viernes, 31 de enero de 2020

Rose McGowan y un panel de feminista en el Tonalá

La actriz, escritora y activista estadounidense Rose McGowan, quien fue la primera en denunciar los abusos sexuales del productor Harvey Weinstein y, luego, narró sus desventuras en Hollywood en el libro Brave, se presentará mañana en la Ciudad de México con “Planet 9”, un espectáculo multimedia que combina imágenes, sonidos y  teatro. La cita es en el Cine Tonalá a las 19:00 horas.

Al evento, llamado ‘Dream for a Better World”, le seguirá un panel sobre arte, activismo y narrativa en el marco del movimiento #MeToo en el que participarán Elena Fortes, productora cinematográfica, Alejandra Márquez Abella, guionista y directora, y Mónica Mayer, crítica de arte y artista. La charla estará moderada por Paola Plaza, cofundadora del festival independiente de arte Hacer Noche.

La entrada es gratuita, pero el cupo es limitado, así que se necesita reservación. Envía un correo solicitando un pase a contacto.cinetonala@gmail.com.



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Rose McGowan y un panel de feminista en el Tonalá

La actriz, escritora y activista estadounidense Rose McGowan, quien fue la primera en denunciar los abusos sexuales del productor Harvey Weinstein y, luego, narró sus desventuras en Hollywood en el libro Brave, se presentará mañana en la Ciudad de México con “Planet 9”, un espectáculo multimedia que combina imágenes, sonidos y  teatro. La cita es en el Cine Tonalá a las 19:00 horas.

Al evento, llamado ‘Dream for a Better World”, le seguirá un panel sobre arte, activismo y narrativa en el marco del movimiento #MeToo en el que participarán Elena Fortes, productora cinematográfica, Alejandra Márquez Abella, guionista y directora, y Mónica Mayer, crítica de arte y artista. La charla estará moderada por Paola Plaza, cofundadora del festival independiente de arte Hacer Noche.

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Raúl Mirlo: música callada

En los pasillos casi vacíos de la Escuela Superior de Música y Danza de Monterrey, veo colgados retratos de varios de los compositores más célebres del canon occidental de la música: Debussy, Ligeti, Messiaen, Schoenberg… No termino de decidir si los retratos actúan como una inspiración cotidiana para los alumnos o como una fuerza idolátrica que los inmoviliza, pero pienso que, en todo caso, falta en ese recorrido un compositor que corresponda mejor con la obra que se desarrolla en el mismo momento en el patio de la escuela: Tacet, del artista regiomontano Raúl Mirlo, pieza integrante (y al mismo tiempo externa; ya lo explicaré) de las actividades de la llamada Feria PreMaco, celebrada a finales de enero en la ciudad del norte del país. El compositor que creía ausente, decía, es Federico Mompou: célebre por su Música callada, de un concepto a su vez tomado del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. La paradoja que el músico catalán y el poeta místico expresan es también perceptible, pienso, en la obra de Mirlo.

Pero ¿el motivo música callada es realmente una paradoja? ¿Está realmente enunciando una imposibilidad lógica? Creo que no, que la cualidad de lo callado incluso podría representar una gradación de las obras musicales (“tal pieza es más callada que otra”), porque lo callado o lo silencioso se construye a partir de lo sonoro y no es su negación exacta. No existe, al menos no en este mundo, el silencio como concepto absoluto: el silencio se construye entre las cosas, lo que incluye las teclas del piano y los patios interiores de los edificios. Un retrato de Mompou, en nuestro recorrido imaginario, podría sintetizar o, mejor dicho, articularse con la experiencia estética (en su sentido amplio) propuesta por Mirlo; pero, a fin de cuentas, ni siquiera es necesario ver su rostro para percibir su presencia.

Todas las imágenes de la pieza de Mirlo son de © Rosalinda Olivares

Mirlo despliega y une una docena de rollos de fieltro de un azul casi platinado, lo que ocasiona efectos múltiples en los sentidos de los visitantes: al tacto, es una superficie amable, lo que ayuda a otorgar al espacio una sensación de, digamos, ritual suave, potencialmente lúdico; a la vista, por ejemplo, el día de su inauguración (25 de enero) los colores mezclaban perfectamente con las tonalidades nubladas de la tarde-noche regiomontana; al oído, despliega el más importante de sus efectos: calla (que no mata, ni siquiera aísla) el sonido circundante y de los eventos sobre su superficie. Tacet, sin embargo, no se agota en las características de su material: es, para decirlo con Salvador Gallardo Cabrera, un campo de intervención, un ámbito de entrecruzamientos, una serie de índices.

Tacet –un término musical: en una partitura significa quedar en silencio– se complementa con una serie de acciones que no alcanzan siquiera el estatuto de performances (no digo esto como un juicio de valor sino meramente descriptivo): cuatro estudiantes ensayando, en salones alejados del patio –de espaldas a él, podríamos decir–, tocan un trombón, una trompeta, un corno, un piano…Su participación es casi anecdótica, o por lo menos lejana al centro de la acción, pero por lo mismo envuelve la pieza como si se tratara de un aroma. Anecdótica tampoco es aquí un juicio de valor, porque de la misma forma podríamos describir la aparición de las aves o de un helicóptero o de cualquiera de los sonidos que se filtran en la pieza: en un campo de intervención, podríamos resumir, si todo es anecdótico, nada lo es. En ese campo, cada estímulo tiene por tanto el mismo potencial de intensidad, sin importar su estridencia o centralidad, tan sólo la atención provista por el sujeto y la capacidad compositiva de sus sentidos. Lo anecdótico, en resumen, entra y sale del campo con libertad –como el sonido mismo, lo que termina por difuminar los límites mismos del campo.

En la inauguración de Tacet participó también un grupo de estudiantes de danza folklórica de la Escuela Superior. Su presencia pronto fue entendida por los asistentes como el inicio de la pieza pero, nuevamente, su participación no permitió dibujar con certeza ese marco escénico donde una obra comienza, se desarrolla y termina. Los bailarines no terminaban de iniciar, ni de desarrollar un núcleo coreográfico, mucho menos de concluirlo: parecían ensayar pero se detenían; charlaban, entraban y salían del campo; se entrecruzaban, a punto de construir un cuerpo colectivo, para después dispersarlo, sin mayores aspavientos. Apenas trazaban un vector sobre el campo con la mano, lo desdibujaban con el codo (al punto que me hacían recordar el concepto de inminencia, tal como lo usa Néstor García Canclini: la práctica estética anunciando una forma que no termina de acaecer del todo). El fieltro hacía el resto: callaba ese otro elemento que permite codificar una danza como coreográfica –el sonido– y así deconstruía casi cada uno de sus elementos para transformarlo en otra cosa que no atinábamos a describir del todo. Como decía el propio Mompou, con humor, respecto a su práctica artística: «yo no compongo, descompongo», lo mismo podríamos decir de Mirlo, si mantenemos en mente que des-componer, más que un resultado disfuncional, implica aquí una práctica deconstructiva y, por lo tanto, creativa.

