades o, mejor aún, de nuestra civilización global, a muy largo plazo. Todo lo que hemos construido, al paso de miles de años, se integrará como una capa geológica más, un sedimento apenas distinguible de otros para el ojo común.

La avenida Juárez tiene una historia más que demuestra nuestra inútil resistencia al paso del tiempo. Así como nuestros rastros de cemento y concreto –libres de cualquier presencia humana– se aferrarán a los atardeceres del futuro antes de su desaparición final, queremos prolongar nuestras utopías hasta las últimas consecuencias. En 2013 el último habitante de la Casa de los Enanos, sobreviviente de la dinastía que había adquirido el inmueble, prendió fuego a una de las habitaciones del primer piso. La imposibilidad de pagar una deuda que, según medios locales, alcanzaba los 20 millones de pesos, lo llevó a tomar esa decisión. Quizás intentó inmolarse, pues sufrió quemaduras y tuvo que ser sacado en ambulancia. A pesar de todo no pudo evitar el desalojo por parte de las autoridades. Lo imagino contando los días antes de la expulsión de su paraíso, mirando el encendedor que iniciará la reacción en cadena, viviendo una vida que ya no le pertenece, pero que intenta prolongar a través del encuentro con objetos del pasado e historias de los antiguos dueños.

El epílogo de esta historia en la avenida Juárez mezcla la frivolidad con un sentido, acaso involuntario, de trascendencia. Años después, la Casa de los Enanos abrió sus puertas al público por una breve temporada. En el amplio sótano –un piso subterráneo por cuenta propia– instalaron un restaurante gourmet. Las habitaciones y salones fueron usados como escenarios para que varios artistas locales los intervinieran. En su mayoría eran reflexiones vacuas que, lamentablemente, abundan en el arte contemporáneo o, peor aún, decorativo. Sin embargo, uno de los creadores invitados decidió conservar intacta la habitación en la que había iniciado el fuego. El visitante podía ver las manchas oscuras en las paredes mientras el guía le explicaba la historia atrás de ese lugar desolado que contrastaba, abrumadoramente, con el lujo de los otros espacios. Acaso fue la sugestión, pero podía asegurar que aún olía a quemado, quizás por las cortinas que habían permanecido sin cambios, como si aún esperaran un análisis forense. El final de nuestra orgullosa civilización, de todos nuestros monumentos y hazañas materiales, podría terminar como una mancha extendida en la superficie casi interminable de nuestras ciudades, un gesto abstracto para la posteridad en espera de ser interpretado o, por supuesto, banalizado.

La entrada Avenida Juárez se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/y4FaWku
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Avenida Juárez

Una avenida resume, de muchas maneras, otras avenidas. En todas ellas hay historias que se entrecruzan, superponen y contradicen. Habitamos, en realidad, las calles, más allá de nuestras casas y departamentos. Conforme transcurre el tiempo nos damos cuenta de que parte de nuestra memoria está en los recorridos cotidianos que hacemos y que, un buen día, se revelan como elementos esenciales de nuestras biografías.

La avenida Juárez, en la ciudad de Puebla, une a dos partes de la ciudad: el Paseo Bravo y la colonia La Paz. El primer lugar –según el historiador Hugo Leicht– fue escenario de fusilamientos de varios caudillos insurgentes durante la Guerra de Independencia y, el segundo, que termina en un cerro coronado por una iglesia, es una zona residencial para las familias ricas de la ciudad que aún no han migrado a los fraccionamientos de la periferia. Juárez debe ser la referencia más repetida en la cartografía urbana de México. Se pone el apellido después de una calle, avenida o escuela y adquiere, como por arte de magia, un prestigio patriótico que pocos intentan debatir.

Cualquier ciudad está en continua metamorfosis: inmuebles completos son demolidos para construir versiones que requieren los nuevos tiempos y, entonces, los transeúntes se enfrentan a un territorio conocido y extraño al mismo tiempo. A veces los edificios se mantienen, como un cascarón, y su interior cambia. Cuando sucede esto, la ficción puede sustituir a la historia real. El resultado es que los muros de las casas parecen los difusos límites de una novela. En la avenida Juárez existe una casa que ejemplifica muy bien esto: la mansión que está en la esquina con la calle 17 Sur es, aún para muchos, la Casa de los Enanos, pues atrás de sus muros se entreveían, hace varios años, muebles diminutos en el jardín principal. El imaginario popular inventó una trágica historia: una maldición familiar que involucraba deformaciones físicas y enanismo. Sin embargo, el mobiliario pequeño era para los hijos de uno de los tantos propietarios del inmueble que se instalaron ya en el siglo XX.

La historia trágica late, muchas veces, atrás de la historia original o de su mito. La memoria que debería capturar la imaginación pasa desapercibida en la avenida Juárez al igual que en todas las avenidas del mundo, siempre sujetas a la dictadura de lo instantáneo. Un vistazo a las noticias de los años recientes en la avenida es suficiente para descubrir asesinatos o muertes anónimas en la vía pública que apenas son recordadas. Parecería que el flujo continuo de transeúntes –sumado a la habitual indiferencia de nuestra época– erosiona este tipo de eventos hasta desaparecerlos. Es, curiosamente, el destino de todas nuestras ciudades. En Huellas. En busca del mundo que dejaremos atrás (2020), David Farrier –profesor de literatura inglesa en la Universidad de Edimburgo– plantea el futuro de nuestras ciudades o, mejor aún, de nuestra civilización global, a muy largo plazo. Todo lo que hemos construido, al paso de miles de años, se integrará como una capa geológica más, un sedimento apenas distinguible de otros para el ojo común.

La avenida Juárez tiene una historia más que demuestra nuestra inútil resistencia al paso del tiempo. Así como nuestros rastros de cemento y concreto –libres de cualquier presencia humana– se aferrarán a los atardeceres del futuro antes de su desaparición final, queremos prolongar nuestras utopías hasta las últimas consecuencias. En 2013 el último habitante de la Casa de los Enanos, sobreviviente de la dinastía que había adquirido el inmueble, prendió fuego a una de las habitaciones del primer piso. La imposibilidad de pagar una deuda que, según medios locales, alcanzaba los 20 millones de pesos, lo llevó a tomar esa decisión. Quizás intentó inmolarse, pues sufrió quemaduras y tuvo que ser sacado en ambulancia. A pesar de todo no pudo evitar el desalojo por parte de las autoridades. Lo imagino contando los días antes de la expulsión de su paraíso, mirando el encendedor que iniciará la reacción en cadena, viviendo una vida que ya no le pertenece, pero que intenta prolongar a través del encuentro con objetos del pasado e historias de los antiguos dueños.

El epílogo de esta historia en la avenida Juárez mezcla la frivolidad con un sentido, acaso involuntario, de trascendencia. Años después, la Casa de los Enanos abrió sus puertas al público por una breve temporada. En el amplio sótano –un piso subterráneo por cuenta propia– instalaron un restaurante gourmet. Las habitaciones y salones fueron usados como escenarios para que varios artistas locales los intervinieran. En su mayoría eran reflexiones vacuas que, lamentablemente, abundan en el arte contemporáneo o, peor aún, decorativo. Sin embargo, uno de los creadores invitados decidió conservar intacta la habitación en la que había iniciado el fuego. El visitante podía ver las manchas oscuras en las paredes mientras el guía le explicaba la historia atrás de ese lugar desolado que contrastaba, abrumadoramente, con el lujo de los otros espacios. Acaso fue la sugestión, pero podía asegurar que aún olía a quemado, quizás por las cortinas que habían permanecido sin cambios, como si aún esperaran un análisis forense. El final de nuestra orgullosa civilización, de todos nuestros monumentos y hazañas materiales, podría terminar como una mancha extendida en la superficie casi interminable de nuestras ciudades, un gesto abstracto para la posteridad en espera de ser interpretado o, por supuesto, banalizado.

La entrada Avenida Juárez se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/y4FaWku
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

miércoles, 30 de agosto de 2023

Matana Roberts: improvisar la historia

Hace 58 años un grupo de músicos liderado por el pianista Muhal Richard Abrams fundó en Chicago la Asociación para el Avance de los Músicos Creativos (AACM, sus siglas en inglés). En sintonía con ciertas tradiciones de la música negra de los Estados Unidos, el colectivo no sólo perseguía objetivos musicales (en la senda abierta por Ornette Coleman, es decir, el free jazz): contaba además con un ambicioso programa social. Abrams y John Shenoy Jackson escribieron en 1973 sobre la AACM: “Intenta mostrar cómo las personas a las que se les han arrebatado sus derechos pueden unirse y establecer sus propias estrategias para la libertad política y económica y así determinar sus propios destinos”.

No sorprende, entonces, que un entorno del que surgieron nombres como Anthony Braxton, Wadada Leo Smith, Henry Threadgill o los miembros del Art Ensemble of Chicago haya cobijado los inicios de Matana Roberts (Chicago, 1975), una de las figuras de mayor singularidad de la música reciente. En el ambiente férreamente masculino del jazz, la saxofonista, compositora e improvisadora ha sabido construirse un lugar. Al tiempo que indaga las raíces de la historia y la música afroamericanas, su proyecto creativo escapa de los lugares preestablecidos, lo mismo ensayando formas primigenias de esa tradición –los espirituales, el blues, el swing– que fugándose a través de inasibles paisajes sonoros. La constante, en semejante arco creativo, es la presencia del saxofón alto, instrumento-constelación en el que han brillado figuras como Charlie Parker, Coleman, Braxton o John Zorn, pero poco habitual entre las mujeres jazzistas, históricamente relegadas al piano o la voz. Desde la elección del instrumento, la trayectoria de Roberts posee un impulso transgresor.

‘COIN COIN’ es uno de los grandes proyectos de la música contemporánea; su nombre alude al apodo de Marie Thérèse Metoyer, la primera esclava que, al ser liberada, fundó una comunidad en los Estados Unidos. 

Luego de sus primeras grabaciones con el trío Sticks and Stones (junto al baterista Chad Taylor y el bajista Josh Abrams), dos álbumes que exploraban la veta ornettiana con un oído puesto en el postbop, Matana Roberts comenzó a buscar una voz propia en The Chicago Project (2008). El álbum no sólo atestigua su evolución como saxofonista, sino la voluntad de la compositora de repasar ciertas zonas de la historia del jazz, acompañada nuevamente por Abrams, en un cuarteto que completan el guitarrista Jeff Parker y el baterista Frank Rosaly. Más allá de las evocaciones de su fraseo o de la inteligencia que revelan sus abordajes de la tradición, el disco no anunciaba –como tampoco Live in London, grabado en 2009 pero editado dos años después– lo que se estaba gestando desde 2006, aún como parte de la AACM: COIN COIN, uno de los grandes proyectos de la música contemporánea, cuyo nombre alude al apodo de Marie Thérèse Metoyer, la primera esclava que, al ser liberada, fundó una comunidad en los Estados Unidos.

Organizado en doce capítulos, de los que hasta el momento se han registrado cinco –Gens de Couleur Libres (2011), Mississippi Moonchile (2013), River Run Thee (2015), Memphis (2019) e In the Garden… (2023), todos editados por Constellation–, COIN COIN podría agruparse junto a los trabajos sobre la historia afroamericana que van de Black, Brown and Beige (1943), de Duke Ellington, a Ten Freedom Summers (2012), de Wadada Leo Smith, pasando por We Insist! Freedom Now Suite (1960), de Max Roach. El proyecto, sin embargo, se distingue de los anteriores por su carácter narrativo antes que histórico, y sus relatos no carecen de convulsiones. En el primer capítulo, la inaugural “Rise” comienza con el rugido, casi lamento, del saxofón, un acorde abrasivo que hace pensar en lo dicho por Ellington: “La disonancia es nuestro modo de vida en los Estados Unidos”. La novedad se reserva para la siguiente pista: la voz de Roberts, cuyo alarido recuerda, a fuerza de estremecimiento, que nos hallamos ante una historia en cuyo origen está el llanto. Estructurados en secciones, los discos funcionan como composiciones unitarias.

‘COIN COIN’ es, al final, un notable ejemplo de la necesidad cíclica del jazz –o de las prácticas que operan en su campo– de recordar que se trata, antes que nada, de una política de la emancipación. 

En la era presuntamente posracial del presidente “técnicamente negro” (la formidable expresión es de Paul Street) Barack Obama –para no hablar de su sucesor triple K– resulta significativo un proyecto como COIN COIN, autobiografía musical que se postula, en realidad, como una investigación sobre la historia de los negros en la Unión Americana, desde su llegada en condición de esclavos a partir del siglo XVII. “Me gusta contar historias”, se oye en alguna parte del tercer capítulo –que será interpretado íntegramente en la Casa del Lago el 8 de septiembre, como parte de Poesía en Voz Alta 2023–, como si se tratara de una sencilla declaración de principios. Pero ello ocurre en medio de un collage sonoro: electrónica, voz, sampleos, saxofón y grabaciones de campo otorgan otra dimensión al modo en que Matana Roberts ha definido su poética: “retacería de sonido panorámico”. River Run Thee es un trabajo solista, luego de que Gens de Couleur Libres involucró a un ensamble de 16 músicos y Mississippi Moonchile a un quinteto, formación que repitió, con otros intérpretes, en Memphis.

Lo fundamental es el principio improvisatorio, dentro de los límites establecidos por las notaciones gráficas: en esta historia ocurren accidentes, que invitan a pensar en el carácter inestable de la memoria. COIN COIN –cuyo quinto capítulo aparecerá el 29 de septiembre– es, al final, un notable ejemplo de la necesidad cíclica del jazz –o de las prácticas que operan en su campo– de recordar que se trata, antes que nada, de una política de la emancipación.

Publicado originalmente en La Tempestad no. 102, mayo-junio de 2015. Actualizado en agosto de 2023

La entrada Matana Roberts: improvisar la historia se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/T3uJqr1
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Matana Roberts: improvisar la historia

Hace 58 años un grupo de músicos liderado por el pianista Muhal Richard Abrams fundó en Chicago la Asociación para el Avance de los Músicos Creativos (AACM, sus siglas en inglés). En sintonía con ciertas tradiciones de la música negra de los Estados Unidos, el colectivo no sólo perseguía objetivos musicales (en la senda abierta por Ornette Coleman, es decir, el free jazz): contaba además con un ambicioso programa social. Abrams y John Shenoy Jackson escribieron en 1973 sobre la AACM: “Intenta mostrar cómo las personas a las que se les han arrebatado sus derechos pueden unirse y establecer sus propias estrategias para la libertad política y económica y así determinar sus propios destinos”.

No sorprende, entonces, que un entorno del que surgieron nombres como Anthony Braxton, Wadada Leo Smith, Henry Threadgill o los miembros del Art Ensemble of Chicago haya cobijado los inicios de Matana Roberts (Chicago, 1975), una de las figuras de mayor singularidad de la música reciente. En el ambiente férreamente masculino del jazz, la saxofonista, compositora e improvisadora ha sabido construirse un lugar. Al tiempo que indaga las raíces de la historia y la música afroamericanas, su proyecto creativo escapa de los lugares preestablecidos, lo mismo ensayando formas primigenias de esa tradición –los espirituales, el blues, el swing– que fugándose a través de inasibles paisajes sonoros. La constante, en semejante arco creativo, es la presencia del saxofón alto, instrumento-constelación en el que han brillado figuras como Charlie Parker, Coleman, Braxton o John Zorn, pero poco habitual entre las mujeres jazzistas, históricamente relegadas al piano o la voz. Desde la elección del instrumento, la trayectoria de Roberts posee un impulso transgresor.

‘COIN COIN’ es uno de los grandes proyectos de la música contemporánea; su nombre alude al apodo de Marie Thérèse Metoyer, la primera esclava que, al ser liberada, fundó una comunidad en los Estados Unidos. 