Abril Zales, curadora de la pieza, me explica el proceso de depuración de elementos en Tacet: en algún momento se pensó, por ejemplo, en continuar el suelo de fieltro hasta cubrir una pared entera de la Escuela Superior. Se entiende por qué se desechó esa opción: la pared implicaba dirigir un comportamiento en el espectador y perder el momento de extrañeza de una serie de objetos –incluidos los cuerpos, las acciones y los sonidos– no concluidos. Esa dirección implicaba, por tanto, cerrar el ritual hasta convertirlo en un ritual sin poros, sin rutas de escape y, a fin de cuentas, sin sorpresas. Abriendo el espacio se abría también un proceso de modulación en el comportamiento colectivo: en las tres horas que dura la inauguración (aunque el suelo de fieltro se mantendrá por días, mezclándose con las actividades cotidianas de la escuela) los visitantes, en una especie de efecto-espejo involuntario con los bailarines, se mantienen en un silencio expectante, charlan distendidamente, se alejan al perímetro del fieltro o lo recorren dibujando vectores espontáneos. Son las formas adultas de lidiar con un ritual apenas sugerido: sin códigos fuertes a los que asirse queda esta especie de vaivén corporal, de índices y entrecruzamientos, por el campo de intervención. Lo mismo se concentran en las charlas mundanas de los asistentes (tan importantes para la pieza que creo que la charla en sí es un nodo de intensidad de Tacet) que, cómo no, en los momentos de silencio, construidos aquí en la fricción de los encuentros.

Como no hay ritual fijo, el adulto lo construye inconscientemente en recorridos que terminan por trazar rutas singulares, si bien lentas y dubitativas. A diferencia, claro, de los niños, para quienes el juego ya es de por sí ritual y, con la arena preconstruida (y suave) del fieltro, se ponen a la tarea de inmediato: sus rutas son más decididas, furiosas y extrañas –incluyendo algunas imitaciones obsesivas a los bailarines. Hay, en todo caso, tensión y distensión colectiva construyendo formas y signos que, a distancia, pueden leerse como un texto de formas libres. Y es que, parafraseando nuevamente a Gallardo Cabrera, una escritura crece en una red de confluencias, y esa podría ser otra forma de describir Tacet.

La pieza de Mirlo (nacido en 1985 y formado como pintor; otra posible clave de lectura de la pieza), decíamos al principio, forma parte de las actividades de PreMaco Monterrey, un evento aún en ciernes, un tanto mal organizado y, como sucede con este tipo de ferias, de expresiones estéticas tan disímiles que imposibilitan una descripción medianamente coherente. Tacet, adentro y afuera de la feria, se despliega como un gesto ante éstas: disminuye un poco su barullo, su tráfago de mercancías, y propone un espacio no necesariamente de reflexión o meditación como de posibilidad de otro tipo de intercambios. A punto de suceder, a punto de codificarse, de solidificarse, pero escapando siempre hacia todavía no se sabe qué forma de sociabilidad. Redes de sensibilidades calladas pero abiertas.



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Raúl Mirlo: música callada

En los pasillos casi vacíos de la Escuela Superior de Música y Danza de Monterrey, veo colgados retratos de varios de los compositores más célebres del canon occidental de la música: Debussy, Ligeti, Messiaen, Schoenberg… No termino de decidir si los retratos actúan como una inspiración cotidiana para los alumnos o como una fuerza idolátrica que los inmoviliza, pero pienso que, en todo caso, falta en ese recorrido un compositor que corresponda mejor con la obra que se desarrolla en el mismo momento en el patio de la escuela: Tacet, del artista regiomontano Raúl Mirlo, pieza integrante (y al mismo tiempo externa; ya lo explicaré) de las actividades de la llamada Feria PreMaco, celebrada a finales de enero en la ciudad del norte del país. El compositor que creía ausente, decía, es Federico Mompou: célebre por su Música callada, de un concepto a su vez tomado del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. La paradoja que el músico catalán y el poeta místico expresan es también perceptible, pienso, en la obra de Mirlo.

Pero ¿el motivo música callada es realmente una paradoja? ¿Está realmente enunciando una imposibilidad lógica? Creo que no, que la cualidad de lo callado incluso podría representar una gradación de las obras musicales (“tal pieza es más callada que otra”), porque lo callado o lo silencioso se construye a partir de lo sonoro y no es su negación exacta. No existe, al menos no en este mundo, el silencio como concepto absoluto: el silencio se construye entre las cosas, lo que incluye las teclas del piano y los patios interiores de los edificios. Un retrato de Mompou, en nuestro recorrido imaginario, podría sintetizar o, mejor dicho, articularse con la experiencia estética (en su sentido amplio) propuesta por Mirlo; pero, a fin de cuentas, ni siquiera es necesario ver su rostro para percibir su presencia.

Todas las imágenes de la pieza de Mirlo son de © Rosalinda Olivares

Mirlo despliega y une una docena de rollos de fieltro de un azul casi platinado, lo que ocasiona efectos múltiples en los sentidos de los visitantes: al tacto, es una superficie amable, lo que ayuda a otorgar al espacio una sensación de, digamos, ritual suave, potencialmente lúdico; a la vista, por ejemplo, el día de su inauguración (25 de enero) los colores mezclaban perfectamente con las tonalidades nubladas de la tarde-noche regiomontana; al oído, despliega el más importante de sus efectos: calla (que no mata, ni siquiera aísla) el sonido circundante y de los eventos sobre su superficie. Tacet, sin embargo, no se agota en las características de su material: es, para decirlo con Salvador Gallardo Cabrera, un campo de intervención, un ámbito de entrecruzamientos, una serie de índices.

Tacet –un término musical: en una partitura significa quedar en silencio– se complementa con una serie de acciones que no alcanzan siquiera el estatuto de performances (no digo esto como un juicio de valor sino meramente descriptivo): cuatro estudiantes ensayando, en salones alejados del patio –de espaldas a él, podríamos decir–, tocan un trombón, una trompeta, un corno, un piano…Su participación es casi anecdótica, o por lo menos lejana al centro de la acción, pero por lo mismo envuelve la pieza como si se tratara de un aroma. Anecdótica tampoco es aquí un juicio de valor, porque de la misma forma podríamos describir la aparición de las aves o de un helicóptero o de cualquiera de los sonidos que se filtran en la pieza: en un campo de intervención, podríamos resumir, si todo es anecdótico, nada lo es. En ese campo, cada estímulo tiene por tanto el mismo potencial de intensidad, sin importar su estridencia o centralidad, tan sólo la atención provista por el sujeto y la capacidad compositiva de sus sentidos. Lo anecdótico, en resumen, entra y sale del campo con libertad –como el sonido mismo, lo que termina por difuminar los límites mismos del campo.

En la inauguración de Tacet participó también un grupo de estudiantes de danza folklórica de la Escuela Superior. Su presencia pronto fue entendida por los asistentes como el inicio de la pieza pero, nuevamente, su participación no permitió dibujar con certeza ese marco escénico donde una obra comienza, se desarrolla y termina. Los bailarines no terminaban de iniciar, ni de desarrollar un núcleo coreográfico, mucho menos de concluirlo: parecían ensayar pero se detenían; charlaban, entraban y salían del campo; se entrecruzaban, a punto de construir un cuerpo colectivo, para después dispersarlo, sin mayores aspavientos. Apenas trazaban un vector sobre el campo con la mano, lo desdibujaban con el codo (al punto que me hacían recordar el concepto de inminencia, tal como lo usa Néstor García Canclini: la práctica estética anunciando una forma que no termina de acaecer del todo). El fieltro hacía el resto: callaba ese otro elemento que permite codificar una danza como coreográfica –el sonido– y así deconstruía casi cada uno de sus elementos para transformarlo en otra cosa que no atinábamos a describir del todo. Como decía el propio Mompou, con humor, respecto a su práctica artística: «yo no compongo, descompongo», lo mismo podríamos decir de Mirlo, si mantenemos en mente que des-componer, más que un resultado disfuncional, implica aquí una práctica deconstructiva y, por lo tanto, creativa.