Luego de sus primeras grabaciones con el trío Sticks and Stones (junto al baterista Chad Taylor y el bajista Josh Abrams), dos álbumes que exploraban la veta ornettiana con un oído puesto en el postbop, Matana Roberts comenzó a buscar una voz propia en The Chicago Project (2008). El álbum no sólo atestigua su evolución como saxofonista, sino la voluntad de la compositora de repasar ciertas zonas de la historia del jazz, acompañada nuevamente por Abrams, en un cuarteto que completan el guitarrista Jeff Parker y el baterista Frank Rosaly. Más allá de las evocaciones de su fraseo o de la inteligencia que revelan sus abordajes de la tradición, el disco no anunciaba –como tampoco Live in London, grabado en 2009 pero editado dos años después– lo que se estaba gestando desde 2006, aún como parte de la AACM: COIN COIN, uno de los grandes proyectos de la música contemporánea, cuyo nombre alude al apodo de Marie Thérèse Metoyer, la primera esclava que, al ser liberada, fundó una comunidad en los Estados Unidos.

Organizado en doce capítulos, de los que hasta el momento se han registrado cinco –Gens de Couleur Libres (2011), Mississippi Moonchile (2013), River Run Thee (2015), Memphis (2019) e In the Garden… (2023), todos editados por Constellation–, COIN COIN podría agruparse junto a los trabajos sobre la historia afroamericana que van de Black, Brown and Beige (1943), de Duke Ellington, a Ten Freedom Summers (2012), de Wadada Leo Smith, pasando por We Insist! Freedom Now Suite (1960), de Max Roach. El proyecto, sin embargo, se distingue de los anteriores por su carácter narrativo antes que histórico, y sus relatos no carecen de convulsiones. En el primer capítulo, la inaugural “Rise” comienza con el rugido, casi lamento, del saxofón, un acorde abrasivo que hace pensar en lo dicho por Ellington: “La disonancia es nuestro modo de vida en los Estados Unidos”. La novedad se reserva para la siguiente pista: la voz de Roberts, cuyo alarido recuerda, a fuerza de estremecimiento, que nos hallamos ante una historia en cuyo origen está el llanto. Estructurados en secciones, los discos funcionan como composiciones unitarias.

‘COIN COIN’ es, al final, un notable ejemplo de la necesidad cíclica del jazz –o de las prácticas que operan en su campo– de recordar que se trata, antes que nada, de una política de la emancipación. 

En la era presuntamente posracial del presidente “técnicamente negro” (la formidable expresión es de Paul Street) Barack Obama –para no hablar de su sucesor triple K– resulta significativo un proyecto como COIN COIN, autobiografía musical que se postula, en realidad, como una investigación sobre la historia de los negros en la Unión Americana, desde su llegada en condición de esclavos a partir del siglo XVII. “Me gusta contar historias”, se oye en alguna parte del tercer capítulo –que será interpretado íntegramente en la Casa del Lago el 8 de septiembre, como parte de Poesía en Voz Alta 2023–, como si se tratara de una sencilla declaración de principios. Pero ello ocurre en medio de un collage sonoro: electrónica, voz, sampleos, saxofón y grabaciones de campo otorgan otra dimensión al modo en que Matana Roberts ha definido su poética: “retacería de sonido panorámico”. River Run Thee es un trabajo solista, luego de que Gens de Couleur Libres involucró a un ensamble de 16 músicos y Mississippi Moonchile a un quinteto, formación que repitió, con otros intérpretes, en Memphis.

Lo fundamental es el principio improvisatorio, dentro de los límites establecidos por las notaciones gráficas: en esta historia ocurren accidentes, que invitan a pensar en el carácter inestable de la memoria. COIN COIN –cuyo quinto capítulo aparecerá el 29 de septiembre– es, al final, un notable ejemplo de la necesidad cíclica del jazz –o de las prácticas que operan en su campo– de recordar que se trata, antes que nada, de una política de la emancipación.

Publicado originalmente en La Tempestad no. 102, mayo-junio de 2015. Actualizado en agosto de 2023

La entrada Matana Roberts: improvisar la historia se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/T3uJqr1
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

martes, 29 de agosto de 2023

En casa de Manuel Méndez

En la pared del recibidor cuelga una placa de mármol con una firma dorada. Dos emes de trazos alargados, una ele en forma de aguja, una zeta que cae y subraya; al final, una ene solitaria: Manuel Méndez. Abajo, también en dorado, el discreto remate: Taller de Costura. La que fuera casa del diseñador mexicano, pionero de la moda nacional, se ha abierto al público en forma de pequeño museo y casa de té. Se llama Casa Manuel y tiene la intención de mantener vivo el legado del fundador de la primera firma de alta costura mexicana, por la que hoy es reconocido como “el padre de la moda en México”. 

En el número 21 de la calle Liverpool, en la colonia Juárez de la Ciudad de México, Manuel Méndez Narváez (1930-2014) pasó sus últimos 34 años de vida. La casa centenaria perteneció a Pedro Vargas; en 1980 se la compró a su viuda. El gran salón comedor, donde cada jueves se reunía a cenar con los amigos, sigue intacto. En las paredes, su colección de arte: Alberto Gironella, José García Ocejo, Carmen Parra y, para rematar, un sobrio retrato del diseñador realizado por su amigo Juan Soriano. “A Manuel le gustaba rodearse de arte y belleza. Decía que se estaba perdiendo el glamour en el mundo y eso le preocupaba mucho, porque el estilo era su forma de vida. Aquí conservamos las cosas que le gustaban: arte, libros, su colección de vasos, su colección de música, y al mismo tiempo le hacemos un homenaje ”: las palabras son de Carlos Ceja, impulsor del proyecto Casa Manuel junto a Jorge Preciado, y amigo cercano del diseñador.

Todo en Casa Manuel recuerda la pasión por los detalles y la influencia europea en los gustos del modisto: las tazas y teteras de porcelana, las charolas de tres pisos con bocaditos dulces y canapés (Royal Desserts), los cubiertos dorados. “Queremos que al pasar una tarde entre estos objetos, comiendo y bebiendo lo que le gustaba a Manuel, la gente pueda evocar su memoria y también interesarse por su labor, tan importante en la construcción de la industria de la moda nacional”.

Casa Manuel

Vista de Casa Manuel desde el recibidor. Fotografía: Turk3y.

Manuel Méndez empezó su carrera autodidacta en los años sesenta. Tuvo un primer taller en la Zona Rosa y, años después, se mudó a Polanco (de ahí se recuperó la placa de mármol con su firma) para estar más cerca de las mujeres que vestía: artistas, esposas de políticos y empresarios, socialités. Con Dolores del Río y Ofelia Medina lo unió una amistad cercana, a María Félix le confeccionó algunos atuendos. En la casa se conservan unos cuantos bocetos colgando de  las paredes –la cintura muy marcada, la falda amplia y con movimiento– y muchos más en un archivo resguardado en el gran librero del salón. “Al crear un vestido para una ocasión especial, primero hacía todo un análisis de la clienta. Le preguntaba desde qué papel jugaba en el evento y cómo se quería sentir hasta los aspectos más pequeños de la celebración. Era un estudio completo de la persona para crear un diseño”, explica Ceja.

A mediados de los años setenta el diseñador presentó por primera vez una colección en París. Sus creaciones desfilaron también en Nueva York y Londres. Manuel Méndez fue el único diseñador nacional presente en el Salón Internacional, el exclusivo espacio para las grandes firmas de El Palacio de Hierro, junto a nombres como Givenchy, Karl Lagerfeld y Bill Blass. “En esa época se referían a él como ‘El Balenciaga mexicano’, cosa que le fascinaba porque si a alguien admiraba, por sobre todos, era al español”.

Casa Manuel abre de martes a domingo de 14:00 a 21:00 horas.

La entrada En casa de Manuel Méndez se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/mxSHDI4
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

En casa de Manuel Méndez

En la pared del recibidor cuelga una placa de mármol con una firma dorada. Dos emes de trazos alargados, una ele en forma de aguja, una zeta que cae y subraya; al final, una ene solitaria: Manuel Méndez. Abajo, también en dorado, el discreto remate: Taller de Costura. La que fuera casa del diseñador mexicano, pionero de la moda nacional, se ha abierto al público en forma de pequeño museo y casa de té. Se llama Casa Manuel y tiene la intención de mantener vivo el legado del fundador de la primera firma de alta costura mexicana, por la que hoy es reconocido como “el padre de la moda en México”. 