Abril Zales, curadora de la pieza, me explica el proceso de depuración de elementos en Tacet: en algún momento se pensó, por ejemplo, en continuar el suelo de fieltro hasta cubrir una pared entera de la Escuela Superior. Se entiende por qué se desechó esa opción: la pared implicaba dirigir un comportamiento en el espectador y perder el momento de extrañeza de una serie de objetos –incluidos los cuerpos, las acciones y los sonidos– no concluidos. Esa dirección implicaba, por tanto, cerrar el ritual hasta convertirlo en un ritual sin poros, sin rutas de escape y, a fin de cuentas, sin sorpresas. Abriendo el espacio se abría también un proceso de modulación en el comportamiento colectivo: en las tres horas que dura la inauguración (aunque el suelo de fieltro se mantendrá por días, mezclándose con las actividades cotidianas de la escuela) los visitantes, en una especie de efecto-espejo involuntario con los bailarines, se mantienen en un silencio expectante, charlan distendidamente, se alejan al perímetro del fieltro o lo recorren dibujando vectores espontáneos. Son las formas adultas de lidiar con un ritual apenas sugerido: sin códigos fuertes a los que asirse queda esta especie de vaivén corporal, de índices y entrecruzamientos, por el campo de intervención. Lo mismo se concentran en las charlas mundanas de los asistentes (tan importantes para la pieza que creo que la charla en sí es un nodo de intensidad de Tacet) que, cómo no, en los momentos de silencio, construidos aquí en la fricción de los encuentros.

Como no hay ritual fijo, el adulto lo construye inconscientemente en recorridos que terminan por trazar rutas singulares, si bien lentas y dubitativas. A diferencia, claro, de los niños, para quienes el juego ya es de por sí ritual y, con la arena preconstruida (y suave) del fieltro, se ponen a la tarea de inmediato: sus rutas son más decididas, furiosas y extrañas –incluyendo algunas imitaciones obsesivas a los bailarines. Hay, en todo caso, tensión y distensión colectiva construyendo formas y signos que, a distancia, pueden leerse como un texto de formas libres. Y es que, parafraseando nuevamente a Gallardo Cabrera, una escritura crece en una red de confluencias, y esa podría ser otra forma de describir Tacet.

La pieza de Mirlo (nacido en 1985 y formado como pintor; otra posible clave de lectura de la pieza), decíamos al principio, forma parte de las actividades de PreMaco Monterrey, un evento aún en ciernes, un tanto mal organizado y, como sucede con este tipo de ferias, de expresiones estéticas tan disímiles que imposibilitan una descripción medianamente coherente. Tacet, adentro y afuera de la feria, se despliega como un gesto ante éstas: disminuye un poco su barullo, su tráfago de mercancías, y propone un espacio no necesariamente de reflexión o meditación como de posibilidad de otro tipo de intercambios. A punto de suceder, a punto de codificarse, de solidificarse, pero escapando siempre hacia todavía no se sabe qué forma de sociabilidad. Redes de sensibilidades calladas pero abiertas.



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Agenda de fin de semana

Película

Land (2018), de Babak Jalali

Una familia de indígenas americanos que vive en una reserva mantiene una turbulenta relación con la comunidad de habitantes blancos de un pueblo vecino. La repentina muerte de uno de los hermanos sacude a la familia. La decisión de enterrarlo según sus costumbres y no las del ejército, provoca un conflicto que pondrá en riesgo el balance entre las dos comunidades. El filme de Jalali se puede ver tanto en salas comerciales como de arte.

Obra escénica

Jam de improvisación de contacto

Como parte del Programa de Residencias Artísticas Escenarios de lo Real, el grupo Ministerio del Movimiento presenta esta propuesta, que investiga las protestas como procesos masivos de movilización de los cuerpos. ¿De qué herramientas coreográficas nos podemos servir para estos procesos? ¿Ante qué o quiénes ejercemos la rebeldía?, cuestiona el Ministerio. 

Centro Cultural Helénico

Sábado, 16:30 horas

Entrada libre

Exposición

Elements of Vogue. Un caso de estudio de performance radical 

Muestra que indaga la relación entre raza, género y clase social en el arte y la cultura popular afroamericana. Se adentra en la historia política del cuerpo a través del ballroom que surgió en los años 30 en Harlem. Curada por Sabel Gavaldón y Manuel Segade, se trata de la primera exposición sobre voguing y arte contemporáneo a nivel internacional.

Museo Universitario del Chopo.

De miércoles a domingo, de 11:30 a 19:00 horas

$30



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Agenda de fin de semana

Película

Land (2018), de Babak Jalali

Una familia de indígenas americanos que vive en una reserva mantiene una turbulenta relación con la comunidad de habitantes blancos de un pueblo vecino. La repentina muerte de uno de los hermanos sacude a la familia. La decisión de enterrarlo según sus costumbres y no las del ejército, provoca un conflicto que pondrá en riesgo el balance entre las dos comunidades. El filme de Jalali se puede ver tanto en salas comerciales como de arte.

Obra escénica

Jam de improvisación de contacto

Como parte del Programa de Residencias Artísticas Escenarios de lo Real, el grupo Ministerio del Movimiento presenta esta propuesta, que investiga las protestas como procesos masivos de movilización de los cuerpos. ¿De qué herramientas coreográficas nos podemos servir para estos procesos? ¿Ante qué o quiénes ejercemos la rebeldía?, cuestiona el Ministerio. 

Centro Cultural Helénico

Sábado, 16:30 horas

Entrada libre

Exposición

Elements of Vogue. Un caso de estudio de performance radical 

Muestra que indaga la relación entre raza, género y clase social en el arte y la cultura popular afroamericana. Se adentra en la historia política del cuerpo a través del ballroom que surgió en los años 30 en Harlem. Curada por Sabel Gavaldón y Manuel Segade, se trata de la primera exposición sobre voguing y arte contemporáneo a nivel internacional.

Museo Universitario del Chopo.

De miércoles a domingo, de 11:30 a 19:00 horas

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jueves, 30 de enero de 2020

Escenarios de lo Real

Del 28 de enero al 9 de febrero los residentes que integraron el Programa de Residencias Artísticas Escenarios de lo Real durante 2019, presentarán en el Centro Cultural Helénico el fruto de sus reflexiones y trabajo. El extenso programa, en el que se gestaron 12 proyectos, incluye videos, pasarelas, conversatorios, instalaciones, conferencias y performance.  

El Programa de Residencias Artísticas Escenarios de lo Real es un experimento escénico que congregó a 36 artistas que trabajaron bajo tres ejes: la creatividad a través de las prácticas expandidas, la convivencia y un enfoque pedagógico, que consistió en un seminario inacabado, tres clínicas y un laboratorio escénico. Los creadores estuvieron acompañados durante este proceso por diversos artistas e investigadores nacionales e internacionales, coordinados académicamente por Rubén Ortiz y Bruno Ruiz, con la colaboración de Rosa Landabur.