En el número 21 de la calle Liverpool, en la colonia Juárez de la Ciudad de México, Manuel Méndez Narváez (1930-2014) pasó sus últimos 34 años de vida. La casa centenaria perteneció a Pedro Vargas; en 1980 se la compró a su viuda. El gran salón comedor, donde cada jueves se reunía a cenar con los amigos, sigue intacto. En las paredes, su colección de arte: Alberto Gironella, José García Ocejo, Carmen Parra y, para rematar, un sobrio retrato del diseñador realizado por su amigo Juan Soriano. “A Manuel le gustaba rodearse de arte y belleza. Decía que se estaba perdiendo el glamour en el mundo y eso le preocupaba mucho, porque el estilo era su forma de vida. Aquí conservamos las cosas que le gustaban: arte, libros, su colección de vasos, su colección de música, y al mismo tiempo le hacemos un homenaje ”: las palabras son de Carlos Ceja, impulsor del proyecto Casa Manuel junto a Jorge Preciado, y amigo cercano del diseñador.

Todo en Casa Manuel recuerda la pasión por los detalles y la influencia europea en los gustos del modisto: las tazas y teteras de porcelana, las charolas de tres pisos con bocaditos dulces y canapés (Royal Desserts), los cubiertos dorados. “Queremos que al pasar una tarde entre estos objetos, comiendo y bebiendo lo que le gustaba a Manuel, la gente pueda evocar su memoria y también interesarse por su labor, tan importante en la construcción de la industria de la moda nacional”.

Casa Manuel

Vista de Casa Manuel desde el recibidor. Fotografía: Turk3y.

Manuel Méndez empezó su carrera autodidacta en los años sesenta. Tuvo un primer taller en la Zona Rosa y, años después, se mudó a Polanco (de ahí se recuperó la placa de mármol con su firma) para estar más cerca de las mujeres que vestía: artistas, esposas de políticos y empresarios, socialités. Con Dolores del Río y Ofelia Medina lo unió una amistad cercana, a María Félix le confeccionó algunos atuendos. En la casa se conservan unos cuantos bocetos colgando de  las paredes –la cintura muy marcada, la falda amplia y con movimiento– y muchos más en un archivo resguardado en el gran librero del salón. “Al crear un vestido para una ocasión especial, primero hacía todo un análisis de la clienta. Le preguntaba desde qué papel jugaba en el evento y cómo se quería sentir hasta los aspectos más pequeños de la celebración. Era un estudio completo de la persona para crear un diseño”, explica Ceja.

A mediados de los años setenta el diseñador presentó por primera vez una colección en París. Sus creaciones desfilaron también en Nueva York y Londres. Manuel Méndez fue el único diseñador nacional presente en el Salón Internacional, el exclusivo espacio para las grandes firmas de El Palacio de Hierro, junto a nombres como Givenchy, Karl Lagerfeld y Bill Blass. “En esa época se referían a él como ‘El Balenciaga mexicano’, cosa que le fascinaba porque si a alguien admiraba, por sobre todos, era al español”.

Casa Manuel abre de martes a domingo de 14:00 a 21:00 horas.

La entrada En casa de Manuel Méndez se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/mxSHDI4
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

lunes, 28 de agosto de 2023

Le Laboratoire: ‘Ethos’

Luego de catorce años en la Condesa capitalina, Le Laboratoire alcanza los tres lustros de trayectoria en su sede dentro del hub creativo G.56, diseñado por el despacho C Cúbica en la San Miguel Chapultepec, colonia que concentra una importante actividad artística en la Ciudad de México. En este espacio se inauguró el 26 de agosto la exposición colectiva Ethos, que reúne obras de los creadores representados actualmente por la galería: “un terreno de juego de lo (im)posible”.

Si el ethos es en griego el conjunto de rasgos y modos de comportamiento que definen el carácter de un individuo o una comunidad, aquí deberá rastrearse en piezas de los artistas Georgina Bringas, Tomás Casademunt, Julien Devaux, Fernando García Correa, Gabriela Gutiérrez Ovalle, Alois Kronschlaeger, Ilán Lieberman, Alejandro Magallanes, César Martínez Silva, Mario Núñez, Luis Felipe Ortega, Manuel Rocha Iturbide, Maria José Romero, Enrique Rosas y Roberto Turnbull. La diversidad de estéticas y estrategias es notable.

De acuerdo con Julien Cuisset, director de Le Laboratoire, la muestra por el 15 aniversario de la galería “nos permite (des)articular un laboratorio en búsqueda constante de conexiones e interacciones entre los artistas y sus obras. Quisimos revisar y reescenificar los preceptos iniciales del proyecto”. Dibujo, pintura, escultura, fotografía, video, performance o arte sonoro participan de Ethos dentro de la línea abstracta que caracteriza al espacio.

Luego de Sobre la noción de vacío (y un diálogo con Kawabata), la más reciente exposición de Luis Felipe Ortega, la colectiva representa en cierto modo una parada en el camino, una revisión del papel de Le Laboratoire en la escena artística de la Ciudad de México. Además de la muestra, que puede visitarse de martes a viernes (y sábado con cita previa) hasta el 24 de septiembre, Ethos consistirá en un “Open Lab” con conversatorios, talleres y acciones que irán dándose a conocer.

La entrada Le Laboratoire: ‘Ethos’ se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/jHAL1Jf
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Le Laboratoire: ‘Ethos’

Luego de catorce años en la Condesa capitalina, Le Laboratoire alcanza los tres lustros de trayectoria en su sede dentro del hub creativo G.56, diseñado por el despacho C Cúbica en la San Miguel Chapultepec, colonia que concentra una importante actividad artística en la Ciudad de México. En este espacio se inauguró el 26 de agosto la exposición colectiva Ethos, que reúne obras de los creadores representados actualmente por la galería: “un terreno de juego de lo (im)posible”.

Si el ethos es en griego el conjunto de rasgos y modos de comportamiento que definen el carácter de un individuo o una comunidad, aquí deberá rastrearse en piezas de los artistas Georgina Bringas, Tomás Casademunt, Julien Devaux, Fernando García Correa, Gabriela Gutiérrez Ovalle, Alois Kronschlaeger, Ilán Lieberman, Alejandro Magallanes, César Martínez Silva, Mario Núñez, Luis Felipe Ortega, Manuel Rocha Iturbide, Maria José Romero, Enrique Rosas y Roberto Turnbull. La diversidad de estéticas y estrategias es notable.

De acuerdo con Julien Cuisset, director de Le Laboratoire, la muestra por el 15 aniversario de la galería “nos permite (des)articular un laboratorio en búsqueda constante de conexiones e interacciones entre los artistas y sus obras. Quisimos revisar y reescenificar los preceptos iniciales del proyecto”. Dibujo, pintura, escultura, fotografía, video, performance o arte sonoro participan de Ethos dentro de la línea abstracta que caracteriza al espacio.

Luego de Sobre la noción de vacío (y un diálogo con Kawabata), la más reciente exposición de Luis Felipe Ortega, la colectiva representa en cierto modo una parada en el camino, una revisión del papel de Le Laboratoire en la escena artística de la Ciudad de México. Además de la muestra, que puede visitarse de martes a viernes (y sábado con cita previa) hasta el 24 de septiembre, Ethos consistirá en un “Open Lab” con conversatorios, talleres y acciones que irán dándose a conocer.

La entrada Le Laboratoire: ‘Ethos’ se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/jHAL1Jf
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

viernes, 25 de agosto de 2023

Dorian Ulises López en Industry One

Durante la última década, el proyecto fotográfico de Dorian Ulises López Macías ha ido adquiriendo una resonancia cada vez mayor. Decir que se trata de un cazador de belleza humana, que ha sabido mirar como pocos los rostros de las ciudades mexicanas, es describir sólo un aspecto de su trabajo. Mexicano, su serie más conocida, en permanente expansión, podría entenderse como el reverso de lo que ofrecen las revistas de sociales: si éstas vinculan lo bello a lo blanco, López Macías orienta la mirada hacia calles pobladas de piel morena y belleza heterogénea.

El 24 de agosto se inauguró la galería Industry One de Portland la exposición Esto es vida. La selección parte del rango de intereses del artista, de retratos callejeros a sesiones de moda con un sentido urbano inconfundible. “No podríamos estar más entusiasmados”, declaró Oved Valadez, cofundador y director creativo de la agencia Industry: “su extraordinario talento para captar la belleza diversa de las personas de su comunidad no tiene parangón”. El espacio, que no cobra comisiones a los artistas, se orienta a trabajos ajenos a convencionalismos que ofrecen formas de inclusión social.

Dorian Ulises López Macías

Imagen de Esto es vida, de Dorian Ulises López Macías, en Industry One

El trabajo de Dorian Ulises López Macías podría vincularse a lo que el teórico cubano José Esteban Muñoz llamó marronidad: “Lo marrón, es importante decirlo, no es solo una experiencia del daño que comparten determinadas personas y cosas, sino también el potencial de rechazo y resistencia contra ese daño a menudo sistémico”. Así, las fotografías de Esto es vida demuelen los cánones de belleza de las clases dominantes y exaltan la expresividad de los otros cuerpos. El conjunto hace pensar en una comunidad llena de singularidades, poseedora de un hermoso cromatismo.

Sobre la exposición, que podrá visitarse en la ciudad estadounidense hasta el 13 de octubre, el fotógrafo declara: “Levanto la voz por mi gente. Es esencial luchar para que todos comprendamos la importancia y la belleza de nuestra existencia. Me doy cuenta de la importancia de lo que estoy documentando y de su urgencia, y de por qué siempre he creído en el poder curativo de la fotografía y en la luz que emana de ella”.

La entrada Dorian Ulises López en Industry One se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/w9jbcJ1
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Dorian Ulises López en Industry One

Durante la última década, el proyecto fotográfico de Dorian Ulises López Macías ha ido adquiriendo una resonancia cada vez mayor. Decir que se trata de un cazador de belleza humana, que ha sabido mirar como pocos los rostros de las ciudades mexicanas, es describir sólo un aspecto de su trabajo. Mexicano, su serie más conocida, en permanente expansión, podría entenderse como el reverso de lo que ofrecen las revistas de sociales: si éstas vinculan lo bello a lo blanco, López Macías orienta la mirada hacia calles pobladas de piel morena y belleza heterogénea.

El 24 de agosto se inauguró la galería Industry One de Portland la exposición Esto es vida. La selección parte del rango de intereses del artista, de retratos callejeros a sesiones de moda con un sentido urbano inconfundible. “No podríamos estar más entusiasmados”, declaró Oved Valadez, cofundador y director creativo de la agencia Industry: “su extraordinario talento para captar la belleza diversa de las personas de su comunidad no tiene parangón”. El espacio, que no cobra comisiones a los artistas, se orienta a trabajos ajenos a convencionalismos que ofrecen formas de inclusión social.

Dorian Ulises López Macías

Imagen de Esto es vida, de Dorian Ulises López Macías, en Industry One

El trabajo de Dorian Ulises López Macías podría vincularse a lo que el teórico cubano José Esteban Muñoz llamó marronidad: “Lo marrón, es importante decirlo, no es solo una experiencia del daño que comparten determinadas personas y cosas, sino también el potencial de rechazo y resistencia contra ese daño a menudo sistémico”. Así, las fotografías de Esto es vida demuelen los cánones de belleza de las clases dominantes y exaltan la expresividad de los otros cuerpos. El conjunto hace pensar en una comunidad llena de singularidades, poseedora de un hermoso cromatismo.

Sobre la exposición, que podrá visitarse en la ciudad estadounidense hasta el 13 de octubre, el fotógrafo declara: “Levanto la voz por mi gente. Es esencial luchar para que todos comprendamos la importancia y la belleza de nuestra existencia. Me doy cuenta de la importancia de lo que estoy documentando y de su urgencia, y de por qué siempre he creído en el poder curativo de la fotografía y en la luz que emana de ella”.

La entrada Dorian Ulises López en Industry One se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/w9jbcJ1
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

jueves, 24 de agosto de 2023

Otra guerra inagotable

Cuando, en 1921, Nixon declaró la guerra a las drogas, inauguró una era de cruzadas que se planean detalladamente con el fin de que resulten interminables. La lucha, en los hechos, es contra un objetivo inexpresado. 52 años más tarde, las drogas no han desaparecido, pero la ocupación territorial de las fuerzas armadas, el intervencionismo del gobierno estadounidense y el flujo de dinero de procedencia ilícita hacia las altas esferas económicas y políticas, por mencionar sólo algunos de los auténticos objetivos tácticos de esta guerra, se extienden como el fuego en pasto seco.

Esa guerra en especial ha dado pie a otras de menor escala, lanzadas contra fenómenos o rasgos asociados a esa instancia indeterminada llamada “las drogas”. Hace un mes el ayuntamiento de Chihuahua aprobó una ley que prohíbe los conciertos y la reproducción en espacios públicos de canciones que “denigren a la mujer”. El verbo “denigrar” es clave aquí: no acentúa la violencia discursiva, sino el ataque a cualidades morales que nunca se especifican. Por algo se trata de un verbo muy recurrido por el conservadurismo y sus ataques exaltados hacia todo lo que no comparte sus ideales.

La interpretación de cuál es esa música denigrante podría abrir amplios huecos y ambigüedades, pero por suerte el alcalde, Marco Bonilla, lo mencionó textualmente en el anuncio de entrada en vigor de la ley: reguetón y corridos tumbados. Al parecer el decreto no se acompaña de criterios para estimar la medida o gravedad con que se mancilla a la mujer en cada estilo musical (una especie de escala de denigración). Sólo se trata del potencial para escandalizarse que despiertan algunos de ellos en Bonilla, sus pares políticos y sus electores. La multa por desobedecer esta ley va de 674 mil a 1.2 millones de pesos.

Chihuahua ha sido un estado con muy alta incidencia de crímenes violentos contra las mujeres, al menos desde el inicio de la década de los noventa, mucho antes de la popularización de géneros musicales como el reguetón o el corrido tumbado.

El rechazo abierto a manifestaciones musicales específicas suele ser una refracción del odio hacia el público de éstas. Cuando este odio se convierte en legislación puede volverse un instrumento a usar contra los grupos que las escuchan, generalmente de bajos ingresos económicos (nadie legisla contra los hábitos culturales de las clases altas). Es curiosa la sordera selectiva de la administración municipal de Chihuahua, que no detecta violencia de género en tantas otras formas de la música popular, presentes y pasadas, en las que se manifiestan deseos o conductas que vulneran derechos de las mujeres e implican varias formas de violencia de género. Los ejemplos son incontables. Acaso se trate de una disposición típica del catolicismo (esa administración es panista): le resulta intolerable la explicitación, en letras de banda, reguetón o corrido tumbado, del deseo sexual al que otros géneros aluden con eufemismos.

El ayuntamiento de esta capital tiene otro antecedente de criminalización de géneros específicos: una ley aprobada en 2015 prohibía los llamados “narcocorridos” en eventos públicos y sitios de entretenimiento. Al igual que la normativa más reciente, ésta partía del supuesto de que esa entidad colectiva que los gobiernos nombran como “la ciudadanía” o “el pueblo” requiere de guía constante para distinguir lo bueno de lo malo y es orillada a cometer crímenes a partir de la exposición a ciertas obras musicales o de ficción. Ahí, supuestamente, se encuentran las claves para la erradicación de la violencia: en la didáctica de masas.

Lo que políticas prohibicionistas como éstas parecen ignorar es que las expresiones de la cultura popular son un reflejo del entorno en el que surgen y no un proyecto educativo. Pero esta ignorancia es un disfraz útil: su fin auténtico es ser una coartada para el ejercicio de la fuerza estatal contra sectores a los que se estigmatiza como rivales de sus votantes como son (ya se decía) las clases trabajadoras o ese otro grupo que, al menos desde hace seis décadas, ha sido a la vez caracterizado como el que más necesita salvación y el mayor riesgo al orden público, la juventud. Especialmente cuando esta última categoría se traslapa con la anterior, la de la pobreza.

Las congregaciones de jóvenes funcionan, a ojos de numerosos gobiernos, como una bomba de tiempo. Si estas reuniones incluyen la variable de música que exalta el ánimo y enervantes (ficticios o no, da lo mismo; lo importante es que existan en la imaginación de las conciencias susceptibles de escandalizarse), se le da el tratamiento de un conflicto potencial. Aunque estos géneros musicales, el corrido tumbado y el reguetón, parezcan ser poco inclinados a las manifestaciones de ideas políticas, el mero hecho de acompañar o incentivar la congregación de decenas o cientos de cuerpos jóvenes ya les vuelve un fenómeno relacionado con varias formas de resistencia y organización, cuando menos efímera.