El equipo de residentes cuestionaron y reflexionaron sobre diversas problemáticas sociales, sus posibles soluciones desde el quehacer artístico en un espacio de experimentación seguro y estimulante. Aunque hubo incontables momentos de desacuerdo, también se lograron acuerdos de gran fecundidad y de aprendizaje.

Las piezas performativas estarán cada día en el Foro La gruta, que forma parte del Helénico, y que en otros espacios habrá instalaciones, transmisiones de radio y conversatorios. Todas las actividades son de entrada libre.



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Escenarios de lo Real

Del 28 de enero al 9 de febrero los residentes que integraron el Programa de Residencias Artísticas Escenarios de lo Real durante 2019, presentarán en el Centro Cultural Helénico el fruto de sus reflexiones y trabajo. El extenso programa, en el que se gestaron 12 proyectos, incluye videos, pasarelas, conversatorios, instalaciones, conferencias y performance.  

El Programa de Residencias Artísticas Escenarios de lo Real es un experimento escénico que congregó a 36 artistas que trabajaron bajo tres ejes: la creatividad a través de las prácticas expandidas, la convivencia y un enfoque pedagógico, que consistió en un seminario inacabado, tres clínicas y un laboratorio escénico. Los creadores estuvieron acompañados durante este proceso por diversos artistas e investigadores nacionales e internacionales, coordinados académicamente por Rubén Ortiz y Bruno Ruiz, con la colaboración de Rosa Landabur.

El equipo de residentes cuestionaron y reflexionaron sobre diversas problemáticas sociales, sus posibles soluciones desde el quehacer artístico en un espacio de experimentación seguro y estimulante. Aunque hubo incontables momentos de desacuerdo, también se lograron acuerdos de gran fecundidad y de aprendizaje.

Las piezas performativas estarán cada día en el Foro La gruta, que forma parte del Helénico, y que en otros espacios habrá instalaciones, transmisiones de radio y conversatorios. Todas las actividades son de entrada libre.



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Vigentes 100 años después

Con motivo del inicio de la nueva década, en conjunto con Profética presentamos esta selección de libros que siguen vigentes un siglo después de haber sido publicados.

 

La tierra baldía (1922), de T.S. Eliot

Considerado uno de los poemas más importantes de la literatura inglesa del siglo XX, La tierra baldía consta de 434 versos. “Las sucesivas traducciones al español de esta obra principal han intentado fijar mejor aquel universo de referencias, arrebatos, reflexiones, devastaciones, crítica y tradición recuperada que encierran estos versos”, asegura el poeta y periodista español Antonio Lucas sobre la obra del autor estadounidense.

La fiesta de jardín y otros cuentos (1922), de Katherine Mansfield

A veces considerada la rival literaria de Virginia Woolf, Katherine Mansfield desarrolló una prosa que la sitúa como maestra de la subjetividad. En sus cuentos los sentimientos que estremecen a sus protagonistas, por ejemplo la pena y la dicha, irrumpen en lo cotidiano. Mansfield, que nació en Nueva Zelanda y de joven se mudó a Londres, conoció a Woolf, que lamentó su temprana muerte. Ambas establecieron un intercambio epistolar en el que reflexionaron sobre el oficio de escribir. 

El proceso (1925), de Franz Kafka

Novela inacabada de Franz Kafka, publicada de manera póstuma en 1925 por Max Brod. En el relato sigue a Josef K., arrestado una mañana por una razón que desconoce. Desde este momento, el hombre se adentra en una pesadilla para defenderse de algo que nunca se sabe qué es y con argumentos aún menos concretos. Una potente reflexión sobre la justicia y la ley. 

La señora Dalloway (1925), de Virginia Woolf

«El amor es una ilusión, una historia que una construye en su mente, consciente todo el tiempo de que no es verdad, y por eso pone cuidado en no destruir la ilusión», dice en este libro Virginia Woolf. La señora Dalloway es una obra revolucionaria debido a su manejo del tiempo, en el que se relata un día de la vida de una dama londinense de nombre Clarissa.

El gran Gatsby (1925), de Francis Scott Fitzgerald

Publicada en 1925, El gran Gatsby es llamada La Gran Novela Americana. Simboliza el triunfo, la perpetua juventud y el deslumbramiento que desembocan en la tragedia, la decadencia y la caída, constantes reflejadas con asombrosa precisión en la propia vida de Fitzgerald. La obra ha sido llevada al cine varias veces, la más reciente es la adaptación de Baz Luhrmann, estrenada en 2013, con Leonardo DiCaprio en el rol principal. 



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Vigentes 100 años después

Con motivo del inicio de la nueva década, en conjunto con Profética presentamos esta selección de libros que siguen vigentes un siglo después de haber sido publicados.

 

La tierra baldía (1922), de T.S. Eliot

Considerado uno de los poemas más importantes de la literatura inglesa del siglo XX, La tierra baldía consta de 434 versos. “Las sucesivas traducciones al español de esta obra principal han intentado fijar mejor aquel universo de referencias, arrebatos, reflexiones, devastaciones, crítica y tradición recuperada que encierran estos versos”, asegura el poeta y periodista español Antonio Lucas sobre la obra del autor estadounidense.

La fiesta de jardín y otros cuentos (1922), de Katherine Mansfield

A veces considerada la rival literaria de Virginia Woolf, Katherine Mansfield desarrolló una prosa que la sitúa como maestra de la subjetividad. En sus cuentos los sentimientos que estremecen a sus protagonistas, por ejemplo la pena y la dicha, irrumpen en lo cotidiano. Mansfield, que nació en Nueva Zelanda y de joven se mudó a Londres, conoció a Woolf, que lamentó su temprana muerte. Ambas establecieron un intercambio epistolar en el que reflexionaron sobre el oficio de escribir. 

El proceso (1925), de Franz Kafka

Novela inacabada de Franz Kafka, publicada de manera póstuma en 1925 por Max Brod. En el relato sigue a Josef K., arrestado una mañana por una razón que desconoce. Desde este momento, el hombre se adentra en una pesadilla para defenderse de algo que nunca se sabe qué es y con argumentos aún menos concretos. Una potente reflexión sobre la justicia y la ley. 

La señora Dalloway (1925), de Virginia Woolf

«El amor es una ilusión, una historia que una construye en su mente, consciente todo el tiempo de que no es verdad, y por eso pone cuidado en no destruir la ilusión», dice en este libro Virginia Woolf. La señora Dalloway es una obra revolucionaria debido a su manejo del tiempo, en el que se relata un día de la vida de una dama londinense de nombre Clarissa.

El gran Gatsby (1925), de Francis Scott Fitzgerald

Publicada en 1925, El gran Gatsby es llamada La Gran Novela Americana. Simboliza el triunfo, la perpetua juventud y el deslumbramiento que desembocan en la tragedia, la decadencia y la caída, constantes reflejadas con asombrosa precisión en la propia vida de Fitzgerald. La obra ha sido llevada al cine varias veces, la más reciente es la adaptación de Baz Luhrmann, estrenada en 2013, con Leonardo DiCaprio en el rol principal. 



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Arte Abierto abre espacio expositivo

Latidos, del artista mexicano Rafael Lozano-Hemmer, será la primera exposición a gran escala del Espacio Arte Abierto, sitio gestionado por la asociación civil Arte Abierto, dedicada a proyectos culturales de diversa índole. 

Arte Abierto toma como punto de partida las condiciones físicas de los complejos arquitectónicos que pertenecen a Grupo Sordo Madaleno. Es un espacio de experimentación continua que activa procesos colectivos para hacer conexiones y cruces transversales entre el arte y la cultura contemporánea.

Dos veces artista residente en el Banff Centre for the Arts en Canadá, Rafael Lozano Hemmer (México, 1967), físico-químico de formación, sobresale por los novedosos medios con los que realiza su trabajo: escultura cinética y robótica, conexiones de internet, sensores, etc. 

Sus creaciones –a veces interactivas– se han mostrado en tres docenas de países, en foros como Art Basel, el Laboratorio Arte Alameda (Ciudad de México), Musée des Beaux Arts (Montreal) y las bienales de Sídney, Shanghái, Estambul y La Habana. En 2007 el creador representó a México el la edición 52 de la Bienal de Venecia. En 2015 se pudo ver Nivel de confianza en el Centro Multimedia del Cenart, pieza de arte interactivo de Lozano-Hemmer que hace eco de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero. 

La inauguración de Latidos y del Espacio Arte Abierto se realizará el 6 de febrero en Artz Pedregal Piso 2, ubicado en la colonia Jardines del Pedregal. 



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Seminario 12 presenta su primera exposición

La primera exposición del nuevo programa de exhibiciones de Seminario 12 titulada AD-HOC ó cómo vivir juntos, propone una serie de proyectos impulsados por distintos encuentros con la casa colonial que la aloja. 

Curada por Catalina Urtubey, la muestra parte de la convivencia como un espacio diverso y tolerante, la presente muestra desea explorar el vincularse, de manera sensible, en una misma casa. Construida a finales del siglo XVII, donde alguna vez estuvo el centro ceremonial de Tezcatlipoca del México-Tenochtitlán, la casa número 12 de la calle Seminario, permite recordar y sobre todo imaginar, adivinar e inventar, desde la subjetividad colectiva, ¿qué pasó ahí? y, ¿quiénes atravesaron su historia? 

La muestra Ad-Hoc o Cómo vivir juntos reúne el trabajo de diversos artistas con una conciencia singular sobre la experiencia de pertenecer a un mismo lugar, revelando y exponiendo a partir de sus archivos e historias, nuevos cruces. Una muestra colectiva con proyectos de Ana Gallardo, César López Negrete, Enrique Ježik, Iván Ávila Dueñas, Lucas Di Pascuale, Santiago Lena, Tania Candiani (en colaboración con Gerardo Zapata y Ollin Miranda), Tania Ximena y Verónica Meloni. 

Seminario 12 es un espacio comprometido a atender la memoria, la memoria de una ciudad, la memoria de un centro histórico y la memoria de una plaza y el paso de su gente, ubicado en el Centro Histórico de la Ciudad de México. 

El próximo 6 de febrero a las 17:00 hrs se presentará un performance de Verónica Meloni.

 


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Exposiciones de febrero

Fuera de la CDMX

‘Taxonomías isomórficas’, de Manuel Rocha Iturbide



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Arte Abierto abre espacio expositivo

Latidos, del artista mexicano Rafael Lozano-Hemmer, será la primera exposición a gran escala del Espacio Arte Abierto, sitio gestionado por la asociación civil Arte Abierto, dedicada a proyectos culturales de diversa índole. 

Arte Abierto toma como punto de partida las condiciones físicas de los complejos arquitectónicos que pertenecen a Grupo Sordo Madaleno. Es un espacio de experimentación continua que activa procesos colectivos para hacer conexiones y cruces transversales entre el arte y la cultura contemporánea.

Dos veces artista residente en el Banff Centre for the Arts en Canadá, Rafael Lozano Hemmer (México, 1967), físico-químico de formación, sobresale por los novedosos medios con los que realiza su trabajo: escultura cinética y robótica, conexiones de internet, sensores, etc. 

Sus creaciones –a veces interactivas– se han mostrado en tres docenas de países, en foros como Art Basel, el Laboratorio Arte Alameda (Ciudad de México), Musée des Beaux Arts (Montreal) y las bienales de Sídney, Shanghái, Estambul y La Habana. En 2007 el creador representó a México el la edición 52 de la Bienal de Venecia. En 2015 se pudo ver Nivel de confianza en el Centro Multimedia del Cenart, pieza de arte interactivo de Lozano-Hemmer que hace eco de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero. 

La inauguración de Latidos y del Espacio Arte Abierto se realizará el 6 de febrero en Artz Pedregal Piso 2, ubicado en la colonia Jardines del Pedregal. 



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Seminario 12 presenta su primera exposición

La primera exposición del nuevo programa de exhibiciones de Seminario 12 titulada AD-HOC ó cómo vivir juntos, propone una serie de proyectos impulsados por distintos encuentros con la casa colonial que la aloja. 

Curada por Catalina Urtubey, la muestra parte de la convivencia como un espacio diverso y tolerante, la presente muestra desea explorar el vincularse, de manera sensible, en una misma casa. Construida a finales del siglo XVII, donde alguna vez estuvo el centro ceremonial de Tezcatlipoca del México-Tenochtitlán, la casa número 12 de la calle Seminario, permite recordar y sobre todo imaginar, adivinar e inventar, desde la subjetividad colectiva, ¿qué pasó ahí? y, ¿quiénes atravesaron su historia? 

La muestra Ad-Hoc o Cómo vivir juntos reúne el trabajo de diversos artistas con una conciencia singular sobre la experiencia de pertenecer a un mismo lugar, revelando y exponiendo a partir de sus archivos e historias, nuevos cruces. Una muestra colectiva con proyectos de Ana Gallardo, César López Negrete, Enrique Ježik, Iván Ávila Dueñas, Lucas Di Pascuale, Santiago Lena, Tania Candiani (en colaboración con Gerardo Zapata y Ollin Miranda), Tania Ximena y Verónica Meloni. 

Seminario 12 es un espacio comprometido a atender la memoria, la memoria de una ciudad, la memoria de un centro histórico y la memoria de una plaza y el paso de su gente, ubicado en el Centro Histórico de la Ciudad de México. 

El próximo 6 de febrero a las 17:00 hrs se presentará un performance de Verónica Meloni.

 


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miércoles, 29 de enero de 2020

MUTEK MX EDICIÓN 17

MUTEK MX anunció las fechas en las que se realizará su edición 17: del 23 al 29 de noviembre se podrá disfrutar nuevamente del evento que cada año crea puentes entre la música y la tecnología, a través de estrenos de piezas y performances especiales. 

Junto con el anuncio de la nueva edición, el equipo MUTEK MX compartió el primer teaser de lo que será un mini-documental que incorpora la perspectiva de los artistas que llevan a la realidad los conceptos que MUTEK impulsa como festival. 

El filme se estrenará en marzo y los próximos teasers se compartirán a través de todos sus canales digitales, al igual que las novedades de la Edición 17.