En 1994 el parlamento del Reino Unido intentó prohibir las raves. La amplia y poderosa ala conservadora de sus legisladores contaba con un respaldo significativo entre todos los electores adultos y ancianos, que veían en esas celebraciones un síntoma de la degradación de los jóvenes, poco más que una ocasión para el consumo de drogas sintéticas. Había una necedad absoluta ante la posibilidad de concederles un espacio en el que sus interacciones no estuvieran normadas y vigiladas por adultos. Su incapacidad para comprender este fenómeno social se reflejó en la tipología de la música electrónica que deseaban prohibir, en una de las cláusulas de aquella ley: “sonidos total o predominantemente caracterizados por la emisión de una sucesión de ritmos repetitivos”. Esta cláusula se reveló imposible de aplicar sin arbitrariedades y se convirtió en objeto de sátiras y denostaciones, al grado de que fue olvidada poco después.

La misma incapacidad de nombrar y comprender lo que se odia está en el corazón de la nueva ley de la capital chihuahuense. En los próximos meses podrá verse cómo se aplica, aunque desde su anuncio lleva inscrito el filtro de clase y edad.

(Gracias a Roberto Rosales por el contexto)

La entrada Otra guerra inagotable se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/McZ2kYG
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Otra guerra inagotable

Cuando, en 1921, Nixon declaró la guerra a las drogas, inauguró una era de cruzadas que se planean detalladamente con el fin de que resulten interminables. La lucha, en los hechos, es contra un objetivo inexpresado. 52 años más tarde, las drogas no han desaparecido, pero la ocupación territorial de las fuerzas armadas, el intervencionismo del gobierno estadounidense y el flujo de dinero de procedencia ilícita hacia las altas esferas económicas y políticas, por mencionar sólo algunos de los auténticos objetivos tácticos de esta guerra, se extienden como el fuego en pasto seco.

Esa guerra en especial ha dado pie a otras de menor escala, lanzadas contra fenómenos o rasgos asociados a esa instancia indeterminada llamada “las drogas”. Hace un mes el ayuntamiento de Chihuahua aprobó una ley que prohíbe los conciertos y la reproducción en espacios públicos de canciones que “denigren a la mujer”. El verbo “denigrar” es clave aquí: no acentúa la violencia discursiva, sino el ataque a cualidades morales que nunca se especifican. Por algo se trata de un verbo muy recurrido por el conservadurismo y sus ataques exaltados hacia todo lo que no comparte sus ideales.

La interpretación de cuál es esa música denigrante podría abrir amplios huecos y ambigüedades, pero por suerte el alcalde, Marco Bonilla, lo mencionó textualmente en el anuncio de entrada en vigor de la ley: reguetón y corridos tumbados. Al parecer el decreto no se acompaña de criterios para estimar la medida o gravedad con que se mancilla a la mujer en cada estilo musical (una especie de escala de denigración). Sólo se trata del potencial para escandalizarse que despiertan algunos de ellos en Bonilla, sus pares políticos y sus electores. La multa por desobedecer esta ley va de 674 mil a 1.2 millones de pesos.

Chihuahua ha sido un estado con muy alta incidencia de crímenes violentos contra las mujeres, al menos desde el inicio de la década de los noventa, mucho antes de la popularización de géneros musicales como el reguetón o el corrido tumbado.

El rechazo abierto a manifestaciones musicales específicas suele ser una refracción del odio hacia el público de éstas. Cuando este odio se convierte en legislación puede volverse un instrumento a usar contra los grupos que las escuchan, generalmente de bajos ingresos económicos (nadie legisla contra los hábitos culturales de las clases altas). Es curiosa la sordera selectiva de la administración municipal de Chihuahua, que no detecta violencia de género en tantas otras formas de la música popular, presentes y pasadas, en las que se manifiestan deseos o conductas que vulneran derechos de las mujeres e implican varias formas de violencia de género. Los ejemplos son incontables. Acaso se trate de una disposición típica del catolicismo (esa administración es panista): le resulta intolerable la explicitación, en letras de banda, reguetón o corrido tumbado, del deseo sexual al que otros géneros aluden con eufemismos.

El ayuntamiento de esta capital tiene otro antecedente de criminalización de géneros específicos: una ley aprobada en 2015 prohibía los llamados “narcocorridos” en eventos públicos y sitios de entretenimiento. Al igual que la normativa más reciente, ésta partía del supuesto de que esa entidad colectiva que los gobiernos nombran como “la ciudadanía” o “el pueblo” requiere de guía constante para distinguir lo bueno de lo malo y es orillada a cometer crímenes a partir de la exposición a ciertas obras musicales o de ficción. Ahí, supuestamente, se encuentran las claves para la erradicación de la violencia: en la didáctica de masas.

Lo que políticas prohibicionistas como éstas parecen ignorar es que las expresiones de la cultura popular son un reflejo del entorno en el que surgen y no un proyecto educativo. Pero esta ignorancia es un disfraz útil: su fin auténtico es ser una coartada para el ejercicio de la fuerza estatal contra sectores a los que se estigmatiza como rivales de sus votantes como son (ya se decía) las clases trabajadoras o ese otro grupo que, al menos desde hace seis décadas, ha sido a la vez caracterizado como el que más necesita salvación y el mayor riesgo al orden público, la juventud. Especialmente cuando esta última categoría se traslapa con la anterior, la de la pobreza.

Las congregaciones de jóvenes funcionan, a ojos de numerosos gobiernos, como una bomba de tiempo. Si estas reuniones incluyen la variable de música que exalta el ánimo y enervantes (ficticios o no, da lo mismo; lo importante es que existan en la imaginación de las conciencias susceptibles de escandalizarse), se le da el tratamiento de un conflicto potencial. Aunque estos géneros musicales, el corrido tumbado y el reguetón, parezcan ser poco inclinados a las manifestaciones de ideas políticas, el mero hecho de acompañar o incentivar la congregación de decenas o cientos de cuerpos jóvenes ya les vuelve un fenómeno relacionado con varias formas de resistencia y organización, cuando menos efímera.

En 1994 el parlamento del Reino Unido intentó prohibir las raves. La amplia y poderosa ala conservadora de sus legisladores contaba con un respaldo significativo entre todos los electores adultos y ancianos, que veían en esas celebraciones un síntoma de la degradación de los jóvenes, poco más que una ocasión para el consumo de drogas sintéticas. Había una necedad absoluta ante la posibilidad de concederles un espacio en el que sus interacciones no estuvieran normadas y vigiladas por adultos. Su incapacidad para comprender este fenómeno social se reflejó en la tipología de la música electrónica que deseaban prohibir, en una de las cláusulas de aquella ley: “sonidos total o predominantemente caracterizados por la emisión de una sucesión de ritmos repetitivos”. Esta cláusula se reveló imposible de aplicar sin arbitrariedades y se convirtió en objeto de sátiras y denostaciones, al grado de que fue olvidada poco después.

La misma incapacidad de nombrar y comprender lo que se odia está en el corazón de la nueva ley de la capital chihuahuense. En los próximos meses podrá verse cómo se aplica, aunque desde su anuncio lleva inscrito el filtro de clase y edad.

(Gracias a Roberto Rosales por el contexto)

La entrada Otra guerra inagotable se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/McZ2kYG
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

miércoles, 23 de agosto de 2023

Los forcejeos de William Friedkin

Años después, rodeado por el Sindicato de Directores que lo premiaba como el mejor realizador del año por Contacto en Francia (1971), William Friedkin aún recordaba la tarde en que Alfred Hitchcock, frente a todos, lo reprendió por dirigir sin corbata. Era 1965 y Friedkin, un cinéfilo que no había estudiado cine y había crecido en la periferia de clase media baja de Chicago, hijo de judíos ucranianos exiliados tras un pogromo zarista, dirigía episodios de televisión por encargo y documentales en 16mm con temáticas sociales y ásperas. 