 


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‘Rencor tatuado’ en cines

La última película del director mexicano Julián Hernández, Rencor tatuado (2018), se estrenará en cines el 14 de febrero. 

En la violenta e ingobernable Ciudad de México de los años 90, con la policía cómplice de los delincuentes, las mujeres violadas buscan venganza a través de Aída, una misteriosa justiciera que seduce a los abusadores, los narcotiza y los tatúa para que nunca olviden lo que hicieron. Sus poderosos enemigos preparan una emboscada para descubrir su verdadera identidad. Su única salvación es su propio pasado. Dirigida por Julián Hernández y escrita por Malú Huacuja, el reparto lo completan conocidos rostros de la escena mexicana como Irving Peña, Giovanna Zacarías y Mónica del Carmen.

Julián Hernández es un director de cine mexicano dos veces galardonado con el Teddy Award.​ Adquirió notoriedad con su primer largometraje Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor siendo considerada por el crítico Jorge Ayala Blanco una de las veinte mejores películas de la historia del cine mexicano.

 


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Balzac y el daguerrotipo

Publicado a finales de 2019 por Canta Mares (editorial independiente que recupera textos de la literatura francesa), Cuando era fotógrafo es un libro que recoge las memorias de la reconocida figura del siglo XIX Félix Tournachon Nadar, que fue gacetero, periodista, caricaturista mordaz, inventor, aeronauta y un gran fotógrafo. 

En las catorce viñetas, verdaderas fotografías en prosa que conforman este libro, Nadar narra, entre otras, sus experimentaciones con el servicio postal aéreo durante el Sitio de París, el terror de Balzac por ser fotografiado, el impacto masivo de la imagen en un célebre caso de homicidio, su descenso a las catacumbas y cloacas de París –momento en el que por primera vez utiliza la luz artificial–, y su ascenso en globo aerostático –durante el cual realizó las primeras tomas aéreas de la historia–. Del mismo modo que en sus fotografías, el lector de Nadar hallará en sus memorias la impronta de una época extinta que aún ilumina la nuestra. Aquí, un adelanto de Cuando era fotógrafo, que ya se encuentra en las librerías. 

 

Entonces, no es de sorprender si al inicio [de la fotografía] la admiración misma pareció incierta y más bien permanecía inquieta, como estupefacta. Se necesitó tiempo para que el Animal universal le sacara partido y se acercara al Monstruo.

Ante el daguerrotipo, fue “de lo pequeño a lo grande”, como lo enuncia el dicho popular, y el ignorante o el iletrado no fueron los únicos en experimentar esa duda desconfiada, casi supersticiosa. Entre las más bellas mentes, más de una se contagió del síndrome del primer rechazo.

Para no citar sino una de las más elevadas mentes, Balzac se sintió incómodo ante el nuevo prodigio: no podía deshacerse de una vaga aprensión respecto a la operación daguerriana.

A toda costa en aquella época, había encontrado una explicación propia, un poco rayando en las hipótesis fantásticas al estilo de Cardan. Creo acordarme bien haberlo visto enunciar con todo detalle su teoría particular en un rincón de la inmensidad de su obra. No dispongo del tiempo para buscarla, pero mi recuerdo se precisa muy nítidamente gracias a la exposición prolija que me hizo en un encuentro y que me reiteró en otra ocasión. En efecto, parecía que era algo que lo obsesionaba, en el pequeño apartamento tapizado de violeta que ocupaba en la esquina de la calle Richelieu y del bulevar: aquel edificio, célebre como casa de juego durante la Restauración, llevaba aún en aquella época el nombre de palacete Frascati.

Así, según Balzac, cada cuerpo de la naturaleza se encuentra compuesto de series de espectros, en capas superpuestas hasta el infinito, semejantes a infinitesimales películas foliáceas, siguiendo todas las perspectivas a partir de las cuales la óptica percibe los cuerpos.

Puesto que el hombre nunca podría crear —es decir, a partir de una aparición, de lo impalpable, constituir una cosa sólida, o de la nada hacer una cosa—, entonces, al aplicársela, cada operación daguerriana tomaba de improviso, desprendía y retenía una de las capas del cuerpo presentado.

De ahí que, para dicho cuerpo, y con cada operación sucesiva, perdiera de manera evidente uno de sus espectros, es decir, una parte de su esencia constitutiva.

¿Había una pérdida absoluta, definitiva, o se trataba de una pérdida parcial que se reparaba consecutivamente en el misterio de un renacimiento más o menos instantáneo de la materia espectral? Supongo que, una vez que había comenzado, Balzac no era hombre que pudiera detenerse en el camino, y que debía avanzar hasta el final de su hipótesis. Pero este segundo punto no lo abordamos entre nosotros.

¿El terror de Balzac ante el daguerrotipo era sincero o fingido? De haber sido sincero, al perder, Balzac no habría sino ganado, pues sus amplitudes abdominales entre otras le hubiesen permitido prodigar sus “espectros” sin contar. En todo caso, eso no le impidió posar al menos una vez para ese daguerrotipo único que tenía yo en mi posesión, después de Gavarni y Silvy, y que hoy se encuentra con M. Spoelberg de Lovenjoul.



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‘Rencor tatuado’ en cines

La última película del director mexicano Julián Hernández, Rencor tatuado (2018), se estrenará en cines el 14 de febrero. 

En la violenta e ingobernable Ciudad de México de los años 90, con la policía cómplice de los delincuentes, las mujeres violadas buscan venganza a través de Aída, una misteriosa justiciera que seduce a los abusadores, los narcotiza y los tatúa para que nunca olviden lo que hicieron. Sus poderosos enemigos preparan una emboscada para descubrir su verdadera identidad. Su única salvación es su propio pasado. Dirigida por Julián Hernández y escrita por Malú Huacuja, el reparto lo completan conocidos rostros de la escena mexicana como Irving Peña, Giovanna Zacarías y Mónica del Carmen.

Julián Hernández es un director de cine mexicano dos veces galardonado con el Teddy Award.​ Adquirió notoriedad con su primer largometraje Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor siendo considerada por el crítico Jorge Ayala Blanco una de las veinte mejores películas de la historia del cine mexicano.

 


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Publicado a finales de 2019 por Canta Mares (editorial independiente que recupera textos de la literatura francesa), Cuando era fotógrafo es un libro que recoge las memorias de la reconocida figura del siglo XIX Félix Tournachon Nadar, que fue gacetero, periodista, caricaturista mordaz, inventor, aeronauta y un gran fotógrafo. 

En las catorce viñetas, verdaderas fotografías en prosa que conforman este libro, Nadar narra, entre otras, sus experimentaciones con el servicio postal aéreo durante el Sitio de París, el terror de Balzac por ser fotografiado, el impacto masivo de la imagen en un célebre caso de homicidio, su descenso a las catacumbas y cloacas de París –momento en el que por primera vez utiliza la luz artificial–, y su ascenso en globo aerostático –durante el cual realizó las primeras tomas aéreas de la historia–. Del mismo modo que en sus fotografías, el lector de Nadar hallará en sus memorias la impronta de una época extinta que aún ilumina la nuestra. Aquí, un adelanto de Cuando era fotógrafo, que ya se encuentra en las librerías. 

 

Entonces, no es de sorprender si al inicio [de la fotografía] la admiración misma pareció incierta y más bien permanecía inquieta, como estupefacta. Se necesitó tiempo para que el Animal universal le sacara partido y se acercara al Monstruo.

Ante el daguerrotipo, fue “de lo pequeño a lo grande”, como lo enuncia el dicho popular, y el ignorante o el iletrado no fueron los únicos en experimentar esa duda desconfiada, casi supersticiosa. Entre las más bellas mentes, más de una se contagió del síndrome del primer rechazo.

Para no citar sino una de las más elevadas mentes, Balzac se sintió incómodo ante el nuevo prodigio: no podía deshacerse de una vaga aprensión respecto a la operación daguerriana.

A toda costa en aquella época, había encontrado una explicación propia, un poco rayando en las hipótesis fantásticas al estilo de Cardan. Creo acordarme bien haberlo visto enunciar con todo detalle su teoría particular en un rincón de la inmensidad de su obra. No dispongo del tiempo para buscarla, pero mi recuerdo se precisa muy nítidamente gracias a la exposición prolija que me hizo en un encuentro y que me reiteró en otra ocasión. En efecto, parecía que era algo que lo obsesionaba, en el pequeño apartamento tapizado de violeta que ocupaba en la esquina de la calle Richelieu y del bulevar: aquel edificio, célebre como casa de juego durante la Restauración, llevaba aún en aquella época el nombre de palacete Frascati.

Así, según Balzac, cada cuerpo de la naturaleza se encuentra compuesto de series de espectros, en capas superpuestas hasta el infinito, semejantes a infinitesimales películas foliáceas, siguiendo todas las perspectivas a partir de las cuales la óptica percibe los cuerpos.

Puesto que el hombre nunca podría crear —es decir, a partir de una aparición, de lo impalpable, constituir una cosa sólida, o de la nada hacer una cosa—, entonces, al aplicársela, cada operación daguerriana tomaba de improviso, desprendía y retenía una de las capas del cuerpo presentado.

De ahí que, para dicho cuerpo, y con cada operación sucesiva, perdiera de manera evidente uno de sus espectros, es decir, una parte de su esencia constitutiva.

¿Había una pérdida absoluta, definitiva, o se trataba de una pérdida parcial que se reparaba consecutivamente en el misterio de un renacimiento más o menos instantáneo de la materia espectral? Supongo que, una vez que había comenzado, Balzac no era hombre que pudiera detenerse en el camino, y que debía avanzar hasta el final de su hipótesis. Pero este segundo punto no lo abordamos entre nosotros.

¿El terror de Balzac ante el daguerrotipo era sincero o fingido? De haber sido sincero, al perder, Balzac no habría sino ganado, pues sus amplitudes abdominales entre otras le hubiesen permitido prodigar sus “espectros” sin contar. En todo caso, eso no le impidió posar al menos una vez para ese daguerrotipo único que tenía yo en mi posesión, después de Gavarni y Silvy, y que hoy se encuentra con M. Spoelberg de Lovenjoul.



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martes, 28 de enero de 2020

Trapiello nos devuelve el ‘Quijote’

Mi primer encuentro con el Quijote no fue a través de la lectura —era yo apenas un niño— sino de una duda: ¿realmente alguien creía que un libro así podría leerse? Recuerdo varias ediciones en casa, pero siempre estaban cerradas. La más atractiva era una edición española en dos tomos, en papel Biblia y encuadernada en piel natural café oscuro con letras grabadas, pero era sólo eso: una presencia en una estantería que no se consultaba muy a menudo. Parece que en esas casas con niños pequeños basta con que los clásicos de la literatura se hagan presentes —como si leerlos fuera una actividad opcional. No entiendo qué pasó después, pero nunca cursé esa asignatura en donde tienes que leerlo en clase, y no parece ser uno de esos libros a los que uno se acerque por gusto o por curiosidad, al menos no en la juventud. 

Mi segundo encuentro con el Quijote fue mucho después, y fue accidental. Y en inglés. Me encontré con un extenso fragmento en una revista —una antología sobre el humor— y me maravillé y me sorprendí al encontrarme leyendo el texto y descubriendo que era, efectivamente, humorístico. Pero no sólo eso, no sólo había humor: había gracia e inteligencia, había una voz cálida y memorable. No era una voz contemporánea, quizá no, pero leerla hacía mucho sentido —un gran contraste con lo que pasaba en los libros y en la vida del momento que entonces vivía. Cálido, gracioso, relevante: no son los adjetivos con los que, supongo, alguien que no ha leído el Quijote lo imagina.

Unos años después, en una feria de libro, me encontré con una edición conmemorativa —como, supongo, lo son todas. Exaltado por el recuerdo de aquel encuentro sorpresivo, compré el libro y comencé a leerlo unos días después. Pero mi lectura fracasó: no había ni humor ni calidez ni mucho sentido. ¿Qué estaba pasando? Traté de localizar aquel pasaje que unos años atrás había leído en la revista, pero no pude encontrarlo. Mis intentos de lectura se entorpecían y terminaba buscando auxilio en el diccionario o en las notas del editor: no precisamente la imagen que uno tiene de la lectura por placer.

Y entonces hice algo que pensé que iba a conservar en secreto: comprar el Quijote en inglés y ver qué pasaba. Me encontré con una edición reciente, traducida por Edith Grossman, que había recibido los mejores elogios. Leí un fragmento del libro en internet antes de comprarlo y ahí estaba: la lucidez, la luz y la gracia que recordaba. (Cuando Cervantes escribió el Quijote, su lenguaje no era arcaico o pintoresco —dice Grossman—, lo escribió en un español moderno, de su tiempo, que reflejaba y al mismo tiempo moldeaba la manera en que el lector experimentaba el mundo. Esto significaba que no tenía que encontrar una voz especial, anacrónica o que se escuchara como del siglo XVII, sino que podía traducir su escritura, increíblemente magnífica, al inglés contemporáneo.) Lo pedí de inmediato y lo comencé a leer cuando llegó. ¿Cómo era posible que la voz de Cervantes me hablara mejor, fuera más cercana, si  había una traductora estadounidense de por medio —como digiriendo las palabras por mí—, y no en español, que era nuestra lengua compartida? (Y aquí tengo que hacer una breve aclaración. Leer el Quijote en inglés iba a ser la primera excepción a la regla de solo leer en inglés aquello que originalmente esté escrito en inglés —o que no esté traducido al español. Con los años me he dado cuenta que leer en esa lengua con la que no tengo ninguna relación biográfica me desconecta de una parte racional, como si la mente que lee en inglés fuera distinta a la que lee en español: como si en inglés leyera más del lado orgánico del cerebro y en español lo hiciera más del lado racional y crítico.) Leí los primeros capítulos con un placer adulto —que no creo que pueda sentir un adolescente o un joven—: estar leyendo el Quijote completo por primera vez a los cuarenta años me pareció lo verdaderamente justo.