Uno de ellos, The People vs. Paul Crump (1962), había sido fundamental en conmutar la pena de muerte de un preso afroamericano cuya culpabilidad –argumentaba la cinta– dejaba margen para la duda. Paul Crump salió del corredor de la muerte y Friedkin ganó el primer premio de su carrera. Tres años después, en ese otro día a inicios de mayo en que grababa el episodio televisivo “Off Season” (1965), se rumoraba que Alfred Hitchcock pasaría por el set de la NBC para supervisar los trabajos. Se trataba del último episodio de aquella temporada de La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965), que resultaría la última de la serie. Friedkin debutaba como director en el programa después de haber dirigido varios mediometrajes de no-ficción y especiales de TV y de haber escrito en la sombra episodios para otros realizadores. Pero aquella tarde iba a conocer a Hitch, cuya Psicosis (1960) era la película que afirmaba haber visto más veces después de Ciudadano Kane (1941). El propio Robert Bloch, autor de Psicosis –la novela– era el guionista de “Off Season”. Friedkin, cabeza baja y rodilla en piso, estaba dispuesto a besar la mano del amo del suspenso.

William Friedkin

Fotograma de Contacto en Francia (1971), de William Friedkin

El momento fue fugaz, pero la incomodidad duró varios años. Friedkin se acercó a Hitchcock y su comitiva de asistentes, extendiendo la mano y presentándose como el director de ese episodio. Sin devolver el saludo, Hitchcock señaló a su pecho: “Sr. Friedkin, no está usando corbata. Nuestros directores siempre vienen a trabajar con corbata”. Y se fue. Ocho años después, William Friedkin recibía el premio a mejor director por un thriller rasposo y grasiento que escupía sobre la elegancia perversa del noir americano para transformarla en crónica con olor a basurero, cloaca y cuero viejo. Durante la fiesta posterior, Friedkin se acercó a la mesa en donde estaba Hitchcock. Con el premio en la mano, le espetó de frente: “Mira este premio, Alfred. ¿Hoy sí te gusta mi corbata?”. 

Dentro de una generación de cineastas estadounidenses marcada por el desafío al sistema de estudios, la independencia a ultranza y las temáticas de borde afilado, sólo Friedkin se sentía capaz de guardarle un desplante al mismo Alfred Hitchcock para cobrárselo en público años después. De Palma, Bogdanovich, el primer Scorsese, Bob Rafelson, Barbara Loden, así como los documentalistas D.A. Pennebaker y Barbara Kopple, encapsulan un reverso más oculto y subterráneo de las revoluciones millonarias encabezadas por Spielberg, Lucas o Coppola en esos mismos años. Eran la generación nacida y criada durante la Segunda Guerra Mundial, en medio del milagro económico americano, la nueva Guerra Fría y el ascenso del rock and roll. Veinte años después, cuando esa misma generación era enviada en batallones a librar una guerra sin sentido en Vietnam, cineastas como William Friedkin ya habían recogido las herencias contraculturales de los sesenta, descubrieron el LSD y la Nouvelle Vague, cambiaron a Audrey Hepburn por Gena Rowlands y se metieron en Hollywood rompiendo la puerta de atrás.

Fue ese entorno el de Friedkin (1935-2023), un muchacho de Chicago sin padres profesionistas que estudió hasta los quince y siguió su formación yendo al cine, dirigiendo televisión y ayudando a su tío a despachar en una carnicería. Pero no era ningún naíf, y a pesar de que sus memorias, The Friedkin Connection (2013), deben leerse con la desconfianza natural de un artista narrándose a sí mismo, traslucen la sinceridad de alguien tan consciente de su talento como de lo inconveniente de su carácter. Aquella anécdota con Hitchcock era apenas preámbulo de una conflictiva y desgastante relación con el sistema de estudios y sus ejecutivos. 

William Friedkin

William Friedkin en el rodaje de El exorcista (1973)

Después de dos maremotos de rentabilidad como Contacto en Francia y sobre todo El exorcista (1973), por dos años la película con mayor recaudación en la historia estadounidense hasta el estreno de Tiburón (1975), se embarcó en una cadena de proyectos de ambición autoral, presupuesto robusto y poca rentabilidad comercial como Carga maldita (1977) –segunda versión de la obra maestra de Clouzot, El salario del miedo (1953)–, el asfixiante noir homoerótico Encrucijadas (1980) o el nihilismo californiano de Vivir y morir en Los Ángeles (1985). Ese quinteto de thrillers basta para dibujar la filmografía ineludible y arriesgada de un autor que forcejeó siempre para escapar a las tenazas de dos éxitos industriales.

En cuanto el código Hays de censura cinematográfica fue derogado en 1967 abrió la puerta a un caudal de narrativas, personajes y temáticas que Hollywood había barrido debajo de la alfombra por décadas: raciales (Al calor de la noche, Jewison, 1968), sexuales (Perdidos en la noche, Schlesinger, 1969), mentales (Taxi Driver, Scorsese, 1976), criminales (Bonnie y Clyde, Penn, 1969). Para calibrar la dimensión de William Friedkin y sus diversas rupturas con el statu quo convendría pasar por alto la más evidente (El exorcista) para navegar en sus años previos, en especial sus adaptaciones teatrales de Harold Pinter (The Birthday Party, 1968) y Mart Crowley (Los chicos de la banda, 1970).

La entrada Los forcejeos de William Friedkin se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/mZFKBvx
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

Los forcejeos de William Friedkin

Años después, rodeado por el Sindicato de Directores que lo premiaba como el mejor realizador del año por Contacto en Francia (1971), William Friedkin aún recordaba la tarde en que Alfred Hitchcock, frente a todos, lo reprendió por dirigir sin corbata. Era 1965 y Friedkin, un cinéfilo que no había estudiado cine y había crecido en la periferia de clase media baja de Chicago, hijo de judíos ucranianos exiliados tras un pogromo zarista, dirigía episodios de televisión por encargo y documentales en 16mm con temáticas sociales y ásperas. 

Uno de ellos, The People vs. Paul Crump (1962), había sido fundamental en conmutar la pena de muerte de un preso afroamericano cuya culpabilidad –argumentaba la cinta– dejaba margen para la duda. Paul Crump salió del corredor de la muerte y Friedkin ganó el primer premio de su carrera. Tres años después, en ese otro día a inicios de mayo en que grababa el episodio televisivo “Off Season” (1965), se rumoraba que Alfred Hitchcock pasaría por el set de la NBC para supervisar los trabajos. Se trataba del último episodio de aquella temporada de La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965), que resultaría la última de la serie. Friedkin debutaba como director en el programa después de haber dirigido varios mediometrajes de no-ficción y especiales de TV y de haber escrito en la sombra episodios para otros realizadores. Pero aquella tarde iba a conocer a Hitch, cuya Psicosis (1960) era la película que afirmaba haber visto más veces después de Ciudadano Kane (1941). El propio Robert Bloch, autor de Psicosis –la novela– era el guionista de “Off Season”. Friedkin, cabeza baja y rodilla en piso, estaba dispuesto a besar la mano del amo del suspenso.

William Friedkin

Fotograma de Contacto en Francia (1971), de William Friedkin

El momento fue fugaz, pero la incomodidad duró varios años. Friedkin se acercó a Hitchcock y su comitiva de asistentes, extendiendo la mano y presentándose como el director de ese episodio. Sin devolver el saludo, Hitchcock señaló a su pecho: “Sr. Friedkin, no está usando corbata. Nuestros directores siempre vienen a trabajar con corbata”. Y se fue. Ocho años después, William Friedkin recibía el premio a mejor director por un thriller rasposo y grasiento que escupía sobre la elegancia perversa del noir americano para transformarla en crónica con olor a basurero, cloaca y cuero viejo. Durante la fiesta posterior, Friedkin se acercó a la mesa en donde estaba Hitchcock. Con el premio en la mano, le espetó de frente: “Mira este premio, Alfred. ¿Hoy sí te gusta mi corbata?”. 