En esos días encontré en internet, de nuevo al azar, otro Quijote: el de Andrés Trapiello. El autor español había decidido, hacía unos años, «poner» el Quijote en «castellano actual íntegra y fielmente», con el previsible rechazo de la academia y los lectores que sí lo habían leído en su versión original. Mi primera reacción fue de rechazo también, por supuesto, pero al escuchar sus razones encontré un eco: me pareció que había estado preguntándose lo mismo que yo: ¿por qué el Quijote se actualiza (una o dos veces por siglo) en todas las lenguas, con nuevas traducciones —y se hace así accesible a nuevas generaciones de lectores—, pero en español tenemos que leer la versión de hace 400 años, intocable, imposible de actualizar? ¿Por qué un lector de, digamos, Escocia o Brasil puede leer a Cervantes como a un contemporáneo y nosotros no? Hacía todo el sentido, aunque la controversia académica seguía siendo válida —al menos hasta cierto punto. Compré, pues, esa traducción de Trapiello. Era mi quinto Quijote, y comencé a leer un capítulo de Grossman y otro de Trapiello, alternados. La experiencia de lectura se parecía mucho, la voz de Cervantes era la misma, el experimento funcionaba. Dejé la versión en inglés para seguir con el libro en la nueva versión española, y así lo terminé. Para alguien sin pretensiones, para el lector común, estoy seguro, es la mejor manera de leerlo. Hacerlo en su versión original se parece a la experiencia de lectura investigativa: una lectura técnica de la que tenemos poco contexto, por lo que hay que recurrir a las citas y al diccionario varias veces por página, y no veo la justificación para hacerlo —a menos que se lo esté estudiando o se tenga tiempo libre ilimitado. La lectura por placer no debe ser eso. Puede ser compleja, claro, pero en este caso era compleja a un nivel más técnico que literario.

Cuando terminé de leer el libro regresé al original y estuve comparando algunas páginas. ¿Qué había hecho Trapiello que había transformado de esa manera la lectura? La sorpresa fue más bien darme cuenta de lo contrario: las modificaciones que había hecho eran mínimas —imperceptibles, casi—, pero el trabajo había sido tan preciso, con tanta certeza de lo que estaba haciendo, que parecía que había reescrito el texto —cuando en realidad había solo reemplazado poquísimas palabras. Esta sensación de sencillez y facilidad, lo sabemos todos, es solo la representación del trabajo más arduo (la tarea le tomó catorce años).

Mi determinación (¿o curiosidad, o extrañeza?) de leer el Quijote me llevó por cinco versiones en cinco décadas, pero al final lo hice. La versión de Grossman logra algo que me parece improbable, extraordinario: hace que el inglés hable en español; logra lo mismo que logra la mejor literatura: la universalidad, la ausencia de tiempo; la sensación de estar leyendo fuera del lenguaje, de estar en un lugar sin referencias físicas ni lógicas. Quizá los no hablantes del español que quieran leer el Quijote en el original encuentren eso en la versión de Trapiello. Algún día, creo, lo releeré, y quizá entonces lo haga en aquella versión de la infancia, que todavía está en la casa familiar.



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Trapiello nos devuelve el ‘Quijote’

Mi primer encuentro con el Quijote no fue a través de la lectura —era yo apenas un niño— sino de una duda: ¿realmente alguien creía que un libro así podría leerse? Recuerdo varias ediciones en casa, pero siempre estaban cerradas. La más atractiva era una edición española en dos tomos, en papel Biblia y encuadernada en piel natural café oscuro con letras grabadas, pero era sólo eso: una presencia en una estantería que no se consultaba muy a menudo. Parece que en esas casas con niños pequeños basta con que los clásicos de la literatura se hagan presentes —como si leerlos fuera una actividad opcional. No entiendo qué pasó después, pero nunca cursé esa asignatura en donde tienes que leerlo en clase, y no parece ser uno de esos libros a los que uno se acerque por gusto o por curiosidad, al menos no en la juventud. 

Mi segundo encuentro con el Quijote fue mucho después, y fue accidental. Y en inglés. Me encontré con un extenso fragmento en una revista —una antología sobre el humor— y me maravillé y me sorprendí al encontrarme leyendo el texto y descubriendo que era, efectivamente, humorístico. Pero no sólo eso, no sólo había humor: había gracia e inteligencia, había una voz cálida y memorable. No era una voz contemporánea, quizá no, pero leerla hacía mucho sentido —un gran contraste con lo que pasaba en los libros y en la vida del momento que entonces vivía. Cálido, gracioso, relevante: no son los adjetivos con los que, supongo, alguien que no ha leído el Quijote lo imagina.

Unos años después, en una feria de libro, me encontré con una edición conmemorativa —como, supongo, lo son todas. Exaltado por el recuerdo de aquel encuentro sorpresivo, compré el libro y comencé a leerlo unos días después. Pero mi lectura fracasó: no había ni humor ni calidez ni mucho sentido. ¿Qué estaba pasando? Traté de localizar aquel pasaje que unos años atrás había leído en la revista, pero no pude encontrarlo. Mis intentos de lectura se entorpecían y terminaba buscando auxilio en el diccionario o en las notas del editor: no precisamente la imagen que uno tiene de la lectura por placer.

Y entonces hice algo que pensé que iba a conservar en secreto: comprar el Quijote en inglés y ver qué pasaba. Me encontré con una edición reciente, traducida por Edith Grossman, que había recibido los mejores elogios. Leí un fragmento del libro en internet antes de comprarlo y ahí estaba: la lucidez, la luz y la gracia que recordaba. (Cuando Cervantes escribió el Quijote, su lenguaje no era arcaico o pintoresco —dice Grossman—, lo escribió en un español moderno, de su tiempo, que reflejaba y al mismo tiempo moldeaba la manera en que el lector experimentaba el mundo. Esto significaba que no tenía que encontrar una voz especial, anacrónica o que se escuchara como del siglo XVII, sino que podía traducir su escritura, increíblemente magnífica, al inglés contemporáneo.) Lo pedí de inmediato y lo comencé a leer cuando llegó. ¿Cómo era posible que la voz de Cervantes me hablara mejor, fuera más cercana, si  había una traductora estadounidense de por medio —como digiriendo las palabras por mí—, y no en español, que era nuestra lengua compartida? (Y aquí tengo que hacer una breve aclaración. Leer el Quijote en inglés iba a ser la primera excepción a la regla de solo leer en inglés aquello que originalmente esté escrito en inglés —o que no esté traducido al español. Con los años me he dado cuenta que leer en esa lengua con la que no tengo ninguna relación biográfica me desconecta de una parte racional, como si la mente que lee en inglés fuera distinta a la que lee en español: como si en inglés leyera más del lado orgánico del cerebro y en español lo hiciera más del lado racional y crítico.) Leí los primeros capítulos con un placer adulto —que no creo que pueda sentir un adolescente o un joven—: estar leyendo el Quijote completo por primera vez a los cuarenta años me pareció lo verdaderamente justo.

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Mi determinación (¿o curiosidad, o extrañeza?) de leer el Quijote me llevó por cinco versiones en cinco décadas, pero al final lo hice. La versión de Grossman logra algo que me parece improbable, extraordinario: hace que el inglés hable en español; logra lo mismo que logra la mejor literatura: la universalidad, la ausencia de tiempo; la sensación de estar leyendo fuera del lenguaje, de estar en un lugar sin referencias físicas ni lógicas. Quizá los no hablantes del español que quieran leer el Quijote en el original encuentren eso en la versión de Trapiello. Algún día, creo, lo releeré, y quizá entonces lo haga en aquella versión de la infancia, que todavía está en la casa familiar.



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