Dentro de una generación de cineastas estadounidenses marcada por el desafío al sistema de estudios, la independencia a ultranza y las temáticas de borde afilado, sólo Friedkin se sentía capaz de guardarle un desplante al mismo Alfred Hitchcock para cobrárselo en público años después. De Palma, Bogdanovich, el primer Scorsese, Bob Rafelson, Barbara Loden, así como los documentalistas D.A. Pennebaker y Barbara Kopple, encapsulan un reverso más oculto y subterráneo de las revoluciones millonarias encabezadas por Spielberg, Lucas o Coppola en esos mismos años. Eran la generación nacida y criada durante la Segunda Guerra Mundial, en medio del milagro económico americano, la nueva Guerra Fría y el ascenso del rock and roll. Veinte años después, cuando esa misma generación era enviada en batallones a librar una guerra sin sentido en Vietnam, cineastas como William Friedkin ya habían recogido las herencias contraculturales de los sesenta, descubrieron el LSD y la Nouvelle Vague, cambiaron a Audrey Hepburn por Gena Rowlands y se metieron en Hollywood rompiendo la puerta de atrás.

Fue ese entorno el de Friedkin (1935-2023), un muchacho de Chicago sin padres profesionistas que estudió hasta los quince y siguió su formación yendo al cine, dirigiendo televisión y ayudando a su tío a despachar en una carnicería. Pero no era ningún naíf, y a pesar de que sus memorias, The Friedkin Connection (2013), deben leerse con la desconfianza natural de un artista narrándose a sí mismo, traslucen la sinceridad de alguien tan consciente de su talento como de lo inconveniente de su carácter. Aquella anécdota con Hitchcock era apenas preámbulo de una conflictiva y desgastante relación con el sistema de estudios y sus ejecutivos. 

William Friedkin

William Friedkin en el rodaje de El exorcista (1973)

Después de dos maremotos de rentabilidad como Contacto en Francia y sobre todo El exorcista (1973), por dos años la película con mayor recaudación en la historia estadounidense hasta el estreno de Tiburón (1975), se embarcó en una cadena de proyectos de ambición autoral, presupuesto robusto y poca rentabilidad comercial como Carga maldita (1977) –segunda versión de la obra maestra de Clouzot, El salario del miedo (1953)–, el asfixiante noir homoerótico Encrucijadas (1980) o el nihilismo californiano de Vivir y morir en Los Ángeles (1985). Ese quinteto de thrillers basta para dibujar la filmografía ineludible y arriesgada de un autor que forcejeó siempre para escapar a las tenazas de dos éxitos industriales.

En cuanto el código Hays de censura cinematográfica fue derogado en 1967 abrió la puerta a un caudal de narrativas, personajes y temáticas que Hollywood había barrido debajo de la alfombra por décadas: raciales (Al calor de la noche, Jewison, 1968), sexuales (Perdidos en la noche, Schlesinger, 1969), mentales (Taxi Driver, Scorsese, 1976), criminales (Bonnie y Clyde, Penn, 1969). Para calibrar la dimensión de William Friedkin y sus diversas rupturas con el statu quo convendría pasar por alto la más evidente (El exorcista) para navegar en sus años previos, en especial sus adaptaciones teatrales de Harold Pinter (The Birthday Party, 1968) y Mart Crowley (Los chicos de la banda, 1970).

La entrada Los forcejeos de William Friedkin se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/mZFKBvx
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

martes, 22 de agosto de 2023

Postales multicolor de Jessy Lanza

A una década de su debut discográfico (Pull My Hair Back) y tres años de su álbum anterior (All the Time), la música de la cantante y productora canadiense Jessy Lanza mantiene el sello evolutivo alrededor de las posibilidades del R&B alternativo y el dance pop sutil, operando como un glitch lo mismo dentro de su sello discográfico, Hyperdub (Kode9, Burial, Dean Blunt, Laurel Halo), que del pop electrónico más convencional.

En su cuarto disco de estudio, Love Hallucination –lanzado el 28 de julio pasado–, Lanza equilibra el crecimiento artístico con el personal, despojándose de las incertidumbres fragmentarias de All the Time, llenas de ráfagas oníricas y deseos, para apegarse a una simplicidad que no sacrifica oficio en este R&B preciosista, inteligente y multicolor. Se anima a dar el siguiente paso, volviendo su estilo más diáfano y accesible (ahora canta más, y más frontalmente), en once piezas que suman poco más de media hora.

Jessy Lanza

Jessy Lanza retratada por Trent Tomlinson

La última ocasión en que Jessy Lanza sacó un disco se percibía la incertidumbre vinculada a la pandemia. La artista enfrentaba a un nuevo horizonte de vida (mudanza a Los Ángeles, colaboraciones a distancia, introspección) que, en cierto modo, abrió un cauce que hoy ve la luz con Love Hallucination

Confianza, el nombre del juego

“Confío en dónde estoy ahora, y eso es nuevo para mí. Cuando estaba escribiendo el disco me sentía fuera de mi elemento, desenfocada. Me dio seguridad saber que podía confiar en mis instintos y terminar un disco a pesar de los desafíos de sentirme fuera de mi zona de confort. Creo que Love Hallucination es mi mejor álbum hasta ahora, y es reconfortante haber salido de un momento incierto de mi vida”, asegura Lanza, para luego revelar que el disco es, también, una colección de postales recurrentes y el papel de la memoria en nuestra experiencia del presente.

“Escribí muchas de las pistas de Love Hallucination sobre relaciones y amores pasados. Mientras estaba haciendo el disco me di cuenta de que en realidad estaba escribiendo sobre mi imaginación contra la realidad, así como sobre las formas de confrontación de lo imaginado y lo real. Eso ha dejado cierta huella en el desarrollo de mi propia vida”.

En una primera escucha Love Hallucination edifica, desde la transparencia pop, algo que intuimos en discos pasados y que ahora se vuelve un bastión más sólido: canciones preciosistas y de adhesión inmediata. La canadiense confiesa que, si bien ahora canta de forma más presente a lo largo de los once cortes del disco, esto se debe a la inercia de su momento personal. “Tal vez sucedió a un nivel subconsciente”, asegura.

“Mientras estaba haciendo el disco me di cuenta de que en realidad estaba escribiendo sobre mi imaginación contra la realidad, así como sobre las formas de confrontación de lo imaginado y lo real.” 

Pese a mantener un sello calmo, sensorialmente colorido, edulcorado desde las postrimerías sentimentales, Love Hallucination no es un trabajo no pierde el filo de la pista o el beat. Su magia reside en una dosificación exacta de los elementos secuenciados y la estructura clásica de la canción pop. Si este es el disco más accesible de la autora de Pull My Hair Back y Oh No (2016) a la fecha, también es el que más abunda de capas, texturas y estímulos sonoros hilvanados con estilo y oficio, pero sobre todo con una sensibilidad apoyada en la ligereza de lo sublime. 

Lo anterior se debe, explica Jessy Lanza, a que la superposición de instrumentos se da de forma natural en el momento de la mezcla del disco. “Me encanta trabajar con ingenieros de mezclas porque agregan otra dimensión a la música, algo que no podría hacer por mi cuenta, así que siempre les doy muchas capas con las cuales trabajar cuando llega el momento de armar las pistas”. 

Escuchar con atención

“Creo que todos estamos procesando todavía la pandemia y lo que significa seguir adelante. Durante un tiempo evité escuchar música que me hiciera sentir algo porque me abrumaba y me asustaba un poco.” 

El cuarto disco de estudio de la música ontariense se emparienta con una pléyade de artistas y discos editados luego de la pandemia en Estados Unidos, bajo la sombrilla de estilos como el R&B o el neosoul californiano. Ahí se encuentran John Carroll Kirby Eddie Chacon: “Amo a Eddie y su álbum Pleasure, Joy and Happiness [2020], es una gran inspiración para mí. Creo que todos estamos procesando todavía la pandemia y lo que significa seguir adelante. Durante un tiempo evité escuchar música que me hiciera sentir algo porque me abrumaba y me asustaba un poco. Por eso la música de Eddie Chacón me atrae tanto ahora, conecta a un nivel más profundo que no funciona para el oyente pasivo. Exige toda tu atención”.

Jessy Lanza está enfocada en la gira de Love Hallucination, álbum en el que echó mano de muchos buenos viejos amigos y productores como Jacques Greene (“Midnight Ontario”), así como David Kennedy, con quien coprodujo y mezcló algunas de pistas del disco. Al despedirse es enfática en la necesidad de volver a vernos de forma presencial, para festejar la vida.

La entrada Postales multicolor de Jessy Lanza se publicó primero en La Tempestad.



from La Tempestad https://ift.tt/8IBigVF
via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad